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Authors: Leopoldo Alas Clarin

La Regenta (53 page)

BOOK: La Regenta
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Entró en palacio. La sombra de la catedral, prolongándose sobre los tejados del caserón triste y achacoso del Obispo, lo obscurecía todo; mientras los rayos del sol poniente teñían de púrpura los términos lejanos, y prendían fuego a muchas casas de la Encimada, reflejando llamaradas en los cristales.

El Magistral llegó hasta el gabinete en que el Obispo corregía las pruebas de una pastoral.

Fortunato levantó la cabeza y sonrió.

—Hola, ¿eres tú? Don Fermín se sentó en un sofá. Estaba un poco mareado; le dolía la cabeza y sentía en las fauces ardor y una sequedad pegajosa; se ahogaba en aquel recinto cerrado y estrecho; el alcohol le había perturbado. Nunca bebía licores y aquella tarde, distraído, sin saber lo que estaba haciendo, había apurado la copa de chartreuse o no sabía qué, servida por la Marquesa.

Fortunato leía las pruebas y seguía sonriendo. No parecía temer ya al Magistral. Horas antes esquivaba quedarse a solas con él de miedo a que le reprendiese por su condescendencia con las señoras
protectrices
de la Libre Hermandad. De Pas notó el cambio.

—¿Me haces el favor de leer lo que dicen estas letras borradas?... yo no veo bien.

De Pas se acercó y leyó.

—¡Chico apestas!... ¿qué has bebido?

Don Fermín irguió la cabeza y miró al Obispo sorprendido y ceñudo.

—¿Que apesto? ¿por qué?

—A bebida hueles... no sé a qué... a ron... qué sé yo.

De Pas encogió los hombros dando a entender que la observación era impertinente y baladí. Se apartó de la mesa.

—A propósito. ¿Por qué no has avisado a tu madre?

—¿De qué?—De que comías fuera...—¿Pero usted sabe?...—Ya lo creo, hijo mío. Dos veces estuvo aquí Teresina de parte de Paula; que dónde estaba el señorito, que si había comido aquí. No, hija, no; tuve que salir yo mismo a decírselo. Y a la media hora, vuelta. Que si le había pasado algo al señorito, que la señora estaba asustada; que yo debía de saber algo....

El Magistral se paseaba por el gabinete y pisaba muy fuerte; disimulaba mal su impaciencia, su mal humor, tal vez no pretendía siquiera disimularlos.

—Yo—continuó Fortunato—les dije que no se apurasen; que habrías comido en casa de Carraspique, o en casa de Páez; como los dos están de días.... Y eso habrá sido, ¿verdad? ¿Con Carraspique habrás comido?

—¡No, señor!—¿Con Páez?—¡No, señor! ¡Mi madre... mi madre me trata como a un niño!

—Te quiere tanto, la pobrecita...—Pero esto es demasiado....

—Oye—exclamó el Obispo dejando de leer pruebas—¿de modo que aún no has vuelto a casa?

El Magistral no contestó; ya estaba en el pasillo. De lejos había dicho:

—Hasta mañana;—y había cerrado detrás de sí la puerta del gabinete con más fuerza de la necesaria.

—Tiene razón el muchacho—se quedó pensando el Obispo que trataba al Magistral como un padre débil a un hijo mimado—. Esa Paula nos maneja a todos como muñecos.

Y continuó corrigiendo la Pastoral.

De Pas tomó por el callejón arriba, desandando el camino; pero al llegar cerca de su casa se detuvo. No sabía qué hacer. La chartreuse o lo que fuera—¿¡si sería cognac!?—seguía molestándole y conocía ya él mismo que le olía mal la boca.

«Si se me acercase Glocester ahora, mañana todo Vetusta sabría que yo era un borracho...».

«¡No subo, no subo. Buena estará mi madre! Y yo no estoy para oír sermones ni aguantar pullas ni traducir reticencias.... ¡Hasta Teresa anda en ello! ¡Dos veces a palacio!... ¡El niño perdido.... Esto es insufrible!...».

El reloj de la catedral dio la hora con golpes lentos; primero, cuatro agudos, después otros graves, roncos, vibrantes.

De Pas, como si su voluntad dependiese de la máquina del reloj, se decidió de repente y tomó por la calle de la derecha, cuesta abajo; por la que más pronto podría volver al Espolón.

Se olvidó de su madre, de Teresina, del cognac, del Obispo; no pensó más que en los coches del Marqués que debían de estar de vuelta.

El Vicario general de Vetusta, a buen paso tomó el camino del Vivero, después de dejar las calles torcidas de la Encimada y llegó al Espolón cuando ya estaban encendidos los faroles y desierto el paseo. No pensaba en que estaba haciendo locuras, en que tantas idas y venidas eran indignas del Provisor del Obispado; esto lo pensó después; ahora sólo tenía esta idea. «¿Habrán pasado ya? No, no debían de haber pasado; apenas había tiempo; ahora, ahora es cuando deben de estar cerca...».

«Así como así, la brisa que ya empieza a soplar, me quitará este calor, este aturdimiento, esta sed...». El agua de las fuentes monumentales murmuraba a lo lejos con melancólica monotonía en medio del silencio en que yacía el paseo triste, solitario. Al acercarse al pilón de la fuente de Oeste, De Pas tuvo tentaciones de aplicar sus labios al tubo de hierro que apretaba con sus dientes un león de piedra, y saciar sus ansias en el chorro bullicioso, incitante.... No se atrevió y dio la vuelta, continuando su paseo en la soledad. Al llegar a la otra fuente, iguales ansias, iguales tentaciones.... Media vuelta y atrás. Así estuvo paseando media hora. La sed le abrasaba... ¿por qué no se iba? porque no quería dejarlos pasar sin verlos; sin ver los coches, se entiende. Ana volvería, era natural, en la carretela, y al pasar junto a un farol podría verla, sin ser visto, o por lo menos sin ser conocido. La sed que esperase. El reloj de la Universidad dio tres campanadas. ¡Tres cuartos de hora! Andaría adelantado.... No.... La catedral, que era la autoridad cronométrica, ratificó la afirmación de la Universidad; por lo que pudiera valer
el reloj del Ayuntamiento
, que no había podido secularizar el tiempo, vino a confirmar lo dicho lacónicamente por sus colegas, exponiendo su opinión con una voz aguda de esquilón cursi.

—«¿Pero qué hace allá esa gente?»—se preguntó el Magistral, aunque añadiendo para satisfacción de su conciencia que a él, por supuesto, no le importaba nada.

Hasta entonces no había reparado en unos chiquillos, de diez a doce años,
pillos de la calle
, que jugaban allí cerca, alrededor de un farol, de los que señalaban el límite del paseo y de la carretera en los espacios que dejaban libres los bancos de piedra. Entre los pillastres había una niña, que hacía de
madre
. Se trataba del
zurriágame la melunga
, juego popular al alcance de todas las fortunas. La
madre
estaba sentada al pie del farol, en el pedestal de la columna de hierro; un pañuelo muy sucio en forma de látigo, atado con un soberbio nudo por el medio, era el zurriago que representaba allí el poder coercitivo. La niña haraposa empuñaba el lienzo por un extremo y el otro iba pasando de mano en mano por el corro de chiquillos.

—¡Na!...—decía la
madre
.

—Narigudo...—contestó un pillo rubio, el más fuerte de la compañía, que siempre se colocaba el primero por derecho de conquista.

El pañuelo pasó a otro.

—¿Na?—Narices.—Otro. ¿Na?—Napoleón.—¡Ay qué mainate! ¿qué es Napoleón?—gritó el Sansón del corro acercándose a su afectísimo amigo y poniéndole un codo delante de las narices.

—Napoleón... ¡ay que rediós! es un duro.

—¡Qué ha de ser!—¡No hay más cera!

—Te rompo... si no fueses tan mandria... te inflaba el morro... por farolero.

—¿Qué más da, si no es eso?—dijo la niña poniendo paces—. A ver el otro. ¿Na? ¿na?

—Natalia.... Tampoco. No acertó ninguno.

—Otra rueda.—¡Da señas, tísica!—escupió más que dijo el dictador.

Y abriendo las piernas y agachándose como dispuesto a correr detrás de los compañeros a latigazos, dio una vuelta al pañuelo alrededor de la mano y añadió:

—¡Da señas que se entiendan o te rompo el alma!

Y tiraba por el látigo como queriendo arrancarlo del poder de la
madre
.

—Señas... señas... ¿a que no aciertas?

—¿A que sí?...—No tires...—Pues da señas...—¡Es una cosa muy rica! ¡muy rica! ¡muy rica!

—¿Que se come?—Pues claro... siendo muy rica...—¿Dónde la hay?—La comen los señores...—Eso no vale, ¡so tísica! ¿qué sé yo lo que comen los señores?

—Pues alguna vez puede ser que la hayas visto.

—¿De qué color?—Amarilla, amarilla...—¡Naranjas, rediós!—aulló el pillastre y dio un tirón al pañuelo, preparándose a emprenderla a latigazos con sus compañeros.

—¡Que me arrancas el brazo, bruto, y que no es eso!...

Los demás pilletes ya se habían puesto en salvo y corrían por la carretera y el Espolón.

—¡Venir! ¡venir! que no es eso...—gritó la
madre
.

—¡Que sí es! ¡bacalao! te rompo... ¿pues no son amarillas las naranjas?... ¿y no son cosa rica?

—Pero naranjas las comes tú también.

—Claro, si se las robo a la señoa Jeroma en el puesto....

—Pues no es eso. Otro.—¿Na? ¿na? Un niño flaco, pálido, casi desnudo, tomó la punta del pañuelo; le brillaban los ojos... le temblaba la voz... y mirando con miedo al de las naranjas, dijo muy quedo:

—¡Natillas!...—
¡Zurriágame la melunga!
—gritó entusiasmada la
madre
—,
¡castañas de catalunga!
Y todos corrieron, mientras el vencedor iba detrás con piernas vacilantes, sin gran deseo de azotar a sus amigos, contento con el triunfo, pero sin deseos de venganza.

El
Rojo
no quería correr: protestaba.

—¡Rediós! ¿qué son natillas?—gritaba poniendo la mano delante de la cara, mientras tímidamente el
Ratón
le castigaba con simulacros de azotes.

Y añadía furioso el
Rojo
:

—¡Di: a la oreja! ¡tísica o te baldo!

—¡A la oreja! ¡a la oreja!

El
Ratón
se vio acosado por todos sus colegas que se le colgaron de las orejas.


¡Zurriágame la melunga!
—volvió a gritar la
madre
, y los pillos se dispersaron otra vez.

En aquel momento el Magistral se acercó a la niña.

La
madre
dio un grito de espantada. Creía que era su padre que venía a recogerla a bofetadas y a puntapiés como solía.

—Dime, hija mía... ¿has visto pasar dos coches?

—¿Para dónde?—contestó ella poniéndose en pie.

—Para arriba... uno con dos caballos y otro con cuatro con cascabeles... hace poco....

—No señor, me parece que no.... Espere usted, señor cura, a ver si esos...
¡A la oreja madre! ¡a la oreja madre!
—gritó, y la bandada de mochuelos acudió al farol delante del
Ratón
. Al ver al Provisor, todos, menos el
Rojo
, le rodearon, descubriendo la cabeza, los que tenían gorra, y le besaron la mano por turno nada pacífico. Unos se limpiaron primeramente las narices y la boca; otros no.

—¿Habéis visto pasar dos coches para arriba?

—Sí.—No.—Dos.—Tres.—Para abajo.—Mentira, mainate... ¡si te inflo!... Para arriba, señor cura.

—Era una galera.—¡Un coche, farol!—Dos carros eran, mainate.—¡Te rompo!...—¡Te inflo!... El Magistral no pudo averiguar nada. Se inclinó a creer que habían pasado. Pero no dejó el paseo; continuó dando vueltas y limpiándose la mano besada por la chusma. Le molestaba mucho el pringue, y en el pilón de una de las fuentes se lavó un poco los dedos.

Los pilletes se dispersaron. Quedó solo don Fermín con un murciélago que volaba yendo y viniendo sobre su cabeza, casi tocándole con las alas diabólicas. También el murciélago llegó a molestarle, apenas pasaba volvíase, cada vez era más reducida la órbita de su vuelo.

«Deben de ser dos», pensó el Magistral, que cada vez que veía al animalucho encima sentía un poco de frío en las raíces del pelo.

La noche estaba hermosa, acababan de desvanecerse las últimas claridades pálidas del crepúsculo. Sobre la sierra, cuyo perfil señalaba una faja de vapor tenue y luminoso, brillaban las estrellas del carro, la Osa mayor, y Aldebarán, por la parte del Corfín, casi rozando la cresta más alta de la cordillera obscura, lucía solitario en una región desierta del cielo. La brisa se dormía y el silbido de los sapos llenaba el campo de perezosa tristeza, como cántico de un culto fatalista y resignado. Los ruidos de la ciudad alta llegaban apagados y con intermitencias de silencio profundo. En la Colonia, más cercana, todo callaba.

Don Fermín no era aficionado a contemplar la noche serena; lo había sido mucho tiempo hacía, en el Seminario, en los Jesuitas y en los primeros años de su vida de sacerdote... cuando estaba delicado y tenía aquellas tristezas y aquellos escrúpulos que le comían el alma. Después la vida le había hecho hombre, había seguido la escuela de su madre... una aldeana que no veía en el campo más que la explotación de la tierra. Aquello que se llamaba en los libros la poesía, se le había muerto a él años atrás; ya lo creo, hacía muchos años.... ¡Las estrellas! ¡qué pocas veces las había mirado con atención desde que era canónigo!... De Pas se detuvo, se descubrió, limpió el sudor de la frente y se quedó mirando a los astros que brillaban sobre su cabeza sumidos en el abismo de lo alto. «Tenía razón Pitágoras; parecía que cantaban». En aquel silencio oía los latidos de la sangre de su cabeza... y también se le figuró oír otro ruido... así como de campanillas que sonasen muy lejos.... ¿Eran ellos? ¿Eran los coches que volvían? La carretela no llevaba cascabeles, pero los caballos de la Góndola sí... ¿O serían cigarras, grillos... ranas... cualquier cosa de las que cantan en el campo acompañando el silencio de la noche?... No... no; eran cascabeles, ahora estaba seguro... ya sonaban más cerca, con cierto compás... cada vez más cerca.

—¡Deben de ser ellos! ¡qué tarde!—dijo en voz alta, acercándose a la cuneta de la carretera, a la sombra de un farol de los del paseo.

Esperó algunos minutos, con la cabeza tendida en dirección del Vivero, espiando todos los ruidos.... Vio dos luces entre la obscuridad lejana, después cuatro... eran ellos, los dos coches.... El ruido rítmico de los cascabeles se hizo claro, estridente; a veces se mezclaban con él otros que parecían gritos, fragmentos de canciones.

—«¡Qué locos, vienen cantando!».

Ya se oía el rumor sordo y como subterráneo de las ruedas... el aliento fogoso de los caballos cansados... y, por fin, la voz chillona de Ripamilán.... Ahora callaban los del coche grande. La carretela iba a pasar junto al Magistral, que se apretó a la columna de hierro, para no ser visto. Pasó la carretela a trote largo. De Pas se hizo todo ojos. En el lugar de Ripamilán vio a don Víctor de Quintanar, y en el de la Regenta a Ripamilán; sí, los vio perfectamente. ¡No venía la Regenta en el coche abierto! ¡Venía con los otros! ¡Y al marido le habían echado a la carretela con el canónigo, la Marquesa y doña Petronila!... Luego don Álvaro y ella venían juntos... ¡y acaso venían todos borrachos, por lo menos alegres!

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