La química secreta de los encuentros (5 page)

Read La química secreta de los encuentros Online

Authors: Marc Levy

Tags: #Romántico

BOOK: La química secreta de los encuentros
5.74Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Tiene coche? —dijo sorprendida.

—Acabo de robarlo.

—¿Va en serio?

—Si su vidente le hubiese predicho que se iba a topar con un elefante rosa en el valle de Punyab, ¿la habría creído? ¡Pues claro que tengo coche!

—Gracias por burlarse tan abiertamente de mí, y perdone mi sorpresa, pero es la única persona que conozco que posee su propio automóvil.

—Es un modelo de ocasión. Y no es que sea un Rolls, lo constatará rápidamente por sus amortiguadores, pero no se calienta y cumple honrosamente su cometido. Lo aparco siempre en alguno de los cruces que pinto, está presente en cada uno de mis lienzos, es un ritual.

—Un día debería enseñarme esos lienzos —dijo Alice acomodándose dentro.

Daldry farfulló algunas palabras incomprensibles, el embrague crujió un poco y el coche se lanzó a la carretera.

—No querría parecerle entrometida, pero ¿podría decirme adónde vamos?

—¿Adónde quiere que vayamos? —repuso Daldry—. ¡A Brighton, por supuesto!

—¿A Brighton? ¿Y para qué?

—Para que pueda visitar a esa vidente y le haga todas las preguntas que debería haberle hecho ayer.

—Pero eso es una completa locura…

—Llegaremos dentro de una hora y treinta minutos, dos horas si hay hielo en la carretera, no veo ninguna locura en ello. Habremos vuelto antes de la puesta de sol y, aunque nos sorprenda la noche en el camino de vuelta, las dos grandes bolas cromadas que ve delante a cada lado de la calandra son faros… ¿Ve? Yo creo que no nos aguarda nada muy peligroso, en realidad.

—Señor Daldry, ¿tendría usted la extrema amabilidad de dejar de burlarse de mí cada dos por tres?

—Señorita Pendelbury, le prometo que haré un esfuerzo, pero, en cualquier caso, no me pida lo imposible.

Dejaron la ciudad por Lambeth, circularon hasta Croydon, donde Daldry le pidió a Alice que le hiciera el favor de coger el mapa de carreteras de la guantera y de localizar Brighton Road, por el sur. Alice le indicó que girase a la derecha, luego que diese media vuelta, pues tenía el mapa al revés. Después de algunos errores, un peatón los volvió a poner en el buen camino.

En Redhill, Daldry se detuvo para rellenar el depósito de gasolina y comprobar el estado de los neumáticos. Parecía que la dirección del Austin tiraba un poco hacia la derecha. Alice prefirió quedarse en su asiento, con el mapa sobre las rodillas.

Tras pasar Crawley, Daldry tuvo que reducir la velocidad, el campo estaba helado, el parabrisas escarchado y el coche derrapaba peligrosamente en las curvas. Una hora después, ambos tenían tanto frío que les era imposible mantener la más mínima conversación. Daldry había puesto la calefacción a toda máquina, pero enseguida se vio que el pequeño ventilador no podía luchar contra el aire glacial que se iba metiendo bajo el capó. Así pues, hicieron una parada en el mesón de las Huit Cloches y, para entrar en calor, se sentaron a la mesa más cercana a la chimenea, y allí permanecieron un buen rato. Después de una última taza de té ardiente, decidieron retomar el camino de vuelta.

Daldry anunció que Brighton no estaba muy lejos. Pero ¿no había prometido que el viaje duraría dos horas como mucho? Ya había pasado el doble de tiempo desde que salieron de Londres.

Cuando llegaron por fin a su destino, las atracciones de feria empezaban a cerrar, la larga escollera estaba ya casi desierta y los últimos paseantes volvían a su casa para preparar la celebración de la Navidad.

—Bueno —dijo Daldry al bajar del coche y sin preocuparse de la hora—. ¿Dónde se encuentra, pues, esa vidente?

—Dudo que nos haya esperado —respondió Alice frotándose los hombros.

—No seamos pesimistas y vayamos a ver.

Alice llevó a Daldry hacia la taquilla; la ventanilla estaba cerrada.

—Perfecto —dijo Daldry—, la entrada es gratuita.

Delante del puesto donde había tenido ese extraño encuentro a la víspera, Alice sintió un profundo malestar, una inquietud repentina que le oprimió la garganta. Se detuvo, y Daldry, adivinando su malestar, volvió el rostro hacia ella.

—Esa vidente no es más que una mujer como usted y como yo…, en fin, sobre todo como usted. En resumen, no se preocupe, haremos lo necesario para quitarle el hechizo.

—Otra vez burlándose de mí, y de verdad que no es muy bonito por su parte.

—Sólo quería hacerla sonreír. Alice, vaya a escuchar sin miedo lo que esa vieja loca tiene que decirle y, en el camino de vuelta, nos reiremos ambos de sus necedades. Y luego, una vez en Londres, en el estado de cansancio en el que nos encontramos, con vidente o sin ella, dormiremos como ángeles. Así que sea valiente, la espero, no me muevo ni un milímetro.

—Gracias, tiene razón, me porto como una niña.

—Sí…, bueno…, ahora corra, de todas maneras más nos valdría volver antes de que sea noche cerrada, sólo funciona un faro del coche.

Alice se acercó al puesto. Por delante estaba cerrado, pero se escapaba un rayo de luz de los postigos. Dio la vuelta y llamó a la puerta.

La vidente pareció sorprendida al descubrir a Alice.

—¿Qué haces tú aquí? ¿Te pasa algo? —preguntó.

—No —respondió Alice.

—No pareces muy en forma, estás bastante paliducha —añadió la anciana.

—Seguramente sea el frío, estoy helada hasta los huesos.

—Entra —le ordenó la vidente—, ven a calentarte cerca de la estufa.

Alice se adentró en la caseta y reconoció de inmediato los olores de la vainilla, del ámbar y del cuero, más intensos al acercarse al hornillo. Se instaló en una banqueta; la vidente se sentó a su lado y le cogió las manos entre las suyas.

—Entonces, ¿cómo es que vienes otra vez a verme?

—Pues… pasaba por aquí y he visto la luz.

—Eres realmente encantadora.

—¿Quién es usted? —le preguntó Alice.

—Una vidente a quien los feriantes de esta escollera respetan; la gente viene de lejos para que les adivine el porvenir. Pero ayer, a tus ojos, no era más que una vieja loca. Supongo que, si has venido hoy otra vez, es porque debes de haber cambiado de opinión. ¿Qué quieres saber?

—Ese hombre que pasaba a mis espaldas mientras hablábamos, ¿quién es? ¿Y por qué yo tendría que ir al encuentro de las otras seis personas antes de conocerlo?

—Lo siento, cariño, no tengo una respuesta a esas preguntas, te he dicho lo que he visto; no puedo inventarme nada, nunca lo he hecho, no me gustan las mentiras.

—A mí tampoco —protestó Alice.

—Pero no has pasado por casualidad por delante de mi carromato, ¿verdad?

Alice asintió con la cabeza.

—Ayer, cuando me llamó por mi nombre, no se lo había dicho, ¿cómo lo supo? —preguntó Alice.

—Y tú, ¿cómo lo haces para ponerle nombre al instante a todos los aromas que percibes?

—Tengo un don, soy perfumista.

—¡Y yo, vidente! Cada una de nosotras tiene aptitudes para su terreno.

—He vuelto porque me han empujado a ello. Es verdad, lo que me dijo ayer me puso nerviosa —confesó Alice—, y no he pegado ojo en toda la noche por su culpa.

—Te entiendo; en tu lugar, tal vez me habría pasado lo mismo.

—Dígame la verdad, ¿de veras vio todo aquello ayer?

—¿La verdad? Gracias a Dios, el futuro no está esculpido en mármol. Tu porvenir está hecho de elecciones que te pertenecen.

—Entonces, ¿sus predicciones no son más que camelos?

—Posibilidades, no certezas. Tú eres la única que decide.

—¿Decidir qué?

—Pedirme o no que te revele lo que veo. Pero piénsalo dos veces antes de responderme. Saber no siempre carece de consecuencias.

—Entonces, lo primero que me gustaría saber es si es sincera.

—¿Acaso te pedí dinero ayer? ¿U hoy? Eres tú la que ha llamado a mi puerta. Pero pareces tan inquieta, tan atormentada, que probablemente sea preferible que nos quedemos en este punto. Vuelve a tu casa, Alice. Por si eso te tranquiliza, no te acecha nada grave.

Alice miró largo rato a la vidente. Ya no la intimidaba, muy al contrario, su compañía se le había vuelto agradable y su voz ronca la sosegaba. No había hecho todo ese camino para volverse sin saber un poco más, y la idea de retar a la vidente no le disgustaba. Alice se enderezó y le tendió las manos.

—De acuerdo, dígame lo que ve, tiene razón, soy la única que decide lo que quiero o no creer.

—¿Estás segura?

—Cada domingo, mi madre me arrastraba a misa. En invierno, hacía un frío insoportable en la iglesia de nuestro barrio. Me pasé horas rezándole a un Dios al que nunca he visto y que no salvó a nadie, así que creo que puedo pasarme unos minutos escuchándola…

—Lamento que tus padres no hayan sobrevivido a la guerra —dijo la vidente interrumpiendo a Alice.

—¿Cómo lo sabe?

—Chis —dijo la vidente poniendo su índice en los labios de Alice—, has venido aquí para escuchar y no haces más que hablar.

La vidente volvió las manos de Alice y le puso las palmas hacia el cielo.

—Hay dos vidas en ti, Alice. La que conoces y la que te espera desde hace tiempo. Esas dos existencias no tienen nada en común. El hombre del que te hablaba ayer se encuentra en alguna parte en el camino de esa otra vida, y nunca estará presente en la que llevas hoy. Ir a su encuentro te obligará a realizar un largo viaje. Un viaje en el curso del cual descubrirás que nada de todo aquello que creías ser era verdad.

—Lo que me cuenta no tiene ningún sentido —protestó Alice.

—Tal vez. Después de todo, no soy más que una simple vidente de feria.

—¿Un viaje adónde?

—Al lugar de donde vienes, cariño, a tu historia.

—Vengo de Londres y cuento con volver allí esta noche.

—Hablo de la tierra que te ha visto nacer.

—Londres otra vez, nací en Holborn.

—No, créeme, cariño —respondió la vidente sonriendo.

—Sabré al menos dónde me dio a luz mi madre, ¡por Dios!

—Viste la luz en el sur, no hay que ser vidente para adivinarlo, los rasgos de tu rostro dan muestras de ello.

—Lamento contradecirla, pero mis ancestros son todos naturales del norte, de Birmingham por parte de mi madre, y de Yorkshire por parte de mi padre.

—De Oriente por ambas —susurró la vidente—. Vienes de un imperio que ya no existe, de un país muy antiguo, a miles de kilómetros. La sangre que corre por tus venas nace entre el mar Negro y el Caspio. Mírate en un espejo y constátalo tú misma.

—¡Menuda tontería! —dijo Alice, indignada.

—Te lo repito, para emprender este viaje tienes que estar dispuesta a aceptar ciertas cosas. Y tengo la impresión, a juzgar por tu reacción, de que todavía no estás lista. Es preferible parar aquí.

—Ni hablar, ¡estoy harta de noches en vela! No me iré a Londres hasta que tenga la convicción de que usted es una charlatana.

La vidente miró a Alice con gravedad.

—Perdóneme, lo lamento —añadió de inmediato Alice—, no es lo que pensaba, no quería faltarle al respeto.

La vidente le soltó las manos a Alice y se levantó.

—Regresa a tu casa y olvídate de todo lo que te he dicho; soy yo quien lo lamenta. La verdad es que no soy más que una vieja loca que desbarra y se burla de las debilidades de la gente. De tanto querer predecir el futuro, he acabado creyéndome mi propio juego. Vive tu vida sin preocupación alguna. Eres una chica guapa, no necesito ser vidente para decirte que encontrarás un hombre que te guste, pase lo que pase.

La vidente caminó hacia la puerta de su barraca, pero Alice no se movió.

—Hace un rato me parecía más sincera. De acuerdo, juguemos —dijo Alice—. Después de todo, nada me impide considerar que se trata de un juego. Imaginemos que me tomara en serio sus predicciones, ¿por dónde debería empezar?

—Eres agotadora, cariño. De una vez por todas, no he predicho nada. Digo lo que se me pasa por la cabeza, así que es inútil que pierdas el tiempo. ¿No tienes nada mejor que hacer en Nochebuena?

—También es inútil que se desacredite para que la deje en paz, le prometo irme en cuanto me haya respondido.

La vidente miró un pequeño icono bizantino colgado en la puerta de su carromato, acarició el rostro casi borrado de un santo, y se volvió hacia Alice con mayor gravedad todavía.

—En Estambul te encontrarás con alguien que te guiará hacia la próxima etapa. Pero no lo olvides nunca: si llevas esta búsqueda hasta el final, la realidad que conoces no seguirá siendo igual. Ahora déjame, estoy agotada.

La vidente abrió la puerta, el aire frío del invierno se metió precipitadamente en el carromato. Alice se apretó el abrigo, sacó un monedero del bolsillo, pero la vidente rechazó su dinero. Alice se anudó la bufanda alrededor del cuello y se despidió de la anciana.

La crujía estaba desierta, los farolillos se agitaban al viento, componiendo con sus tintineos una extraña melodía.

Un faro de coche parpadeó enfrente de ella. Daldry le hacía gestos tras el parabrisas de su Austin. Corrió hacia él, aterida.

• • •

—Empezaba a preocuparme. Me he preguntado unas cien veces si debía ir a buscarla. Era imposible esperarla fuera con un frío así —se quejaba Daldry.

—Creo que vamos a tener que circular de noche —dijo Alice mirando el cielo.

—Anda que no se ha quedado rato en esa barraca —añadió Daldry tras arrancar el motor del Austin.

—Se me ha pasado volando.

—A mí no. Espero que valiera la pena.

Alice recuperó el mapa de carreteras del asiento trasero y se lo puso sobre las rodillas. Daldry le hizo notar que, para volver a Londres, era preferible en adelante que lo cogiese en el otro sentido. Aceleró y las ruedas traseras derraparon.

—Menuda forma de hacerle pasar la noche de Navidad, ¿no? —dijo Alice casi excusándose.

—Una forma más divertida que aburrirme delante de mi aparato de radio. Y, además, si la carretera no se complica, todavía llegaremos a tiempo para cenar. Falta mucho para la medianoche.

—Para Londres también, me temo —suspiró Alice.

—¿Me va a deprimir mucho rato? ¿El encuentro ha sido concluyente? ¿Se ha quitado de encima las preocupaciones suscitadas por esa mujer?

—Pues la verdad es que no —respondió Alice.

Daldry entreabrió la ventanilla.

—¿Le molesto si enciendo un cigarrillo?

—No, si me ofrece uno.

—¿Fuma?

—No —respondió Alice—, pero esta noche, ¿por qué no?

Daldry sacó un paquete de Embassy del bolsillo de su impermeable.

Other books

Hard Case by Elizabeth Lapthorne
All Is Silence by Manuel Rivas
Accompanying Alice by Terese Ramin
Bangkok 8 by John Burdett
Cambridgeshire Murders by Alison Bruce
The Beacon by Susan Hill
Wraith Squadron by Allston, Aaron
The Book of Evidence by John Banville