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Authors: David Lozano Garbala

La puerta oscura. Requiem (64 page)

BOOK: La puerta oscura. Requiem
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—Aún les quedan, no se preocupe —dijo Dominique.

Pascal no pudo contener su curiosidad.

—¿Dónde… dónde estamos? ¿Quién es usted?

El viejo los invitó a sentarse antes de responder. Lena, agotada, lo agradeció.

—Os encontráis a un extremo de la llanura de las pesadillas —señaló el viejo anfitrión—, un nivel de la tierra de los condenados donde se reviven a perpetuidad oscuros sueños.

Ahora entendieron el infierno de las escaleras que había provocado aquella silueta anónima con su grito, una agobiante recreación que casi había logrado arruinar su viaje de regreso.

—Esta construcción es un faro —continuó, confirmando la deducción de Pascal— destinado a orientar a las almas no condenadas que se pierden y acaban entrando en este territorio. Existen varios a lo largo de toda la región maligna.

Lena había alzado la cabeza. El Viajero y Dominique cayeron en la cuenta de que lo que había conducido a la mujer hasta la Colmena de Kronos, más de un siglo antes, había supuesto un caso parecido de extravío. Con la diferencia de que ella no había contado con la suerte de encontrar en su camino un faro como aquel, que le hubiera permitido retornar a la Tierra de la Espera.

—Aquí he ayudado a que espíritus que no merecían un castigo eterno recuperaran fuerzas y llegaran hasta el lugar que les correspondía —Ronald había adoptado un gesto ausente; aquella conversación traía a su memoria recuerdos atesorados durante, a buen seguro, un largo tiempo—. Vosotros no sois los primeros, ni seréis los últimos.

La esperanza resurgía con extraordinaria vitalidad dentro de ellos; en su situación, que empezaba a resultar dramática, aquello era justo lo que necesitaban. La supervivencia de Jules ganaba enteros de nuevo. Iban a conseguir retomar el rumbo a casa.

Volvían a la partida.

Pascal se preguntó, en su fuero interno, si el hecho de haber alcanzado aquel emplazamiento no constituía en sí mismo una de esas invisibles manifestaciones del Bien. No tardó en decantarse por una respuesta afirmativa: sí, el lado luminoso también actuaba, no dejaba a las almas a merced de la oscuridad.

Aunque en ocasiones así lo pareciese.

Esa convicción no supuso únicamente un alivio, sino que insufló en su corazón un impulso arrollador. Lo que precisaba.

—Pero usted… —empezó Dominique, intrigado.

Y es que aquel tipo no había respondido a la segunda pregunta formulada por Pascal.

El viejo captó el sentido de ese tímido inicio.

—Yo estoy muerto —aclaró—, y debería encontrarme en la Tierra de la Espera. En realidad, esta es una forma más de superar el plazo hasta la llamada. Al igual que los espíritus errantes se pasan los años recorriendo los senderos brillantes y las demás almas aguardan en sus tumbas, a algunos se nos encomienda el privilegio de esta misión. Quizá —sonrió— porque tenemos que purgar menos errores cometidos en vida. Otro me sustituirá cuando llegue mi hora de abandonar esta dimensión.

—¿Y no le atacan las criaturas malignas? —quiso saber Lena Lambert.

—Acompañadme —les pidió el farero.

Aunque la urgencia por reanudar el regreso continuaba presionándolos, Pascal consideró que, mientras la tormenta no se debilitase, hacían bien en aprovechar para coger fuerzas allí. Ya recuperarían el tiempo perdido; ahora lo prioritario era retomar el rumbo correcto.

Todos siguieron al anciano a través de unas empinadas escaleras de caracol que ascendían recorriendo en espiral las entrañas de aquella construcción. Lena se vio obligada a efectuar dos descansos para recuperar el aliento.

Al llegar al segundo piso, el anciano les hizo pasar a una amplia estancia redonda donde solo había una silla junto a una pequeña ventana, y otra abertura en el lado contrario.

—Echad una ojeada —indicó Ronald, señalándola.

El viento continuaba gimiendo en el exterior.

Los chicos y la mujer se acercaron hasta allí, y se asomaron por turnos para otear el paisaje. Ante sus ojos quedó la inmensa planicie que ya conocían, un desierto desnudo y árido azotado por aquella repentina ventisca que se había desencadenado en forma de furiosos remolinos que se repartían por toda el área. En diferentes puntos divisaron zonas cubiertas de bruma.

—Son los enclaves en los que se está recreando una pesadilla —el anciano había llegado hasta ellos—. Surgen de improviso, como géiseres, alrededor de cada condenado. Si no ves a tiempo al espíritu, caes en medio de su sueño.

—Lo sabemos bien —comentó Dominique, sin quitarse de la cabeza las interminables escaleras que casi los habían engullido.

—Pero no es eso lo que os quería mostrar —añadió—. Fijaos allí, a la derecha.

Los ojos de los tres buscaron lo que les indicaba el viejo farero, y en segundos habían localizado unas manchas móviles que, muy juntas, se desplazaban por la llanura.

—La manada de carroñeros sobre la que os advertí —dijo Ronald—. Como veis, las criaturas malignas suelen pasar de largo. No pueden entrar aquí, ni tengo nada que les interese especialmente. Salvo yo mismo, claro. Pero como no necesito salir, ni siquiera para alimentar el fuego que ilumina desde el último piso (siempre permanece encendido), un asedio no tendría sentido y lo saben.

—¿No sales nunca? —preguntó Lena.

—Sí, cuando el panorama está libre me gusta caminar un poco. Aunque jamás me alejo del faro. Si me pillan fuera…

—Bueno, ahora sí tienes un sabroso botín que ofrecerles —observó Pascal—. Nada menos que dos vivos y otro espíritu.

Ronald hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Tienes razón. Por eso será mejor que os apartéis de la ventana; solo falta que os descubran. Porque entonces sí acudirán, y vosotros, sin alimentos ni agua, no podríais resistir.

Aquellas palabras les hicieron conscientes de que ni siquiera bajo la protección de esos antiguos muros estaban a salvo.

—Te agradecemos tu hospitalidad —comenzó Pascal—, pero hemos de reanudar nuestro camino: en el mundo de los vivos nos esperan con urgencia.

—Lo comprendo.

Ahora llegaba la petición fundamental.

—¿Podrías ayudarnos? —planteó el Viajero—. Nos hemos extraviado. Nuestra idea era atravesar la zona de las ciénagas y…

—Mucho os habéis desviado. ¿Adónde queréis llegar? —Ronald se rascaba el mentón.

—A la Tierra de la Espera —dijo Lena Lambert.

—¿Y cuál es el acceso que os interesa?

—El Umbral de la Atalaya —Pascal no estaba seguro de si era el más cercano, pero al menos se trataba del único paso que conocía entre la tierra de los condenados y la de la Espera.

—Ajá. Entonces, la región de las ciénagas no os conviene; con lo que habéis recorrido hasta aquí podéis alcanzar directamente el tramo de los desfiladeros, y así compensáis el desvío. Por suerte nos encontramos en uno de los extremos de la llanura, así que ese límite no queda lejos.

Aquella noticia elevó los ánimos de todos, pues las palabras del farero recuperaban en ellos un escenario conocido. Se trataba del sector que comunicaba con los acantilados.

—Si nos indicaras hacia dónde dirigirnos, te estaríamos muy agradecidos —pidió Pascal, conteniendo la emoción ante la idea de que volvían a tener posibilidades de regresar y salvar a Jules.

—Claro que puedo. La dirección —se fue hacia la otra ventana y señaló— es esa.

—¿Y cómo nos orientaremos? —Lena se adelantó con sus pasos algo torpes. Sabía que en cuanto se adentrasen de nuevo por la llanura, perderían cualquier referencia y se encontrarían a merced de las inclemencias y peligros de aquella tierra hostil.

—Debéis dejar siempre a vuestra espalda la luz verde de este faro, que yo dirigiré en la dirección que os conviene. Así sabréis que vais por buen camino. Como el terreno es muy plano y el fuego arde tan alto, no dejaréis de verlo en ningún momento.

Si la luz se vuelve naranja, querrá decir que estáis viendo otro lado de la hoguera, así que os habréis desviado. Girad entonces hasta que de nuevo se muestre verde su resplandor.

Pascal quiso conocer los detalles de aquel misterioso mecanismo.

—¿Cómo consigues ese cambio de color en la llama?

El anciano sonrió.

—Una de mis más preciadas posesiones es un fragmento de ese mismo material con el que está forjada tu arma —sus ojos se posaron en la daga—. La ancestral forja de los centinelas. Según cómo lo coloco, el reflejo del fuego en él provoca un poderoso destello que se ve desde lejos.

—Ya lo creo —convino Pascal, recordando cómo habían llegado hasta allí.

El farero, tras comprobar que ninguna amenaza contaminaba ya el horizonte, los condujo hasta uno de los pisos más elevados. Desde allí sí pudieron escudriñar entre las sombras y detectar el final más próximo de la llanura, que comenzaba a resquebrajarse anunciando el terreno mucho más accidentado con el que limitaba.

—No está tan lejos, ¿verdad? —comentó—. Podéis conseguirlo. Una vez allí, vuestra referencia debe ser aquel montículo con forma de peonza que se eleva por encima de los barrancos.

Esa visión volvió a fortalecer la confianza de todos. A continuación, descendieron las intrincadas escaleras hasta alcanzar la planta baja.

—¿Seguro que no queréis descansar más? —tentó el viejo antes de activar con la manivela el resorte que abría los portones del faro.

—Sería lo mejor. Pero el tiempo apremia —contestó el Viajero—. Hay vidas en juego además de las nuestras.

En ese momento, Ronald se giró hacia Lena Lambert.

—¿Y tú? —la interpeló por sorpresa—. ¿Estás segura de lo que haces?

Ella no dio muestras de sorpresa; su deterioro físico era evidente para cualquier persona con una mínima capacidad de observación.

—¿Acaso tengo ya alternativa?

—Deberías quedarte, Lena —la miró con cariño—. No llegarás a la Tierra de la Espera. Y lo sabes.

Se hizo un silencio espeso. Nadie se había atrevido hasta ese instante a manifestar con tal claridad ni con tal seguridad aquella conjetura.

—Siempre hay posibilidades… —intentó argumentar la mujer, débilmente.

—No para ti —Ronald había adoptado un gesto inflexible—. El único modo de ralentizar tu envejecimiento es no hacer ningún esfuerzo, y aún os queda camino por delante. Si además tenéis prisa…

Lena enfocó con sus ojos fatigados a los chicos, consciente de que suponía un lastre para ellos.

—¿Y qué gana quedándose? —planteó Pascal, reacio a dejar allí a su predecesora como Viajera—. Tampoco así consigue llegar a la Tierra de la Espera.

—El espacio que ocupan estos faros es como el de las embajadas en países extranjeros —explicó Ronald—. Estos muros constituyen un recinto de tierra sagrada perteneciente a la Región de la Espera. Si Lena acaba aquí su vida, no será condenada.

Pascal suspiró. Aquella información sí cambiaba toda la perspectiva. No necesitó contemplar el semblante de Dominique para intuir que su amigo compartía la misma opinión. De todos modos, ninguno de los chicos tenía intención de intervenir; se trataba de la vida de Lena Lambert, solo en las manos de la mujer descansaba la decisión definitiva sobre su destino.

Ella se había apartado hacia un rincón, buscando algo de intimidad para reflexionar. Menudo vuelco habían dado las circunstancias en cuestión de minutos, un súbito giro que la obligaba a ser honesta consigo misma. Tenía que enfrentarse a su propio dictamen, sin tapujos.

Analizó el estado de su cuerpo, de su mente. La degradación se estaba ensañando con su organismo a un ritmo poco piadoso que no se detendría.

Se percató de que no era justo: no resultaba legítimo que arriesgase la vida de su descendiente, que sí conservaba alguna posibilidad de sobrevivir, al frenar el avance de aquellos dos chicos que transportaban la sangre salvadora.

Debía quedarse.

—Quizá detenerme aquí sea lo más conveniente —manifestó por fin, apenada ante su inminente separación de esos dos jóvenes con quienes había compartido las horas más intensas y reales del último siglo—. No tiene sentido que yo continúe: solo complico las cosas.

—¿Segura? —quiso confirmar Pascal—. Nosotros respetaremos tu decisión, Lena. Sea cual sea. Has hecho mucho por nosotros, y no te dejaremos si no estás convencida.

—Ya he aportado lo que necesitabais —la mujer giró su dedo vendado—. Ahora sois vosotros los que debéis regresar sin pérdida de tiempo.

Se aproximó a ellos y los besó. Era un beso de despedida.

»Me quedo feliz —reconoció, mirándolos con intensidad—. Como ya os dije, habéis conseguido que mi larga vida tenga sentido —no pudo evitar un prolongado suspiro de melancolía—. Pretender retornar al mundo de los vivos era una locura, un sueño imposible. Y aún estoy a tiempo de despertar de él sin haber provocado consecuencias que no deseo. Ni a vosotros ni a mí. Este es el sitio donde debo terminar. El destino que me llevó a Kronos me ha traído ahora hasta aquí. Nos hemos… reconciliado.

—De acuerdo —aceptó el Viajero, advirtiendo con tristeza que aquella era la última vez que veía a esa valiente mujer que había tenido en jaque a los servidores del Mal durante tantos años—. Es tu decisión.

Se abrazaron, compartiendo una vez más esa complicidad mágica que solo podía establecerse entre dos personas que habían desempeñado el legendario rango de Viajero. Cuando se separaban, Lena tuvo una ocurrencia.

—Para Jules —la mujer escogía con cierta solemnidad un rizo de sus cabellos, cada vez más canosos—. Así tendrá un recuerdo mío.

Lo tendió extendido hacia Dominique, que captó su petición y se apresuró a desenvainar su espada para cortarlo con cuidado.

Pascal guardó a continuación el rizo en su mochila.

Los ojos de Lena Lambert, demasiado brillantes, traicionaban su aparente serenidad.

—Créeme, no hacía falta —dijo el chico—. Jules se llevará consigo algo tuyo mucho más íntimo, de lo que nadie podrá separarle: tu sangre.

El anciano había accionado el resorte, y ahora los portones del faro se abrían dejando frente a ellos el hostil panorama de la llanura de las pesadillas.

—Esquivad las zonas con niebla —advirtió—. Y mantened siempre a vuestra espalda la luz verdosa. Así llegaréis a los desfiladeros.

Capítulo 41

Pascal y Dominique avanzaban por la llanura inclinados hacia delante, para contrarrestar las ráfagas ventosas que hostigaban aquella región intensificando su aspecto desolado y yermo.

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