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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (54 page)

BOOK: La ramera errante
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Las otras habían doblado sus mantas y las habían apoyado sobre la madera desnuda, pero eso no servía de mucho. Aquel carro resistente había sido construido para llevar barriles u otras cargas de similar peso, pero era completamente inadecuado para el delicado trasero de una mujer. El reclutador de prostitutas oyó esa queja proveniente de todas direcciones.

Jobst arqueó las cejas, ofendido, y mandó al cochero, que iba entre los dos caballos, que detuviese a los animales.

—Si tanto anheláis un poco de movimiento, entonces bajad. Haremos a pie el camino hasta la costa.

Saltó por el borde del coche y aterrizó en el suelo, insinuando una reverencia. Luego le tendió la mano a Marie, que había sido la primera en ponerse de pie. Ella se colocó la manta sobre los hombros, tomó su hatillo y dejó que él la ayudara a descender. Hiltrud la siguió de inmediato. Apenas hubo recuperado el equilibrio, apoyó la mano sobre el hombro de Marie y la llevó un poco aparte para poder hablar con ella. Aquel roce aumentó aún más la sensación de escozor en la espalda de Marie, que comenzó a rascarse con fuerza.

—¿Qué tienes? ¿No te habrás cogido alguna enfermedad, no? —preguntó Hiltrud, preocupada.

Marie movió un poco los hombros para tratar de relajarse un poco.

—Me pica como si las cicatrices de la espalda aún fuesen recientes.

—No deberíamos haber venido aquí—. Hiltrud había bajado el tono de voz, como para que las mujeres que estaban detrás de ellas no pudiesen entender lo que decía.

Marie negó con la cabeza.

—No, fue la decisión correcta. Debo enfrentarme con mi pasado de una vez por todas.

La mano derecha de Hiltrud gesticuló en el aire.

—Olvida lo que pasó. Intenta ganar la mayor cantidad de dinero posible en Constanza y piensa si con ese dinero y los ahorros que llevas en tu monedero puedes comenzar una nueva vida en otra parte.

—Querrás decir: podemos comenzar una nueva vida. No me opongo. Pero ninguna ciudad le otorgaría el derecho de burguesía a dos mujeres de dudoso origen, a menos que tuviésemos dinero suficiente como para comprarnos como esposos a los hijos del alcalde.

Hiltrud sabía que Marie tenía razón y que aquello no era más que un sueño imposible de hacerse realidad. De todas formas, se echó a reír.

—Quién sabe, tal vez realmente lleguemos a ganar suficiente dinero como para hacerlo. Por lo que dijo Jobst, los señores del concilio parecen ser muy generosos.

—Esperemos que así sea —dijo Kordula, que se había acercado a Marie y a Hiltrud y había alcanzado a escuchar sus últimas palabras. Luego examinó a Hiltrud con mirada crítica—. Para nosotras no estaría nada mal poder retirarnos del negocio después del concilio. Al fin y al cabo, aún somos lo suficientemente jóvenes como para traer uno o dos críos al mundo. En un par de años seremos unas viejas feas sin dientes.

Al oír esas palabras, Marie hizo una mueca de desagrado. ¿Quién querría casarse con una prostituta? Solo un desollador, un sepulturero o un verdugo, es decir, hombres que en sus ciudades se contaban entre las personas deshonestas y que ni siquiera las criadas querían por esposos, ni qué hablar de las burguesas. Y hasta los hombres de esa calaña se ponían exigentes, aunque no tanto en lo referente al aspecto físico, sino más bien al dinero. Marie se sacudió ese pensamiento y comenzó a bajar por el camino que Jobst les indicaba.

Hiltrud y Kordula iban inmediatamente detrás, mientras que Helma y Nina iban colgadas de Jobst, rodeándolo con sus arrullos. Jobst las había convencido para que se arrendaran un cuarto en alguno de los burdeles de la ciudad, y también a Marie y a Hiltrud les había pintado con los más hermosos colores la vida allí. Pero con ellas no había tenido éxito, ya que ambas, al igual que Kordula, querían trabajar por cuenta propia y no tener que entregar la mayor parte del dinero a un posadero a cambio de un techo agujereado sobre sus cabezas y un plato de mala comida. En algún momento, Jobst se cansó y les prometió una casita en Ziegelgraben, aunque les exigió a cambio un precio usurero y el pago tres meses por adelantado.

Marie conocía el suburbio de la ciudad donde estaba Ziegelgraben. Cinco años atrás, allí había campo, y los habitantes más pobres de la ciudad cortaban pasto de esas tierras linderas con el Rin para alimentar a sus cabras.

Por eso, Marie concluyó que su alojamiento consistiría en algo apenas mejor que un establo. Eso no la amedrentaba, ya que Hiltrud y ella siempre habían tenido que hacer habitables los cuartos que arrendaban por el invierno, y Kordula ya se había ofrecido como tercera persona para participar de los gastos y del trabajo. Si bien todavía no estaba dicha la última palabra, Marie estaba a favor de unirse a la prostituta mayor. Kordula le recordaba a la Gerlind que haba conocido cinco años antes, si bien esta mujer de caderas anchas era más joven de lo que Gerlind era por entonces.

Por lo pronto, Marie resolvió dejar de lado las ideas acerca de lo que podía esperarla en la ciudad y se concentró en el camino pedregoso y surcado de raíces salientes de los árboles que bajaba de forma sinuosa hasta el lago pasando entre árboles gigantescos. A pesar de que aún estaban en marzo, el sol ardía en un cielo completamente despejado. Las mujeres estaban felices de poder caminar a la sombra. Por la mañana había hecho mucho frío, y la mayoría de ellas seguía con su capa de lana puesta o tenía dos vestidos superpuestos, por lo que ahora estaban sudando. A Marie también le corría el sudor por la espalda, formando delgados arroyos que le provocaban aún más escozor en las cicatrices.

Hiltrud notó cómo Marie movía los hombros con visible malestar y le rascó la espalda con la punta de los dedos. Marie se giró para darle las gracias, y entonces vio que el cochero a sus espaldas giraba la yunta para emprender su regreso. Visto desde abajo, el cochero tenía un cierto parecido con Utz, lo cual podía ser un simple efecto del traje. En ese momento, Marie se dio cuenta de la suerte que había tenido hasta entonces, ya que Jobst también podría haberle arrendado el coche al canalla que la había vejado. Pero supuso que Utz estaría tan ocupado con el concilio que el peligro de que se cruzara con ella en Constanza y la reconociera era prácticamente nulo, y deseó que así fuera.

Cuando el bosque dejó libre la vista hacia el lago, las mujeres comprobaron que no eran las únicas viajeras que bajaban hacia los barcos. Delante de ellas iba un grupo de hombres con sotanas ondulantes y capas de letrados. Cuando las cortesanas pasaron junto a ellos con sus risitas y parloteos, todas sus conversaciones eruditas se apagaron y sus máscaras honorables se les cayeron de golpe. Observaron a las mujeres con miradas lujuriosas, e incluso alguno insinuó un gesto obsceno. Pero sus ropas raídas y sus zapatos gastados dejaban entrever que ninguno de ellos tenía dinero suficiente en el bolsillo como para darse el lujo de pagar por una de esas prostitutas. De todas formas, uno de ellos se dirigió a Nina, que le devolvió un gesto coqueto y le mencionó su precio.

Marie no prestó atención a lo que le respondía el hombre, sino que miró hacia adelante, al pie de la ladera escarpada, donde se veía un muelle de aspecto enclenque que se internaba en el lago. Allí había amarrada una barca grande que ya estaba cargada al máximo con bolsas y cajas, y los primeros pasajeros ya habían comenzado a amontonarse al costado. La barca no parecía tener lugar suficiente para el grupo de las prostitutas y los letrados, máxime teniendo en cuenta que por el sendero alto que bordeaba la costa desde Uhldingen se acercaba un jinete montado en una mula. Su vestimenta dejaba ver desde lejos que pertenecía al clero y, poco después, su insignia dejó claro que se trataba del abad de algún convento benedictino. Cuando pasó cabalgando junto a las cortesanas, tanto la expresión altanera de su rostro como la forma en que se cogía su hábito para evitar cualquier tipo de roce con las mujeres eran un insulto al sentimiento de piedad cristiana.

El abad cabalgó por el muelle hasta llegar a la barca y dejó que dos marineros lo ayudaran a apearse de la mula. Uno de ellos le tendió el brazo para que pudiese subir a bordo por el costado de la barca mientras el otro llevaba la mula hasta unos edificios que estaban un poco apartados del embarcadero, sobre el boscoso sendero alto que bordeaba la costa.

—¡Eh, vosotros! Subid de una vez. Quiero llegar a Constanza antes de que anochezca —ladró el marino a prostitutas y letrados por igual. Los hombres se abrieron paso a empujones, haciendo groseramente a un lado a Helma y a Nina.

Kordula, que otra vez se había unido a Hiltrud y a Marie, se dio un golpecito en la frente.

—Primero, los señores letrados tratan de causar impresión entre nosotras para que los atendamos sin tener que pagar, y luego se portan como animales.

Hiltrud y Marie asintieron sonriendo y se apresuraron a seguir las indicaciones de un marinero para evitar que el hombre las manoseara con la excusa de tener que ayudarlas a embarcar. La barca estaba tan repleta que tuvieron que trepar sobre el cargamento. A Marie le tocó sentarse junto al abad. Este resopló con desprecio y giró la nariz, como si sintiera asco de su olor. Sin embargo, Marie observó que la miraba por el rabillo del ojo. De golpe se relamió los labios e hizo un movimiento como si quisiera palparle el escote. Ella retrocedió cuanto pudo, le dio la espalda y se puso la pañoleta sobre la cabeza para evitar que rozara sus cabellos. Kordula, que estaba sentada entre Marie y Hiltrud, la codeó con una sonrisa no exenta de malicia.

—Conozco al hombre que está a tu lado. Se trata de Hugo, el abad del convento de Waldkron. Me asombra que te mire tanto. Es famoso por salir a cazar muchachitas inocentes. A veces se hace traer cortesanas de aspecto infantil.

—Insinúas que yo ni tengo aspecto infantil ni parezco inocente —bromeó Marie.

—No quise decir eso. Solo me pregunto a qué viene tan repentino interés por una mujer adulta… —Kordula se llevó el índice derecho a la nariz, como si eso la ayudara a reflexionar—. Cuando lo vi por última vez, tenía como amante a una muchacha muy parecida a ti. Al menos tenía los cabellos muy rubios y un rostro virginal, como tú. Puede ser que te hayas agenciado un fiel cliente.

Marie se encogió de hombros.

—Si paga bien, seré suya.

Kordula se inclinó hacia adelante y bajó su voz aún más.

—Ten cuidado. El abad es de esa clase repugnante de hombres que goza golpeando y torturando a las mujeres. La pequeña de la que te hablé rompió a llorar y me contó cosas que…

Esas otras cosas que Kordula sabía sobre el hombre permanecieron sin ser dichas, ya que en ese momento uno de los dos marineros soltó amarras y la barca comenzó a tambalearse notablemente. Kordula pegó un grito y se abrazó al paquete sobre el cual estaba sentada.

El marinero alejó la barca de la orilla valiéndose de la pértiga y se ayudó con ella para salir al lago abierto mientras sus dos ayudantes izaban la vela del mástil. Cuando el lienzo se arqueó bajo la presión del viento, hizo la pértiga a un lado y tomó el remo. Una brisa procedente del norte empujó a la pesada barca lago adentro.

Marie estaba acostumbrada a ese tipo de viajes, ya que su padre solía llevarla con él a Meersburg. Por eso el vaivén de la barca no le sentaba mal. Hiltrud también lo tomó con indiferencia, pero Kordula se quedó contemplando un instante la orilla que se alejaba asustada. Cuando se calmó y retomó la conversación, ya había olvidado al abad: lo único que le interesaba era qué la esperaría en Constanza.

Marie estaba tan tensa que respondía únicamente con monosílabos. A pesar de que durante todos esos años se había estremecido de solo escuchar el nombre de su ciudad natal, ahora ardía en deseos de volver a pisar su suelo. Vio cómo la ladera posterior del monte Tabor, a su derecha, iba quedando lentamente atrás, y entonces ya pudo divisar los suburbios de Petershausen. Sin embargo, la barca no se detuvo en aquella orilla, sino que rodeó la península y puso proa hacia el embarcadero que estaba junto al depósito de los mercaderes extranjeros. La orilla delante de aquel edificio alto era un hervidero de gente. Marie sintió pánico, ya que no podía dejar de pensar que la reconocerían de inmediato y la entregarían a los guardias. Para combatir su miedo, comenzó a repetirse una y otra vez en su mente lo que Jobst le había asegurado: todos los visitantes invitados estaban protegidos por la paz imperial y no podían ser molestados. Eso también valía para las cortesanas.

Cuando las velas se arriaron y la barca se acercó a tierra firme ayudada por la pértiga, docenas de brazos se extendieron en dirección al barco. Algunos atraparon las sogas y las amarraron a unos postes dispuestos a tal fin. Otros extendieron dos tablas para que los pasajeros pudieran abandonar el barco con mayor comodidad. De todas formas, los marineros se quedaron de pie a ambos lados para ayudar a los pasajeros a descender y ganarse así una propina.

El primero en abrirse paso hacia adelante fue el abad Hugo, que extendió sus brazos en dirección a los marineros. Ellos lo alzaron con gran dificultad, lo pasaron por el costado del barco y lo sostuvieron hasta que hubo pisado tierra firme. Pero en vano esperaron a que les diera una propina, ya que el abad pasó por alto sus manos extendidas, se aferró a su abrigo y desapareció desconsideradamente entre la multitud moviendo su voluminosa figura.

Marie vio que se dirigía hacia un hombre vestido con sotana. Incluso desde esa distancia pudo advertir que, a diferencia de los que habían viajado con ellas, la túnica de este letrado era de buen género y estaba forrada con piel. La capa a la moda también indicaba que, a diferencia de la mayoría de los de su clase, su portador debía de disponer de una riqueza considerable. La sotana ocultaba la figura del hombre, y sin embargo a Marie le resultó conocido. Cuando se giró hacia donde estaba el abad, ella pudo reconocer su rostro, y en un primer momento pensó que el corazón cesaría de latirle a causa del terror. Era el licenciado Ruppertus, que saludó al abad con visible alegría y le apoyó el brazo sobre los hombros.

Marie temblaba por los nervios, sudaba y tiritaba al mismo tiempo, aunque el aire estaba agradablemente tibio. Hubiese querido esconderse debajo del cargamento y abandonar la embarcación cuando ya no hubiese gente a la vista. Pero como el marinero sacaba a su cargamento vivo por la borda como si fuese un rebaño de ovejas, se aferró como una niña pequeña a la falda de Hiltrud e intentó mantenerse cubierta por su monumental amiga.

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