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Authors: Leopoldo Alas Clarin

La Regenta (114 page)

BOOK: La Regenta
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Vivos deseos sintió Quintanar por un momento de echar raíces y ramas, y llenarse de musgo como un roble secular de aquellos que veía coronando las cimas del monte Areo. «Vegetar era mucho mejor que vivir».

Oyó un tiro lejano, después el estrépito de las peguetas que volaban riéndose con estridentes chillidos; las vio pasar sobre su cabeza. No se movió. Que se fueran al diablo. Él estaba pensando en Tomás Kempis. Sí, Kempis, a quien había olvidado, tenía razón; donde quiera estaba la cruz. «Arregla, decía el sabio asceta, arregla y ordena todas las cosas según tu modo de ver y según tu voluntad, y verás que siempre tienes algo que padecer de grado o por fuerza; siempre hallarás la cruz».

Y también recordaba lo de: «Algunas veces parecerá que Dios te deja, otras veces serás mortificado por el prójimo; y lo que es más, muchas veces te serás molesto a ti mismo».

«Sí, el prójimo me mortifica, y yo mismo me molesto, me hago daño hasta sangrar el alma.... No sé lo que debo hacer, ni lo que debo pensar siquiera. Anita me engaña, es una infame sí... pero ¿y yo? ¿No la engaño yo a ella? ¿Con qué derecho uní mi frialdad de viejo distraído y soso a los ardores y a los sueños de su juventud romántica y extremosa? ¿Y por qué alegué derechos de mi edad para no servir como soldado del matrimonio y pretendí después batirme como contrabandista del adulterio? ¿Dejará de ser adulterio el del hombre también, digan lo que quieran las leyes?».

Le daba ira encontrarse tan filósofo, pero no podía otra cosa. Comprendía que aquellas meditaciones le alejaban de su venganza, que en el fondo del alma él no quería ya vengarse, quería castigar como un juez recto y salvar su honor, nada más. Y esto mismo le irritaba. Después volvía la lástima tierna de sí mismo, la imagen de la vejez solitaria... y los alcaravanes, allá en el cielo gris, iban cantando sus ayes como quien recita el
Kempis
en una lengua desconocida.

«Sí, la tristeza era universal; todo el mundo era podredumbre; el ser humano lo más podrido de todo».

Y siempre sacaba en consecuencia que él no sabía lo que debía hacer, ni siquiera lo que debía pensar, ni aun lo que debía sentir.

«De todas suertes, las comedias de capa y espada mentían como bellacas; el mundo no era lo que ellas decían: al prójimo no se le atraviesa el cuerpo sin darle tiempo más que para recitar una rendondilla. Los hombres honrados y cristianos no matan tanto ni tan deprisa».

De noche, en el tren, cuando volvían solos a Vetusta en un coche de segunda, por miedo al frío de los de tercera, Frígilis que miraba el paisaje triste a la luz de la luna, que aquella vez había podido más que el sol y había roto las nubes, Frígilis sintió un suspiro como un barreno detrás de sí, y volvió la cabeza diciendo:

—¿Qué te pasa, hombre? Todo el día te he visto preocupado, tristón... ¿qué pasa?

La lamparilla del techo que alumbraba dos departamentos, apenas rompía las tinieblas de aquel coche que parecía caja de muerto.

Frígilis no podía ver bien el rostro de don Víctor, pero le oyó, de repente, llorar como un chiquillo, y sintió la cabeza fuerte y blanca de Quintanar apoyada en el hombro del amigo. Sí, se apoyaba el pobre viejo con cariño, confianza, y con la fuerza con que se deja caer un muerto. Parecía aquello la abdicación de su pensamiento, de toda iniciativa.

—Tomás, necesito que me aconsejes. Soy muy desgraciado; escucha...

—XXX—

—Y ahora mucho cuidado; mira lo que vas a hacer.

—¿Tú no entras?

—No, no.... Tengo prisa, tengo que hacer.

—¡Me dejas solo ahora!

—Volveré si quieres... pero... mejor te acostabas pronto. Mañana vendré temprano.

—Te advierto que no te he dicho que sí.

—Bueno, bueno... adiós.

—Espera, espera... no me dejes solo... todavía. No te he dicho que sí; tal vez... lo piense más y... me decida por seguir el camino opuesto.

—Pero por de pronto, Víctor, prudencia, disimulo.... Es decir, si no quieres exponerte a una desgracia. Ya lo sabes....

—¡Sí, sí! Benítez cree que un gran susto, una impresión fuerte....

—Eso; puede matarla.

—¡Está enferma!

—Sí, más de lo que tú crees.

—¡Está enferma! Y un susto, un susto grande... puede matarla.

—Eso, así como suena.

—Y yo debo subir, y guardar para mí todos estos rencores, toda esta hiel tragármela... y disimular, y hablar con ella para que no sospeche y no se asuste... y no se me muera de repente....

—Sí, Víctor, sí; todo eso debes hacer.

—Pero confiesa, Tomás, que todo eso se dice mejor que se hace; y comprende que ese aldabón me inspire miedo, explícate la razón que tengo para tenerle el mismo asco que si fuera de hierro líquido....

Calló a esto Frígilis.

Llegaban de la estación; estaban en el portal del caserón de los Ozores, que apenas alumbraba a pedazos el farol dorado pendiente del techo.

Quintanar no tenía valor para subir a su casa. No quería llamar. «Iban a abrirle, iba a salir ella, Ana, a su encuentro, se atrevería a sonreír como siempre, tal vez a ponerle la frente cerca de los labios para que la besara.... Y él tendría que sonreír, y besar y callar... y acostarse tan sereno como todas las noches.... Tomás debía comprender que aquello era demasiado...».

Y además, las revelaciones de Frígilis respecto a la salud de Ana le habían caído al pobre ex-regente como una maza sobre la cabeza. «Aquella alegría, aquella exaltación que la habían llevado... al crimen, a la infamia de una traición... eran una enfermedad; Ana podía morir de repente cualquier día; una impresión extraordinaria lo mismo de dolor que de alegría, mejor si era dolorosa, podía matarla en pocas horas...». Esto había contestado Frígilis a la historia de su amigo. A Mesía fusilémosle, había dicho, si eso te consuela; pero hay que esperar, hay que evitar el escándalo, y sobre todo hay que evitar el susto, el espanto que sobrecogería a tu mujer si tú entraras en su alcoba como los maridos de teatro.... Ana, culpable según las leyes divinas y humanas, no lo era tanto en concepto de Frígilis que mereciera la muerte.

—¿Quién quiere matarla? ¡Yo no quiero eso!—había interrumpido don Víctor al oír esto.

Pero Frígilis había replicado:

—Sí quieres tal, si le dices que lo sabes todo. Lo que hay que hacer hay que pensarlo; yo no digo que la perdones, que esa sea la única solución; pero confiesa que el perdonar es una solución también.

—Perdonarla es transigir con la deshonra....

—Eso ya lo veríamos. ¿Tú eres cristiano?

—Sí, de todo corazón, más cada día.... Como que ya no veo más refugio para mi alma que la religión....

—Bueno, pues si eres cristiano ya veremos si debes perdonar o no. Pero no se trata de esto todavía; se trata de no cortar el camino al perdón, antes de ver si conviene, dando a tu mujer esa puñalada mortal al entrar en su cuarto y gritar: «¡Muera la esposa infiel!» para que ella conteste: «¡Jesús mil veces!» y caiga redonda. Yo no sé si diría «Jesús mil veces» pero de que caería estoy seguro. Y ya ves, antes de matarla hay que ver si tenemos derecho para ello.

—No, yo no le tengo; me lo dice la conciencia....

—Y dice perfectamente. Ni yo tengo derecho para aconsejarte nada trágico. Cuando te casé con ella, porque yo te casé, Víctor, bien te acordarás, creí hacer la felicidad de ambos....

—Y no parecía que te habías equivocado. La mía la habías hecho. La de ella... durante más de diez años pareció que también.

—Sí, pareció; pero la procesión andaba por dentro....

Diez años fue buena: la vida es corta.... No fue tan poco.

—Mira, Frígilis, tu filosofía no es para consolar a un marido en mi situación.... Ya sé yo todo lo que tú puedes decirme, y mucho más.... Eso no es consolarme....

—Ni yo creo que tu situación admita consuelos más que el del tiempo y la reflexión lenta y larga.... Pero ahora no se trata de ti, se trata de ella. ¿Te empeñas en coser el cuerpo con un florete o con una espada a Mesía? Sea; pero hay que ver cuándo y cómo. Hay que tener calma. Después de lo que sabes de la enfermedad de Ana, secreto que Benítez me impuso y que rompo por lo apurado del caso, después de saber que puede sucumbir ante una revelación semejante....

—¿Pero no es peor hacer lo que hace, que saber que yo lo sé? ¿Quién te asegura a ti que no me despreciará, que no procurará huir con el otro?

—¡Víctor, no seas majadero! El otro... es un zascandil. No hizo más que esperar que cayera el fruto de maduro.... Ella no está enamorada de Mesía.... En cuanto vea que es un cobarde y que la abandona antes que pelear por ella... le despreciará, le maldecirá... y en cambio los remordimientos la volverán a ti, a quien siempre quiso.

—¡Que quiso!—Sí, más que a un padre. ¿Qué mejor prueba quieres que todo lo pasado? ¿Por qué se hizo mística?... Y la pobre... también tuvo que sufrir ataques... creo yo, de otro lado... de... pero en fin, de esto no hablemos. ¿Por qué luchó, como luchó sin duda? Porque te quería... porque te quiere... te quiere mucho....

—¡Y me vende!—¡Te vende! ¡te vende!... En fin, no hablemos de eso... ya has dicho que no quieres mis filosofías. Ello es, que si armas arriba una escena de honor ultrajado, en seguida hay otra de entierro.

—¡Hombre dices las cosas de un modo!...

—La verdad. Un drama completo. Pero en último caso, si tan irritado estás, si tan ciego te ves, si no puedes atender a razones, ni a tu conciencia que bien claro te habla; llama, sube, alborota, quema la casa.... O no hagas tanto, que bastará con que la espantes con tu noticia para que Ana caiga de espaldas y le estalle dentro una de esas cosas en que tú no crees, pero que son para la vida como los alambres para el telégrafo. Si estás furioso, si no puedes contenerte, también tú tendrás disculpa hagas lo que hagas. (Pausa.) Pero si no, Quintanar, no tienes perdón de Dios.

Esto último lo dijo Crespo con voz solemne, grave, vibrante que hizo a su amigo estremecerse.

Después de este diálogo, parte del cual mantuvieron por el camino de la estación a casa, y parte dentro del portal, fue cuando Quintanar se acercó a la puerta para coger el aldabón, y cuando Frígilis exclamó:

—Y ahora mucho cuidado; mira lo que vas a hacer.

Frígilis tenía prisa, quería dejar a don Víctor cuanto antes para correr en busca de don Álvaro y advertirle de que Quintanar sabía su traición, para que se abstuviera de asaltar el parque aquella noche y acudir a la cita, si la tenía como era de suponer. Pensaba Crespo que a Víctor no se le había ocurrido, como no se le ocurrieron otras tantas cosas, que aquella noche se repetiría la escena de la anterior, que debía de ser ya antigua costumbre; podía don Álvaro, que no había visto a su víctima cuando le acechaba en el parque, volver a las andadas, sorprenderle Quintanar, y entonces era imposible evitar una tragedia. Además, Frígilis tenía la convicción de que don Álvaro escaparía de Vetusta en cuanto él le dijera que Quintanar iba a desafiarle. No le faltaban motivos para creer muy cobarde al don Juan Tenorio.

«¡Pero aquel Víctor no le dejaba marchar!».

Por fin, después de prometer de nuevo disimular, ocultar su dolor, su ira, lo que fuera, pero sólo por aquella noche, llamó el digno regente jubilado con el mismo aldabonazo enérgico y conciso con que hacía retumbar el patio, cuando la casa era honrada y el jefe de familia respetado y tal vez querido.

—¡Adiós, adiós, hasta mañana temprano!—dijo Frígilis librándose de la mano trémula que le sujetaba un brazo.

—«¡Egoísta, pensó don Víctor al quedarse solo—; es la única persona que me quiere en el mundo... y es egoísta!».

Se abrió la puerta. Vaciló un momento.... Se le figuró que del patio salía una corriente de aire helado....

Entró, y al volverse hacia el portal, para cerrar la puerta que dejaba atrás; vio que entraba en su casa un fantasma negro, largo; que paso a paso, por el portal adelante, se acercaba a él y que se le quitaba el sombrero que era de teja.

—¡Mi señor don Víctor!—dijo una voz melosa y temblona.

—¡Cómo! ¿usted? ¡es usted... señor Magistral!... Un temblor frío, como precursor de un síncope, le corrió por el cuerpo al ex-regente, mientras añadía, procurando una voz serena:

—¿A qué debo... a estas horas... la honra...? ¿qué pasa?... ¿Alguna desgracia?...

«Pero este hombre ¿no sabe nada?» se preguntó De Pas que parecía un desenterrado.

Miró a don Víctor a la luz del farol de la escalera y le vio desencajado el rostro; y don Víctor a él le vio tan pálido y con ojos tales que le tuvo un miedo vago, supersticioso, el miedo del mal incierto. Hasta llegar allí, el Magistral no había hablado, no había hecho más que estrechar la mano de don Víctor e invitarle con un ademán gracioso y enérgico al par, a subir aquella escalera.

—Pero ¿qué pasa?—repitió don Víctor en voz baja en el primer descanso.

—¿Viene usted de caza?—contestó el otro con voz débil.

—Sí, señor, con Crespo; ¿pero qué sucede? Hace tanto tiempo... y a estas horas....

—Al despacho, al despacho.... No hay que alarmarse... al despacho....

Anselmo alumbraba por los pasillos del caserón a su amo a quien seguía el Magistral.

—«No pregunta por Ana»—pensó De Pas.

—La señora no ha oído llamar, está en su tocador... ¿quiere el señor que la avise?—preguntó Anselmo.

—¿Eh? no, no, deja... digo... si el señor Magistral quiere hablarme a solas...—y se volvió el amo de la casa al decir esto.

—Bien, sí; al despacho... entremos en su despacho....

Entraron. El temblor de Quintanar era ya visible. «¿Qué iba a decirle aquel hombre? ¿A qué venía?...».

Anselmo encendió dos luces de esperma y salió.

—Oye, si la señora pregunta por mí, que allá voy... que estoy ocupado... que me espere en su cuarto.... ¿No es eso? ¿No quiere usted que estemos solos?

El Magistral aprobó con la cabeza, mientras clavaba los ojos en la puerta por donde salía Anselmo.

«Ya estaba allí, ya había que hablar... ¿qué iba a decir? Terrible trance; tenía que decir algo y ni una idea remota le acudía para darle luz; no sabía absolutamente nada de lo que podía convenirle decir. ¿Cómo hablar sin preguntar antes? ¿Qué sabía don Víctor? esta era la cuestión... según lo que supiera, así él debía hablar... pero no, no era esto... había que comenzar por explicarse. Buen apuro». Estaba el Magistral como si don Víctor le hubiera sorprendido allí, en su despacho, robándole los candeleros de plata en que ardían las velas.

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