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Authors: Agatha Christie

La puerta del destino (6 page)

BOOK: La puerta del destino
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—¿Qué pasa con Beatriz?

—Beatriz fue la introductora de los problemas... Bueno, fue más bien Elizabeth. Te hablo de la asistenta que tuvimos antes de que se presentara Beatriz. Me buscaba con frecuencia para decirme: «Señora: ¿podría hablar con usted unos minutos? Verá... Es que tengo un problema». Luego, comenzó a venir Beatriz los jueves y debió de coger el mismo hábito. Ella también tiene sus problemas. Es una forma de expresarse. Todo queda agrupado bajo el nombre común de «problema».

—Ya, ya. Admitámoslo así. Tú tienes un problema... Yo tengo un problema... Los dos tenemos problemas.

Tommy suspiró, saliendo de la estancia. Tuppence descendió por la escalera lentamente, moviendo la cabeza.

Hannibal fue a su encuentro, subiendo unos peldaños, gozoso, meneando el rabo. Aguardaba algún favor especial.

—No, Hannibal —dijo Tuppence—. Ya diste un buen paseo.

Hannibal insistió, queriendo hacerle ver que estaba en un error, que no había habido tal paseo.

—Entre todos los perros que he conocido no vi jamás uno tan embustero como tú —declaró Tuppence—. Has dado ya tu paseo de todas las mañanas con papá.

Hannibal realizó un segundo intento, que consistía en adoptar diversas posturas caninas para poner de relieve que cualquier perro podía disfrutar lo suyo con un segundo paseo siempre que sus amos estuviesen dispuestos a entender la cosa así. Desilusionado ante la inutilidad de sus esfuerzos, bajó corriendo la escalera, fingiendo ir a morder a una chica de enmarañados cabellos que andaba ocupada con una aspiradora. Le disgustaba ésta y se opuso a que Tuppence sostuviese una conversación demasiado larga con Beatriz.

—¡Oh! No permita usted que me muerda, señora —dijo la muchacha.

—No la morderá —contestó Tuppence—. Esto que hace no es más que una comedia.

—Pues yo creo que el día menos pensado va a hincarme los dientes en una de mis piernas. A propósito, señora... ¿Podría hablar con usted un momento?

—¡Ah! ¿Es que...?

—Verá usted, señora... Tengo un problema.

—Me lo figuré —manifestó Tuppence—. ¿De qué tipo de problema se trata? ¡Oh! Ahora que me acuerdo... ¿Usted ha conocido aquí alguna familia con el apellido Jordan?

—¿Jordan? En realidad, no sé... Desde luego, estaban los Johnson. También hubo un policía apellidado así. Y un cartero George Johnson. Era amigo mío.

Beatriz dejó oír una risita.

—¿Nunca oyó usted hablar de una tal Mary Jordan?

Beatriz, desconcertada, movió la cabeza, denegando. En seguida, volvió al asalto.

—¿Le hablo del problema, señora?

—¡Oh, sí! Hábleme de su problema.

—Espero no causarle ninguna molestia al hacerle esta consulta, señora, pero es que he quedado en una difícil situación y no me gusta...

—¿Por qué no prueba a decírmelo rápidamente? —inquirió Tuppence—. Tengo que asistir a una reunión.

—Sí, sí. A la de la señora Barber, ¿no?

—Cierto. Bueno, ¿cuál es su problema?

—Quería hablarle de un abrigo, de un abrigo precioso, la verdad. Estaba expuesto en «Simmonds». Entré en el establecimiento y me lo probé. Me caía muy bien. Presentaba un pequeño defecto en la parte inferior, ¿sabe?, junto al dobladillo, pero esto no me preocupaba. De todos modos... Bueno... Eso... ¡Ejem!

—Eso... ¿qué?

—Eso me hizo ver por qué era tan barato. En consecuencia, me lo compré. Todo se desarrolló bien. Pero cuando llegué a casa me di cuenta de que el marbete, en lugar de leerse en él «3,7 libras», estaba marcado con «6 libras». Bueno, señora... No me gustó lo que vi. Pero no sabía qué hacer. Volví a la tienda, llevando conmigo el abrigo en cuestión. Pensé que lo mejor era visitar de nuevo el establecimiento, explicando que no quería quedarme con la prenda en aquellas condiciones. La chica que me había atendido, Gladys, una joven muy amable, por cierto, se mostró muy afectada. Me apresuré a decirle: «No pasa nada. Estoy dispuesta a pagar la diferencia». Y ella, entonces, me contestó: «No. No puedes proceder así, ya que la operación está registrada» ¿Usted me comprende, señora?

—Sí, creo que sí —contestó Tuppence.

—La dependienta insistió: «No puedes proceder como tú deseas. Me ocasionarías una grave complicación».

—¿Y por qué había de ocasionarle usted una grave complicación?

—Eso me preguntaba yo. Todo estaba claramente planteado: el abrigo me lo había vendido por menos de lo que valía, yo había vuelto con él y aquello no tenía por qué acarrearle un disgusto. La chica aseguraba que aun así tendría un gran disgusto.

—No me lo explico —contestó Tuppence—. Opino que usted obró correctamente. ¿Qué otra cosa podía hacer?

—Ya ve usted... El caso es que la muchacha incluso se echó a llorar. Total: que volví a llevarme el abrigo y ahora tengo la sensación de haber estafado a la tienda... Bueno, es que no sé qué camino tomar.

—Me creo con demasiados años ya para acomodarme a las maneras de estos tiempos. En las tiendas pasan ahora cosas muy extrañas. Todo el mundo desconfía de los precios, resulta difícil acertar. Sin embargo, yo, en su lugar, quizá pondría el dinero en manos de... ¿cómo se llama la dependienta?... en manos de Gladys. Luego, ella podría depositar aquél en el cajón o cualquier otra parte.

—No me gusta la solución. Gladys podría quedarse con el dinero. Entonces, sería ella quien lo habría robado. En ese aspecto, Gladys no me inspira ninguna confianza.

—Hija —dijo Tuppence—: la vida es difícil, ¿verdad? Lo siento mucho, Beatriz, pero creo que tienes que tomar alguna decisión sobre el particular, de un tipo u otro. Si no puedes confiar en tu amiga.

—¡Oh! No es exactamente una amiga. Voy por esa tienda de vez en cuando, a comprar cosas sin importancia, normalmente. Me gusta charlar con Gladys, eso es todo. Pero, desde luego, no es una amiga. Me parece que ya tuvo dificultades en el comercio en que trabajó antes. ¿Sabe? Se decía que solía quedarse con el dinero del negocio, cuando vendía algunos artículos...

—Bueno, pues en ese caso —declaró Tuppence, ya desesperada—, yo no haría nada.

Habló con tanta energía que Hannibal levantó la vista, como escrutando curioso su rostro. Profirió después unos ladridos dirigidos a Beatriz, saltando alrededor de la aspiradora, un aparato que figuraba entre sus principales enemigos. «Esta aspiradora me produce recelo», quiso decir Hannibal. «Me gustaría pegarle un mordisco.»

—¡Quieto Hannibal! ¡No ladres más! Y no pienses en hincar tus colmillos en nada ni en nadie —señaló Tuppence—. ¡Oh! ¡Se me va a hacer muy tarde!

Tuppence abandonó a toda prisa la casa.

—Problemas... —murmuró Tuppence mientras descendía por la ladera, a lo largo de Orchard Road.

Mirando a su alrededor, se preguntó si habría habido en alguna época un huerto anexo a alguna de las casas que veía. Le pareció sumamente improbable.

La señora Barber le dispensó una afectuosa acogida. En seguida le ofreció unos pastelillos que a juzgar por su aspecto debían de ser deliciosos. Tuppence hizo un cálido elogio de ellos. ¿Dónde los compra usted? ¿En «Betterby»? «Betterby» era el nombre de la pastelería del lugar. No, no. Los ha hecho mi tía. Es una mujer maravillosa, que lo hace bien todo.

—Esta clase de pastelitos son muy difíciles de elaborar —opinó Tuppence—. Nunca he podido salir airosa de tales menesteres. Bueno, es que hay que valerse de una harina especial. Creo que el secreto del éxito radica en eso.

Las damas bebieron café y charlaron acerca de las dificultades que se presentaban en la elaboración de ciertos platos.

—La señorita Bolland estuvo hablándonos de usted el otro día, señora Beresford.

—¿De veras? ¿La señorita Bolland, ha dicho?

—Vive cerca del templo. Su familia habita en este lugar desde hace mucho tiempo. Nos estaba contando cosas de su niñez. Se refirió a las hermosas fresas que entonces se criaban en su jardín. Había en él ciruelos también. He aquí algo que no se ve ya hoy: las ciruelas. Estoy pensando en las sabrosas ciruelas claudias. No todas tienen el mismo gusto.

La conversación se centró ahora en la fruta. Por supuesto, la fruta que recordaba de su niñez era de sabores distintos, más apetitosos que la que compraban ahora todos los días en las tiendas de por allí. —Uno de mis tíos tenía ciruelos —manifestó Tuppence. ¿Se refiere usted al que fue canónigo en Anchester? Aquí vivió un canónigo también, apellidado Henderson. Vivía con una hermana suya. Pasó algo lamentable... Estaba saboreando un pastel de semillas cierto día cuando una de éstas se le fue por lo vedado. Sí... Algo así le ocurrió. A la pobre mujer le falló la respiración y se ahogó. ¡Vaya! Le costó la vida, como lo oye.

—Es muy triste, ¿verdad? —inquirió la señora Barber—. Uno de mis primos murió asfixiado también. Un trozo de carne de cordero tuvo la culpa. Esas cosas ocurren con facilidad, creo... Algunas personas tengo entendido que han muerto a consecuencia de un fuerte hipo. Claro. Al no poder parar... No conocerían, seguramente, la antigua canción infantil:

Hip-po, hip-po,

Hip, hasta la próxima ciudad,

Tres hips y un po

curan el hipo.

Es preciso contener la respiración mientras se recita eso.

Capítulo VII
-
Más problemas

—¿Podría hablar con usted unos instantes, señora?

—¡Ay, Beatriz! —exclamó Tuppence—. ¿Nuevos problemas?

Bajaba por la escalera, procedente de la biblioteca y revisaba su vestido, el mejor que tenía, en el que habían caído algunas motitas de polvo. Tuppence pensaba rematar su atuendo con un sombrero de plumas. Tenía que asistir a un té, invitada por una nueva amiga, una mujer que había conocido en la Venta del Elefante Blanco. No era el momento más oportuno, decidió, para entretenerse oyendo las dificultades con que se enfrentaba Beatriz.

—No, no se trata exactamente de ningún problema. Se trata de algo que, a mi juicio, puede interesarle saber.

Tuppence pensó entonces que el problema se le plantearía debidamente disfrazado. Procedió con cierta cautela:

—Llevo prisa, ¿sabes? Tengo que asistir a un té.

—Quería hablarle de una persona sobre la cual preguntó usted. Se llamaba Mary Jordan, ¿no? Ellos pensaron, quizá, en Mary Johnson. Hubo aquí una tal Belinda Johnson que trabajó en correos. Pero, bueno, de esto hace ya mucho tiempo.

—Sí. Y no sé quién me dijo que hubo en el lugar un policía apellidado Johnson también.

—Esta amiga mía... Se llamaba Gwenda... ¿Sabe usted qué tienda es? La oficina de correos queda a un lado; en el otro hay un establecimiento en el que venden tarjetas postales, objetos de porcelana... Antes de Navidad...

—Sé dónde es, Beatriz. La dueña de esa tienda es la señora Garrison, me parece.

—No, ahora ya no lo llevan los Garrison. Es otro apellido... El caso es que esta amiga mía, Gwenda, pensó que podía interesarle saber que ella ha oído hablar de una Mary Jordan que vivió aquí hace mucho tiempo. Mucho tiempo, ¿eh? Vivió aquí, en esta casa, quiero decir.

—¿En «Los Laureles»?

—Entonces la casa no se llamaba así. Oyó contar cosas de ella, me dijo. Por eso se imaginó que a usted podía interesarle. Circuló una historia más bien triste... Tuvo un accidente, le pasó algo. El caso es que murió.

—¿Quieres decir que habitaba en esta casa cuando murió? ¿Formaba parte de la familia que ocupaba la vivienda?

—No. Aquí vivían los Parker... Un apellido por el estilo... Había muchos

Parker en aquella época. Parker o Parkinson, algo así... Creo que pasaba una temporada con ellos. La señora Griffin debe de estar enterada. ¿Usted conoce a la señora Griffin?

—¡Oh! Muy superficialmente —contestó Tuppence—. A su casa me dirijo esta tarde, precisamente para tomar el té. Estuve hablando con ella el otro día, durante la venta. La vi por vez primera entonces.

—Es una mujer muy mayor ya. Tiene más años de los que aparenta, pero disfruta de una buena memoria. Creo que era madrina de uno de los chicos de los Parkinson.

—¿Cuál era el nombre de pila del muchacho?

—Alec, seguramente. Un nombre así. Alec o Alex.

—¿Qué fue de él? ¿Se hizo mayor y se fue de aquí? ¿Adoptó la profesión militar? ¿Ingresó en la marina?

—No, no. Nada de eso. Murió. Creo que está enterrado en este lugar. Es una de esas cosas de la localidad de las que la gente no está bien enterada. Tuvo una de esas enfermedades que llevan un apellido... ¿Será la enfermedad de Hodgkin? Algo por el estilo, sí... Es una alteración que causa un cambio de color en la sangre. Ahora, a los pacientes, creo que se la sacan toda, cambiándosela por otra buena. Pero generalmente, según dicen, ¿eh?, el enfermo muere. La señora Billings... Ya sabe usted de quién hablo: de la dueña de la pastelería... Tuvo una hija que murió de eso. La pobre no contaba más de siete años. Dicen que la enfermedad se presenta a menudo en las criaturas de poca edad.

—¿No será que me estás hablando de la leucemia? —sugirió Tuppence.

—¡Ah! Usted lo sabe, ¿eh? Sí, estoy segura: así se llama la enfermedad. Todos afirman que algún día podrá curarse, que podrá evitarse con inyecciones, con un buen tratamiento... Igual que ahora los médicos curan, por ejemplo, el tifus, que antes ocasionaba tantas muertes...

—Es muy interesante lo que me cuentas, Beatriz —dijo Tuppence, interrumpiendo a la muchacha—. ¡Pobre chico!

—Tenía muy pocos años. Iba a no sé qué colegio. Tendría unos trece o catorce años, señora, cuando murió.

—Una historia muy triste, Beatriz —consideró Tuppence ahora. Hizo una pausa antes de añadir—: Bueno, chica. Se me ha hecho tarde. Tengo que darme prisa.

—Yo creo que la señora Griffin podrá darle detalles sobre lo que acabo de contarle. No es que las recuerde por haberlos conocido directamente... Es que ella llegó aquí cuando todavía era una niña y oiría referir muchas cosas. Se pasa la vida hablando de las familias que han desfilado por este lugar hace muchos años. Conoce también algunas historias verdaderamente escandalosas, señora, de la época eduardina, o victoriana, no sé... Yo creo que fue en la victoriana, porque todavía vivía la anciana reina, así que victoriana realmente... Hay quien se ha referido al círculo de Marlborough House. Una especie de alta sociedad, ¿no?

—Sí, sí. Alta sociedad —confirmó Tuppence.

—Cuyos miembros adoptan una especial conducta —señaló Beatriz.

—Muy especial, en efecto.

—Ya. Jovencitas que hacían lo que no debían —dijo Beatriz, resistiéndose a separarse de su señora ahora que parecían llegar a algo interesante.

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