La quinta mujer (5 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

BOOK: La quinta mujer
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—El dueño de la tienda se llama Gösta Runfeldt. Está de viaje. La dependienta llegó a la tienda poco antes de las nueve el viernes por la mañana. Vio que una ventana en la parte de atrás estaba rota. Había cristales fuera, en la calle, y por la parte de dentro. Dentro de la tienda, en el suelo había huellas de sangre. No parecía que habían robado nada. Tampoco se guardaba dinero en la tienda por la noche. Llamó a la policía a las nueve y tres minutos. Yo llegué poco después de las diez. Era como ella había dicho. Una ventana rota. Manchas de sangre en el piso. Nada robado. Un poco raro todo.

Wallander reflexionó.

—¿Ni siquiera una flor? —preguntó.

—Eso dijo la dependienta.

—¿Se puede uno acordar realmente del número exacto de flores que se tiene en cada florero?

Le devolvió los papeles que le había dado.

—Podemos preguntarle —dijo Ann-Britt Höglund—. La tienda está abierta.

Cuando Wallander abrió la puerta, tintineó una campanilla. Los olores que había en la tienda le recordaron los jardines de Roma. No había clientes. De una habitación interior salió una mujer de unos cincuenta años. Saludó con la cabeza al verles.

—He traído conmigo a un colega —explicó Ann-Britt Höglund.

Wallander saludó.

—Te conozco por los periódicos —dijo la mujer.

—Espero que no haya sido nada negativo —repuso Wallander.

—No, no —contestó la mujer—. Sólo buenas palabras.

En los papeles que Ann-Britt Höglund le había dado en el coche Wallander había visto que la mujer que trabajaba en la tienda se llamaba Vanja Andersson y tenía cincuenta y tres años.

Wallander se desplazó despacio por la tienda. Llevado por una vieja costumbre, miraba muy bien dónde ponía los pies. El húmedo aroma de las flores continuaba llenándole de recuerdos. Pasó por detrás del mostrador y se detuvo junto a una puerta trasera cuya parte superior consistía en una ventana de cristales. La masilla de la ventana era reciente. Fue por ahí por donde el ladrón o los ladrones habían entrado. Wallander contempló el suelo, que era de planchas de plástico unidas.

—Supongo que era aquí donde había sangre —dijo.

—No —contestó Ann-Britt Höglund—. Las manchas de sangre estaban en la tienda.

Wallander arrugó la frente, sorprendido. Luego la siguió hasta volver a las flores. Ann-Britt Höglund se colocó en mitad de la tienda.

—Aquí —dijo—. Justo aquí.

—Pero ¿nada allí, junto a la ventana rota?

—Nada. ¿Te das cuenta ahora de por qué me parece todo tan raro? ¿Por qué hay sangre aquí y no junto a la ventana? Eso, si partimos de la base de que fue el que rompió la ventana quien se cortó.

—¿Quién iba a ser si no? —preguntó Wallander.

—Eso es. ¿Quién iba a ser si no?

Wallander dio otra vuelta por la tienda. Intentó imaginar el desarrollo de los hechos. Alguien había roto los cristales y había entrado en la tienda. En mitad del piso de la tienda, había habido sangre. No habían robado nada.

Cada delito se ajusta a una especie de planificación o de lógica. Aparte de los crímenes de pura demencia. Lo sabía por la experiencia de muchos años. Pero no había nadie que cometiera la locura de forzar la puerta de una floristería para no robar nada, pensó Wallander. No tenía pies ni cabeza.

—Supongo que eran gotas de sangre —dijo.

Para su sorpresa, Ann-Britt Höglund negó con la cabeza.

—Era un pequeño charco. Ni una gota.

Wallander seguía reflexionando, pero no dijo nada. No tenía nada que decir. Luego, se volvió hacia la dependienta, que estaba en segundo plano y esperó.

—Así que no robaron nada…

—Nada.

—¿Ni siquiera unas flores?

—No, que yo sepa.

—¿Sabe usted exactamente cuántas flores tiene en la tienda en todo momento?

—Sí.

La respuesta fue rápida y segura. Wallander asintió.

—¿Tienes alguna explicación para este robo?

—No.

—Tú no eres la dueña de la tienda.

—El dueño se llama Gösta Runfeldt. Yo soy su empleada.

—Si no estoy mal informado, él está de viaje. ¿Has estado en contacto con él?

—No es posible.

Wallander la miró con atención.

—¿Por qué no es posible?

—Está en un safari de orquídeas en África.

Wallander sopesó rápidamente lo que acababa de oír.

—¿Puedes decir algo más de eso? ¿De ese safari de orquídeas?

—Gösta es un apasionado de las orquídeas —dijo Vanja Andersson—. De las orquídeas lo sabe todo. Viaja por todo el mundo y estudia todas las especies que hay. Está escribiendo un libro sobre la historia de las orquídeas. En este momento está en África. No sé dónde. Sólo sé que estará de vuelta el miércoles de la semana que viene.

Wallander asintió.

—Tendremos que hablar con él cuando vuelva. Tal vez puedas pedirle que nos llame.

Vanja Andersson prometió hacerlo. Un cliente entró en la tienda. Ann-Britt Höglund y Wallander salieron a la lluvia. Se sentaron en el coche, pero Wallander esperó un poco antes de arrancar.

—Uno puede, naturalmente, pensar en un ladrón que comete un error —dijo—. Un ladrón que se equivoca de ventana. Hay una tienda de informática justo al lado.

—¿Y el charco de sangre?

Wallander se encogió de hombros.

—Tal vez el ladrón no notó la herida. Tal vez estuvo con el brazo en alto, mirando a su alrededor. La sangre gotea. Y la sangre que gotea en el mismo sitio forma antes o después un charco.

Ella hizo un gesto afirmativo. Wallander puso en marcha el motor.

—Será un asunto para el del seguro —dijo Wallander—. Nada más.

Volvieron a la comisaría en plena lluvia.

Eran ya las once.

El lunes 26 de septiembre de 1994.

En la mente de Wallander, el viaje a Roma ya había empezado a esfumarse como un lento espejismo.

3

El martes 27 de septiembre, la lluvia seguía cayendo sobre Escania. Los meteorólogos habían anunciado que al cálido verano le seguiría un otoño lluvioso. Hasta el momento no había ocurrido nada que contradijera sus pronósticos.

La noche anterior, cuando Wallander volvió a casa después de su primer día de trabajo tras el viaje a Italia y preparó una cena chapucera que luego se obligó a comer de muy mala gana, trató varias veces de hablar con su hija Linda, que vivía en Estocolmo. Dejó abierta la puerta del balcón porque la persistente lluvia había parado un rato. Notó que se sentía irritado porque Linda no había llamado para preguntar cómo había ido el viaje. Trató de convencerse, aunque sin lograrlo del todo, de que era porque tenía mucho que hacer. Precisamente ese otoño combinaba sus estudios en una escuela de teatro privada con el trabajo como camarera en un restaurante del barrio de Kungsholm.

A las once llamó también por teléfono a Riga para hablar con Baiba. Para entonces había empezado a llover de nuevo y hacía viento. Se dio cuenta de que ya resultaba difícil recordar los cálidos días de Roma.

Pero si había hecho otra cosa en Roma aparte de disfrutar del calor y servirle de compañía a su padre era pensar en Baiba. Cuando Baiba y él, en el verano, sólo unos meses antes, habían ido juntos a Dinamarca, y Wallander se sentía agotado y triste a consecuencia de la ingrata persecución del asesino de catorce años, uno de los últimos días de su estancia le había preguntado si quería casarse con él. Ella le contestó con evasivas, sin cerrar necesariamente todas las puertas. Tampoco intentó disimular las razones de sus dudas. Habían paseado por la inmensa playa de Skagen, donde se encuentran los dos mares, y donde, por cierto, Wallander había paseado también, muchos años antes, con Mona, su primera esposa, y también en una ocasión posterior, cuando tuvo una depresión y se planteó muy seriamente dejar la policía. Las tardes habían sido casi tropicales por el calor. De algún modo se dieron cuenta de que un partido del Mundial de Fútbol mantenía a la gente pegada a la televisión y dejaba las playas inusualmente desiertas. Iban paseando por allí, cogiendo piedrecillas y caracolas, y Baiba dijo que no estaba segura de poder pensar en vivir con un policía por segunda vez en su vida.

Su primer marido, el comandante de policía letón Karlis, había sido asesinado en 1992. Fue entonces cuando Wallander la conoció, durante unos días confusos e irreales que pasó en Riga. En Roma, Wallander se había hecho la pregunta de si verdaderamente y en lo más profundo de su interior quería casarse una segunda vez. ¿Era necesario siquiera casarse? ¿Atarse con lazos formales y complicados que apenas tenían ya la menor validez en estos tiempos que eran los suyos? Él había vivido un largo matrimonio con la madre de Linda. Cuando un día, hacía cinco años, ella le hizo enfrentarse de repente con el hecho de que quería separarse, se quedó completamente perplejo, sin entender nada. Era ahora cuando, por primera vez, creía comprender y, por lo menos en parte, tal vez también aceptar las razones por las que ella había querido empezar una nueva vida sin él. Ahora podía darse cuenta de por qué había pasado lo que tenía que pasar. Podía abarcar la parte que le correspondía, reconocer incluso que con su constante ausencia y su creciente desinterés por lo que era importante en la vida de ella, tenía la mayor parte de culpa. Si es que podía hablarse de culpa. Una parte del camino la habían hecho juntos. Después, los caminos se fueron separando, tan despacio e inadvertidamente que sólo cuando ya era demasiado tarde quedó claro lo que había ocurrido. Y entonces ya cada uno estaba fuera de la vista del otro.

Había pensado mucho en esto durante los días de Roma. Y, al fin, llegó a la conclusión de que verdaderamente quería casarse con Baiba. Quería que ella se trasladase a Ystad. Y se había decidido también a dejar su piso de la calle de Mariagatan y cambiarlo por un chalet. En algún lugar próximo en las afueras de la ciudad. Con un jardín ya hecho. Un chalet barato, pero en un estado que él pudiera hacerse cargo de todas las reparaciones. También había pensado en si se compraría el perro con el que durante tanto tiempo había soñado.

De todo eso había hablado con Baiba aquel lunes por la tarde cuando volvía a llover sobre Ystad. Fue como seguir la conversación que había tenido en su cabeza en Roma. También entonces había hablado con ella, aunque no estaba presente. En alguna ocasión había empezado a hablar en voz alta consigo mismo. Por supuesto que eso no se le escapó a su padre, que caminaba a su lado en plena canícula. Su padre, en un tono mordaz, pero no del todo antipático, había preguntado quién de los dos estaba en realidad envejeciendo y perdiendo la cabeza.

Ella contestó enseguida. A él le pareció contenta. Le contó el viaje y después repitió la pregunta que le había hecho en el verano. Durante un instante, el silencio fue y vino entre Riga e Ystad. Luego, ella dijo que también había estado pensando. Sus dudas seguían ahí, no habían disminuido, pero tampoco aumentado.

—Ven —dijo Wallander—. De esto no podemos hablar por un cable telefónico.

—Bueno —dijo ella—. Iré.

No habían decidido cuándo. De eso hablarían más tarde. Ella trabajaba en la Universidad de Riga. Tenía que planear sus periodos vacacionales con mucha antelación. Pero cuando Wallander colgó el auricular, le pareció que sentía la seguridad de que estaba en camino de una nueva fase de su vida. Ella iba a venir. Él iba a casarse de nuevo. Esa noche tardó mucho en dormirse. Varias veces se levantó de la cama, se puso junto a la ventana de la cocina a mirar llover. Pensó que iba a echar de menos la farola que se balanceaba fuera, sola al viento.

A pesar de que había dormido poco, se levantó pronto la mañana del martes. Ya a las siete y pocos minutos aparcó el coche junto a la comisaría y anduvo deprisa bajo la lluvia y contra el viento. Cuando llegó a su despacho se había decidido a ocuparse inmediatamente del abundante material sobre los robos de coches. Cuanto más lo aplazase, más le pesaría la desgana y la falta de inspiración. Colgó su chaqueta en la silla de las visitas para que se secara. Luego levantó el montón de casi medio metro de material de informes que estaba en un estante. Acababa de empezar a organizar los archivadores cuando llamaron a la puerta. Wallander vio que era Martinsson. Le dijo que entrara.

—Cuando tú no estás, yo siempre soy el primero en llegar por las mañanas —dijo Martinsson—. Ahora ya vuelvo a ser el segundo.

—He echado de menos mis coches —contestó Wallander señalando los archivadores que llenaban la mesa.

Martinsson tenía un papel en la mano.

—Se me olvidó darte esto ayer —dijo—. Lisa Holgersson quiere que tú lo veas.

—¿Qué es?

—Léelo. Ya sabes que la gente piensa que los policías tenemos que dar nuestra opinión sobre unas cosas y otras.

—¿Es para una comisión de estudio?

—Más o menos.

Wallander miró inquisitivo a Martinsson, que raras veces daba respuestas vagas. Hacía unos años, Martinsson había sido miembro del Partido Liberal y probablemente había alimentado sueños de hacer una carrera política. Por lo que sabía Wallander, ese sueño se fue apagando poco a poco a medida que el partido se iba encogiendo. Decidió no hacer el menor comentario acerca de los resultados del partido en las elecciones celebradas la semana anterior.

Martinsson se marchó. Wallander se sentó y leyó el papel que le acababan de dar. Después de leerlo dos veces estaba furioso. No podía recordar la última vez que había estado tan enfadado.

Salió al pasillo y entró en el despacho de Svedberg, cuya puerta, como de costumbre, estaba entornada.

—¿Has visto esto? —preguntó Wallander agitando el papel de Martinsson.

Svedberg movió la cabeza negativamente.

—¿Qué es?

—Es de una organización recién creada y quieren saber si la policía tiene algo en contra del nombre.

—Y el nombre es…

—Han pensado llamarse Amigos del Hacha.

Svedberg miró a Wallander sin entender nada.

—¿Amigos del Hacha?

—Amigos del Hacha. Y ahora quieren saber si, teniendo en cuenta lo que ocurrió aquí en el verano, el nombre podría interpretarse mal. Porque esta organización no tiene como objetivo dedicarse a arrancarle el cuero cabelludo a la gente.

—¿Qué van a hacer, pues?

—Si lo he entendido bien, es una especie de asociación local que quiere intentar crear un museo de instrumentos manuales antiguos.

—Eso parece interesante, ¿no? ¿Por qué estás tan alterado?

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