La química secreta de los encuentros (9 page)

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Authors: Marc Levy

Tags: #Romántico

BOOK: La química secreta de los encuentros
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—¿Qué haces aquí? —preguntó al ver a Alice—. ¿Estás indispuesta?

—Sólo he venido para llevarte a desayunar.

—Qué sorpresa tan agradable. Coloco ésta —dijo señalando a su paciente— y me reúno contigo. Mira que tienen morro, podrían haberme avisado. ¿Llevas mucho tiempo aquí?

Carol empujó la camilla hacia una colega, se quitó la bata, cogió abrigo y bufanda de su taquilla y apretó el paso hacia su amiga. Llevó a Alice fuera del hospital.

—Ven —dijo—, hay un bar en la esquina de esta calle, es el menos malo del barrio y al lado de nuestra cafetería casi parece un gran restaurante.

—¿Y todos los pacientes que esperan?

—Ese vestíbulo siempre está lleno de enfermos, las veinticuatro horas del día, todos los días de Dios, y Dios me ha dado un estómago que debo alimentar de vez en cuando si quiero estar en condiciones de atenderlos. Vamos a desayunar.

El bar estaba abarrotado. Carol le dedicó una sonrisa provocativa al dueño, quien, desde la barra, le señaló una mesa al fondo de la sala. Ambas mujeres pasaron por delante de toda la cola.

—¿Te acuestas con él? —le preguntó Alice al instalarse en el banco.

—Le estuve tratando el verano pasado de un enorme forúnculo situado en un sitio que exige la mayor de las discreciones. Desde entonces, es mi devoto servidor —respondió Carol riéndose.

—Nunca había imaginado hasta qué punto tu vida era…

—¿Glamurosa? —terminó Carol.

—Ardua —respondió Alice.

—Me gusta lo que hago, aunque haya días en los que no es fácil. De niña, me pasaba el rato poniéndoles vendas a mis muñecas, lo cual inquietaba terriblemente a mi madre, y, cuanto más disgustada la veía, más crecía mi vocación. Bueno, ¿qué te trae por aquí? Me imagino que no has venido a urgencias en busca de olores para crear uno de tus perfumes.

—He venido a desayunar contigo, ¿necesitas otra razón?

—¿Sabes? Una buena enfermera no se contenta con curar las pupas de sus pacientes, también vemos cuándo les pasa algo por la cabeza.

—Pero yo no soy una de tus pacientes.

—Pues lo parecías cuando te he visto en el vestíbulo. Dime cuál es el problema, Alice.

—¿Has leído el menú?

—Olvídate del menú —le ordenó Carol mientras le quitaba la carta de las manos a Alice—. Casi no tengo tiempo de comerme el plato del día.

Un camarero les llevó dos platos de un guiso de cordero.

—Lo sé —dijo Carol—, no tiene una pinta muy apetitosa, pero ya verás, está muy bueno.

Alice separó los trozos de carne de las verduras que nadaban en la salsa.

—Dicho esto —retomó Carol con la boca llena—, recobrarás el apetito cuando me hayas dicho qué te preocupa.

Alice clavó su tenedor en un trozo de patata y puso una mueca de asco.

—De acuerdo —prosiguió Carol—, es probable que sea testaruda y arrogante, pero dentro de un rato, cuando vuelvas a coger tu tranvía, te sentirás idiota por haber perdido la mitad del día sin ni siquiera haber probado ese guiso infecto, y más teniendo en cuenta que pagas tú la cuenta. Alice, dime lo que te ronda, con tanto silencio me estás volviendo loca.

Alice se decidió a hablarle de la pesadilla que atormentaba sus noches, de ese malestar que envenenaba sus días.

Carol la escuchó con la mayor atención.

—Tengo que contarte una cosa —dijo Carol—. El día del primer bombardeo sobre Londres estaba de guardia. Los heridos llegaron muy rápido; estaban quemados en su mayor parte, y venían por sus propios medios. Algunos miembros del personal habían abandonado el hospital para ponerse a cubierto, pero la mayor parte de nosotros nos quedamos en nuestro puesto. Si yo me quedé no fue por heroísmo, sino por cobardía. Tenía mucho miedo a sacar la nariz al exterior, aterrorizada ante la idea de perecer entre las llamas si salía a la calle. Al cabo de una hora, el flujo de heridos se detuvo. Ya casi no entraba nadie. El jefe de servicio, un tal doctor Turner, un hombre guapo, bastante majo y con unos ojos para volver loca a una monjita, nos reunió para decirnos: «Si los heridos ya no llegan aquí es que están debajo de los escombros; nos toca ir a buscarlos.» Todos lo miramos estupefactos. Y luego añadió: «No obligaré a nadie, pero los que tengan agallas, que cojan las camillas y recorran las calles. A partir de ahora hay más vidas que salvar fuera que entre los muros de este hospital.»

—¿Y fuiste? —preguntó Alice.

—Retrocedí despacito hasta la sala de urgencias, rezando por que la mirada del doctor Turner no se cruzase con la mía, por que no se diese cuenta de mi miedo. Me escondí en un guardarropa durante dos horas. No te burles de mí o me voy. Acurrucada en ese armario, cerré los ojos, quería desaparecer. Acabé logrando convencerme de que no estaba allí, sino en mi cuarto, en casa de mis padres, en St Mawes, y de que toda esa gente que chillaba a mi alrededor no eran más que horribles muñecas de las que tendría que desembarazarme al día siguiente, sobre todo para no convertirme nunca en enfermera.

—No tienes nada que reprocharte, Carol, yo no habría sido más valiente que tú.

—Sí, ¡desde luego que lo habrías sido! Al día siguiente, volví al hospital, avergonzada pero viva. Los siguientes cuatro días, traté de pasar desapercibida para evitar al doctor Turner. Como la vida nunca se ha ahorrado las ironías conmigo, me destinaron al quirófano para ayudar en una amputación. Quien operaba era…

—¿El doctor Turner?

—¡En persona! Y, como si eso no fuese suficiente, nos encontramos los dos a solas en el antequirófano. Mientras nos lavábamos las manos, se lo confesé todo: mi huida, la penosa manera en que me había escondido en un armario. En una palabra, me puse en ridículo.

—¿Cómo reaccionó?

—Me pidió que le pusiera los guantes y me dijo: «Es maravillosamente humano tener miedo, ¿o a lo mejor cree que no tengo miedo antes de operar? Si fuese así, entonces me habría equivocado de carrera y tendría que haber sido cómico.»

Carol cambió su plato vacío por el de Alice.

—Y luego lo vi entrar en el quirófano, con su mascarilla en la boca; había dejado el miedo atrás. Traté de acostarme con él al día siguiente, pero ese idiota estaba casado y era fiel. Tres días más tarde sufrimos un nuevo bombardeo. Yo no tenía ni guantes ni máscara, me fui con el grupo a la calle. Escarbé en los escombros, más cerca de las llamas de lo que lo estoy de ti en este momento. Y, para que lo sepas, aquella noche, en medio de las ruinas, me hice pis encima. Ahora, escúchame bien, hija mía: desde esa tarde de Navidad en Brighton, no eres la misma. Algo te carcome por dentro, unas llamas pequeñas que no ves, pero que están incendiando tus noches. Así que haz como yo, sal de tu armario y corre. He recorrido las calles de Londres con el miedo agarrado al estómago, pero era más soportable que quedarse en ese cuchitril en el que creí que me iba a volver loca.

—¿Qué quieres que haga?

—Te estás muriendo de soledad, sueñas con un gran amor y nada te da más miedo que enamorarte. La idea de atarte, de depender de alguien, te da pánico. ¿Quieres que volvamos a hablar de tu relación con Anton? Fuese o no una charlatana, esa vidente te dijo que el hombre de tu vida te esperaba en no sé qué país lejano. Bueno, ¡pues ve! Tienes ahorros, pide prestado dinero si te hace falta y permítete ese viaje. Ve a descubrir por ti misma lo que te espera en ese lugar. Y, aunque no te cruces con ese guapo desconocido que te han prometido, te sentirás liberada y no tendrás remordimientos.

—Pero ¿cómo quieres que vaya a Turquía?

—Ahora mismo, princesa, soy enfermera, no agente de viajes. Tengo que largarme. No te paso factura por la consulta, pero te dejo que pagues la cuenta.

Carol se levantó, se puso el abrigo, le dio un beso a su amiga y se fue. Alice corrió tras ella y la alcanzó cuando salía del bar.

—¿Hablas en serio? ¿De verdad piensas lo que me acabas de decir?

—¿Crees que, si no, te habría contado mis hazañas? Vuelve adentro, ¿o es que tengo que recordarte que estabas enferma hace muy poco tiempo? Tengo más pacientes, no puedo ocuparme de ti a jornada completa. Vamos, largo.

Carol se alejó corriendo.

Alice volvió a su mesa y se instaló en la silla que ocupaba Carol. Sonrió al llamar al camarero para pedirle una cerveza… y el plato del día.

• • •

La circulación era densa; carretas, sidecares, camionetas y automóviles trataban de atravesar el cruce. Si Daldry hubiese estado allí, habría disfrutado. El tranvía se paró. Alice miró por la ventanilla. Atrapado entre una pequeña tienda de ultramarinos y el escaparate cerrado de un anticuario, se encontraba el ventanal de una agencia de viajes. Lo observó pensativa, y el tranvía volvió a arrancar.

Alice bajó en la siguiente parada y empezó a subir la calle. Pocos pasos después, dio media vuelta y dudó de nuevo antes de retomar su dirección inicial. Unos minutos más tarde, empujaba la puerta de una tienda que tenía el letrero de los coches cama Cook.

Alice se paró ante un expositor lleno de folletos publicitarios, cerca de la entrada. Francia, España, Suiza, Italia, Egipto, Grecia, tantos destinos que la hacían soñar. El director de la agencia dejó su mostrador para atenderla.

—¿Tiene pensado hacer un viaje, señorita? —preguntó.

—No —respondió Alice—, en realidad no, simple curiosidad.

—Si es en previsión de un viaje de novios, le recomiendo Venecia, es absolutamente magnífica en primavera; si no, España, Madrid, Sevilla, y luego la costa mediterránea, tengo cada vez más clientes que van allí y vuelven encantados.

—No me caso —respondió sonriendo al director del establecimiento.

—Nada prohíbe viajar sola en nuestros días. Todo el mundo tiene derecho a cogerse vacaciones de vez en cuando. Para una mujer, le aconsejo entonces Suiza: Ginebra y su lago. Es tranquilo y encantador.

—¿Tendría algo para Turquía? —preguntó tímidamente Alice.

—Estambul, muy buena elección. Sueño con ir allí algún día, la basílica de Santa Sofía, el Bósforo… Espere, debo de tenerlo en alguna parte, pero hay tanto desorden aquí…

El director se inclinó sobre un chifonier y abrió cada uno de sus siete cajones.

—Aquí estaba, un fascículo bastante completo, también tengo una guía turística que puedo prestarle si le interesa ese destino, pero tendrá que prometerme que me la devolverá.

—Me quedaré con el prospecto —respondió Alice, y le dio las gracias al director.

—Le doy dos —dijo tendiéndole los folletos a Alice.

La acompañó a la salida y la invitó a pasarse de nuevo cuando quisiera. Alice se despidió y volvió a la parada del tranvía.

Una nieve fundida caía sobre la ciudad. Una ventanilla del vehículo estaba atascada y un aire glacial se había adueñado del tranvía. Alice sacó los folletos de su bolso y los hojeó, buscando un poco de calor en esas descripciones de paisajes extranjeros donde el sol reinaba en cielos azul celeste.

Al llegar al pie de su edificio, inspeccionó sus bolsillos buscando las llaves, pero fue en vano. Presa del pánico, se arrodilló, le dio la vuelta a su bolso y lo vació en el suelo de la entrada. El manojo apareció en medio del desorden. Alice lo cogió, guardó las cosas de prisa y corrió escaleras arriba.

Una hora más tarde volvía Daldry. Atrajo su atención un folleto turístico que rodaba por el suelo en el vestíbulo. Lo recogió y sonrió.

• • •

Llamaban suavemente a la puerta. Alice levantó la mirada y dejó su pluma antes de ir a abrir. Daldry tenía una botella de vino en una mano y dos copas en la otra.

—¿Se puede? —dijo invitándose.

—Como en su casa —respondió Alice dejándole pasar.

Daldry se instaló delante del baúl, puso las copas encima y las llenó generosamente. Le tendió una a Alice y la invitó a brindar.

—¿Celebramos algo? —le preguntó a su vecino.

—Más o menos —respondió este último—. Acabo de vender un cuadro por cincuenta mil libras esterlinas.

Alice abrió los ojos desmesuradamente y dejó su copa sobre el baúl.

—No sabía que sus obras fuesen tan caras —dijo estupefacta—. ¿Me dejará que vea una algún día, antes de que el mero hecho de mirarlas esté por encima de mis posibilidades?

—Tal vez —respondió Daldry, y se sirvió otra copa de vino.

—Lo menos que se puede decir es que sus coleccionistas son generosos.

—No es un comentario que me anime mucho, pero me lo tomaré como un cumplido.

—¿De verdad ha vendido un cuadro por ese precio?

—Por supuesto que no —respondió Daldry—, no he vendido nada en absoluto. Las cincuenta mil libras de las que le hablo representan el legado de mi padre. Vengo del notario, al que nos habían convocado esta tarde. No sabía que valía tanto para él, creía que me tenía en menos que eso.

Había una cierta tristeza en los ojos de Daldry cuando pronunció esa frase.

—Lo que es absurdo —prosiguió— es que no tengo ni la menor idea de lo que voy a hacer con esa suma. ¿Y si le comprase su piso? —propuso animado—. Podría instalarme bajo ese lucernario que me hace soñar desde hace tantos años, tal vez su luz me permitiría pintar un cuadro que emocione a alguien…

—¡No está en venta y no soy más que una inquilina! Y, además, ¿dónde viviría? —respondió Alice.

—¡Un viaje! —exclamó Daldry—. He aquí una maravillosa idea.

—Si le apetece, ¿por qué no? Una bella intersección de calles en París, un encrucijada de caminos en Tánger, un puentecito sobre un canal en Ámsterdam… Deben de existir por el mundo gran cantidad de cruces que podrían inspirarle.

—¿Y por qué no el estrecho del Bósforo? Siempre he soñado con pintar grandes barcos y, en Piccadilly, no es tan fácil…

Alice volvió a dejar su copa y miró a Daldry.

—¿Cómo? —dijo él fingiendo sorpresa—. No tiene la exclusiva del sarcasmo, tengo derecho a hacerla rabiar, ¿no?

—¿Y cómo podría hacerme rabiar con sus proyectos de viaje, querido vecino?

Daldry sacó el folleto del bolsillo de su chaqueta y lo puso sobre el baúl.

—He encontrado esto en el hueco de la escalera. Dudo que pertenezca a nuestra vecina de abajo. La señora Taffleton es la más sedentaria de las personas que conozco, sólo sale de su casa los sábados para hacer la compra al final de la calle.

—Daldry, creo que ha bebido bastante por esta noche; debería volver a su casa; no he recibido herencias que me permitan viajar y tengo trabajo por terminar si quiero continuar pagando mi alquiler.

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