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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (52 page)

BOOK: La ramera errante
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Se pasó la mano por la frente y dejó a un costado el tonel en el que estaba trabajando.

—Continúa con esto, Wilmar. Necesito salir a caminar un poco.

Wilmar suspiró aliviado. Sabía que Mombert Flühi quería ver dónde estaba Hedwig y ocupó su lugar. Mientras volvía a dedicarse a su trabajo, aparecieron los tres aprendices, uno detrás de otro. Como habían vuelto a llegar tarde, se alegraron al descubrir que el maestro no se encontraba allí.

Wilmar señaló hacia la parte trasera del taller.

—¡Poneos a trabajar de inmediato! La madera no se talla sola.

La tarde anterior, los tres habían recibido la orden de cortar duelas para hacer más barriles, pero no habían avanzado tanto con el trabajo como el maestro pretendía. Mientras que Isidor y Adolar, los dos aprendices más jóvenes, se dirigieron rápidamente y llenos de remordimientos a la parte trasera del taller para ponerse manos a la obra, Melcher, solo tres años menor que Wilmar, permaneció de pie en la puerta con gesto despectivo.

—No pienso seguir haciendo esos trabajos de ayudante. O maese Mombert me enseña bien el arte de construir toneles, o mi padre me enviará con otro maestro mejor. Jörg Wölfling estaría encantado de acogerme.

Wilmar arqueó las cejas y llevó la quijada hacia adelante.

—Si no te gusta el trabajo con maese Mombert, sería mejor que te pusieras al servicio de otro. Dudo que maese Jörg te mande hacer algo distinto de lo que haces aquí. Con todos los señores nobles que han venido acompañados de sus séquitos hay tanto que hacer que todos nosotros tenemos que dedicar toda nuestra energía al trabajo. Para quejarte y papar moscas puedes quedarte en tu casa.

Wilmar le dio la espalda al aprendiz, tomó las tablas estrechas que ya habían cortado Adolar e Isidor, las extendió en el banco de trabajo y terminó de tallarlas con el cuchillo afilado.

Al principio, Melcher se quedó de pie en la puerta de entrada, con los puños apretados, pero finalmente se fue hacia la parte trasera del taller, gruñendo en voz baja.

—Le diré al maestro que andas cortejando a Hedwig —le siseó a Wilmar al pasar junto a él, y se agachó enseguida.

Pero el oficial era más rápido, y lo golpeó con tal fuerza que la bofetada se oyó en toda la casa. Isidor y Adolar cuchichearon algo sonriendo. Consideraban que Melcher tenía bien merecida esa bofetada ya que, como era el mayor, se comportaba con ellos como si el maestro fuese él.

Capítulo IV

Mombert Flühi estaba a punto de llegar a Paradiesertor cuando la voz de su hija sonó a sus espaldas.

—¡Padre! ¿Adónde vas?

Mombert se dio la vuelta de un salto, a pesar de su vientre pronunciado, vio a Hedwig subiendo por la calle de San Esteban del brazo de un oficial y comenzó a sentir que le faltaba el aire de la furia. Jamás se hubiese imaginado que su hija daría una excusa a todas las viejas chismosas de Constanza para que dieran rienda suelta a sus lenguas viperinas. Si Hedwig llegaba a adquirir la reputación de la amante de un soldado, dilapidaría toda oportunidad de un buen matrimonio.

—¿Dónde estabas? Dime, ¿no te da vergüenza andar pavoneándote por ahí con un perfecto extraño? ¡Y para colmo, soldado! —le espetó.

Hedwig se estremeció ante esas duras palabras de su padre. Pero su acompañante levantó la mano para tranquilizarlo.

—Dios lo guarde, maese Mombert. Me alegro mucho de volver a veros.

El padre de Hedwig se quedó mirando al hombre fijamente al tiempo que se rascaba la sien.

—¿Acaso te conozco?

Michel lo tomó de los hombros riéndose.

—Pero maese Mombert, ¿es que tenéis tan mala memoria? Soy Michel, de la taberna de la Katzgasse.

—¿Uno de los hermanos del actual tabernero? —La voz de Mombert no sonó ni un poquito más afable. Pero entonces abrió bien los ojos y tomó las mejillas del muchacho entre sus manos—. ¡Es cierto! ¡Eres el pequeño Michel, el que desapareció hace cinco años. ¡Esto sí que es una sorpresa!

—Sí, soy el Michel que se fue detrás de tu sobrina y la buscó en vano.

Una sombra oscureció el rostro de Michel.

Mombert tomó a Michel de las manos y las apretó con fuerza.

—Muchacho, ¿dónde has estado tanto tiempo? ¿Y qué haces con los soldados? Ese no es oficio para un muchacho honrado como tú.

Michel lo llamó a la calma.

—Creo que sería mejor explicártelo en tu casa, mientras bebemos un vaso de vino, y no aquí en la calle, donde la gente nos empuja al pasar.

Mombert se dio una palmada en la frente.

—Pero claro, tienes razón. ¡Vamos! Estoy ansioso de escuchar qué has estado haciendo durante estos últimos cinco años.

Tomó a Michel del brazo y lo arrastró con él. Después de dar algunos pasos, se volvió hacía Hedwig:

—Qué bien que hayas reconocido a Michel y lo hayas traído. Yo lo habría tomado por un extraño.

Hedwig bajó la cabeza avergonzada.

—Yo no reconocí a Michel, padre. Había ido al cementerio a dejar unas flores en la tumba del tío Matthis y a rezar por él y por Marie, y ese abad grasiento aprovechó para seguirme. Mientras huía de él, caí en las garras de cuatro soldados que quisieron tomarme por la fuerza. Si Michel no me hubiese salvado de aquellos rudos hombres, seguramente ya estaría muerta.

Mombert se puso pálido y se sostuvo en Michel.

—¿Es cierto? Por Dios, entonces sí que resultaste ser todo un héroe, un valiente como ya no abundan en nuestros días.

Michel se puso colorado como un crío.

—No es para tanto, Mombert. No fui yo quien ahuyentó a esos cuatro, sino el blasón que llevo en mi pecho.

—¡El león palatino! —dijo Mombert con admiración—. ¿Entonces tú perteneces a la comitiva del conde palatino del Rin?

Michel asintió con orgullo.

—Soy uno de los capitanes de infantería y fui convocado aquí junto con mis hombres para reforzar la guardia del concilio. Nuestro barco atracó ayer en Gottlieben, donde también nos alojamos. Pero como yo quería volver a ver a mi tierra natal antes de entrar en servicio, me puse en camino esta mañana bien temprano, antes del amanecer.

—¡Gracias a Dios que reina en el Cielo! No quiero ni pensar lo que le habría sucedido a mi Hedwig si tú no hubieses intervenido. Ella es mi única hija, como sabrás.

Maese Mombert se prometió a sí mismo ofrendar una vela grande a San Pelagio por haberle enviado al joven soldado en el momento justo.

Poco después llegaron a la Hundsgasse, donde se encontraba el taller de maese Mombert. Michel conocía esa finca porque solía entregarle la cerveza a maese Flühi allí. En aquel entonces, la casa del tonelero le parecía casi tan lujosa como la de Matthis Schärer. Ahora le llamaron la atención las huellas que el tiempo había dejado en los edificios. Los toneles terminados que había en el patio y la madera apilada para construir más barriles, que llegaba hasta el techo de un saledizo abierto, revelaban que allí se trabajaba a destajo. Sin embargo, maese Mombert parecía menos próspero que antes. Aunque eso no hacía mella en su hospitalidad. Abrió el portón de la calle, llamó a Frieda, su mujer, y le presentó al huésped inesperado. Al principio, la señora de la casa hizo una mueca de desagrado al ver frente a ella a un joven enfundado en el traje de un oficial palatino, aunque su expresión cambió cuando su hija le contó que Michel la había salvado de una situación muy peligrosa. Sin embargo, antes de ocuparse de su invitado, la mujer regañó a su hija.

—Espero que este episodio te haya servido de lección —concluyó—. Por más contento que esté tu padre de la cantidad de toneles que le encargan, yo preferiría mil veces que los nobles señores celebrasen su concilio en otra parte.

Mombert levantó las manos en señal de rechazo.

—No puedes pensar así, mujer. Es un gran honor para nosotros que el emperador Segismundo haya elegido Constanza para celebrar el concilio.

Su mujer resopló con desprecio.

—Realmente será un gran honor cuando todas las criadas anden con la panza llena después de haber vendido su virtud a un soldado o a un prelado a cambio de medio centavo.

—No será tan terrible —intentó calmarla Mombert—. A Constanza han venido suficientes prostitutas como para atender a cada uno de los huéspedes en la ciudad. Incluso han traído a las cortesanas más bellas de todo el imperio para que atiendan a los nobles señores. De modo que ninguna muchacha y ninguna mujer de Constanza tiene que temer por su virtud.

—¿Ah, sí? ¿Y entonces qué fue lo que pasó con Hedwig hace un rato? —gruñó Frieda.

—Canallas hay por todas partes, y Constanza no es la excepción. Si no, recuerda lo que le sucedió a la pobre Marie.

—¿Alguna vez habéis vuelto a oír algo acerca de vuestra sobrina?

La pregunta de Michel recordó a los esposos sus deberes como anfitriones y acabó con la discusión en ciernes. La madre de Hedwig se dirigió a la cocina a traer vino, pan y salchichas. Hedwig salió detrás de ella, ya que no quería darle a su madre aún más motivos para que la regañase. Mombert condujo a Michel a la sala de las visitas y le indicó que se sentara a la cabecera de la mesa, el lugar que normalmente ocupaba él.

—Mi mujer nos traerá enseguida un buen trago de vino y un tentempié. Y entonces podrás contarme cómo te ha ido.

—Primero me gustaría saber qué noticias has tenido de Marie —le recordó Michel.

Mombert levantó las manos, apenado.

—Lamentablemente, nada. Y no creas que no me esforcé por saber algo de ella. Al principio, yo también creí en el rumor de que mi cuñado se había ido detrás de ella, pues eso fue lo que él mismo me dijo antes de desaparecer. Cuando no supe nada de él por un tiempo y empezaron a circular otros rumores, comencé a desconfiar y a buscar yo mismo a él y a Marie, aunque no tuve éxito. De Marie ya no había rastro y a Matthis lo habían enterrado hacía tiempo como a un perro.

Michel se inclinó interesado.

—¿Cómo empezaste a desconfiar?

—De haber sido cierto, mi cuñado me habría enviado un mensajero tarde o temprano para informarse sobre cómo iban sus cosas, ya que se había ido sin ordenar sus negocios y se habría imaginado que la gente vendría a preguntarme a mí. Como ya te dije, en ese entonces yo aún estaba convencido de que él había abandonado Constanza. Pero después empezaron a correr algunos rumores que me llevaron a hacer algo contra el hombre que ahora vive en su casa. Cuando escuché que Anselm, el esquilador de ovejas, le había contado a un extraño que había ayudado a enterrar a Matthis Schärer en el cementerio de pobres, supe que tenía razón, aunque eso no me haya causado más que disgustos.

—Hedwig ya me había dicho que, al parecer, maese Matthis había muerto. ¿Qué pudo haberle sucedido?

—Poco después de que Anselm afirmara haber puesto a mi cuñado bajo tierra, cayó al agua y se ahogó. Tal vez la gente opine que es una tontería pensar mal de ello, ya que, después de todo, el pobre hombre andaba siempre borracho. Pero es muy curioso que el hombre que arrojó a mi cuñado y a su hija a la desgracia disponga de la totalidad de sus bienes sin que Matthis haya tenido la oportunidad de oponerse.

Mombert suspiró profundamente y se alegró de que su mujer entrara con el vino y la comida. Ya había dicho demasiado y no podía darse el lujo de que volvieran a llevarlo a juicio. Cuando los vasos estuvieron llenos, le preguntó a Michel por sus experiencias.

Michel hizo un gesto de desdén.

—Mi vida no ha transcurrido de forma demasiado emocionante. Seguí a Marie hasta el Rin, pero no la encontré allí. Como ya no quería regresar con mi padre, me alisté en un barco que se dirigía río abajo. Cuando la embarcación llegó a la desembocadura del Neckar, dos barcos que iban detrás de nosotros chocaron. Uno de ellos iba remontando el Rin y el otro venía del Neckar. No fue nada grave, ya que ninguno de los dos se hundió. Pero un muchacho que viajaba en la cubierta del barco del Neckar se cayó al agua. La corriente lo arrastró en dirección a nuestra embarcación. Yo logré atraparlo y lo saqué del agua, sin sospechar que había pescado un pez de oro.

Michel bebió un trago de vino y meneó la cabeza riendo, como si ni siquiera ahora terminara de entender lo que le había pasado.

—El joven resultó ser el sobrino del conde palatino del Rin. El señor Ludwig me lo agradeció efusivamente e hizo que me dieran tanto oro junto como jamás había visto en toda mi vida. El capitán de sus guardias me invitó a beber un vino en el puerto donde atracamos después de aquel episodio y oyó mi historia. Por supuesto que le hablé de Marie, y él me propuso que me hiciera soldado, alegando que si me convertía en vasallo del conde palatino viajaría por el mundo más lejos que como marinero del Rin, porque entonces solo viajaría río arriba y río abajo.

—¿Y tú aceptaste? —preguntó Mombert curioso.

—Estaba tan ebrio que aún hoy ignoro qué le contesté —reconoció Michel—. Cuando me desperté a la mañana siguiente, estaba en la barca del conde, y me asombré. Pero el asunto terminó bien.

—¿Te armaron caballero? —preguntó Mombert excitado. Ser aceptado en la orden de caballería era el mayor sueño de muchos hombres que pertenecían a los más altos linajes de la sociedad en Constanza, pero ese privilegio se le concedía solo a unos pocos.

—No, aún no soy caballero. Pero al menos sí soy capitán de una división de infantería y, si la suerte sigue acompañándome y mi señor conserva su simpatía por mí, llegaré a alcaide de castillo o incluso a señor de un castillo.

Michel sonaba tan seguro de sí mismo y tan orgulloso que Mombert sintió cierta envidia. Aquel muchacho debilucho de antaño había tomado las riendas de su destino, y aunque era hijo de un simple tabernero había ascendido a la categoría de oficial de uno de los hombres más respetables del Imperio. El tonelero lamentó que Marie no pudiese verlo. Su sobrina se habría alegrado mucho por él. La figura de Marie, ensangrentada por los azotes, volvió a presentarse ante los ojos de Mombert, y le obligó a luchar contra las lágrimas que le brotaban.

Después, la conversación siguió fluyendo. Michel habló de sus andanzas como vasallo del conde palatino y Mombert le relató lo que había sucedido en Constanza en esos años. El rostro de Michel se ensombreció cuando Mombert le contó con todo lujo de detalles cómo el licenciado Ruppertus había logrado quedarse con las propiedades de Matthis Schärer y había estado a punto de arruinarlo a él también. Pero como Michel no podía hacer nada para ayudar a su anfitrión, Mombert cambió de tema y se puso a hablar del concilio, que mantenía los ánimos del imperio muy agitados.

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