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Authors: David Lozano Garbala

La puerta oscura. Requiem (66 page)

BOOK: La puerta oscura. Requiem
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Edouard esperaba tras el Chrysler, notando el tacto frío de su colgante y la malevolencia latente que palpitaba dentro del monovolumen.

* * *

La llegada a la zona del acantilado, con aquel límite de porosa negrura que se mecía frente a la barrera montañosa, miles de metros más abajo, supuso para Pascal y Dominique una suerte de meta volante. Un familiar paisaje de oscuridad menos densa los recibía, un último hito logrado antes de alcanzar el territorio muerto fronterizo con el Umbral de la Atalaya.

Ahora, por fin, empezaban a estar realmente cerca.

Podían conseguirlo.

Sus pies aterrizaron sobre la senda sinuosa que recorría el afilado borde del farallón y avanzaron por ella a sorprendente velocidad. Allí, el riesgo de un encuentro con criaturas hostiles era menor, aunque ellos no relajaron sus cautelas.

De aquel modo caminaron durante varias horas. Pascal apenas se concedía descansos: cuanto más próximo intuía el final de aquella intrincada ruta que los había conducido a través de los más inhóspitos rincones concebibles, menos sentía su propio agotamiento.

La imagen de su familia y de Michelle —de su sonrisa y sus ojos— ejercía de guía en medio de las tinieblas.

El Viajero, repasando las escenas terribles a las que había asistido a lo largo de sus viajes, se preguntó qué pesadilla suprema ocultaría el núcleo del Mal, aquel inalcanzable enclave que constituía el fondo más recóndito de esa fosa de oscuridad que era la región de los condenados. Un horror que quizá no cabía en una mente humana, concluyó.

Se dio cuenta, agradecido, de que había cosas cuya ignorancia ayudaba a seguir viviendo. Y, con esa convicción, mantuvo el paso firme junto a Dominique. Solo importaba regresar.

Transcurrió más tiempo. De vez en cuando llegaba hasta ellos el eco amortiguado de aullidos en la lejanía, la melodía discordante que solía acompañar el caminar de aquellos insensatos que se adentraban en el reino de quienes sufren a perpetuidad, sin esperanza.

Se detenían cuando intuían la proximidad de algún peligro; aguardaban lo necesario. A pesar de su creciente ansiedad por verse libres de aquella atmósfera maligna que cubría su horizonte, sabían que no debían precipitarse. Los errores se pagaban. A veces, para siempre.

El afilado risco que contenía el océano de negrura empezó a suavizar sus aristas y a reducir su altitud. Pronto acabó convertido en una meseta árida coronada por matorrales secos.

—Joder, Dominique, estamos llegando… —el Viajero no pudo reprimir su entusiasmo.

Su amigo, espada en mano, asentía con la cabeza.

—Alucinante. Lo vamos a conseguir.

En ese instante, el Viajero se detuvo, asaltado por un repentino temor a que su ausencia de noticias en el mundo de los vivos provocara algún daño irreversible. ¿Y si, pensando que ellos se habían perdido definitivamente y ante la avanzada degeneración de Jules, Marcel y los demás decidían dejar de esperar y aplicarle el ritual antivampiros antes de que fuese demasiado tarde?

—Tenemos que comunicarnos con Edouard —advirtió a Dominique—. Ahora.

El otro se sorprendió.

—¿Y no podemos esperar a cruzar el Umbral de la Atalaya? —planteó, estudiando los alrededores con suspicacia—. En la Tierra de la Espera será menos peligroso.

—Retrasar más el contacto con ellos es demasiado arriesgado —decidió Pascal—. Tienen que conocer nuestra nueva situación. Procuraré que el contacto sea muy breve. Además, a esta distancia resultará mucho más fácil que desde la Colmena de Kronos.

Mientras iniciaba el trance, Dominique hacía guardia taladrando la noche con sus ojos vidriosos.

Capítulo 42

Edouard abrió los ojos. Ante él se mantenían los demás, con rostros pendientes que ni pestañeaban, inclinados hacia su figura junto a la inquietante silueta del monovolumen. Su nuevo anuncio de que percibía un contacto con el Más Allá había interrumpido de forma abrupta el acercamiento a Jules.

El silencio se mantenía en aquella estancia del palacio. Un mutismo tenso latía con la misma ansiedad que los presentes apenas lograban contener.

Durante unos trémulos segundos, todos observaron con detenimiento las facciones juveniles del médium, ávidos por descubrir la naturaleza de la comunicación que acababa de recibir.

Por fin, Edouard recuperó la energía suficiente y fue capaz de compartir las últimas novedades. Mirando a Mathieu, esbozó una leve sonrisa.

—Pascal y Dominique han recuperado el rumbo. Están muy cerca de la Tierra de la Espera.

Se oyó un suspiro generalizado —la lucha por Jules tomaba impulso— y las posturas se relajaron. Aquella reacción constituía en sí misma la celebración, no fueron capaces de exteriorizarla de un modo más entusiasta. En otras circunstancias, esa noticia sí habría provocado un revuelo mayor, pero la situación, aún muy precaria, impedía manifestaciones más efusivas.

Cada avance venía acompañado de una ominosa provisionalidad que les impedía disfrutar de una calma auténtica. Podían pasar tantas cosas todavía…

* * *

Al cabo de una hora de avance a buen ritmo, Dominique obligó a su amigo a descansar. El semblante de Pascal ofrecía un aspecto tan extenuado que parecía al borde de un desvanecimiento.

—Puedo continuar un poco más —se quejó el Viajero, atisbando con impaciencia los terrenos que se abrían ante ellos—. Tenemos que estar muy cerca.

—Lo estamos —convino Dominique, mirándole con preocupación—. Por eso mismo no debemos correr riesgos innecesarios. Recupera un poco el aliento y reanudamos la marcha. Jugártela no va a ayudar a Jules.

Pascal aceptó aquella propuesta a regañadientes, porque en el fondo era consciente de que su amigo tenía razón. Si insistía en mantener esa velocidad, lo único que conseguiría sería debilitarse frente a nuevas amenazas que podían surgir en cualquier instante. Diez o quince minutos de reposo no cambiarían nada. Para bien o para mal.

Al cabo de ese tiempo, los dos chicos se pusieron de pie, echaron una ojeada de reconocimiento por los alrededores y retomaron la caminata. Pascal llevaba sus tapones en los bolsillos, pues le aterraba la posibilidad de enfrentarse a la perniciosa llamada de las sirenas, un riesgo que asociaba con la proximidad a la Tierra de la Espera.

Sin embargo, el único trance al que se vieron expuestos más adelante fue la esporádica presencia de algunos carroñeros, una dificultad que habían aprendido a manejar bien; sabían moverse en la noche —no en vano retornaban de regiones mucho más oscuras que aquel primer nivel de la tierra de los condenados—, habían aprendido a hacerse invisibles para esas criaturas de comportamiento primario. Con paciencia y serenidad —un consejo que suscribiría cualquier cazador—, ellos sabían que aquellas fieras putrefactas siempre terminaban por alejarse. Solo resultaban verdaderamente peligrosas si detectaban a una presa, porque entonces ya no había otra forma de neutralizarlas que acabando con ellas. Una estrategia que se volvía muy complicada cuando atacaban en manada.

Los chicos no dejaron de ganar terreno, tomando como referencia el borde del último tramo del acantilado. Por fin, horas después, distinguieron en la lejanía la inconfundible silueta del Umbral de la Atalaya. El Viajero había ansiado tanto encontrarse ante aquella inescrutable construcción que se vio obligado a frenar, de la impresión. Allí continuaba esa inmensa muralla de piedra perteneciente a otra época, rodeada de un halo de poder que se percibía incluso a semejante distancia.

—Ahí está —murmuró a Dominique, que tampoco despegaba los ojos de aquel misterioso puesto fronterizo.

—Lo vamos a lograr, Pascal.

El Viajero bebió de su cantimplora hasta vaciarla. Ya no necesitaba racionar sus reservas.

Siempre pendientes de las inmediaciones, prosiguieron la marcha. Pronto les fue posible contemplar con detalle el arco bajo el que debían cruzar para abandonar definitivamente aquella deprimente zona de sentenciados. Y allí se alzaba, una vez más, encaramado sobre la muralla en actitud acechante, el óvalo de los centinelas con sus oquedades negras, desde las que ojos enmascarados oteaban horizontes muertos.

Con toda seguridad ya habían sido detectados, pensó Pascal sintiendo un escalofrío mientras sus pupilas recorrían la hiedra seca que engullía tramos de aquel muro infranqueable. A pesar de que no tenían nada que temer, pues los centinelas solo reaccionaban ante determinadas infracciones en esa dimensión, el aura amenazadora que exhalaba el conjunto contaminaba la determinación de cualquiera, la diluía.

Lo que uno hubiese vivido resultaba indiferente. Pascal lo fue comprobando a cada paso. Al llegar frente al Umbral, la sensación era siempre la misma: inquietud, miedo, incertidumbre. Vivos y muertos, criaturas malignas o difuntos que aguardaban en sus tumbas. Todos iguales ante los centinelas, la autoridad en aquel mundo. Una realidad transitoria para algunos; para otros, de sufrimiento eterno.

Pascal y Dominique dejaron de avanzar; el Umbral de la Atalaya quedaba ya tan solo a unas decenas de metros, y ahora se alzaba frente a ellos en toda su solemne magnitud.

—Tú dirás, Pascal —Dominique miraba de refilón la abrumadora perspectiva de aquel acceso. Había bajado su espada, por miedo a que su gesto pudiera interpretarse como provocador.

El Viajero tomó aliento.

—Pues será mejor que continuemos —dijo—. Después de todo lo que hemos pasado, no nos vamos a detener ahora.

Antes de moverse, controlaron una última vez la retaguardia, pues a pesar de la intensidad de ese momento, no olvidaban que aún se encontraban en tierra hostil.

A continuación se aproximaron un poco más a la frontera. A cada paso, aquella construcción parecía ir creciendo hasta alcanzar proporciones gigantescas. Acaso eran ellos los que experimentaban la percepción de ir encogiéndose, intimidados ante la concentración de energía que se condensaba bajo el óvalo de piedra. Incluso el silencio que caía alrededor del arco como una sombra era de una solidez especial, de una consistencia casi asfixiante.

Cuando apenas los separaban unos metros del Umbral, Pascal extrajo la daga y la levantó por encima de su cabeza. La aguda hoja mostró un potente brillo verdoso a lo largo de toda su longitud, captando la proximidad de otras armas de idéntica aleación.

—¡Soy el Viajero! —exclamó—. ¡Vamos a entrar!

Solo la resonancia de su grito le respondió, perdiéndose en la lejanía.

* * *

Mathieu se hallaba de nuevo frente al volante del vehículo, con una mano sobre los botones que controlaban la apertura y cierre de las planchas de metacrilato que aislaban a Jules en su interior. Terminado el paréntesis que había supuesto el inesperado trance de Edouard, las circunstancias volvían al angustioso estadio anterior; un primer acercamiento real, físico, a Jules, en el que el Mathieu desempeñaba un papel de gran responsabilidad que no podía rechazar.

Ya había empezado a sudar; la fase en la que debía permanecer muy pendiente de lo que sucedía a sus espaldas estaba a punto de iniciarse.

Tras el monovolumen se organizaban los demás. Michelle y Edouard, con los talismanes bien a la vista colgando de sus cuellos y frascos de agua bendita como último recurso; Marcel, con la katana de plata desenvainada en una de sus manos.

Nadie sabía a ciencia cierta cómo podía reaccionar un vivo vampirizado que es perturbado durante su sueño diurno.

La inseguridad con la que se movían se iba tiñendo de un sutil miedo cada segundo que pasaba, pero cierto pudor les impedía manifestarlo, como si experimentar temor ante quien había sido un amigo —¿lo era todavía?— fuese desleal, traicionero.

Los preparativos continuaron; cada uno comprobaba sus protecciones y recursos. Los últimos acontecimientos impedían a Michelle quejarse ante las cautelas que su amigo gótico provocaba en todos ellos. Habría sido absurdo negarse a considerar a Jules un peligro.

Porque lo era. La única duda radicaba en hasta qué punto y contra quién. La clave estaba en inmovilizarle antes de que se interrumpiera su sueño, algo viable si aún no se había completado su transformación.

—Máxima atención, sin distracciones —recordó Marcel mientras se echaba al hombro unas gruesas correas—. Los vampiros tienen… muy mal despertar.

Aquel comentario logró al menos que Michelle y Edouard esbozaran unas breves sonrisas.

Abrieron por fin las portezuelas traseras. Ante ellos quedó una plancha traslúcida, en uno de cuyos extremos inferiores captaron la mancha borrosa que delataba el cuerpo yacente de Jules. Seguía inmóvil.

Había llegado el momento. El forense se asomó fuera para que Mathieu pudiera verle por el espejo retrovisor, y le hizo la seña convenida. Casi al instante, se escuchó un zumbido y la barrera posterior que obstaculizaba el acceso al interior del monovolumen empezó a alzarse a gran velocidad, dejando el paso libre.

Una vaharada de olor nauseabundo se precipitó entonces sobre ellos, provocando en sus semblantes gestos asqueados. Nadie retrocedió.

Mathieu, girado desde su posición, comprobaba cómo gracias a la tenue luz que entraba en el vehículo desde el acceso abierto, podía distinguir bien a través de la plancha delantera las siluetas de sus amigos, recortadas contra el resplandor. Esperó, con los dedos rígidos sobre los botones. Deseó no verse obligado a actuar.

Michelle no aguardó la siguiente instrucción del Guardián y subió al interior del vehículo. Se detuvo en aquel punto, sin adelantarse más hasta que Marcel y el médium se situaron junto a ella. No era capaz de apartar la mirada de esa imagen tan lastimosa: Jules, ofreciendo bajo sus cabellos rubios un rostro adulterado por la contaminación maligna, parecía dormir plácidamente. La tonalidad cerúlea de toda su piel, casi transparente, le otorgaba un aspecto cadavérico reforzado por su propia postura fúnebre. Michelle sentía como si estuviese contemplando a un amigo muerto.

Muerto en vida.

A los pocos segundos, los tres ya dentro del vehículo, avanzaban un poco más hacia el cuerpo dormido.

—Alto —avisó el forense—. Fijaos en sus manos.

Dirigieron sus ojos hacia esos pálidos dedos que se mantenían entrelazados sobre el pecho del muchacho. En efecto, habían abandonado su disposición relajada y ahora mostraban una mayor crispación.

¿Casualidad?

Dieron un paso más hacia Jules y eso acentuó el fenómeno: los dedos del chico empezaban a curvarse.

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