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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (64 page)

BOOK: La ramera errante
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Le sonrió a Wilmar, que había vuelto a replegarse sobre sí mismo, animándolo.

—¿Tú estás convencido de que el tal Melcher dejó entrar en la casa a U…, quiero decir, al asesino?

—¡Sí! Estoy seguro. Solo él puede haberle dado el cuchillo del maestro. Si no, ¿cómo podía saber un extraño dónde estaba?

—Entonces tenemos que encontrar a Melcher antes de que lo envíen al infierno por ser un testigo indeseable.

Posó su mano sobre el hombro de Michel y lo miró, suplicante.

El capitán le devolvió una mirada afligidísima.

—Tengo órdenes de permanecer en Constanza, no puedo salir de aquí.

—Pero yo sí podría ir a buscarlo —exclamó Wilmar—. Si tomo el primer carguero que salga mañana hacia Lindau, Melcher solo tendrá un día de ventaja. Creo que puedo llegar a alcanzarlo. Es solo que… —se interrumpió de pronto, contemplando a los demás avergonzado—. Es solo que no tengo el dinero para hacerlo.

—Eso es lo de menos —Michel se desató la bolsa de monedas del cinturón y se la arrojó a Wilmar—. Con esto debería alcanzarte. El muchacho tampoco escapará hasta Bohemia o hasta Hungría.

—Yo también podría aportar unas monedas —se ofreció Marie.

Michel le acarició la rodilla.

—Es muy gentil de tu parte. Enviaré con Wilmar a dos de mis hombres de mi más entera confianza para que lo ayuden a atrapar a Melcher. No creo que quiera regresar por propia voluntad.

Marie miró a Michel con gesto sombrío.

—No me resulta suficiente. Necesitamos aliados de alto rango contra nuestros enemigos. Si al menos Arnstein estuviese aquí en Constanza…

Michel alzó la cabeza.

—¿Te refieres al caballero Dietmar von Arnstein? Llegó anteayer.

Marie se pasó la lengua por los labios.

—¿Sabes dónde se aloja?

—Claro. El caballero es el tema de conversación principal de mis hombres. Se ríen de que haya traído a su esposa con él. Según ellos, hay tantas cortesanas en Constanza que un hombre podría tomar cada día a una distinta durante tres años y, aún así, al cabo de ese lapso seguiría sin haber poseído a todas.

Marie meneó la cabeza de mala gana, rozando las orejas de Michel con sus trenzas.

—¡Qué tonterías! Dietmar von Arnstein sabe muy bien qué clase de mujer tiene al lado, y me alegro de que la señora Mechthild lo haya acompañado. Eso facilitará las cosas.

Marie tenía la certeza de que la señora del castillo de Arnstein no dejaría que Ruppert se saliera con la suya, y se propuso ir a ver a la dama a la mañana siguiente.

Capítulo XVI

Si hubiera sido por ella, Marie habría ido poco después del amanecer a la casa del pez, el lugar donde el conde de Württemberg había alojado a Arnstein junto con otros de sus vasallos y aliados. Pero Hiltrud la retuvo para que estuviese presente cuando Hedwig despertara. De lo contrario, correrían peligro de que la muchacha malinterpretara la situación y atrajera a media calle con sus gritos.

Marie se había dejado convencer, y ahora estaba sentada de piernas cruzadas sobre la cama, al lado de Hedwig, y se disponía a coser un nuevo vestido. A cada momento controlaba el estado de su prima. Como tendría que rechazar a todos sus pretendientes a causa de ella, Michel había regresado por la mañana temprano y había declarado en la puerta a voz en grito y con gestos ampulosos que Marie sería suya el día entero. De esa manera, los holgazanes parados en la esquina ya avisaban de antemano a muchos de los pretendientes que iban a verla de que Marie estaba ocupada, y entonces ellos se marchaban sin satisfacer sus necesidades o se conformaban con Hiltrud o con Kordula.

Michel se había sentado educadamente a los pies de Marie, contentándose con alcanzarle el hilo, las tijeras o algo para beber cuando ella se lo solicitaba. A diferencia de lo que había sucedido en sus visitas anteriores, esta vez ella se mostró dispuesta a responderle todas sus preguntas, y también le contó los cinco años que había pasado en los caminos. A pesar de que Marie había adoptado un tono satírico para su relato, Michel percibió los horrores y los tormentos de las humillaciones por las que había tenido que pasar con tal claridad que consiguió erizarle el vello de los brazos. Incluso por momentos sintió vergüenza de ser un hombre. Cuando Marie le contó las crueldades de los mercenarios de Riedburg, le agradeció a Dios que el hidalgo Siegward hubiese muerto poco después. De no haber sido así, no habría podido resistir el impulso de sacrificarlo como obsequio para Satanás.

Un quejido y una leve contracción en los labios de Hedwig pusieron fin a la conversación. Marie y Michel se inclinaron sobre la muchacha y se quedaron esperando expectantes. Al poco tiempo, Hedwig ya había abierto los ojos y contemplaba confundida ese entorno desconocido.

Trató de incorporarse un poco, pero volvió a recostarse enseguida, al tiempo que dejaba escapar un nuevo quejido.

—Oh, Dios, me duele tanto la cabeza… y me siento mal.

En ese momento reconoció a Michel, que le hizo un gesto para infundirle ánimos, y se quedó mirándolo con los ojos bien abiertos. Intentó decir algo, pero entonces su mirada se detuvo en el rostro de Marie.

—¿Marie? ¿Estoy en el cielo? ¿Cuándo he muerto?

Marie se rió y palmeó a su prima en la mejilla.

—No, tú no estás muerta, y yo tampoco.

Hedwig intentó incorporarse. Michel la ayudó, sosteniéndola y poniéndole unos almohadones detrás de la espalda. Ella le sonrió, agradecida, y luego se tomó la cabeza, como si tuviera que sostener sus pensamientos con las manos.

—¿Qué sucedió? ¿Cómo llegué a parar hasta aquí? ¿Dónde está el hombre que me dijo que me liberarían?

Michel le acarició los cabellos para reconfortarla.

—Todo fue una mentira de un rufián que pretendía entregarte al abad Hugo.

Hedwig dejó escapar un quejido.

—¡Santo Dios en el cielo, pero si era el siervo de Waldkron! ¿Cómo pude ser tan estúpida?

Marie le acarició la frente con un gesto cariñoso, y le acercó un vaso de vino rebajado con agua.

—Estabas demasiado nerviosa, primita. Y si lo hubieses reconocido no te habría servido de nada, porque entonces Selmo te habría dado el narcótico a la fuerza para que nadie le impidiera llevarte con su señor.

Hedwig, incrédula, miró a su prima.

—Pero cómo… ¿Cómo pudo llevarme tan fácilmente, como si yo fuese un pedazo de tela comprada por su señor?

—En realidad, casi podría decirse que lo eras.

Marie le alcanzó a Hedwig el pergamino que Michel le había quitado a Selmo.

—Como ves, Alban Pfefferhart, consejero de la ciudad de Constanza y miembro del tribunal de la ciudad, firmó para que te entregaran.

—¿Pfefferhart? No puedo creerlo. El señor Alban es un hombre honorable.

Hedwig meneó la cabeza asombrada, pero la firma sobre el pergamino era inconfundible.

Marie soltó una carcajada maligna.

—No todos los hombres son lo que aparentan. Es probable que Hugo von Waldkron supiera ciertas cosas que Alban Pfefferhart no quería que trascendieran. Pero no te preocupes. No permitiré que esos canallas se aprovechen de tu situación como ya hicieron conmigo.

El vino ya le había hecho recuperar un poco los colores a Hedwig, y también pareció levantarle el espíritu.

—¿Por qué no nos has hecho llegar noticias tuyas durante tanto tiempo? Pensábamos que estabas muerta.

—No creo que deba contarte lo que estuve haciendo durante los últimos años —respondió Marie con amargura.

El movimiento que hizo al decir esas palabras levantó las cintas amarillas de su vestido, haciéndolas revolotear. Entonces Hedwig comprendió a qué se refería su prima y bajó la cabeza avergonzada.

—Lo siento tanto…

—Tonta, si no es tú culpa. Al contrario, tú misma te has convertido ahora en la víctima de esos canallas. Pero esta vez, él y todos sus cómplices lo pagarán muy caro.

Hedwig se estremeció ante la dureza de aquellas palabras, y al mismo tiempo recordó el truco que había utilizado el hombre la noche anterior para ganar su confianza.

—¿Y qué hay de mis padres? El siervo del abad dijo que liberarían a mi madre y que tratarían a mi padre con clemencia. ¿Eso también era mentira?

—Lamentablemente, sí. Al ser sospechoso del asesinato de un señor de la nobleza, someterán a tu padre a torturas y lo matarán de la manera más cruel. Pero aún tenemos tiempo de evitarlo. Existen pruebas de que fue otro hombre el que mató al hidalgo.

Marie esbozó una sonrisa casi satánica, tanto que Hedwig se alejó de ella asustada.

—Wilmar cree que Melcher, vuestro aprendiz, está involucrado en el asunto. Si logramos atrapar a ese muchacho, podremos probar la inocencia de tu padre.

Michel trató de aparentar más confianza de la que en realidad tenía.

Marie resopló con desprecio.

—Mientras no contemos con alguien que interceda por nosotros ante las autoridades, nadie va a oír las declaraciones de un muchacho. Así que ya mismo voy a ir en busca de alguien con quien podamos aliarnos.

Se levantó y se dirigió a la puerta para bajar la escalera. A mitad de camino se detuvo y se volvió nuevamente hacia su prima.

—Michel te dirá cómo debes comportarte a partir de ahora. Por favor, hazle caso, Hedwig. Nadie debe ver que estás aquí, ya que si te encuentran los guardias, te enviarán en el acto con el abad Hugo. Y he oído cosas sobre ese hombre que mejor ni te cuento.

Hedwig la miró sin entender pero asintió obediente, y prometió hacerles caso a ella y a Michel en todo. Marie abandonó la casa con un suspiro de duda y atravesó corriendo la ciudad con tanta prisa que algunos de sus pretendientes se quedaron mirándola alejarse asombrados.

Cuando encontró la casa donde se habían alojado los Arnstein, se quedó un momento sin saber qué hacer, preguntándose si estaría actuando bien. Pensó que tal vez le habría convenido llevar el testamento de Otmar von Mühringen encima. Pero la cautela que había adquirido durante sus últimos duros años como prostituta errante no se lo permitían. Constanza estaba llena de ladrones y carteristas que iban detrás de cualquier cosa que pareciera valiosa. Por eso prefería que fuera Giso, el alcaide del castillo del caballero Dietmar, quien recogiera el documento junto con alguno de sus guerreros a caballo y lo entregara a salvo en manos de los Arnstein.

Marie se dio ánimos y se acercó a la puerta del edificio en cuyo gablete, que sobresalía un poco, relucía el relieve de un enorme pez de hierro forjado hecho con gran arte. Luego accionó el llamador.

Una criada le abrió y, al ver que se trataba de una prostituta, intentó volver a cerrar la puerta enseguida, pero Marie se lo impidió con el pie.

—Estoy buscando al caballero Dietmar von Arnstein o a la señora Mechthild.

La criada frunció los labios con desprecio.

—No creo que quieran ver a alguien como tú.

—No serás tú quien lo decida. Así que déjame entrar.

Como la criada no parecía tener intenciones de allanarle el camino, Marie siguió intentando.

—Me quedaré parada aquí en la puerta hasta que me hayas anunciado a tus amos. Diles que Marie, que pasó el invierno en su castillo hace dos años, quiere hablar con ellos.

La seriedad y la calma que había en las palabras de Marie hicieron vacilar a la sirvienta.

—Está bien, le preguntaré a la camarera de la señora si puedo permitirte la entrada. Pero mientras tanto, retira tu pie de la puerta.

—¿La camarera sigue siendo Guda?

Al ver que la criada asentía, exhaló involuntariamente un suspiro y retrocedió un paso.

La criada cerró la puerta, pero solo dejó el pasador hasta la mitad y salió corriendo. No había pasado ni un minuto cuando la puerta volvió a abrirse.

—¡Marie! ¡Realmente eres tú!

—¡Guda! Cuánto me alegro de verte. —Marie hubiese querido abrazar a la camarera de la señora de Arnstein de tanta alegría, pero se limitó a insinuar una reverencia.

—Entra —la invitó Guda—. Déjame observarte. Te ves muy bien. Parece que después de tu estancia en Arnstein no te ha ido nada mal.

Marie sonrió ante aquellas palabras desmedidas. Guda parecía no poder hacerse una idea de cómo era la vida de una prostituta errante. Sin embargo, estaba feliz de que la camarera la hubiese recibido con tanto cariño. Marie le preguntó por su señora.

La expresión de Guda se encendió de alegría.

—La señora Mechthild está muy bien, al igual que nuestro solecito. El niño está creciendo maravillosamente bien, y no será hijo único por mucho tiempo más.

Marie levantó la cabeza con sumo interés.

—¿Entonces la señora Mechthild está embarazada otra vez?

—Sí, pero aún no se le nota nada. De todos modos, esta vez no te mandará llamar, ya que el señor Dietmar no quiere tener una mujer que la reemplace.

Sonaba como una advertencia. Marie sonrió para sus adentros. Más bien suponía que, a la larga, a la señora Mechthild le había resultado demasiado peligroso acostumbrar a su esposo a la compañía de bellas prostitutas. Ahora que había dado a luz al heredero tan esperado, su posición en Arnstein estaba tan consolidada que ya podía mantener a las criadas lejos del lecho de su esposo.

Guda condujo a Marie hacia una habitación pequeña, pero amueblada de forma muy costosa. El suelo era de madera de roble, y las paredes y el cielo raso estaban revestidos con paneles de madera de pino. La cama, la mesa y las sillas eran de madera de cerezo de tono rojizo. Contra la pared estaba el baúl de viaje de la señora Mechthild y, junto a él, la cuna en la que el heredero de Arnstein descansaba custodiado por una criada. A través de unas ventanas de cristales amarillos abombados, una tenue luz penetraba en la habitación, dándole al lugar un aspecto tan luminoso que permitía a la señora Mechthild, que estaba sentada en una de las sillas junto a la chimenea, pasar la hebra por el ojo de la aguja sin ningún esfuerzo. El caballero Dietmar se había sentado a su lado y repartía su atención entre su hijo y su esposa.

Cuando Marie entró, la señora Mechthild alzó la cabeza.

—Que Dios te guarde, Marie. Vaya sorpresa.

Si bien sus palabras sonaban amables, Marie pudo percibir el rechazo que había en ellas. El caballero Dietmar también daba claras muestras de que la visita de Marie no le resultaba agradable. Al parecer, no quería recordar el tiempo que había pasado con ella.

Marie se sintió irritada por tan frío recibimiento. Al fin y al cabo, ella quería ayudar al caballero y a su esposa a recuperar la herencia que habían perdido. Sin embargo, no fue directamente al grano, sino que se limitó a saludarlos con palabras amables y a expresar su admiración por el pequeño Grimald, para complacer el orgullo de la pareja.

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