La rama hacia el este. El álamo y el viento.

BOOK: La rama hacia el este. El álamo y el viento.
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«Balbuceante, trémula, fluida, siempre como deshaciéndose en el momento mismo en que se la quiere tocar, la poesía de Ortiz es tan profundamente placentera como ardua de abordar. […]. No porque en Ortiz pueda hallarse hostilidad alguna hacia el lector, sino porque aquello que dice es siempre de algún modo inaferrable, impone al lector una extrañeza que hace de la lectura una tarea intensa y exigente. […] Pero si el lector entra en ese juego, si se deja estar en ese fluir semejante a un encantamiento, puede, de pronto, descubrir que ha ganado mucho, sobre todo cuando, al retornar a su realidad, la encuentre sorprendente y delicada. Habrá encontrado una disciplina de la paz y la atención, que inevitablemente ha de ser provisoria, pero los instantes que habrá vivido le resultarán seguramente imborrables».

(Del prólogo de Daniel Freidemberg).

Juan L. Ortiz

La rama hacia el este. El álamo y el viento.

ePUB v1.0

Ninguno
15.06.12

Título original:
La rama hacia el este. El álamo y el viento.

Juan L. Ortiz, 1940, 1947

Diseño/retoque portada: Peter Tjebbes

Ilustración de portada: Guarú del Río

Editor original: Ninguno (v1.0)

ePub base v2.0

Prólogo

Tan personal e irreductible es esa tentativa que no hay modo de situarla bien en el marco de las poéticas vigentes antes, durante y después de los años en que Ortiz escribió, ni hay otro poeta con el que se le pueda establecer un parentesco («no creemos que tenga antecedentes reconocibles en nuestra literatura, ni que entronque en ninguna de las líneas de nuestra tradición poética», advierte Hugo Gola), y acaso algo tenga que ver tanta singularidad con las condiciones concretas en las que llevó a cabo su aventura literaria, o, para decirlo más directamente, con su vida. El hecho de que, durante los 82 años que vivió, fueron pocas las veces en que Ortiz salió de su provincia, difícilmente pueda considerarse un dato más si se mira su peculiar proyecto poético. Teniendo en cuenta que nunca dejó de estar actualizado en sus lecturas ni de mantener contactos con otros poetas de la Argentina y del mundo, carecen de credibilidad los rótulos de «marginal», «excluido» o «solitario» con que muchas veces fue presentado: si, efectivamente, es solitaria su obra en el contexto de la poesía argentina, lo es como consecuencia de la propuesta a la que debe su nacimiento, y que para llevarse a cabo evidentemente necesitaba tener como marco un determinado escenario geográfico y, dentro de él, un estilo de vida.

Juan Laurentino Ortiz nació en 1896 en Puerto Ruiz, una pequeña población cercana a Gualeguay, adonde pasó a residir con su familia desde 1906, y donde publica en 1912 sus primeros poemas esporádicos radicales y anarquistas. Un año después viajará a Buenos Aires, donde contacta con otros poetas, publica poemas en revistas y tiene un decisivo encuentro con la poesía de Juan Ramón Jiménez. A su regreso a Gualeguay en 1915, no sin un previo y breve viaje a Marsella en un barco de carga, Ortiz entra a trabajar en una dependencia municipal en la que permanecerá hasta jubilarse en 1942. En Gualeguay, también, funda en 1917 un grupo de «Amigos de la Revolución Soviética» y en 1924 se casa con Gerarda Irazusta, con quien vivirá hasta su muerte. Instado por su coprovinciano Carlos Mastronardi, en 1923 comienza a seleccionar entre la ya vasta cantidad de poemas que tiene escritos los que conformarán su primer libro,
El agua y la noche
, publicado en 1933, cuando ya tiene 37 años. Le seguirán en 1937
El alba sube
… y luego otros ocho libros entre 1938 y 1958:
El ángel inclinado
,
La rama hacia el este
,
El álamo y el viento
,
El aire conmovido
,
La mano infinita
,
La brisa perfumada
,
El alma y las colinas
y
De las raíces y del cielo
. Sin excepción, son todos libros editados por el autor, en tiradas de pocos ejemplares: recién Ortiz llegará a las librerías de todo el país cuando en 1970 la Biblioteca Vigil de Rosario lance los tres tomos de
En el aura del sauce
, que incluye los diez libros anteriores y tres inéditos,
El junco y la corriente
,
El Gualeguay
y
La orilla que se abisma
. Para entonces, Ortiz vivía ya en Paraná, la capital provincial, adonde se había mudado al jubilarse y donde colaboraba con diarios de Entre Ríos y de la vecina provincia de Santa Fe, a cuya capital ocasionalmente viajaba para encontrarse con otros escritores y artistas. Salvo un viaje de dos meses por China y Europa Oriental y unas pocas conferencias que ofreció en Buenos Aires, serían ésas las únicas salidas que durante décadas Ortiz hizo de Paraná, donde falleció en 1978.

La enorme repercusión que En el aura del sauce tuvo en el momento de su aparición se vio en parte frustrada cuando el régimen militar iniciado en 1976 quemó los ejemplares que quedaban en la editorial. Salvo a través de un par de antologías, la obra de Ortiz permaneció casi inhallable hasta que en 1996 la Universidad Nacional del Litoral publicó su
Obra completa
. Además de
En el aura del sauce
, a lo largo de 1.120 páginas el volumen contiene once poemas no incluidos en esa compilación, artículos y comentarios aparecidos en diarios y revistas, cartas y lo que el editor de la
Obra completa
, Sergio Delgado, llamó «Protosauce»: casi sesenta poemas contemporáneos de
El agua y la noche
que habían quedado fuera de aquella primera selección.

Recorrer esa obra y cotejarla con la biografía del poeta permite conjeturar que Ortiz intuyó desde un principio cuál era su rumbo poético, y en ese rumbo se mantuvo de un modo en el que prácticamente ningún otro poeta moderno puede comparársele, no ciertamente como quien reitera infinitamente un repertorio de temas, preocupaciones y fórmulas, sino profundizando y haciendo cada vez más lo que aparecía en su primer libro,
El agua y la noche
, de 1924. Como si lo que lo moviera fuera una inquietud básica que lo llamara a avanzar cada vez más, al punto que le resultara necesario dedicarle toda su vida. Si hubiera que definir cuál era esa inquietud acaso alcancen a sintetizarla ciertos tramos de muchos poemas suyos, por ejemplo éste, perteneciente a
El aire conmovido
(1949):
Sobre la tristeza humilde, / profunda, / de estos campos, / a pesar de su gracia, / cantemos. / Con todas las criaturas / y las cosas; / con las criaturas / ligeramente más agobiadas / —¿por qué sueño de sangre?—/ cantemos. / (cantemos con los animales /—ay, los pájaros sin rama / cuando el aire es de pájaros, / celestemente ebrio!—. / Cantemos con los animales / y las cosas; / con los animales misteriosos y claros / y las cosas misteriosas y claras; / y las aguas visibles y secretas, / que también esperan, / cantemos
. O bien, en un poema de
El álamo y el viento
(1948):
Oh, arder en el amor de la tierra y de sus criaturas, de su criatura, / arder en la nostalgia de la total relación, / ser atentos, completamente atentos, / a los cuidados cambiantes y a veces paradojales del amor, / en la llama decisiva quemarse si ella estalla, / y pasar también, por fin, al aire de los paisajes y las almas, / como un fuego sutil que abra siempre para los desconocidos / que miren temblar las hierbas o se encuentren frente a su destino, / el cielo, el cielo, puro y misterioso del canto…
.

Siempre atento, completamente
atento a los cuidados cambiantes y a veces paradojales del amor
, dispuesto sin reservas a
arder en el amor de la tierra y de sus criaturas
, esa fidelidad a una actitud primera dio por resultado una de las obras más homogéneas y más profundamente coherentes de la poesía moderna, pero si esto se produjo es porque, como señala Juan José Saer, la poderosa «autonomía» que tiene la obra de Ortiz responde a que «no ha sido solamente un hecho artístico, sino también un estilo de vida, una preparación interna al trabajo poético, una moral». Más allá de que, a lo largo de la historia de la poesía moderna, muchos hayan enarbolado la consigna de «poesía como modo de vida» o «vivir poéticamente», lo cierto, lo verificable, es que la obra de Ortiz está concreta y estrechamente ligada a un modo de vivir —un verdadero estilo vital, podría decirse— que el poeta ejerció en cada uno de sus actos, con una dedicación extrema, como si la vida toda fuera un constante acto de creación. De ahí también cierta inconfundible «imagen de poeta» que en Ortiz pudo configurarse y en buena medida acompaña el conocimiento de sus poemas. Con su letra pequeñísima, al igual que la tipografía que reclamaba a los imprenteros, con sus gatos y sus mates, en torno de Ortiz se ha ido constituyendo una leyenda en la que encajan armónicamente tanto sus libros como su imagen y su pensamiento. Numerosas fotos lo muestran con su boquilla larga y finísima, su largo cabello revuelto y su bigotito, todo fragilidad y delgadez. Los relatos cuentan de un anciano muy amable y de la suerte de encantamiento al que se accedía mediante su conversación. La leyenda de Ortiz habla de un poeta apaciblemente asentado en su refugio provinciano, y suele tenerse en la imagen de una casita frente a las barrancas del río, a la que dos generaciones convirtieron en lugar de peregrinación, como si conocer a Ortiz fuera un paso imprescindible en la formación de un escritor o un poeta, y en algunos casos —Hugo Gola, Alfredo Veiravé, Juan José Saer y Francisco Urondo, sobre todo— puede decirse que así ocurrió efectivamente. De la frecuentación y la leyenda quedó la instauración del sobrenombre familiar, «Juanele», con el que hoy se identifica inmediatamente al poeta, pero mucho más importante que la figura del poeta —por más atractiva, singular y bella que sea, como efectivamente ésta es— son, sin duda, sus textos, y los de Ortiz tienen en la literatura argentina la presencia que corresponde a un verdadero clásico, y poco a poco empiezan a tenerla en el mundo, sobre todo en el de lengua castellana, a medida que sus poemas van superando las dificultades de difusión que suelen acompañar a obras como la suya, tan íntimas y poco estridentes, tan necesitadas de una lectura amorosamente atenta y de un lector capaz de entregarse a la serena fruición de las imágenes y las palabras.

El aura en las palabras

Probablemente un eficaz modo de acceder a la propuesta de Juan L. Ortiz sea a partir del título que eligió para su obra entera, a la que consideraba como un solo gran libro:
En el aura del sauce
. El sauce, una imagen frecuente en la pintura china, a la que por muchos motivos la poesía de Ortiz puede vincularse —y a la cultura china en general—, es también un árbol típico de las riberas de los ríos y arroyos de Entre Ríos, y es a la vez un árbol de aspecto humilde, nada altivo, como la disposición que rige la escritura orticiana y su visión del mundo, pero además es un árbol entre cuyas temblorosas ramas corre un aura, es decir un vientecillo, un aliento, que pasa leve y apenas perceptible como fluyen, extrañamente delicados, los versos de Ortiz. Claro que también a la palabra «aura» se le suele dar el sentido de halo luminoso, resplandor sagrado, y, efectivamente, una reverberación difusa y con algo de ligiones orientales hasta los mitos de los indios americanos, los anarquistas, Heidegger, Rilke, el marxismo y la física cuántica.

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