Read La puerta oscura. Requiem Online
Authors: David Lozano Garbala
—Esto no tiene nada que ver con su trabajo para la policía, ¿verdad? —insistió, cada vez más crecido, ante el mutismo del forense—. No es como el caso de Delaveau. Ahora se trata de algo… «particular».
Justin se había dado cuenta de aquel hecho, lo que a buen seguro traería problemas; ahora sabía que, hicieran lo que hiciesen, Marcel Laville y sus muchachos no recurrirían a sus compañeros de la policía. El asunto se acababa de convertir en algo entre ellos.
El forense estaba asombrado por la perspicacia de aquel muchacho… y por la información de la que parecía disponer. ¿A qué venía aquella mención del caso Delaveau? ¿También se permitía ese extraño grupo el lujo de atar cabos?
—Te estás pasando, Justin —advirtió Marcel, su semblante envuelto en una severidad desafiante—. No abuses de nuestra paciencia.
—Tranquilo, esto no va a salir de aquí —el chico bajó la cabeza hacia la hoja metálica que continuaba apuntando a su corazón—. ¿Podría apartar la katana, por favor? Ya no es necesario que me amenace con ella.
Edouard se había aproximado mientras Mathieu retenía a Suzanne, y había recogido el revólver que permanecía en el suelo. Ya no había peligro, así que Marcel retiró su espada.
Justin se puso entonces en pie, con movimientos débiles. El ataque sufrido y las lesiones en la cara, a pesar de la entereza que mostraba, le habían afectado mucho.
—No queremos volver a veros —avisó Marcel—. Si hay una próxima vez, os vais a meter en problemas muy serios. Así que preocúpate de tus heridas y olvidaos del asunto; será lo mejor para todos.
—¡Y una mierda! —intervino ahora Suzanne, soltándose de Mathieu entre violentos empujones—. ¡Todos lo hemos visto! ¡Era un verdadero vampiro! ¡Y ha atacado a Justin! ¡Acabaremos con él!
Hablaba a gritos, mostrando un odio visceral que delataba unos sentimientos especiales hacia su compañero.
—¡No haréis nada de eso! —repuso entonces Mathieu, sin poder contenerse, plantándose con todo su poderoso cuerpo ante ella.
—Eso ya lo veremos —Suzanne hablaba ahora bajando la voz, pero en sus venenosas palabras se percibía el mismo rencor que había alimentado su anterior amenaza.
—Será mejor que os larguéis —Mathieu se adelantó un paso más—. Aquí ya no hacéis nada.
Edouard, algo más atrás, había alzado el revólver.
A regañadientes, los cazavampiros empezaron a alejarse rumbo a su coche.
Marcel, mientras tanto, se preguntaba cómo ese grupo había logrado encontrarlos, seguir sus pasos. Una incógnita que cobraba casi la misma fuerza que el enigma de los próximos movimientos de aquellos fanáticos. Sin embargo, en ese instante, esas reflexiones se vieron interrumpidas por la vibración de su móvil. Era Michelle.
Pascal y Dominique fueron escupidos del torrente del tiempo y aterrizaron pesadamente sobre el suelo de asfalto de un callejón. Ambos perdieron el equilibrio debido a la violencia del impacto y rodaron varios metros por el suelo, aunque no se hicieron daño.
Asumiendo lo sospechosa que resultaba su repentina aparición —aunque no se veía a nadie por los alrededores—, procuraron levantarse con rapidez y adoptar una apariencia lo más natural posible. Solo entonces se permitieron inspeccionar el entorno que los acababa de recibir.
—Veamos dónde nos encontramos —dijo Pascal tras reajustarse la mochila a la espalda, mirando alrededor con prudencia.
Dominique supo interpretar aquellas palabras: el Viajero no se refería solo al lugar físico, sino sobre todo a la época.
Sin duda habían avanzado mucho en el tiempo, puesto que los edificios que quedaban ante sus ojos ofrecían una arquitectura bastante contemporánea y sorprendentemente alta. Además, el sonido de fondo que percibían incluía ruidos de motor.
—Salgamos a alguna vía principal —propuso Dominique—. Eso nos orientará más.
Pascal suspiró mientras comenzaba a caminar.
—De nuevo la cuenta atrás —anunció, solemne—. Veinticuatro horas para encontrar a Lena y salir de aquí.
El inexorable juego de la Colmena de Kronos.
El Viajero, ante la perspectiva de cruzarse con gente, se apresuró a subirse los pantalones, que llevaba caídos, intentando suavizar el posible efecto de su ropa moderna en aquella época que aún no habían determinado.
Los dos avanzaron hasta alcanzar el extremo del callejón. Una vez allí, se asomaron de forma discreta. El edificio que quedó ante ellos, con sus columnas y las letras de la fachada, no resultó tan orientador como el propio tumulto de gente que se agolpaba a sus puertas en medio de gritos, aspavientos y ojos muy abiertos.
Estaban en Wall Street, el distrito financiero de Nueva York. No había duda. Y la construcción que tenían delante era la Bolsa, envuelta en un contagioso clima de estupor que se iba extendiendo por los alrededores como el mismo clamor de las personas reunidas en ese lugar.
Dominique reaccionó a tiempo de agarrar del brazo a un joven que se dirigía presuroso hacia aquel edificio.
—¿Qué está ocurriendo? —le preguntó.
El otro lo miró como si fuera un lunático.
—¿Pero es que no os habéis enterado? ¡Las cotizaciones no paran de bajar! ¡Todo el mundo está vendiendo sus acciones!
Dominique soltó al desconocido, dejando que se alejara hacia la multitud vociferante.
Ahora sí pudieron interpretar aquel incipiente pánico que contaminaba el ambiente, un pánico que a los chicos les trajo de inmediato el recuerdo del crac de mil novecientos veintinueve.
—Es increíble —comentó Dominique—. Si no te has equivocado al traernos aquí, Lena Lambert ha vuelto a un escenario que conoce muy bien.
Pascal se volvió hacia él.
—¿Lo dices porque Mathieu localizó su retrato como amiga de ese millonario que se acabó suicidando?
—Sí. Repite época, ¿no?
El Viajero se quedó pensativo.
—O eso, o este viaje ya estaba previsto, y lo que Mathieu encontró navegando en Internet fue, precisamente, el rastro que ella dejó al escapar de Roma.
Se quedaron en silencio, abrumados por la complejidad implícita en los viajes temporales, mientras continuaban registrando detalles de la escena histórica a la que asistían.
—Supongo que mucha gente estará esperando a que las acciones de las empresas suban, ¿no? —planteó Dominique, hipnotizado ante la multitud de rostros intranquilos que no cesaba de crecer frente a los umbrales de la Bolsa y de otros edificios que alojaban bancos—. No habrán querido vender las suyas para no perder dinero.
Pascal le miró, intrigado.
—¿Adónde quieres ir a parar?
—Ellos no saben lo que va a ocurrir: la Bolsa seguirá bajando, se arruinarán.
Ahora, el Viajero sí entendió.
—¿Te planteas evitarlo? Si ahora los avisáramos de lo que está a punto de suceder, tal vez alguno vendería sus acciones a tiempo y se salvaría de la ruina. Eso, suponiendo que creyeran nuestras palabras. Que lo dudo.
Dominique lo meditó un momento y terminó asintiendo.
—Tienes razón. ¿Quién iba a tomarse en serio la opinión de unos chicos jóvenes con nuestras pintas, y encima sobre un asunto económico tan serio como las inversiones en Bolsa?
—Y aunque así no fuera —añadió Pascal—. Grábate esto en la memoria, Dominique: no debemos intervenir, no debemos interferir en las épocas que visitamos bajo ningún concepto. Nuestro paso por cada momento histórico tiene que ser invisible… en la medida de nuestras posibilidades.
El Viajero acababa de caer en la cuenta de que su paso por la época romana podía calificarse de muchas formas menos de discreto, así que había procurado acabar su advertencia con la máxima coherencia.
—¿Y eso por qué? —preguntaba su amigo—. ¿A qué tanta prudencia?
Pascal rescató para él el trágico final del prisionero de la Inquisición que escapó con ellos a través del acceso temporal.
—Su muerte fue lenta y dolorosa, presa de una nube de sombras. Muchas de las víctimas que sufren en cada momento histórico son condenados, ¿recuerdas? —añadió—. El resto son simples recreaciones. Incluso para nosotros es muy peligroso jugar a ser salvadores. Estamos de visita en esta región; infringir las normas solo puede acarrear efectos desastrosos. ¿O acaso no te acuerdas de Marc?
Y es que, en el fondo, el ente demoníaco representaba justo eso: las imprevisibles consecuencias de pretender modificar el funcionamiento de aquel mundo.
—Será mejor que nos acerquemos a investigar —propuso Pascal—. Vamos a echar una ojeada. En principio, si he acertado en la ruta temporal, Lena Lambert no puede andar lejos.
Los dos chicos terminaron de salir a la avenida y avanzaron por la acera. Junto a numerosos desconocidos de rostros congestionados por la incertidumbre, circulaban coches clásicos, primitivos modelos de Cadillac que les recordaron las películas de gánsters. La atmósfera que se respiraba allí era tan tensa, tan temerosa, que nadie parecía reparar en su peculiar aspecto, aún más llamativo frente a la elegancia de los trajes y sombreros que exhibían muchos de los caballeros que permanecían en las inmediaciones del edificio de la Bolsa. Pronto, multitud de vagabundos, recientes arruinados, ayudarían con su imagen miserable a camuflar todavía más la apariencia de los dos amigos.
Pascal detuvo a un niño de unos nueve años que voceaba vendiendo periódicos.
—¿Qué día es hoy? —le preguntó.
El chaval le contempló sorprendido con sus facciones de precoz picardía bajo la gorra.
—Lunes veintiocho de octubre, señor —contestó.
—¿De mil novecientos veintinueve?
—Pues claro. ¿Quiere un periódico? ¡Hay novedades en el crimen de Park Avenue, y la crisis continúa!
—Gracias, pero no llevo dinero.
Pascal le hubiera comprado el diario de buena gana, pero no disponía de dólares viejos en su bolsillo.
—¿Adónde habrá podido ir Lena Lambert? —Dominique pensaba en voz alta—. Nueva York, incluso en esta época, ya era enorme.
Pascal suspiró.
—Ni idea. Creo que va siendo hora de establecer comunicación con el mundo de los vivos; tenemos que aprovechar que, por una vez, conocemos por anticipado la identidad de Lena Lambert en este momento histórico. Mathieu nos podrá dar más detalles sobre ella, y así tal vez seamos capaces de adivinar sus pasos.
Dominique estuvo de acuerdo.
—Pues entonces será mejor que nos retiremos a un sitio más apartado. Te podrás concentrar mejor.
* * *
Jules se vio obligado a detenerse por las punzadas de intenso dolor que estallaban en su hombro herido. En ese instante comprendía lo que suponía para las criaturas malignas el contacto con la plata, por qué las ahuyentaba con la virulencia del mismo fuego.
Exhausto, se dejó caer sobre el terreno en un campo de cultivo. Necesitaba el frescor de la noche, la humedad de la tierra. Giró su cuerpo para quedar de espaldas al suelo, y en esa postura abrió sus ojos empañados, aún con rasgos felinos, para contemplar el cielo oscuro.
En otras circunstancias habría buscado la consoladora presencia de las estrellas. Sus recuerdos humanos —cada vez más vagos, más vulnerables al proceso degenerativo— todavía conservaban en su memoria, aunque algo fragmentadas, aquellas veladas compartidas con Michelle junto a un telescopio, en la azotea de su casa.
Ahora, en cambio, era la negrura completa lo que le atraía con un magnetismo subyugante.
Huía de la luz.
En el fondo, siempre había sentido una fascinación especial por la oscuridad, eso no podía negarlo. Por algo había sido gótico desde que cumplió los catorce años. La diferencia con su sombrío presente era que por aquel entonces se movía libremente a través de la noche, siempre con la acogedora alternativa de retornar al sol. Ahora, sin embargo, era prisionero de la oscuridad. Esa negrura constituía todo su mundo.
Se pasó la lengua por las comisuras de la boca, saboreando los restos secos de la sangre de ese chico rubio que se acababa de convertir en su primera víctima humana.
«Mi primera víctima humana», se repitió, inquieto.
A pesar de ello, se sentía bien porque, en realidad, no se había rendido por completo a sus instintos. De hecho, no había infectado al desconocido con la condición de no-muerto, puesto que no había llegado a morderle.
Los envenenados colmillos de Jules ni tan siquiera habían rozado las venas del chico, no habían entrado en contacto con su torrente sanguíneo, manteniendo así su pureza humana. Su bendita mortalidad se había salvado.
La idea se le había ocurrido mientras observaba desde un tejado próximo cómo espiaban al grupo del Guardián de la Puerta. La sed lo carcomía por dentro, y las pequeñas dosis de líquido que la caza de algunos animales le había permitido beber no eran suficientes para aplacarla.
Esta vez, no.
La sangre humana era mucho más nutritiva, y su cuerpo, que de alguna misteriosa manera lo percibía, se la exigía cada vez con mayor virulencia. Jules, solo sobre aquel tejado, supo que no lograría vencer esa interminable noche sin probarla.
Y es que ya no le era posible soportar más aquella torturante sed. Además, con cada despertar, Jules llevaba a cabo desplazamientos más largos, como un cachorro que poco a poco se va volviendo más audaz alejándose de su madriguera. Y esa evolución iba requiriendo un consumo mayor de energías, que de algún modo debía compensar.
Su necesidad de alimento se estaba volviendo acuciante.
Entonces había caído en la cuenta de que, si lograba beber algo de sangre humana sin recurrir a la mordedura, conseguiría saciar su sed sin rendirse a lo único en lo que su maldición no había logrado someterle: propagar la condición de no-muerto.
Jules sabía que, en el preciso momento en que tal derrota se produjera, en que se convirtiese en responsable de la condena eterna de otra persona, se hundiría definitivamente.
No haberlo hecho le permitía conservar vivos sus últimos retazos de dignidad, de esperanza.
Se trataba de una estrategia que le hacía ganar tiempo, aunque ni siquiera sabía muy bien la utilidad de prolongar esa agonía. Ya no estaba al corriente de los movimientos de sus antiguos amigos, a los que había vuelto a ver por puro accidente. La presencia de ellos despertaba en Jules tan solo vagos sentimientos. Él seguía convencido de que nada podían hacer ellos para curarle, con o sin sangre de su bisabuela Lena.
No disponía de fuerzas ni de convicción para imaginarlos buscándole o planificando diferentes maniobras encaminadas a dar con él.