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Authors: Leopoldo Alas Clarin

La Regenta (55 page)

BOOK: La Regenta
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—¡Qué Brigadiera... madre... qué Brigadiera!... Es que no podemos hablar de estas cosas... pero... si yo le explicara a usted....

—No necesito saber nada... todo lo comprendo... todo lo sé... a mi modo. Fermo, ¿te fue bien toda la vida dejándote guiar por tu madre, en estas cosas miserables de tejas abajo? ¿Te fue bien?

—¡Sí, madre mía, sí!

—¿Te saqué yo o no de la pobreza?

—¡Sí, madre del alma!—¿No nos dejó tu pobre padre muertos de hambre y con el agua al cuello, todo embargado, todo perdido?

—Sí, señora, sí... y eternamente yo....

—Déjate de eternidades... yo no quiero palabras, quiero que sigas creyéndome a mí; yo sé lo que hago. Tú predicas, tú alucinas al mundo con tus buenas palabras y buenas formas... yo sigo mi juego. Fermo, si siempre ha sido así, ¿por qué te me tuerces? ¿Por qué te me escapas?

—Si no hay tal, madre.—Sí hay tal, Fermo. No eres un niño, dices... es verdad... pero peor si eres un tonto.... Sí, un tonto con toda tu sabiduría. ¿Sabes tú pegar puñaladas por la espalda, en la honra? Pues mira al Arcediano, torcido y todo, las da como un maestro... ahí tienes un ignorante que sabe más que tú.

Doña Paula se había arrancado los parches, las trenzas espesas de su pelo blanco cayeron sobre los hombros y la espalda; los ojos apagados casi siempre, echaban fuego ahora, y aquella mujer cortada a hachazos parecía una estatua rústica de la Elocuencia prudente y cargada de experiencia.

La tempestad se había deshecho en lluvia de palabras y consejos. Ya no se reñía, se discutía con calor, pero sin ira. Los recuerdos evocados, sin intención patética, por doña Paula, habían enternecido a Fermo. Ya había allí un hijo y una madre, y no había miedo de que las palabras fuesen rayos.

Doña Paula no se enternecía, tenía esa ventaja. Llamaba mojigangas a las caricias, y quería a su hijo mucho a su manera, desde lejos. Era el suyo un cariño opresor, un tirano. Fermo, además de su hijo, era su capital, una fábrica de dinero. Ella le había hecho hombre, a costa de sacrificios, de vergüenzas de que él no sabía ni la mitad, de vigilias, de sudores, de cálculos, de paciencia, de astucia, de energía y de pecados sórdidos; por consiguiente no pedía mucho si pedía intereses al resultado de sus esfuerzos, al Provisor de Vetusta. El mundo era de su hijo, porque él era el de más talento, el más elocuente, el más sagaz, el más sabio, el más hermoso; pero su hijo era de ella, debía cobrar los réditos de su capital, y si la fábrica se paraba o se descomponía, podía reclamar daños y perjuicios, tenía derecho a exigir que Fermo continuase produciendo.

En Matalerejo, en su tierra, Paula Raíces vivió muchos años al lado de las minas de carbón en que trabajaba su padre, un miserable labrador que ganaba la vida cultivando una mala tierra de maíz y patatas, y con la ayuda de un jornal. Aquellos hombres que salían de las cuevas negros, sudando carbón y con los ojos hinchados, adustos, blasfemos como demonios, manejaban más plata entre los dedos sucios que los campesinos que removían la tierra en la superficie de los campos y segaban y amontonaban la yerba de los prados frescos y floridos. El dinero estaba en las entrañas de la tierra; había que cavar hondo para sacar provecho. En Matalerejo, y en todo su valle, reina la codicia, y los niños rubios de tez amarillenta que pululan a orillas del río negro que serpea por las faldas de los altos montes de castaños y helechos, parecen hijos de sueños de avaricia. Paula era de niña rubia como una mazorca; tenía los ojos casi blancos de puro claros, y en el alma, desde que tuvo uso de razón, toda la codicia del pueblo junta. En las minas, y en las fábricas que las rodean, hay trabajo para los niños en cuanto pueden sostener en la cabeza un cesto con un poco de tierra. Los ochavos que ganan así los hijos de los pobres son en Matalerejo la semilla de la avaricia arrojada en aquellos corazones tiernos: semilla de metal que se incrusta en las entrañas y jamás se arranca de allí. Paula veía en su casa la miseria todos los días; o faltaba pan para cenar o para comer; el padre gastaba en la taberna y en el juego lo que ganaba en la mina.

La niña fue aprendiendo lo que valía el dinero, por la gran pena con que los suyos lo lloraban ausente. A los nueve años era Paula una espiga tostada por el sol, larga y seca; ya no se reía: pellizcaba a las amigas con mucha fuerza, trabajaba mucho y escondía cuartos en un agujero del corral. La codicia la hizo mujer antes de tiempo; tenía una seriedad prematura, un juicio firme y frío.

Hablaba poco y miraba mucho. Despreciaba la pobreza de su casa y vivía con la idea constante de volar... de volar sobre aquella miseria. Pero ¿cómo? Las alas tenían que ser de oro. ¿Dónde estaba el oro? Ella no podía bajar a la mina.

Su espíritu observador notó en la iglesia un filón menos obscuro y triste que el de las cuevas de allá abajo. «El cura no trabajaba y era más rico que su padre y los demás cavadores de las minas. Si ella fuera hombre no pararía hasta hacerse cura. Pero podía ser ama como la señora Rita». Comenzó a frecuentar la iglesia; no perdió novena, ni rogativas, ni misiones, ni rosario y siempre salía la última del templo. Los vecinos de Matalerejo habían enterrado la antigua piedad entre el carbón; eran indiferentes y tenían fama de herejes en los pueblos comarcanos. Por esto pudo notar la señorita Rita la piedad de Paula bien pronto. «La hija de Antón Raíces, le dijo al señor cura, tira para santa, no sale de la iglesia». El cura habló a la chicuela, y aseguró a Rita que era una Teresa de Jesús en ciernes. En una enfermedad del ama, el párroco pidió a Raíces su hija para reemplazar a Rita en su servicio. Rita sanó pero Paula no salió de la Rectoral. Se acabó el ir y venir con el cesto de tierra. Se vistió de negro, y por amor de Dios se olvidó de sus padres. A los dos años la señora Rita salía de la casa del cura enseñando los puños a Paula y llevándose en un cofre sus ahorros de veinte años. El cura murió de viejo y el nuevo párroco, de treinta años, admitió a la hija de Raíces como parte integrante de la casa Rectoral. Paula era entonces una joven alta, blanca, fresca, de carne dura y piel fina, pero mal hecha. Una noche, a las doce, a la luz de la luna salió de la Rectoral, que estaba en lo alto de una loma rodeada de castaños y acacias, cien pasos más abajo de la iglesia. Llevaba en los brazos un pañuelo negro que envolvía ropa blanca. Detrás de ella salió una sombra, con gorro de dormir y en mangas de camisa.... Al ver que la seguían, Paula corrió por la callejuela que bajaba al valle. El del gorro la alcanzó, la cogió por la saya de estameña y la obligó a detenerse; hablaron; él abría los brazos, ponía las manos sobre el corazón, besaba dos dedos en cruz; ella decía no con la cabeza. Después de media hora de lucha, los dos volvieron a la Rectoral; entró él, ella detrás y cerró por dentro después de decir a un perro que ladraba:

—¡Chito, Nay, que es el amo! Paula fue el tirano del cura desde aquella noche, sin mengua de su honor. Un momento de flaqueza en la soledad le costó al párroco, sin saciar el apetito, muchos años de esclavitud. Tenía fama de santo; era un joven que predicaba moralidad, castidad, sobre todo a los curas de la comarca, y predicaba con el ejemplo. Y una noche, reparando al cenar que Paula era mal formada, angulosa, sintió una lascivia de salvaje, irresistible, ciega, excitada por aquellos ángulos de carne y hueso, por aquellas caderas desairadas, por aquellas piernas largas, fuertes, que debían de ser como las de un hombre. A la primera insinuación amorosa, brusca, significada más por gestos que por palabras, el ama contestó con un gruñido, y fingiendo no comprender lo que le pedían; a la segunda intentona, que fue un ataque brutal, sin arte, de hombre casto que se vuelve loco de lujuria en un momento, Paula dio por respuesta un brinco, una patada; y sin decir palabra se fue a su cuarto, hizo un lío de ropa, símbolo de despedida, porque tenía allí muchos baúles cargados de trapos y otros artículos, y salió diciendo desde la escalera:

—¡Señor cura! yo me voy a dormir a casa de mi padre.

La transacción le costó al clérigo humillarse hasta el polvo, una abdicación absoluta. Vivieron en paz en adelante, pero él vio siempre en ella a su señor de horca y cuchillo; tenía su honor en las manos; podía perderle. No le perdió. Pero una noche, cuando el cura cenaba, tarde, después de estudiar, Paula se acercó a él y le pidió que la oyese en confesión.

—Hija mía ¿a estas horas?

—Sí, señor, ahora me atrevo... y no respondo de volver a atreverme jamás.

Le confesó que estaba encinta.

Francisco De Pas, un licenciado de artillería, que entraba mucho en casa del cura, de quien era algo pariente, la había requerido de amores y ella le había contestado a bofetadas—el cura se puso colorado; se acordó de la patada que había recibido él—pero el licenciado había sido terco, y había vuelto a requebrarla, y a prometerla casarse en cuanto sacaran el estanquillo que le tenían prometido los del Gobierno; ella se había tranquilizado y desde entonces admitía al habla aquel buque sospechoso. Según costumbre de la tierra, iba el de artillería a hablar con Paula a media noche, no por la reja, que no las hay en Matalerejo, sino en el corredor de la panera, una casa de tablas sostenida por anchos pilares a dos o tres varas del suelo. Allí dormía ella en el verano. Francisco faltó una noche a lo convenido, fue audaz, pasó del corredor al interior de la panera; luchó Paula, luchó hasta caer rendida—lo juraba ante un Cristo—, rendida por la fuerza del artillero. Desde aquella noche le tomó ojeriza, pero quería casarse con él. De aquella traición acaso nació Fermín a los dos meses de haber unido el buen párroco a Paula y Francisco con lazo inquebrantable. Todos los vecinos dijeron que Fermín era hijo del cura, quien dotó al ama con buenas peluconas. Francisco De Pas no era interesado; siempre había tenido intención de casarse con Paula, pero los vecinos le habían llenado el alma de sospechas y espinas, y él, creyendo que podía el cura estar riéndose de un licenciado, hizo lo que hizo. Pero aquella noche que fue como la de una batalla a obscuras, terrible, le convenció de la inocencia del párroco y de la virtud de Paula. Aquello no se fingía; mucho sabía el artillero de las trampas del mundo, de las doncellas falsas, pero él se fue a su casa al alba persuadido de que había vencido, bien o mal, una honra verdadera. Y volvió a su proyecto de casarse con el ama del cura. Así se lo juró a ella, de rodillas, como él había visto a los galanes en los teatros, allá por el mundo adelante.—«Yo te pediré a tus padres y al cura mañana mismo.—No—dijo ella—, ahora no». Y siguieron viéndose. Cuando Paula estuvo segura de que había fruto de aquella traición, o de las concesiones subsiguientes, dijo a su novio: «Ahora se lo digo al amo y tú, cuando él te llame, te niegas a casarte, dices que dicen que no eres tú solo... que en fin...—Sí, sí, ya entiendo.—¡Lo que sospechabas, animal!—Sí, ya sé.—Pues eso.—¿Y después?—Después deja que el cura te ofrezca... y no digas que bueno a la primer promesa; deja que suba el precio... ni a la segunda. A la tercera date por vencido...».

Y así fue. Paula arrancó de una vez al pobre párroco de Matalerejo, el más casto del Arciprestazgo, el resto del precio que ella había puesto al silencio. ¡Con qué fervor predicaba el buen hombre después la castidad firme! «¡Un momento de debilidad te pierde, pecador; basta un momento! Un deseo, un deseo que no sacias siquiera, te cuesta la salvación» (y todos tus ahorros, y la paz del hogar, y la tranquilidad de toda la vida, añadía para sus adentros.)

Paula compró grandes partidas de vino y lo vendía al por mayor a los taberneros de Matalerejo; empezó bien el comercio gracias a su inteligencia, a su actividad. Ella trabajaba por los dos. Francisco era muy
fantástico
, según su mujer. Le gustaba contar sus hazañas, y hasta sus aventuras, esto en secreto, después de colocar unos cuantos pellejos de Toro, al beber en compañía del parroquiano. Era rumboso y en el calor de la amistad improvisada en la taberna, abría créditos exorbitantes a los taberneros, sus consumidores. Esto originó reyertas trágicas; hubo sillas por el aire, cuchillos que acababan por clavarse en una mesa de pino, amenazas sordas y reconciliaciones expresivas por parte del artillero; secas, frías, nada sinceras por parte de su mujer. La manía de dar al fiado llegó a ser un vicio, una pasión del manirroto licenciado. Le gustaba darse tono de rico y despreciaba el dinero con gran prosopopeya. «¡Los países que él había visto! ¡las mujeres que él había seducido, allá muy lejos!». Sus amigos los taberneros que no habían visto más río que el de su patria, le engañaban al segundo vaso. Mientras él se perdía en sus recuerdos y en sus sueños pretéritos, que daba por realizados, sus compadres interrumpiéndole, entre alabanzas y admiraciones, le sacaban pellejos y más pellejos de vino pagaderos.... «De eso no había que hablar». «El hombre es honrado» decía el artillero y añadía: «Si yo tengo un duro pongo por ejemplo, y un amigo, por una comparación, necesita ese duro... y quien dice un duro dice veinte arrobas de vino, pongo por caso...». Pocos años necesitó, a pesar de la prosperidad con que el comercio había empezado, para tocar en la bancarrota. Se atrevió un parroquiano a no pagar y tras él fueron otros, y al fin no le pagaba casi nadie. Paula que había dominado a dos curas, y estaba dispuesta a dominar el mundo, no podía con su marido. «Lo que tú quieras, tienes razón», decía él, y a la media hora volvía a las andadas. Si ella se irritaba, se le acababa a él lo que llamaba la paciencia, y una vez en el terreno de la fuerza el artillero vencía siempre; fuerte era como un roble Paula, pero Francisco había sido el más arrogante mozo de nuestro ejército, y tenía músculos de oso. Había nacido en lo más alto de la montaña y hasta los veinte años había servido en los Puertos, cuidando ganado. Cuando la pobreza llamó a las puertas, y Paula se decidió a dejar su comercio, De Pas decretó dedicar los pocos cuartos que sacaron libres a la industria ganadera. Tomó vacas en parcería y se fue con su mujer y su hijo a su pueblo, a vivir del pastoreo, en los más empinados vericuetos. Allí pasó la niñez y llegó a la adolescencia Fermín, a quien su madre había deseado hacer clérigo.—«Pastor y vaquero ha de ser, como su abuelo y como su padre», gritaba el licenciado cada vez que la madre hablaba de mandar al niño a aprender latín con el cura de Matalerejo. El comercio de ganado no fue mejor que el de vino. A Francisco se le ocurrió que él había sido siempre un gran tirador; se consagró a la caza y perseguía corzos, jabalíes, y hasta con el oso, las pocas veces que se le presentaba, se atrevía. Una tarde de invierno vio Paula llegar a la aldea cuatro hombres que conducían a hombros el cuerpo destrozado de su marido en unas angarillas improvisadas con ramas de roble. Había caído de lo alto de una peña abrazado a la osa mal herida que perseguían los vaqueros hacía una semana. Murió con gloria el artillero, pero su viuda se encontró abrumada de trampas, de deudas y para sarcasmo de la suerte, dueña de créditos sin fin que no se cobrarían jamás. Volvió a Matalerejo, después de perder por embargo cuanto tenía. Llevaba aquellos papeles inútiles y el hijo que había de ser clérigo. Era Fermín ya un mozalbete como un castillo; sus 15 años parecían veinte; pero Paula hacía de él cuanto quería, le manejaba mejor que a su padre. Le hizo estudiar latín con el cura, el mismo que había dado la dote perdida por el difunto. Había que adelantar tiempo y Fermín lo adelantó; estudiaba por cuatro y trabajaba en los quehaceres domésticos de la Rectoral; cuidaba la huerta además y así ganaba comida y enseñanza. Iba a dormir a la cabaña de su madre, que a la boca de una mina había levantado cuatro tablas, para instalar una taberna. Los gastos del nuevo comercio, que no subieron a mucho, corrieron aún por cuenta del párroco, quien hizo el desinteresado más por caridad que por miedo. Ya no temía lo que pudiera decir Paula ni ella creía tampoco en la fuerza del arma con que en un tiempo había amenazado terrible, cruel y fría.

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