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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

La rebelión de los pupilos (33 page)

BOOK: La rebelión de los pupilos
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Hasta entonces, parecía que el salto hacia el estatus de reina iba a ser directo y fácil para el almirante, ya que había permanecido a la cabeza desde el principio. Pero ahora, el Suzerano de Rayo y Garra empezó a darse cuenta de que no iba a serlo tanto. Aquélla no iba a ser una Muda trivial.

Las mejores nunca lo eran, naturalmente. Unas facciones muy diversas se habían visto implicadas en la elección de los tres líderes de la fuerza expedicionaria, ya que los Maestros de la Percha tenían esperanzas de ver surgir una nueva política unificada gracias a esta terna concreta. Para que eso sucediese, los Tres tenían que ser inteligentes y muy distintos entre sí.

Y ahora empezaba a quedar claro lo inteligentes y lo distintos que eran. Algunas de las ideas presentadas por los demás eran buenas, y un tanto desconcertantes.

Tienen razón en una cosa
, tuvo que admitir el almirante.
No sólo debemos conquistar, vencer, aplastar a los lobeznos. ¡Debemos desacreditarlos!

El Suzerano de Rayo y Garra había estado tan concentrado en las cuestiones militares que se había habituado a considerar a sus compañeros como obstáculos.

Eso fue erróneo, impertinente y desleal por mi parte
, pensó el almirante.

Sí, había que esperar con devoción que el burócrata y el sacerdote fueran tan brillantes en sus respectivos campos como lo era el almirante en materia militar. ¡Si Idoneidad y Administración manejaban sus propósitos con la misma brillantez con que había tenido lugar la invasión, aquél iba a ser un trío memorable!

El Suzerano de Rayo y Garra sabía que muchas cosas ya estaban ordenadas de antemano, desde la época de los Progenitores, hacía mucho, mucho tiempo. Mucho antes de que hubiera clanes de lobeznos indignos y herejes, y
tymbrimi
y
thenanios
y
soro
… Era vital que el clan de los
gooksyu-gubru
triunfara en aquella época de crisis. ¡El clan tenía que alcanzar grandeza!

El almirante reflexionó sobre el modo en que se habían establecido las bases de la derrota terrestre muchos años antes. Cómo las fuerzas
gubru
habían podido detectar y contrarrestar cada uno de sus movimientos. Y cómo el gas de coerción había acabado con todos sus planes. Ésas habían sido ideas del propio Suzerano, junto con los miembros de su equipo. Debieron transcurrir muchos años antes de verlas realizadas.

El Suzerano de Rayo y Garra estiró los brazos sintiendo una tensión en los flexores que, mucho tiempo atrás, antes de la Elevación de su especie, habían llevado volando a sus ancestros por las cálidas y secas corrientes del planeta natal de los
gubru
.

¡Sí! Déjemos que las ideas de mis compañeros sean también audaces, imaginativas, brillantes…

Dejemos que sean parecidas, próximas, semejantes a las mías pero no tan brillantes como ellas.

El Suzerano empezó a arreglarse el plumaje al tiempo que el crucero se elevaba y se dirigía hacia el este bajo un cielo tachonado de nubes.

Capítulo
32
ATHACLENA

—Aquí dentro me voy a volver loco. ¡Me siento encerrado como un prisionero!

Robert paseaba nervioso, acompañado por las sombras gemelas que proyectaban las dos únicas lámparas incandescentes de la cueva. Su austera luz brillaba sobre las capas de humedad que se filtraban en las paredes de la cámara subterránea.

Robert tensó el brazo izquierdo, y sus tendones se marcaron desde el puño al codo y al hombro de apreciable musculatura. Golpeó un armario cercano y el ruido resonó en los túneles.

—Te lo advierto, Clennie. No voy a poder esperar mucho más. ¿Cuándo me dejarás salir de aquí?

Robert volvió a golpear el armario, dando rienda suelta a su frustración, y Athaclena se sobresaltó. Dos veces, por lo menos, había parecido dispuesto a utilizar su brazo herido en lugar del bueno.

—Robert —le dijo—. Has mejorado mucho. Pronto podrán quitarte el yeso. Por favor, no te arriesgues ahora haciéndote daño.

—No cambies de tema —la interrumpió—. Incluso con el yeso podría estar fuera, entrenando a las tropas y explorando las posiciones de los
gubru
. Pero me tienes atrapado aquí abajo, programando miniordenadores y clavando alfileres en los mapas. ¡Me voy a volver chiflado!

Robert manifestaba categóricamente su frustración. Athaclena le había pedido que la disimulara.
Que le echase tierra encima
, como decía la metáfora. Por algún motivo, ella parecía particularmente susceptible a sus arranques emocionales, tan tormentosos y disparatados como los de cualquier adolescente
tymbrimi
.

—Robert, sabes que no podemos arriesgarnos a dejarte salir a la superficie. Las naves de gases de los
gubru
han barrido varias veces nuestras instalaciones soltando sus humos mortales. Si en esas ocasiones hubieras estado fuera, quizás ahora irías camino de la isla Cilmar; te habríamos perdido. Y eso en el mejor de los casos. Tiemblo imaginando el peor.

El pelo de Athaclena se erizó ante tal pensamiento y los zarcillos de su corona se ondularon de agitación.

Había sido sólo cuestión de suerte el que Robert fuera rescatado del feudo de los Mendoza justo antes de que los persistentes robots de búsqueda
gubru
arremetieran contra el pequeño rancho de las montañas.

El que hubieran camuflado y desconectado todos los aparatos eléctricos no impidió que los encontraran.

Meline Mendoza y los niños partieron de inmediato hacia Puerto Helenia, a tiempo, presumiblemente, de recibir tratamiento. Juan Mendoza no tuvo tanta suerte. Se quedó rezagado para cerrar unas cuantas trampas de exploración ecológica y sufrió una reacción alérgica al gas de coerción que lo mató en cinco convulsivos minutos, mientras echaba espuma por la boca y se retorcía ante las miradas impotentes de sus compañeros chimps.

—Tú no estabas allí y no viste cómo murió Juan, Robert, pero seguro que te ha llegado la información. ¿Quieres arriesgarte y morir de ese modo? ¿No sabes lo a punto que hemos estado ya de perderte?

Sus ojos se encontraron, los castaños de él y los grises con motas doradas de ella. Athaclena notó la determinación de Robert y también el esfuerzo que hacía para controlar su obstinada ira. Poco a poco, el brazo de Robert se aflojó. Respiró profundamente y se sentó en una silla con respaldo de lona.

—Lo sé, Clennie. Y sé también cómo te sientes. Pero tienes que comprender que soy parte de todo esto. —Se inclinó hacia adelante. Su expresión ya no era de enojo, pero continuaba siendo intensa—. Acepté la petición de mi madre y te acompañé fuera de la ciudad, en lugar de unirme a mi destacamento del ejército, porque Megan dijo que era importante. Pero ahora ya no eres mi huésped en la jungla. ¡Estás organizando un ejército! Y yo me siento tan inútil…

—Ambos sabemos —Athaclena suspiró— que no será un verdadero ejército. A lo sumo será un gesto. Algo que dé esperanzas a los chimps. Y de todas formas, tú, como oficial de Terragens, puedes relevarme en el mando cuando quieras.

—No quiero decir eso —Robert movió la cabeza negativamente—. No soy tan orgulloso como para pensar que yo lo habría hecho mejor. No tengo carisma de líder, y lo sé. Todos los chimps te adoran y creen en tu misterio
tymbrimi
. Y sin embargo, soy probablemente el único humano que queda en estas montañas con preparación militar, algo que puede sernos muy útil si queremos tener alguna posibilidad de…

Robert se detuvo de repente y levantó los ojos para mirar detrás de Athaclena. Ésta se volvió y vio a una pequeña chima con pantalón corto y bandolera que entraba en la cámara subterránea.

—Discúlpeme, general, capitán Oneagle, pero el teniente Benjamín acaba de llegar. Uf, ha informado que las cosas no están mucho mejor en el Valle de la Primavera. Allí ya no quedan humanos, pero los destacamentos de todos los cañones son atacados con gases por los malditos robots al menos una vez al día. No parece que hayan dejado de hacerlo en ninguno de los lugares a los que han llegado nuestros mensajeros.

—¿Y los chimps del Valle de la Primavera? —preguntó Athaclena—. ¿Sufren los efectos del gas? Recordó a la doctora Schultz y cómo el gas había afectado a algunos de los chimps del centro.

—No, señora —la mensajera movió negativamente la cabeza—. Ya no. En todas partes parece ocurrir lo mismo. Todos los chimps sus… susceptibles han sido trasladados a Puerto Helenia. Todas las personas que quedan en las montañas deben ser inmunes.

Athaclena miró a Robert, y seguramente tuvieron el mismo pensamiento.

Todas las personas menos una.

—¡Malditos sean! —exclamó Robert—. ¿No van a parar nunca? Tienen cautivos al noventa y nueve por ciento de los humanos. ¿Qué necesidad hay de seguir atacando con gas todas las cabañas y cobertizos?

—Es evidente que tienen miedo del
Homo sapiens
, Robert —sonrió Athaclena—. Después de todo, sois aliados de los
tymbrimi
, y nosotros no escogemos como amigos a especies inofensivas.

Robert frunció el ceño y sacudió la cabeza. Pero Athaclena extendió su aura para tocarlo, para dar un codazo a su personalidad y obligarlo a levantar la vista y percibir el buen humor de su mirada. En contra de su voluntad, surgió una lenta sonrisa que acabó en carcajada.

—Supongo —rió Robert— que después de todo esos pájaros no son tan idiotas. Es mejor estar a salvo que tener que lamentar una desgracia, ¿verdad?

Athaclena asintió y formó un glifo de aprecio en su corona, uno muy simple que él pudiera captar.

—No, Robert, no son tan idiotas Pero se les ha escapado un humano, por lo menos, así que sus problemas aún no han terminado.

La pequeña mensajera neochimp miró a la
tymbrimi
y al humano y suspiró. A ella todo le parecía terrible, nada divertido. No podía comprender por qué reían.

Debía de ser algo sutil y complicado. El humor de los tutores… siempre tan seco e intelectual. Algunos chimps competían en ese aspecto, eran seres extraños que diferían de los otros neochimpancés no tanto en inteligencia como en algo mucho menos definible.

Ella no envidiaba a esos chimps. La responsabilidad era una cosa pavorosa, mucho más intimidante que luchar contra un poderoso enemigo o incluso morir.

Era la posibilidad de que la dejasen sola, y eso la aterrorizaba. Podía no entender por qué reían aquellos dos, pero le hacía bien oírlos.

Cuando Athaclena se volvió para hablar con ella, la mensajera adoptó una posición más erguida.

—Quiero oír el informe del teniente Benjamín personalmente. ¿Quieres transmitir mis saludos a la doctora Soo y pedirle que se reúna con nosotros en la cámara de operaciones?

—Sí… ser —la pequeña chima saludó y se marchó corriendo.

—Robert —dijo Athaclena—, agradeceremos tu opinión.

—En seguida, Clennie —respondió mirándola con una expresión distante en el rostro—. Dentro de unos minutos apareceré en la sala de operaciones. Primero quiero reflexionar sobre algo.

—De acuerdo —asintió Athaclena—. Hasta ahora. Giró sobre sus talones y siguió a la mensajera por un pasillo tallado por el agua, iluminado con tenues luces incandescentes y salpicado de los reflejos de las estalactitas que goteaban.

Robert la siguió con la mirada hasta que desapareció de su vista. Se puso a pensar rodeado de un silencio casi absoluto.

¿Por qué los gubru insisten en inundar de gas las montañas cuando ya no quedan humanos en ellas? Debe de suponerles un gasto terrible, aunque los robots gaseadores sólo ataquen cuando detectan una presencia terrestre.

¿Y cómo pueden detectar edificios, vehículos e incluso chimps aislados, por más ocultos que se hallen?

En estos momentos poco importa que se dediquen a lanzar gas sobre nuestros enclaves de la superficie. Los robots gastadores son sólo máquinas y no saben que estamos preparando un ejército en este valle. Lo único que hacen es captar «terrestres», llevar a cabo su trabajo y marcharse otra vez.

Pero ¿qué ocurrirá cuando empecemos nuestras operaciones y atraigamos la atención de los propios gubru?

Entonces no podremos permitir que nos detecten.

Existía otra razón sumamente básica para encontrar respuesta a esas preguntas.

Mientras esto continúe seguiré atrapado aquí.

Robert escuchaba el débil tintineo de las gotas de agua que se filtraban por la pared más próxima y pensaba en el enemigo.

En realidad, los problemas en Garth eran poco más que una escaramuza en comparación a las grandes batallas que conmovían a las Cinco Galaxias. Los
gubru
no podían inundar el planeta entero. Aquello les supondría un gasto demasiado grande en aquel pequeño y apartado teatro de operaciones.

Así que habían soltado a un enjambre de robots baratos y estúpidos, aunque eficientes, que se dirigían contra todo lo que no fuese nativo de Garth… contra todo lo que tuviera un aroma de la Tierra. En aquellos momentos estaban atacando sólo a chimps irritados y resentidos, inmunes al gas de coerción, y a los edificios vacíos de todo el planeta.

Era algo fastidioso, y también efectivo. Debían encontrar alguna manera de detenerlo.

Robert tomó una hoja de papel de un cuaderno que se hallaba en el extremo de la mesa. Escribió los principales sistemas que podían estar usando los robots gaseadores para detectar a los terrestres en un planeta alienígena.

IMÁGENES ÓPTICAS

INFRARROJOS DE CALOR CORPORAL

EXPLORACIÓN DE LA RESONANCIA

PSI

DISTORSIÓN DE LA REALIDAD

Robert lamentaba haber estudiado tantos cursos de administración pública y tan pocos de tecnologías galácticas. Estaba seguro de que los archivos de la Gran Biblioteca, con su antigüedad de gigaaños, contenían muchos más métodos de detección además de esos cinco. Por ejemplo, ¿y si los robots gaseadores persiguieran un olor terráqueo, localizando todo lo terrestre con el sentido del olfato?

No. Sacudió la cabeza. Había llegado a un punto en el que tenía que acortar la lista, dejando de lado cosas que obviamente eran ridículas, o al menos dejarlas como último recurso.

Los rebeldes disponían de una minisección de la Biblioteca, rescatada del desastre del centro Howletts. Las posibilidades de que contuviese información de aplicación militar eran bastante escasas. Se trataba de una sección muy diminuta que no contenía más que todos los libros escritos por la Humanidad en épocas previas al Contacto, y estaba especializada en Elevación e ingeniería genética.

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