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Authors: David Lozano Garbala

La puerta oscura. Requiem (69 page)

BOOK: La puerta oscura. Requiem
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—Jules sigue vivo… ¿no? —quiso confirmar Pascal, cada vez más inquieto ante el rumbo que habían tomado los acontecimientos.

—Si Jules es ya un vampiro puro —afirmó Edouard—, no estará vivo. Su corazón habrá dejado de latir —se giró hacia Michelle, Pascal y Mathieu—. Creo que no lo entendéis: si hemos llegado tarde, de lo que se trata es de salvar su alma, no su cuerpo. Algo fundamental que sí podemos conseguir con la sangre que has traído, Viajero.

Capítulo 44

Los chicos, antes de desaparecer detrás del Chrysler, habían mirado por la ranura lateral del vehículo para hacerse una idea del espacio en el que tendrían que maniobrar.

Tras aquel último vistazo, nadie había sido capaz de determinar si Jules aún estaba vivo.

Ahora Mathieu se encontraba una vez más ante los mandos del monovolumen, dispuesto a activar el mecanismo para levantar la plancha que mantenía encerrado a su amigo gótico. En ese instante se consumía ya, víctima de su propia impaciencia.

Las instrucciones habían sido muy claras, tajantes: si algo salía mal, tenía que volver a bloquear de inmediato el habitáculo, descorrer las cortinas del piso superior para que entrara la luz del sol y, a continuación, llamar a los servidores del palacio. Ellos sabrían cómo actuar para mantener el aislamiento mientras convocaban a la Hermandad de Videntes. Lo que bajo ningún concepto debía hacer era intervenir para ayudar a sus amigos. El riesgo de dejar suelto por París a un vampiro no permitía jugar a héroes.

La realidad imponía sus reglas.

Él permanecía atento a la señal convenida mientras los demás —bien pertrechados— aguardaban, tensos y silenciosos, junto a las portezuelas traseras del Chrysler abiertas de par en par.

Marcel, cargado con las correas, alargó a Pascal la jeringuilla con la que había extraído la sangre de Lena Lambert del frasco de cristal. Durante aquellos instantes de concentración previa, resultaba fácil adivinar el único pensamiento que copaba las mentes de todos: que no fuera demasiado tarde, que su amigo todavía respirase.

Marcel asomó una mano por el lateral de la carrocería, y Mathieu, lanzando un largo suspiro, presionó el botón correspondiente. Con un golpe, la plancha posterior de metacrilato se encajó en el techo, dejando libre el acceso al interior del vehículo.

Comenzaba la operación.

Tras el zumbido y la esperada pestilencia procedente del interior, quedó ante los ojos de Pascal, Marcel, Michelle y Edouard la escena que acababan de ver minutos antes por la ranura: unos recipientes vacíos y, al fondo, el cuerpo de Jules tendido en el suelo, con los brazos sobre el pecho.

La imagen, con algo más de luz, casi habría resultado apacible dentro de lo fúnebre, de no ser por un nítido halo de malevolencia que emanaba de cada rincón. El conjunto solo despertaba desasosiego en ellos.

El grupo subió sin hacer ruido al interior del vehículo. Como ocurriera en la ocasión anterior, en cuanto avanzaron dos pasos, las manos de Jules empezaron a experimentar una creciente agitación. No obstante, su rostro —que transmitía una sutil perversidad a pesar de sus ojos cerrados— mantuvo el semblante sereno.

A pesar de aquella paz en sus facciones, algo en él lo hacía inhumano, hostil. No era Jules, ya no. Pero nadie quiso darse cuenta.

El Guardián miró a Pascal; le cedía el control como Viajero.

El chico inició entonces una nueva aproximación, que frenó a un metro escaso de la figura de su amigo. Los demás lo siguieron.

Los dedos de Jules se veían ahora curvos como garras. Ninguno logró percibir en el pecho del muchacho el leve balanceo que hubiera delatado la respiración.

Por su parte, el corazón de Pascal latía a toda marcha. Se preparó para vencer la última distancia que le separaba del gótico. Una de sus manos se cerraba sobre la jeringuilla y la otra empuñaba su daga, que resplandecía con fuerza captando la proximidad de la presencia maligna. Colgando de su cuello, el talismán de plata.

—No toques a Jules —le advirtió el Guardián, previendo el siguiente movimiento de Pascal—. Eso podría provocar su despertar.

El Viajero asintió. Todos sudaban allí dentro. Mathieu, que girado tras el volante intentaba vislumbrar lo que sucedía a través de la plancha delantera, también.

Pascal miró a los demás mientras señalaba alrededor del cuerpo de Jules, indicando el lugar en que cada uno debía ubicarse tras el siguiente avance que se disponía a efectuar. Todos asintieron, dispuestos a seguir al Viajero al margen del riesgo implícito en aquel último paso que les permitiría alcanzar la silueta dormida.

Por fin, el chico reunió la determinación suficiente y de una zancada se situó junto a Jules, acompañado por el resto, que se apresuró a rodear al joven gótico por si esa última audacia interrumpía su letargo.

Michelle y Edouard se quedaron más atrás para sujetar sus piernas cuando llegara el momento, mientras Marcel y Pascal se adelantaban con objeto de controlar con las correas el torso y los brazos.

Nada sucedió, sin embargo, salvo el previsible detalle de las manos más contraídas de Jules.

Cómo podía reaccionar el muchacho ante lo que sucedía constituía una incógnita, pero era evidente que estaban llegando demasiado lejos. A partir de ese instante, cualquier iniciativa supondría el detonante que quebrara el reposo de Jules y motivase su ataque de fiera.

Todos contemplaban como hipnotizados la pacífica escena de aquel joven dormido, conscientes de lo que en realidad se ocultaba bajo esa precaria calma cuyo estallido iban a provocar. De no ser por las deformaciones que afeaban su rostro, los cabellos rubios sobre la frente y la extrema blancura de su piel habrían otorgado a Jules un aire beatífico muy convincente.

No debían dejarse engañar por aquella carcasa de inocencia que ocultaba el apetito de un monstruo. Por duro que resultase ante el recuerdo del verdadero amigo que un día fue.

—Con la presencia del Viajero lograremos contenerle —susurró Marcel, manteniendo la frialdad—. La proximidad de la daga tiene que mitigar la violencia de su reacción. Además, si es un vampiro puro, estará en una fase demasiado temprana como para haber reunido toda su fuerza.

—Y está herido —añadió Michelle, desde su posición posterior.

Pascal asintió.

A continuación, procedió a dejar en una repisa lateral del habitáculo la jeringuilla, para disponer de una mano libre. Lo prioritario era paralizar a Jules. Sin lograr esa fase previa, no sería posible inyectarle el fluido.

Se giró hacia Marcel y, en silencio, le hizo un gesto para indicarle que ejecutara el primer paso.

Todos, atentos ya sobre el gótico, se prepararon para una hipotética convulsión en aquel cuerpo de apariencia inerte. Cualquier fallo cometido a partir de ese instante acarrearía consecuencias nefastas.

Michelle, reacia a perder la esperanza, todavía rogaba por que en aquel despertar que iban a provocar fuesen capaces de detectar algún rasgo humano.

No era la única en pensar eso.

—¿Listos? —Marcel, tras alargar al Viajero un extremo de la correa, que voló sobre la cintura de Jules, aproximó el suyo a una de las muñecas del gótico, deteniendo el cuero a escasos centímetros de la piel del durmiente—. Hay que conseguir pasarla por debajo de su cuerpo y anudarla. ¿De acuerdo, Viajero?

Pascal tragó saliva.

—Lo intentaré.

Los demás se inclinaron sobre la parte del cuerpo que les correspondía inmovilizar en caso de ataque. Y entonces el doctor Laville, de un movimiento, cerró su mano sobre el antebrazo del chico mientras lo rodeaba con el cinto. Pascal, desde su lado, procuraba efectuar una maniobra idéntica.

La reacción de Jules ante aquella agresión fue automática: al percibir el primer roce, sus ojos se abrieron por completo y las pupilas, afiladas grietas negras sobre un charco empañado, se fueron clavando en cada uno de los que habían perturbado su sueño con un odio salvaje, atávico. No hubo en ese ademán asesino ningún atisbo de reconocimiento; la criatura se limitaba a grabar en sus retinas la fisonomía de aquellas presas que osaban profanar su sueño.

—¡No le miréis a la cara! —advirtió Marcel, apartando la vista—. ¡Sobre todo, no le miréis a los ojos!

Los chicos obedecieron. Habían estado a punto de apartarse, impactados por ese despliegue de poder oscuro que colapsó al instante el espacio de aquel habitáculo, hasta hacerlo casi irrespirable. Pero resistieron, envueltos en su propio miedo.

Ahora que habían despertado al monstruo, no había posibilidad de retroceder.

Esa exhibición de malevolencia, en cualquier caso, bastó para que los muchachos se lanzaran a continuar con su labor de sujeción cuando ya Jules iniciaba unos convulsos movimientos con los que pretendía erguirse, emitiendo gruñidos de una fiereza que helaba la sangre. La correa, tensa, frenó su intento… de momento.

Marcel le bloqueaba desde el hombro herido, mientras con la otra mano impulsaba la pieza de cuero bajo el torso del chico buscando el extremo que extendía Pascal desde el otro lado.

—¿Lo tienes ya? —preguntó Pascal, medio inclinado, luchando por mantener quieto a Jules desde su posición—. ¡No aguantaré mucho más!

A pesar de que durante las horas diurnas se suponía que un vampiro era mucho más débil y vulnerable, la fuerza con la que Jules se rebelaba contra ellos resultaba sorprendente. Ahora empezó a echar espuma por la boca, mostrando unos colmillos con los que lanzaba mordiscos al aire intentando alcanzar a sus atacantes. Marcel, incapaz de compaginar por más tiempo la contención de los embates del brazo que sujetaba y el tanteo ciego de las ataduras, logró enganchar al fin los dos bordes de la correa y pudo apartarse un poco, centrándose en esquivar las dentelladas que le dirigía el muchacho.

—¡No tiene pulso! —gritó al inmovilizar su brazo, confirmando la peor conjetura—. ¡Ya es un no-muerto!

Incluso en medio de aquella situación, ese dato penetró con dureza en los chicos, sobre todo en Michelle y Pascal. Ambos se miraron un fugaz instante, entre los violentos espasmos del vampiro, y fue una mirada de una tristeza desoladora. Jules había terminado por sucumbir al Mal; el germen oscuro lo había devorado por dentro hasta acabar con su vida. El proceso había culminado.

Jules estaba muerto. Luchaban contra sus restos malditos, contra su cadáver.

—¡No vamos a resistir! —avisó Edouard desde su posición retrasada, frente a Michelle—. ¡Viajero, concede a Jules el descanso eterno antes de que las tinieblas se lo lleven! ¡Aún puedes hacer algo por él!

Pascal alzaba lentamente su mano, ahora armada con la jeringuilla, vacilante ante lo que se veía obligado a hacer. Oprimido por las circunstancias, no hacía más que repetirse las palabras del joven médium para conseguir reunir la convicción precisa: «Se trata de salvar el alma de mi amigo».

—¡En el corazón! —señalaba Marcel, echándose casi sobre el cuerpo de Jules para evitar que lograra incorporarse—. ¡Debes clavarla en el corazón! ¡Rápido, cada vez está más despierto!

El forense enganchaba con una mano la garganta del vampiro, manteniendo así la peligrosa boca del chico lejos de su propio cuello. La situación se estaba volviendo insostenible; en cualquier momento, aquella criatura se zafaría de sus agresores y la tragedia comenzaría a extenderse… sin la alternativa de frenarla.

Pascal era consciente de que, con su titubeo en ese crítico instante, estaba comprometiendo la seguridad de todos. Quiso evitarlo, ya que en aquella ferocidad que nacía de Jules creía distinguir un hálito de auténtica vida, por lo que sentía que si le inyectaba la sangre de Lena Lambert, tal vez todavía fuese posible salvarlo.

Pero se equivocaba en su impresión: la vida que creía percibir en su amigo era un simple espejismo. Jules ya estaba muerto.

El destino —¿la Puerta Oscura?— volvía a salpicarle con el fantasma de la muerte ajena.

Solo inyectándole la sangre permitiría a su amigo descansar en paz.

Sin embargo —de ahí su bloqueo—, Pascal tenía miedo de enfrentarse a su cadáver, a un cuerpo ya inerte que contabilizaría de forma irreversible como el segundo amigo perdido. Por eso, ni siquiera la agresividad animal que su antiguo compañero estaba mostrando lograba convencerle de que no quedaba un resquicio humano que rescatar. Le parecía imposible que no fuera así, cuando recuerdos muy recientes le traían a la memoria una imagen tan humana de él.

Su mente no asumía el final más sombrío.

Mientras el Viajero reunía la entereza necesaria para aquel último gesto, Jules continuaba emitiendo bufidos y sus ojos, inyectados en su sangre corrompida, parecían a punto de saltar de las órbitas. Conforme las fuerzas de sus asaltantes iban menguando, las suyas crecían con el impulso del apetito. A cada segundo aumentaba el margen de sus movimientos. La ventaja de la superioridad numérica se consumía de forma irreversible, condenada por la persistente vacilación de Pascal.

La indecisión, el Viajero lo sabía bien, era un veneno paralizante.

El Guardián, que asistía con impotencia a lo que estaba sucediendo, no se hallaba en condiciones de ayudarle porque, en cuanto abandonara su posición, Jules vería libre parte de su cuerpo para atacar.

Fue en aquel preciso momento cuando reaccionó Michelle, empujada por la situación y consciente de que Pascal estaba a punto de hundirse, incapaz de hallar en su interior la fortaleza para ese último sacrificio. La chica advirtió a Edouard de su maniobra y, rápida como su resolución, dio un salto que la situó junto al Viajero. Atrapó de sus temblorosas manos la jeringuilla y, orientada por Marcel, descargó un certero golpe que hundió la aguja varios centímetros en el pecho de su amigo gótico. Lloraba mientras lo hacía, aunque ni siquiera podía secarse las lágrimas. Después, sin dejarse intimidar por el ensordecedor aullido que brotó de las entrañas de Jules y el arqueo exagerado de su cuerpo, que casi saltó del suelo, presionó el émbolo de la jeringuilla hasta que toda la sangre que contenía se introdujo en el corazón del chico.

Jules lanzó la cabeza hacia atrás y puso los ojos en blanco al sentir cómo aquella sustancia penetraba en sus vísceras; experimentó su limpieza corrosiva mientras sus gemidos se volvían aún más guturales. Las extremidades se le agitaban compulsivamente, y de todos sus poros comenzó a humear un vapor fétido y denso.

Poco a poco, conforme la sustancia hacía efecto al modo de un antídoto, se fue produciendo un debilitamiento generalizado en el chico, y las convulsiones redujeron su virulencia hasta detenerse por completo. Todos acertaron a distinguir un emocionante instante en el que los ojos de Jules mostraron su antigua tonalidad azulada, pura, al tiempo que sus labios, libres ya de colmillos, esbozaban una inconfundible sonrisa de gratitud.

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