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Authors: Agatha Christie

La puerta del destino (8 page)

BOOK: La puerta del destino
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La utilización del señor Bodlicott, sin embargo, entrañaba un grave peligro: la exposición del favorecido de turno a su incesante discurso. Era un nombre de una locuacidad asombrosa, que se veía cortada por su dentadura postiza, con la que se hallaba en constante lucha para hacer inteligibles sus palabras. Su memoria era un copioso almacén de recuerdos del lugar, relativos a hechos y personas. Resultaba difícil saber, no obstante, hasta qué punto se podía confiar en sus afirmaciones. Cuando al señor Bodlicott se le deparaba la oportunidad de referir una buena historia de los viejos tiempos, no la desaprovechaba.

—Se quedaría usted asombrada si le contara todo lo que sé acerca de eso. De veras. Bueno, la verdad es que todo el mundo se figuraba estar al cabo ele la calle en el asunto, pero generalmente se equivocaban. Por completo, ¿eh? Fue la hermana mayor, ¿sabe? Una joven magnífica, parecía ser. El perro del carnicero fue quien les dio la pista. La siguió hasta su casa. Tal como suena. Sólo que no era realmente la suya... ¡Oh, claro que podría contarle mucho más sobre eso! Y luego, estaba la señora Atkins. Nadie sabía que tenía un revólver en la casa. Yo, en cambio, sí. Lo supe cuando se interesó por reparar su cómoda. Así fue, en efecto. Bien... Contaba setenta y cinco años. Y allí, en un cajón, en uno de los cajones de la cómoda, la que había mandado reparar (las bisagras se habían salido de su sitio; la cerradura estaba estropeada), allí se encontraba el revólver. Estaba en una caja de zapatos de mujer, del número tres, por cierto. Bueno, no sé si eran del número tres o del dos... Eran de satén blanco. Un pie delicioso, muy pequeño. Los zapatos de boda de su abuela, decía ella. Es posible. Pero alguien contó que los había comprado en un establecimiento de curiosidades. No sé si seria verdad. El revólver... Se aseguraba que su hijo lo había traído de África, del África Oriental. Había estado allí cazando elefantes. Y al volver, apareció con ese revólver. ¿Y sabe usted qué hacía la anciana señora? Su hijo le había enseñado a manejar el arma... Se sentaba a la ventana de su cuarto de estar y cuando veía aparecer a alguien en el camino que llevaba a la casa, apuntaba cuidadosamente, haciendo fuego, procurando que la bala pasara cerca de su blanco. Excuso decirle el susto que se llevaban todos. Huían corriendo de allí. Ella decía que deseaba evitar que importunasen a sus pájaros. Le gustaban mucho los pájaros, ¿sabe? Y jamás disparó sobre ninguno de ellos... Luego, circularon numerosas historias sobre la señora Letherby. Era una cleptómana. Robaba en las tiendas. Y lo hacía muy hábilmente. Sin embargo, era muy rica, tenía mucho dinero...

Habiendo logrado convencer al señor Bodlicott para que hiciera una reparación en el tragaluz del cuarto de baño, Tuppence se preguntaba si lograría orientar la conversación hacia un punto determinado del pasado, de manera que se derivara de ella algo útil para la solución del misterio de la ocultación en la casa de algún tesoro o interesante secreto, sobre cuya naturaleza no tenía una idea clara, lo mismo que Tommy.

Cuando se trataba de servir a unos recién llegados a aquella colectividad, el viejo Isaac Bodlicott daba siempre las máximas facilidades. Le gustaba establecer contacto con gente nueva. Ésta le facilitaba una oportunidad ciertamente de lucir sus recuerdos y en general se mostraba más paciente que los habituales vecinos. Los conocidos de siempre no le animaban a hablar. Todo lo más, soportaban con resignación sus inacabables discursos. Ahora, un auditorio de estreno ya era otra cosa. Constituía una agradable experiencia, como la de hacer gala de sus conocimientos en muy diversas materias, que ponía siempre a disposición de la comunidad.

—Ha sido una suerte que el viejo Joe no se cortara. Pudo haberse destrozado la cara.

—Cierto.

—Y todavía quedan cristales en el suelo, señora.

—Ya lo sé —dijo Tuppence—. No hemos tenido tiempo todavía de hacer aquí una limpieza a fondo.

—Hay que tener cuidado con los cristales, ¿eh? Ya sabe usted lo que pasa con ellos. Un trozo de vidrio puede hacer mucho daño. Hasta puede matar a una persona, si se clava en un vaso sanguíneo. Me acuerdo ahora de la señorita Lavinia Shotacomb. Usted no se lo creerá, pero...

Tuppence tuvo que escuchar a continuación la historia de la señorita Lavinia Shotacomb. Ya había oído ese nombre. La mujer había llegado a los setenta y tantos años de edad, sorda y casi ciega.

—Me imagino —dijo Tuppence, interrumpiendo los recuerdos de Isaac en relación con Lavinia— que usted sabrá muchísimas cosas sobre las personas que vivieron en este lugar, años atrás...

—Bueno, verá usted... Tengo ya cumplidos los ochenta y cinco años. Voy para los noventa. Siempre disfruté de una excelente memoria. Y hay cosas que no se olvidan jamás. A veces, ciertos detalles que uno no recordaba o creía no recordar saltan al primer plano de nuestra atención con cualquier motivo. No puede usted tener ni una ligera idea de los hechos de aquí que yo tengo en la cabeza.

Isaac se dio una palmada en la frente para subrayar sus palabras.

—Es estupendo —contestó Tuppence para halagar a su interlocutor—. Usted ha debido conocer gente extraordinaria.

—Sí. Gente que muchas veces ha resultado ser algo muy distinto de lo que aparentaba. He tenido muchas sorpresas en tal aspecto.

—En ese plan habrá conocido, seguramente, hasta espías... O criminales —sugirió Tuppence.

Esta miró a Isaac, esperanzada. El viejo se agachó, cogiendo cuidadosamente del piso un trozo de vidrio.

—Aquí tiene —dijo—. ¿Qué pasa si esto llega a clavarse en la suela de su zapato, llegando a la planta del pie?

Tuppence empezó a pensar que el pretexto buscado para asegurarse la atención de Isaac no iba a servirle de nada. Entonces le habló del pequeño invernadero que había en el jardín, pegado a uno de los muros de la casa, cerca de la ventana del comedor, el cual andaba necesitado de una reparación a fondo. ¿Valía la pena repararlo? ¿No sería mejor derribarlo? Isaac pensó, complacido, en este nuevo problema. Los dos bajaron a la planta inferior y saliendo de la casa dieron la vuelta a la misma, llegando así al sitio en que estaba el invernadero en cuestión.

—¡Ah! Se refería usted a esto, ¿eh?

Tuppence hizo un gesto afirmativo.

—Ka—ká —dijo Isaac.

Tuppence fijó la vista en el viejo. KK... Estas dos letras del alfabeto juntas no le decían nada realmente.

—¿Por qué ha dicho eso?

—He dicho KK. Era lo que decía la anciana señora Lottie Jones en su tiempo.

—¡Ah! ¿Y por qué usaba esa expresión?

—No lo sé. Era una especie de... de nombre, que aplicaba a sitios como este, supongo. Siempre que no fueran de grandes dimensiones. Las casas grandes cuentan con auténticos invernaderos. Ya sabe: donde se crían en macetas, por ejemplo, helechos de los denominados cabellos de Venus.

—Sí —repuso Tuppence, procurando recordar cosas sobre aquel tema.

—No sé por qué, la verdad, se empeñaba la señora Lottie Jones en referirse a esto con la expresión KK —manifestó Isaac, pensativo.

—¿Había helechos de los que usted ha dicho, aquí?

—No. El recinto no era destinado a eso. Los chicos solían guardar ahí sus juguetes. Seguramente, los juguetes seguirán ahí dentro, si nadie los ha tocado. ¿Ve usted? Esto se está cayendo casi. Reforzaron las paredes, repararon un poco el techo y... nada. No creo que vaya a encontrársele aplicación ya. Ahí metían los juguetes rotos, las sillas viejas y cosas por el estilo. ¡Oh! Ahí está el caballo—balancín y «Truelove» en el rincón opuesto.

—¿No podríamos entrar? —preguntó Tuppence, acercando el rostro a uno de los cristales—. Tiene que haber muchas cosas raras ahí dentro.

—Bueno, por aquí andará la llave —dijo Isaac—. Me imagino que seguirá en el mismo sitio.

—¿Cuál es el mismo sitio?

—¡Ah! Vea usted esa caseta...

Avanzaron unos metros por un sendero inmediato. Isaac abrió la puerta de la caseta de una patada, apartó varias ramas de árboles y después dio un tirón a una vieja alfombrilla que colgaba del muro más próximo. Entonces quedaron al descubierto tres o cuatro herrumbrosas llaves pendientes de un clavo.

—Las llaves de Lindop —dijo el viejo—. Trabajaba de jardinero. Era un artesano del mimbre, jubilado. No introdujo aquí ninguna mejora. Si quiere usted echar un vistazo al interior de KK...

—¡Oh, sí! —exclamó Tuppence, ilusionada—. Me gustaría ver lo que hay dentro de KK. ¿Cómo lo pronuncia?

—¿Cómo pronuncio... qué?

—Me refiero a KK. ¿Se trata de dos letras, simplemente?

—No. Yo creo que era algo más. Me parece que eran dos palabras extranjeras. Recuerdo que se decía K—A—I y luego venía otro K—A—I. Ellos solían decir Qay-Qay, o
Kye-Kye
. Me inclino a pensar que era una palabra japonesa.

—¿Sí? ¿Han vivido aquí en alguna ocasión japoneses? —preguntó Tuppence.

—¡Oh, no! Nada de eso... Si ha habido en este lugar extranjeros, eran de otras procedencias.

La aplicación de un poco de aceite, que Isaac sacó de Dios sabe dónde, aplicado rápidamente a la más herrumbrosa de las llaves, hizo que funcionara la cerradura, aunque con unos cuantos chirridos. Isaac abrió la puerta. Tuppence y su guía entraron en la caseta.

—Ya ve usted lo que hay aquí —dijo el viejo, mirando a su alrededor—: unos cuantos cachivaches.

—Ahí se puede ver un caballo muy majo, muy vistoso —señaló Tuppence.

—Ésa es «Mathilde»... o «Mackild» —contestó Isaac.

—¿«Mack-ild»? —inquirió ella, dudosa.

—Sí. Se trata de un nombre de mujer. Era una reina. Alguien puntualizó que era la esposa de Guillermo el Conquistador, pero yo creo que exageraban... Vino de América. Lo trajo el padrino de uno de los niños, que era de allí.

—¿De qué niños?

—Estoy refiriéndome a los chiquillos de los Bassington. Antes que el otro lote. No sé... Supongo que esto estará completamente oxidado.

«Mathilde» tenía una magnífica estampa. Su cuerpo tendría la longitud de cualquier caballo o yegua de nuestros días. Quedaba un pequeño resto de lo que debía haber sido una espléndida crin. Le faltaba una oreja y había estado pintado en otro tiempo de gris. Sus patas delanteras se hallaban estiradas hacia delante y las otras hacia atrás. Lucía una breve cola.

—No es como el clásico balancín—caballo —objetó Tuppence, interesada.

—No, ¿verdad? —dijo Isaac—. Esos juguetes son como las mecedoras. Éste es distinto. Sus patas delanteras avanzan y luego hacen lo mismo las traseras, saltando. Es un movimiento muy curioso. ¿Quiere que le haga una demostración?

—Tenga cuidado —advirtió Tuppence—. Quizás haya en «Mathilde» algún clavo saliente que le cause una herida. También podría caerse, Isaac...

—Hace cincuenta o sesenta años que no monto en «Mathilde», pero todavía sé lo que ha de hacerse. Y este juguete, además, es muy fuerte. No tema, que no va a hacerse pedazos.

Inesperadamente, el viejo saltó sobre el caballo. «Mathilde» avanzó. Seguidamente, retrocedió.

—Se ha puesto en marcha, ¿ha visto?

—Es cierto.

—¡Oh! A ellos les gustaba mucho. La señorita Jenny, por ejemplo, montaba en «Mathilde» todos los días.

—¿Quién era Jenny?

—La mayor, la chica a quien su padrino envió esto. También le envió «Truelove» —declaró Isaac.

Tuppence miró a su interlocutor inquisitivamente. Aquellas palabras parecían no tener aplicación allí, no se referían seguramente a ninguno de los otros objetos guardados en KK.

—Así llamaban ellos a ese pequeño caballo con su coche que se ve en ese rincón. La señorita Pamela bajaba por la ladera en él. Era muy seria la señorita Pamela. Subía a la cumbre de la colina y se dejaba caer... Disponía de pedales, pero no funcionaban. Subía, subía y después se dejaba caer, frenando con los pies. Siempre se detenía a tiempo. Se entretenía así tres o cuatro horas por día. Yo no la perdía de vista. En esos momentos me encontraba yo arreglando los rosales y podía observarla. No le hablaba porque no le gustaba que le dirigieran la palabra. Quería que la dejaran en paz, con lo que llevaba entre manos, dejando volar la imaginación...

—¿En qué pensaría? –inquirió Tuppence, comenzando de repente a sentirse más interesada por la señorita Pamela que por la señorita Jenny.

—No sé... A veces se presentaba como una princesa que huyera, o como Mary, reina de no sé qué... ¿Sería de Irlanda? ¿De Escocia, quizá?

—Usted se refiere seguramente a Mary, reina de los escoceses —apuntó Tuppence.

—Cierto. El caso es que huía de algo... Luego, entraba en un castillo. Lock no sé qué, se llamaba.

—Es decir, que Pamela se creía reina de los escoceses, la reina Mary, huyendo de sus enemigos, ¿no?

—Algo así, debía de ser. Se dirigía a Inglaterra, buscando el amparo de la reina Elizabeth, aunque no creo que la reina Elizabeth se apiadara de ella.

Tuppence se esforzó por disimular su profunda desilusión.

—Bueno, todo lo que usted me cuenta resulta sumamente interesante. ¿De qué familia me estaba hablando?

—¡Ah! Pues de los Lister.

—¿Conoció usted a Mary Jordan?

—Ya sé a quién se refiere... Pues no. Se refiere a la espía alemana, ¿no?

—Todo el mundo parece haber oído hablar de ella —saltó Tuppence.

—Sí. La llamaban «fräulein» o algo así... Esto suena como ferrocarril.

—Más o menos —dijo Tuppence, por decir algo.

Isaac se echó a reír de pronto.

—Ja, ja, ja! De haber sido un ferrocarril, como una línea de ferrocarril, tendría que haber sido más recta, ¿no?

—¡Oh! ¡Qué comentario tan ingenioso! —exclamó Tuppence, cortésmente.

Isaac rió de nuevo.

—Ha llegado el momento de que plante sus cosas si quiere tener más adelante verduras. ¿No le gustan los guisantes? ¿Y qué tal le vendrían unas lechugas, de las primerizas? Procure hacerse de las «Tom Thumb». Ésta es una lechuga pequeña, pero de hojas tiernas, jugosas, sabrosas...

—Me imagino que usted habrá trabajado lo suyo en el jardín y en la huerta. No me refiero tan sólo a los de esta casa...

—He pasado por muchas casas, efectivamente —confirmó Isaac—. Los otros jardineros eran hombres poco impuestos en su oficio y me llamaban para que les ayudara, a veces. En cierta ocasión, por cierto, se produjo aquí un hecho desagradable, debido a una confusión en cuanto a las verduras. Al menos es lo que oí contar.

—Fue algo relativo a unas hojas de digital, ¿verdad?

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