La ramera errante (73 page)

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Authors: Iny Lorentz

BOOK: La ramera errante
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Marie se había imaginado que esto último sucedería, ya que el barullo de las discusiones entre los nobles llegaba hasta su habitación. Empezaba a odiar a esa gente, a quienes no les interesaba otra cosa que no fuera su propio bienestar y el incremento de su poder, y que trataban a quienes estaban por debajo de ellos como si fuesen piezas de un juego. Al fin y al cabo, era su destino lo que estaba decidiéndose, y le parecía absolutamente injusto que la hubiesen excluido del juicio. Entretanto, cuando su ira se hubo aplacado, se preguntó cómo habría de continuar todo. El objetivo por el cual había vivido se cumpliría en el instante en que los hombres que la habían mancillado y arrojado a la mugre de los caminos fueran condenados y castigados. Lo que viniese después se cernía sobre ella como una nube negra amenazante. Sabía que de ningún modo seguiría llevando la vida de una prostituta errante, recorriendo los caminos. Pero para una mujer deshonrada y sin patria había una sola alternativa: la muerte.

El cuarto día comenzó como los tres anteriores. Despertaron a Marie con unos golpes a la puerta. Una de las monjas entró trayéndole la bandeja con su ración matinal. Sin decir una palabra, depositó la bandeja sobre la mesa, se llevó la palangana usada y volvió a desaparecer, tan silenciosa como una sombra.

Marie comió aunque no tenía apetito. Al rato, cuando volvieron a golpear la puerta, supuso que se trataba de una de las monjas que venía a llevarse el tazón medio lleno y a traerle de vuelta la palangana. Apartó el tazón y se puso de pie. Para su sorpresa, quienes entraron en su habitación fueron cuatro monjas vestidas con el traje de la segunda orden de San Francisco. Las mujeres tenían un gesto adusto, casi ceremonioso, pero no descortés.

—Marie Schärerin, tenemos órdenes de vestirte y llevarte al tribunal.

La superiora la miró, esbozando en sus labios una tenue sonrisa de cortesía. Sin embargo, sus palabras hicieron que a Marie le corriera un escalofrío por la espalda.

¿La habrían denunciado porque había vuelto a Constanza? ¿O querrían castigarla por ser una de las instigadoras de la rebelión de las prostitutas? Enderezó los hombros y se dijo que era muy improbable que no le perdonaran la vida, ya que en ese caso no habrían enviado en su búsqueda a las hermanas misericordiosas, sino a los guardias de la ciudad. Se quitó el delantal que le habían hecho ponerse durante su estancia allí y tomó el vestido que la monja le alcanzaba dentro de un canasto. Era uno de sus vestidos, su vestido más bonito, pero estaba provisto de unas cintas de prostituta nuevas, recién teñidas. Se lo puso, se lo abotonó y dio a entender a las monjas que ya estaba lista levantando obstinadamente la barbilla. Las cuatro mujeres la pusieron en el centro, como si tuviesen la misión de custodiarla, y la llevaron a través de largos pasillos en los que no se cruzaron con ninguna persona, hasta que por fin llegaron al patio interno del monasterio, en donde aguardaba un carruaje cerrado.

Como Marie vacilaba, la superiora le apoyó la mano derecha sobre el hombro y le ayudó a entrar en el vehículo. Era suficientemente grande como para albergarlas a todas y, para sorpresa de Marie, tenía asientos acolchados. Era evidente que a los nobles señores que usaban ese coche no les gustaba terminar sus viajes con el trasero destrozado. Marie se preguntó atemorizada dónde acabaría ese viaje, pero luego ahuyentó sus miedos y se quedó espiando hacia afuera a través de una rendija que el cuero de la ventana dejaba al descubierto. Para su sorpresa, el coche estaba cruzando el puente del Rin para entrar en la ciudad. Cuando poco después se detuvo, Marie divisó aquel lugar que jamás había querido volver a ver: el monasterio de la orden de los dominicos donde la habían condenado en aquel entonces.

Al parecer, en los monasterios de Constanza ya no eran tan estrictos con la separación por sexos, pues las monjas escoltaron a Marie a través de la amplia construcción y la condujeron hasta la misma sala en la que la habían condenado hacía más de cinco años. El salón seguía estando tal como ella lo recordaba, solo que esta vez estaba completamente repleto, y junto a las paredes que rodeaban la sala se encontraban los ujieres y los vasallos de los nobles señores.

Sentado en una silla de respaldo alto adornada con símbolos imperiales y ubicada debajo de un pequeño baldaquín se encontraba el Emperador. El uniforme de largo faldón rojo y el escudo de armas dorado con el águila negra del Imperio en su pecho subrayaban la importancia que Segismundo de Bohemia parecía concederle a ese juicio. Sin embargo, la expresión de su rostro parecía impaciente y aburrida, lo cual no podía decirse de los señores que se encontraban a su alrededor.

A su lado estaban sentados el conde palatino Ludwig y el obispo de Constanza, que observó a los presentes con una sonrisa extrañamente perdida, aunque no por eso disconforme, mientras se sostenía la cabeza con la mano derecha. Junto al palatino, Marie divisó a Eberhard von Württemberg, quien al verla se irguió y le guiñó el ojo con una sonrisa casi jovial. "Lo logramos", parecía querer decirle, al tiempo que señalaba con la cabeza en dirección al banquillo de los pecadores, donde además de Ruppert se encontraban sus secuaces Utz, Hunold, Melcher, Linhard y otros tres que Marie no conocía. Salvo Linhard, que estaba vestido con los hábitos de su orden y parecía estar examinando su conciencia con la cabeza gacha y las manos entrelazadas en actitud devota, el resto llevaba puesta la túnica de la deshonra y las manos encadenadas.

Cuando Marie notó la mirada de odio que Ruppert le dirigía, apartó la vista y miró hacia adelante, donde estaba el juez. Por un momento pensó que el corazón iba a dejar de latirle en el pecho, porque allí estaba sentado Honorius von Rottlingen, el mismo juez que en aquel entonces la había condenado. Los vocales también eran los mismos, y Marie pudo reconocer hasta al escribiente, que en aquellos años había envejecido bastante. Esta vez, sin embargo, la expresión en el rostro de Honorius von Rottlingen no era soberbia y despectiva, sino contrariada, como si él mismo estuviese en el banquillo.

Cuando se dio la orden de conducir a Marie hasta un banquillo situado al lado del juez, ella pudo ver a los espectadores que estaban sentados más atrás, y entonces divisó, entre otros, al caballero Dietmar, a su esposa y al abad Adalwig de Santa Otilia. Michel también estaba presente. Estaba de pie junto a la puerta, vistiendo su mejor uniforme, y parecía extrañamente ensimismado.

Las cuatro monjas retrocedieron hasta la pared y, en ese instante, Honorius von Rottlingen levantó la mano para pedir silencio. Lanzó a Ruppert una mirada con la que parecía estar reprochándole todas las dificultades que había tenido hasta el momento y las que aún tendría por su causa, luego hizo una reverencia ante el Emperador e insinuó otra ante el obispo de Constanza, que no parecía contarse entre sus amistades.

—Estamos aquí reunidos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo para administrar justicia. —A juzgar por el tono que usó, el juez parecía estar a punto de ahogarse en sus palabras—. Los acusados Ruppertus Splendidus y Utz Käffli han sido hallados culpables de numerosos crímenes y serán ejecutados mañana en Brüel. Ruppertus Splendidus será quemado en la hoguera y, a continuación, sus cenizas serán arrojadas al Rin, de modo que para el día de la Resurrección no queden restos de él. Utz Käffli morirá en la rueda.

Mientras que Utz Käffli escuchó el veredicto sin inmutarse, el licenciado dejó escapar un grito y maldijo al juez. Pero antes de que pudiera seguir hablando fue amordazado por dos guardias. Melcher, Hunold y los otros tres alzaron la cabeza, con la esperanza de que sus penas no fuesen tan duras, pero volvieron a bajarlas al oír las siguientes palabras:

—Por violar a una doncella virgen, engañar al tribunal y otros delitos que salieron a la luz durante el juicio, Hunold, el guardia, será condenado a morir en la horca. La misma pena recibirá el aprendiz de tonelero Melcher por cómplice de asesinato, el cochero Hein por robo y por cómplice de asesinato, el asistente de comercio Adalbert y el antiguo monje Festus por falsificación de documentos, por robo y por ser cómplices de estafa. El último de los acusados, Linhard Merk, a quien ahora llaman hermano Josephus, será recluido hasta su muerte en un convento de estricta clausura, dado que ha confesado su culpa y se ha mostrado arrepentido. Todos estos hombres eran ayudantes del principal acusado, Ruppertus Splendidus, y lo ayudaron a ejecutar todos sus horribles crímenes.

Honorius von Rottlingen hizo una pausa y luego miró a Marie. A juzgar por su cara, parecía que iba a tener que tragarse un sapo.

—Por voluntad de Su Majestad, el Emperador, y de todos los nobles señores del Imperio aquí presentes, se hará justicia contigo, Marie Schärerin, hija de Matthis Schärer, burgués de la ciudad de Constanza. Hermana Theodosia, haz tu deber.

La superiora que había acompañado a Marie hasta el lugar hizo que una de las monjas le alcanzara unas tijeras, al tiempo que las otras dos traían un recipiente lleno de brasas ardientes. Luego se acercó a Marie, tomó una de las cintas de prostituta con la punta de los dedos y la cortó bien por el borde del vestido. A continuación, arrojó la cinta con un gesto de asco a las brasas, donde el fuego la consumió de inmediato. Aunque el rostro se le revolvía como si tuviese que quitar unos gusanos especialmente repugnantes de una vid, no se detuvo hasta haber arrojado la última de las cintas amarillas a las brasas. Con un notorio suspiro, les hizo una seña a las otras tres monjas para que continuaran la obra. Las monjas desplegaron un vestido blanco, se lo pusieron a Marie encima del que llevaba puesto y la condujeron así vestida hasta donde se encontraba el juez. Pater Honorius hizo la señal de la cruz, extrajo agua bendita de un recipiente que le había alcanzado un monje con su mano derecha y la vertió sobre la cabeza de Marie.

—En nombre de la Santísima Trinidad, un solo Dios, te declaro a ti, Marie Schärerin, libre de pecado y tan pura e inocente como cuando saliste del vientre de tu madre.

—Que así sea —intervino el obispo sonriente.

Friedrich von Zollern había insistido en que fuese Honorius von Rottlingen quien se hiciera cargo de la absolución de Marie. Los despóticos abades y monjes del monasterio de la isla habían presionado duramente a sus antecesores en el trono episcopal de Constanza y también a él mismo. Ahora, al humillar al Pater Honorius, el más soberbio de todos ellos, había logrado humillar junto con él a todos los monjes de ese monasterio. Al principio, Marie no comprendió para qué montaban todo ese espectáculo. ¿Inocente, ella? Eso no era algo que las palabras de un cura pudieran modificar. Sin embargo, si los burgueses de Constanza aceptaban esa absolución y le devolvían su derecho de burguesía, entonces podría comprarse una casita con el dinero que tenía y vivir allí y ser apreciada como una burguesa. Pero entonces una carcajada maligna la dejó pasmada.

—Puedes absolver a la ramera si quieres, cuervo —gritó Utz en medio de la sala—. Pero eso no la hará olvidarse de todas las pollas que tuvo entre sus piernas. ¡Y la mía fue la primera!

Utz iba a decir algo más, pero un guardia le metió una mordaza entre los dientes, de modo que solo pudo seguir balbuceando.

Las palabras de Utz cayeron como un cubo de agua fría sobre Marie. Por un momento había abrigado la esperanza de que los últimos cinco años se hubiesen esfumado y ella pudiese volver a vivir en Constanza. Pero entonces comprendió que sus conciudadanos jamás se olvidarían de su pasado. Los hombres la verían como una presa fácil y las mujeres le cerrarían las puertas de sus hogares. Marie notó que Utz había mentido esta vez también. El primero no había sido él, sino Hunold, que estaba sentado en el banquillo gimiendo y temblando. Marie se compadecía de él, pero tampoco se sentía particularmente feliz por la condena de sus enemigos, aunque había estado esperando ese momento durante tantos años.

En su lugar, tenía la sensación de estar frente a un abismo, buscando desesperadamente un puente. Lo único que podía asegurarle un futuro era el dinero. Para ser una prostituta errante, era rica, pero todo el oro que poseía no bastaría para comprarse el derecho de burguesía en una ciudad pequeña y apartada, adquirir allí una casa y dos cabras y poder vivir modestamente con el resto. Pensó con un suspiro en la fortuna que su padre había poseído alguna vez. Si tan solo le devolvieran un tercio de ella, podría asegurar un futuro para ella y para Hiltrud que fuera digno de ser vivido.

Mientras seguía preguntándose cómo seguiría todo, el Pater Honorius volvió a salpicarla con agua bendita y pronunció la bendición sobre ella. Marie pensó que ya había pasado todo. Pero entonces volvieron a acercarse las cuatro monjas y le pusieron un vestido de tela azul oscura encima de la túnica blanca. Estaba adornado con ricos bordados y apliques de piel y confeccionado con el mejor género de Flandes, tal como pudo comprobar al tocarlo. Era la clase de vestidos que solo se ponían las burguesas más ricas y respetables de Constanza para asistir a la misa dominical. En ese momento, a Marie no hacía más que molestarle, ya que en la sala hacía mucho calor, y ahora que llevaba tres capas de ropa puestas, unos ríos de sudor le corrían por la espalda, haciendo que las cicatrices de los azotes le picaran endiabladamente. Hubiese querido pedirle a Mechthild von Arnstein, que en ese momento se dirigió hacia ella, que le rascara la espalda.

La dama la tomó de la mano, la condujo hacia el abad Adalwig y se quedó de pie allí con ella, sin soltarle la mano. Un caballero del séquito del conde palatino cogió la mano de Michel y le ordenó detenerse junto a Marie. El abad Adalwig les sonrió, transmitiéndoles serenidad. Cuando comenzó a hablar, Marie pensó en un principio que sus sentidos estaban confundidos, ya que el abad estaba pronunciando la bendición matrimonial sin haberles pedido su consentimiento. Se volvió hacia Michel, pero como él no ponía reparos, ella tampoco se atrevió a protestar.

—Y de esta manera, os declaro marido y mujer. Amén.

El abad Adalwig estaba visiblemente satisfecho consigo mismo, ya que les había impartido el sacramento del matrimonio sin errores y sin tartamudear ni siquiera una vez.

En el transcurso de la breve ceremonia, Michel había seguido el estupor creciente en el rostro de Marie. Parecía tan pasmada como si finalmente la hubiesen llevado a la picota, y no pudo evitar sentirse enfadado con ella. A fin de cuentas, un matrimonio con él era algo muy distinto a que la azotaran en la plaza pública. Pero entonces recordó que hacía menos de veinticuatro horas él se había sentido igual.

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