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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (65 page)

BOOK: La ramera errante
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—¿Así que el viento te ha traído hacia Constanza? —preguntó por fin la señora Mechthild.

Quería saber por qué la joven se había arriesgado a volver a pisar su ciudad natal a pesar de todo lo ocurrido. A diferencia del trato que le había dispensado en el castillo de Arnstein, donde Marie se había contado entre sus empleadas más cercanas, aquí la señora Mechthild le hizo sentir la diferencia entre una noble señora y una prostituta despreciada.

Marie extendió las manos.

—Como todos los nobles señores están reunidos aquí en Constanza, ya no había otro lugar donde yo pudiera ganarme la vida. De modo que no me quedó más remedio que venir hasta aquí. Y, para ser sincera, también esperaba encontraros.

La señora Mechthild arqueó la ceja izquierda.

—¿Querías vernos a nosotros? Te habrás enterado de que estoy embarazada otra vez y vienes a ofrecernos tus servicios. Pero esta vez no los necesitamos.

La expresión de su rostro denotaba tanta aversión que parecía que en cualquier momento arrojaría a la calle a esa visita indeseable.

—No, se trata de otro asunto —se apresuró a responder Marie—. Es que tengo…

Se interrumpió, ya que había estado a punto de revelar que el testamento desaparecido del caballero Otmar estaba en su poder. Pero por el momento no estaba dispuesta a jugar esa carta.

—¿Habéis oído que el hidalgo Philipp ha sido asesinado? —preguntó en su lugar.

El caballero Dietmar gruñó un "sí", y la señora Mechthild asintió en silencio.

—Sospechan de mi tío —continuó Marie—. Pero él no ha sido el asesino, y yo puedo probarlo. Aunque para ello necesito amigos que sean escuchados por las autoridades y el juez.

La señora Mechthild contempló a Marie con desprecio.

—Entonces has ido al lugar equivocado. Por un lado, las evidencias contra el asesino son tan abrumadoras que no puede haber sido nadie más, y en segundo lugar, no vamos a ponernos al caballero Degenhard von Steinzell en contra interviniendo en favor del asesino de su hijo.

—Mi tío Mombert no mató al hidalgo Philipp. Fue otra de las intrigas del licenciado Ruppertus Splendidus, que es enemigo tanto de vosotros como del linaje de los Steinzell.

La voz de Marie no sonaba menos enérgica que la de la noble dama; sin embargo, no logró convencerla.

—Creo que sigues esperando poder ponernos en contra de Keilburg y su hermano para poder vengarte del licenciado. Pero no estoy dispuesta a derramar una sola gota de la sangre de mi gente por una prostituta. A nosotros nos conviene la situación actual, ya que ahora que el Habsburgo ha sido desterrado, el caballero Degenhardt pensará mejor quiénes son sus amigos, y estoy segura de que se unirá a mi esposo.

—¡Por todos los cielos, yo no os estoy pidiendo nada ilícito! Lo único que quiero es que se haga justicia —Marie se esforzó por contener su furia creciente—. Además, no vengo con las manos vacías. Sé quién tiene el testamento desaparecido de vuestro tío Otmar von Mühringen y puedo conseguíroslo.

La señora Mechthild le demostró a las claras que no le creía. En cambio, el caballero Dietmar alzó la cabeza con interés y observó a Marie con mirada penetrante.

—¿Acaso sería posible?

Como Marie no quería desprenderse del testamento sin asegurarse de que obtendría el apoyo prometido para ella y su tío, se puso a pensar febrilmente cómo proceder. De pronto, se le ocurrió una idea.

—No sé si lo notasteis, pero el hermano Jodokus sentía una gran atracción hacia mí durante mi estancia en el castillo de Arnstein.

—Sé que te hizo ofrecimientos indecentes. Pero tú los rechazaste, por fortuna para ti.

La señora Mechthild no se esforzó por ocultar que le disgustaba enormemente hablar del tema. Pero si Marie quería seguir adelante, no podía ser considerada con los sentimientos de la dama.

—Me he enterado a través de otras prostitutas de que Jodokus aún sigue buscándome. Si bien ahora se ha cambiado el nombre y al parecer es muy rico, por la descripción que me han dado no hay lugar a dudas de que se trata de él, y además ha estado alardeando ante una de mis amigas de que posee unos documentos que muy pronto lo harán aún más rico. Es evidente que no puede tratarse más que del testamento robado con el cual pretende extorsionar al licenciado Ruppertus. Si vosotros me ayudáis, iré a buscarlo y se lo arrebataré.

El caballero Dietmar se frotó la barbilla recién rasurada y miró a su mujer pensativo.

—Tal vez deberíamos aceptar, querida. Si tenemos el testamento, Konrad von Keilburg tendría que entregarnos el castillo de Mühringen, y la herencia de nuestro hijo casi se duplicaría.

La señora Mechthild agitó las manos en el aire, como si estuviese espantando moscas.

—Bah, no son más que desvaríos de la mente de una mujer caída en desgracia. El testamento del caballero Otmar fue destruido hace tiempo, y aun si pudiésemos hallar a Jodokus con ayuda de Marie, la palabra de un monje fugitivo tendría tan poco valor en la corte como la de una prostituta.

Marie sintió que se desmoronaba el suelo bajo sus pies. Si los de Arnstein no la ayudaban, nadie más la escucharía. Al mismo tiempo, sintió que una ola de furia ascendía en su interior como lava candente.

—No son inventos, señora Mechthild. Yo puedo conseguiros el testamento y lo haré.

—Es fácil hacer promesas; lo difícil es cumplirlas. ¿Realmente crees que convertiría al caballero Degenhard en mi enemigo por lo que me diga una prostituta? Mejor vete antes de que lamente haberte recibido.

Sus palabras sonaron tan firmes que Marie ya no intentó convencerla. Contempló al caballero Dietmar interrogándolo con la mirada, pero él se limitó a menear la cabeza acongojado, y pareció despedirse en sus pensamientos del hermoso señorío de Mühringen. Por primera vez, Marie lamentó que fuera la señora Mechthild quien llevaba los pantalones en ese matrimonio y que el caballero Dietmar se guiara por sus consejos. De modo que se despidió con un tono que no era el apropiado para una pareja de tan alto rango como eran el señor y la señora de Arnstein y salió de la alcoba echando humo. Guda, que quería llevarla a la habitación de las criadas para conversar un rato con ella, retrocedió al ver el rostro de Marie desfigurado de furia.

Capítulo XVII

Marie había contado con el apoyo de los Arnstein y ahora su esperanza se había hecho añicos. El juicio contra su tío comenzaría en los próximos días, cuando lo sometieran a tormentos para forzarlo a confesar y así después poder matarlo de la manera más cruenta que pudiera imaginarse. Hasta entonces, Marie siempre había evitado acercarse a los patíbulos, donde la muerte del delincuente se celebraba como una fiesta popular, y de solo recordar los relatos de otras prostitutas sentía calambres en el estómago. Ahora se sentía una fracasada. Sus ojos se inundaron de lágrimas de furia y desesperación y la dejaron ciega. Tropezó con un transeúnte, y éste le propinó un empujón que la hizo chocar contra el codillo de un caballo. El animal relinchó, se alzó y le dio una coz con sus cascos delanteros. Marie trató de esquivar el golpe, pero recibió el impacto de un casco en el hombro y cayó al suelo, en medio de las risotadas de algunos mirones. Por un momento, pareció que el caballo seguiría dándole coces hasta matarla, pero finalmente el jinete logró ponerlo bajo control.

Marie se levantó y vio un rostro risueño enmarcado por una prolija barba rubia que la observaba desde arriba. El jinete, que acababa de extenderle la mano derecha, vestía un jubón repleto de bordados en oro y plata con el ciervo de Württemberg.

—Que me lleve el diablo si no eres la hermosa prostituta del castillo de Arnstein.

La mirada de Eberhard von Württemberg se deslizó por las formas de Marie, y el conde frunció los labios como si quisiera atraerla hacia sí y besarla allí mismo.

—¿Vienes conmigo?

Sonaba como una orden.

Marie asintió confundida, mientras las ideas le daban vueltas en su mente. Eberhard von Württemberg tampoco era amigo de Keilburg y, además, sería un aliado mucho más poderoso que los Arnstein. Se juró conseguir la ayuda del conde aunque para ello tuviese que darle placer de todas las maneras que la fantasía de un hombre pudiese imaginar.

Sexta parte - La rebelión de las cortesanas
Capítulo I

La casa de Ziegelgraben estaba tan llena que no cabía ni un ratón allí dentro. Las prostitutas se agolpaban en las dos habitaciones de la planta baja, y algunas de las mujeres habían subido a la habitación de Marie y asomaban la cabeza por la puerta para oír lo que se hablaba en la planta baja. Con todo, la casa no podía albergar ni siquiera a la mitad de las cortesanas presentes, de modo que Madeleine había hecho desmontar puertas y ventanas para que también pudiesen oír fuera. Ella misma presidía la reunión, sentada en la habitación de Hiltrud sobre el horno cubierto de paja. Para que todas pudiesen participar de la conversación, las prostitutas que estaban junto a la ventana repetían las palabras de Madeleine para las que estaban más atrás.

Marie calculó que habría unas cien cortesanas presentes. Teniendo en cuenta la cantidad de prostitutas que trabajaban en Constanza, no se trataba de una gran cantidad. Sin embargo, la mayoría había venido en representación de sus compañeras para expresar su descontento por las situaciones que estaban viviendo en la ciudad. Madeleine oía las quejas de todas y cada una de las mujeres y preguntaba una y otra vez si el resto confirmaba tal o cual punto.

Cuando ya nadie pidió la palabra, Madeleine levantó la mano.

—Entonces estamos de acuerdo en que esto no puede seguir así.

Una prostituta recién llegada, que se había acercado más por curiosidad que por tener una queja fundada, meneó la cabeza.

—¿Qué queréis decir con eso de estar de acuerdo? Yo no había notado nada hasta el día de hoy. ¿Qué tiene de malo que un puñado de criadas nativas trate de ganarse unos centavos extra? Mi habitación no estuvo vacía ayer, y anteayer tampoco. Todo este lloriqueo no es más que una pérdida de tiempo. Si me hubiese quedado en casa, ya habría podido atender a media docena de clientes.

Otras prostitutas reaccionaron de forma airada e insultaron a la nueva. Madeleine les pidió silencio y miró a la mujer mientras meneaba la cabeza.

—Parece que no has oído bien. Aquí no estamos hablando de dos o tres criadas. La mayor parte del personal de servicio femenino, así como también muchas esposas empobrecidas, se ofrecen a los soldados y a los monjes descalzos por un par de centavos. Ni siquiera las damas burguesas y sus hijas muestran ya pudor alguno a la hora de abrirse de piernas ante caballeros y prelados a cambio de unos relucientes chelines. Por supuesto que las que se llevan la peor parte son las rabizas, pues son ellas las que tienen que luchar contra la competencia desleal allá en la pradera. Pero las mujeres supuestamente respetables no solo nos arruinan los precios, sino que además nos quitan una parte de nuestras ganancias. ¿Qué hombre estará dispuesto a pagarle a una cortesana el salario que le corresponde si puede obtener lo que quiere en cualquier callejón oscuro por mucho menos dinero? Piénsalo un poco: como prostituta debes pagar un alquiler excesivo por tu habitación aunque no ganes casi nada, y si trabajas para un rufián, te golpea si no ganas suficiente.

Kordula dio un paso adelante y se plantó delante de la nueva.

—Lo que menos entiendo es por qué nosotras tenemos que ponernos estas cintas de prostitutas y abandonar la ciudad de Constanza en cuanto finalice el concilio, mientras que cuando todo esto se termine las mujeres de aquí podrán volver a hacerse las burguesas santurronas. Y si llega a producirse una hecatombe y todas estas mujeres codiciosas tienen que correr nuestro mismo destino, entonces habrá tantas prostitutas que la mayoría de nosotras se morirá de hambre.

Helma aplaudió para atraer la atención hacia sí.

—Aquí no se trata de que las burguesas y las criadas estén prostituyéndose. El problema es que ahora la mayoría de los hombres piensa que las mujeres son una mercancía barata cuya negativa no es más que una estrategia para aumentar el precio. Ayer unos salvajes volvieron a arrastrar a una joven a los matorrales y la violaron. Para cuando llegaron los guardias, esos granujas ya se habían esfumado hacía rato.

—¿Y lo que sucedió hace tres días? —exclamó a través de la ventana otra prostituta que estaba en el exterior—. Un hidalgo raptó a una joven burguesa camino de la iglesia, la llevó a Überlingen y aún la tiene prisionera allí. Y no es la primera vez que sucede algo así. Todas habréis oído ya la historia de la hija del maestro tonelero que fue raptada de la torre Ziegelturm y desde entonces ha desaparecido sin dejar rastro.

Marie asintió, al igual que el resto de las mujeres, aunque le resultaba difícil aparentar enojo. Ya habían pasado un par de semanas desde que Hedwig había sido liberada, y sin embargo seguía siendo uno de los temas de conversación predilectos en las tabernas y en los mercados. La gente se preguntaba por qué las autoridades casi no habían investigado el caso ni habían buscado más a la muchacha y a sus liberadores. Según Michel, Hugo von Waldkron, que seguía viviendo con Ruppert, tampoco había hecho nada para encontrar a Hedwig. Marie supuso que Alban Pfefferhart, del Consejo de la Ciudad, habría frenado al abad para que no se destapara su participación en aquella jugarreta.

Por el bien de Hedwig, Marie esperaba que aquella reunión se disolviera pronto, ya que hacía horas que la pobre muchacha permanecía escondida en el minúsculo hueco debajo del gablete, en un lugar tan estrecho que ni siquiera podía darse la vuelta. Encima, allí arriba debía de hacer tanto calor como en el mismísimo infierno. Y en el piso de abajo, a pesar de que las ventanas estaban abiertas, el calor también era tan insoportable que hacía brotar el sudor por cada poro.

La voz de una mujer con acento rético resonó con tal estridencia en los oídos de Marie que la hicieron estremecerse.

—Propongo que enviemos una delegación al alcaide imperial para explicarle la situación y pedirle que tome cartas en el asunto. Él tendrá que entender que las mujeres burguesas no pueden ponerse a competir con nosotras, las prostitutas.

Madeleine hizo un gesto despectivo.

—Yo ya hablé con el alcaide cuando estuvo de visita en casa de mi monseñor. Ni siquiera me prestó atención, y terminó riéndose de mí.

—Entonces tendremos que obligarle a que nos tome en serio —gritó una mujer desde la habitación de Kordula.

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