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Authors: Agatha Christie

La puerta del destino (27 page)

BOOK: La puerta del destino
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—¡Válgame Dios! —exclamó Tommy, haciendo un gesto de resignación.

—Nuestras actividades profesionales, señor Beresford, informan nuestra existencia. Buenas o malas, uno no puede desprenderse de ellas —manifestó el inspector Norris, en tono afable—. El historial delictivo de un criminal le sigue a todas partes; esto es válido para el héroe también, por ejemplo, que vive arropado en sus acciones más sobresalientes... Bien. Nosotros vamos a hacer cuanto esté a nuestro alcance para aclarar las cosas. ¿No le es posible facilitarnos una descripción del atacante?

—No —contestó Tommy—. Cuando le vi corría seguido por nuestro perro. Yo diría que no era muy viejo. Quiero señalar que corría con facilidad.

—Las dificultades en ese campo se inician a los catorce o quince años. De aquí, en adelante.

—Indudablemente, se trataba de alguien mayor —puntualizó Tommy.

—¿No les ha llamado nadie por teléfono, no les han escrito para pedirles dinero? —inquirió el inspector—. Pudieron haberles exigido que abandonaran la casa...

—No, no ha habido nada de eso.

—¿Cuánto tiempo llevan ustedes aquí?

Tommy se lo dijo.

—¡Hum! Poco tiempo es. Y usted ha estado en Londres la mayor parte de los días de la semana.

—Sí, he tenido que desplazarme. Si quiere que le facilite detalles... —ofreció Tommy.

—No, no los necesito —respondió el inspector Norris—. Lo único que deseaba sugerirle es que... Bueno, no se ausente usted a menudo. Si se las puede arreglar para permanecer en casa y cuidar personalmente de su esposa...

—He pensado en proceder así —anunció Tommy—. Creo que es una buena excusa lo de mi esposa para faltar a las diversas citas que tengo concertadas en Londres.

—Bueno, haremos lo posible por esclarecer este asunto y si podemos detener al autor de...

—¿Creen ustedes conocer su identidad? Quizá no debiera hacerle esta pregunta, inspector, pero... ¿Conocen tal vez su nombre y sus móviles?

—Nosotros sabemos muchas cosas acerca de algunas personas de por aquí. Sabemos más cosas de las que ellas mismas se imaginan. En ocasiones, nos hacemos los disimulados, fingimos una ignorancia total o parcial, porque éste es el mejor modo de poder detenerlas. De este modo, llegamos a saber con quiénes andan, quién les paga para hacer lo que hacen, descubrimos si sus ideas son propias o impuestas... Pienso, sin embargo, que este asunto no es cosa de los elementos que nosotros controlamos aquí.

—¿Por qué? —preguntó Tommy.

—Verá usted... A nuestros oídos llegan ciertos datos; nosotros nos procuramos informaciones de diversas procedencias.

Tommy y el inspector se observaron mutuamente. Durante cinco minutos, los dos guardaron silencio.

—Bien —dijo por fin Tommy—. Ya... ya comprendo. Sí. Creo entenderle.

—¿Me permite que le diga una cosa? —inquirió el inspector Norris.

—Le escucho —contestó Tommy, un tanto confuso.

—Ese jardín de su casa... Tengo entendido que ustedes buscaban a alguien que se lo pusiera en orden.

—Nuestro jardinero fue asesinado, como usted sabe.

—Sí. Estoy informado de tal hecho. Era el viejo Isaac Bodlicott, ¿no? Una excelente persona. Siempre andaba contando historias referentes a las maravillosas cosas que había hecho en sus buenos tiempos. Era un personaje muy conocido y un hombre en quien se podía confiar.

—No acierto a comprender por qué fue asesinado. No tengo la menor idea sobre la identidad del criminal —declaró Tommy—. Nadie sabe nada sobre esto, ni se ha dado con ninguna pista.

—Estos enigmas necesitan un poco de tiempo para ser aclarados. Generalmente, en el momento de la encuesta judicial no se sabe una palabra sobre el caso y el juez se limita a pronunciar un veredicto provisional de «Asesinato cometido por persona o personas desconocidas». Esto es, en general, el principio, tan sólo. Bueno, lo que iba a decirle es que probablemente se presentará alguien a ustedes ofreciéndose para trabajar en su jardín. Les dirá que va a dedicarles dos o tres días cada semana y quizás alguno más. A modo de referencias, añadirá que trabajó durante varios años para el señor Solomon. Recordará este nombre, ¿no?

—El señor Solomon —repitió Tommy.

Los ojos del inspector Norris parecieron centellear por una fracción de segundo.

—Por supuesto, el señor Solomon murió. Pero vivió aquí y dio trabajo a varios jardineros. No estoy seguro por lo que respecta al nombre que le dará ese individuo. Digamos que no me acuerdo bien. Puede ser uno entre varios... Probablemente, será el de Crispin. Su edad está situada entre los treinta y cincuenta años y trabajó para el señor Solomon. Si se presenta alguien con la misma pretensión, pero no menciona al señor Solomon, yo optaría por no aceptarlo. Estas palabras son a modo de advertencia.

—Ya entiendo —repuso Tommy—. Sí. Ya comprendo. Al menos, es lo que yo me figuro.

—Si. Usted es rápido a la hora de captar una idea, por lo que veo, señor Beresford. Supongo que habrá tenido que ser así siempre, dadas sus actividades. ¿Quiere que le dé algunas instrucciones más?

—No hace falta. Me parece que no sabría ya qué preguntarle.

—Nosotros realizaremos investigaciones y no solamente por aquí. Es posible que visite Londres, que haga otros desplazamientos. Miraremos por los alrededores. Bueno, usted ya sabe cómo trabajamos habitualmente.

—Quiero hacer lo que pueda para impedir que Tuppence siga metida en el caso —confesó Tommy—. No obstante, es difícil...

—Las mujeres lo ponen difícil todo —sentenció el inspector Norris.

Tommy repitió esta frase poco más tarde, al sentarse frente a Tuppence, mientras ésta saboreaba unas uvas.

—¿Pero es que te comes también las semillas? —inquirió Tommy, después de observar a su esposa por unos instantes.

—Lo hago siempre —replicó ella—. Se lleva mucho tiempo sacárselas a cada grano. No creo que hagan daño.

—Desde luego, esas pepitas deben ser inofensivas, ya que esta práctica data de toda tu vida.

—¿Qué dice la policía?

—Exactamente lo que nos figurábamos que iba a decir.

—¿Tienen alguna idea sobre la identidad del autor del hecho?

—El inspector me ha dicho que no cree que se trate de un individuo de la localidad.

—¿A quién viste? ¿Al inspector Watson, me dijiste? ¿Se llama así?

—El inspector con quien me entrevisté, se apellida Norris.

—¡Oh! A ése no le conozco. ¿Qué más te dijo?

—Que siempre resulta difícil controlar a las mujeres.

—¿Será posible? ¿Sabía que ibas a darme a conocer su frase?

—No —contestó Tommy poniéndose en pie—. Tengo que hacer una o dos llamadas a Londres, Tuppence. Estaré un par de días sin ir por allí, seguramente.

—Puedes ir a Londres cuando te parezca, querido. Aquí estoy a salvo de cualquier peligro. Albert cuida de mí... Y el doctor Crossfield no puede ser más amable conmigo.

—Me pondré al habla con Albert para ciertos pormenores. ¿Deseas algo, querida?

—Sí —respondió Tuppence—: que me traigas un melón. Me ha dado últimamente por la fruta. No me apetece otra cosa.

—De acuerdo —dijo Tommy.

Tommy marcó en su aparato telefónico un número de Londres.

—¿El coronel Pikeaway?

—Sí. Hola, es usted. Thomas Beresford, ¿no?

—¡Ah! Reconoció mi voz... Quería decirle algo que...

—Referente a Tuppence, ¿verdad? Ya me he enterado —repuso el coronel Pikeaway—. No es necesario que hablemos. Quédese ahí durante un día, dos, o una semana. Absténgase de venir a Londres. Déme cuenta de cualquier cosa que pase.

—Es que hay algo que debiera entregarle.

—Pues quédeselo, de momento. Dígale a Tuppence que idee algún escondite para eso.

—Es muy buena en ese tipo de menesteres. Igual que nuestro perro, que oculta los huesos en el jardín.

—He oído decir que se lanzó sobre el hombre que disparó sobre ustedes dos, persiguiéndolo...

—Usted parece saberlo todo.

—Aquí solemos estar informados —declaró el coronel Pikeaway.

—Nuestro perro consiguió alcanzarlo, regresando con un trozo de tela de sus pantalones entre los colmillos.

Capítulo XII
-
Oxford, Cambridge y Lohengrin

El coronel Pikeaway lanzó una bocanada de humo en dirección al techo.

—Lamento haber tenido que hacerle venir con tanta urgencia, pero pensé que era mejor que nos viéramos.

—Como usted sabe —respondió Tommy—, últimamente hemos tenido que ver a menudo con cosas inesperadas.

—¡Ah! ¿Por qué cree que lo sé?

—Porque usted sabe siempre desde aquí, todo lo que pasa.

El coronel Pikeaway se echó a reír.

—Está repitiendo mis propias palabras, ¿eh? Sí, eso le dije yo una vez. Nosotros lo sabemos todo. Estamos aquí con tal fin. ¿Lo pasó mal? Me estoy refiriendo a su esposa, como puede imaginar.

—No lo pasó muy mal, pero pudo haber sido algo verdaderamente grave. Me figuro que usted estará al corriente de todos los detalles... ¿O quiere que se lo cuente todo?

—Hágame un breve resumen, si gusta. Hay una cosa de la que no había oído hablar —manifestó el coronel Pikeaway—: lo de Lohengrin. Grin-hen-lo. Es muy despierta su esposa. Acertó en seguida la interpretación... Era una estupidez, pero ¿quién la veía?

—He traído el paquete de que le hablé —manifestó Tommy—. Lo habíamos escondido provisionalmente en el recipiente en que se guarda normalmente la harina. No quise enviárselo por correo.

—Muy bien. Ha procedido usted atinadamente.

—La cajita metálica había sido localizada dentro de Lohengrin. El Lo-hen-grin azul pálido. Le hablo del taburete de loza, de estilo Victoriano, para terraza, que llevaba el nombre de Cambridge.

—Una tía mía que tenía una casa en el campo poseía dos piezas de esa clase. Es un recuerdo de mi juventud avivado por sus hallazgos.

—La envoltura exterior era de lona impermeabilizada. Y dentro había cartas. Están algo deterioradas, pero espero que con un adecuado tratamiento del papel...

—Ese inconveniente lo solucionaremos sin grandes dificultades.

—Aquí están, pues —dijo Tommy—. He hecho una copia, además, para usted, de cuanto Tuppence y yo hemos ido anotando, en relación con cuanto se nos ha contado allí.

—¿Figuran nombres?

—Sí. Tres o cuatro. La pista de Oxford y Cambridge y la alusión a los estudiantes de ambas universidades que se alojaban en la casa... No creo que hubiese nada en eso, ya que todo se refería, simplemente, a los taburetes de loza de los cisnes, supongo...

—Sí... sí... sí. Hay aquí una o dos cosas que me parecen sumamente interesantes.

—Desde luego, tras el ataque de que fuimos objeto —declaró Tommy— di inmediatamente cuenta del hecho a la policía.

—Perfectamente.

—Al día siguiente me pidieron que pasara por la Jefatura de Policía, donde me entrevisté con el inspector Norris. No he estado en contacto con él antes. Supongo que debe tratarse de un nuevo funcionario...

—Sí. Probablemente, ha sido destacado, con una misión especial —repuso el coronel Pikeaway.

Éste lanzó otra bocanada de humo. Tommy tosió.

—Me imagino que usted sabrá todo lo que se pueda saber sobre él.

—En efecto —confirmó el coronel—. Aquí estamos informados. El hombre se halla encargado de estas investigaciones. Es posible que la gente de la localidad sea capaz de puntualizar quién era la persona que les seguía a todas partes, que hacía averiguaciones sobre ustedes. ¿Usted no cree, Beresford, que sería conveniente que se ausentara de allí, en compañía, naturalmente, de su esposa?

—Me parece que no podría conseguirlo —dijo Tommy.

—¿Quiere darme a entender que ella se negaría a abandonar la casa?

—No creo que haya manera de sacar a Tuppence de allí, sinceramente. Tenga en cuenta que no está gravemente herida, ni indispuesta. Y como ahora tiene la impresión de que pisamos un poco de terreno firme, querrá seguir. En pocas palabras: se vislumbra algo que no sabemos cómo se materializará.

—Olfatear en todas direcciones es lo que debe hacerse en este tipo de casos —el coronel Pikeaway acarició el paquete que tenía delante—. Esta cajita nos va a decir algo, algo que nosotros hemos querido siempre saber. Nos va a decir quién, hace muchos años, puso ciertos dispositivos en marcha, realizando algunos sucios trabajos ocultamente.

—Sin embargo...

—Sé lo que va a decirme. Va a decirme que quienquiera que fuese el autor de los hechos, descansa ya en su sepulcro. Es verdad. Pero vamos a saber por fin lo que se tramaba concretamente, cómo se organizó, quién colaboró y, sobre todo, quién fue el heredero de la maquinación y la forma en que ésta ha ido avanzando hasta nuestros días, con proyección sobre el futuro, quizá, y con un objetivo concreto. Quizá sepamos de gente que da la impresión de no contar nada y que tiene realmente una importancia extraordinaria para nosotros. Tendremos noticias, seguramente, de personas (y personajes) que se han mantenido fielmente en contacto con el grupo (actualmente, siempre se trabaja en equipo). Éste habrá cambiado de miembros, ya que el tiempo se muestra siempre inexorable, pero los más recientes tendrán idénticas ideas que sus predecesores, es decir, amarán sobre todas las cosas la violencia, el mal, la traición. Lo de los grupos no es una moda pasajera, ni un capricho. Constituye toda una técnica. Es asombroso lo que son capaces de lograr unos hombres perfectamente unidos. Al mismo tiempo, su «célula» parece pesar más a la hora de captación de nuevos colaboradores. Esta despersonalización de su empresa le da más consistencia y asegura la continuidad.

—¿Puedo hacerle una pregunta?

—Todo el mundo puede hacerme preguntas —contestó el coronel Pikeaway—. Aquí lo sabemos todo, pero no siempre lo decimos. He de permitirme esta advertencia, Beresford.

—¿Significa algo para usted el apellido Solomon?

—¡Ah! —exclamó el coronel Pikeaway—. El señor Solomon. ¿Y de dónde ha sacado usted ese nombre?

—Fue mencionado por el inspector Norris.

—Bueno, si usted actúa de acuerdo con las instrucciones de Norris, va bien. Puedo decírselo así. He de notificarle, sin embargo, que no llegará a ver a Solomon. Solomon murió...

—¡Ah, ya!

—Para que lo entienda de veras —dijo el coronel, ligeramente irónico—, habré de darle una pequeña explicación. Resulta útil disponer de un nombre que se pueda utilizar libremente. Hablo del nombre de una persona real, de un ser que ya no está allí, porque desapareció del mundo de los vivos, pero que sigue mereciendo una alta consideración entre los miembros de la localidad. Es una extraña casualidad que fuesen ustedes a vivir a «Los Laureles» y todos abrigamos grandes esperanzas de que tal hecho dé lugar a que vaya a parar a nuestras manos algo de indudable valor. Sí, Beresford. Es una gran suerte para nosotros. Pero yo no quiero que ello se traduzca en un desastre para usted o su esposa. Desconfíe de todo y de todos. He aquí la mejor conducta que puede adoptar.

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