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Authors: Leopoldo Alas Clarin

La Regenta (89 page)

BOOK: La Regenta
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La verja de bronce dorado, que separaba la capilla mayor del crucero, se interrumpía en ambos extremos para dejar espacio a los púlpitos de hierro, todos filigrana. Servían de atriles para la Epístola y el Evangelio, sendas águilas doradas con las alas abiertas. Ana vio aparecer en el púlpito de la izquierda del altar la figura de Glocester, siempre torcida pero arrogante: la rica casulla de tela briscada despedía rayos herida por la luz de los ciriales que acompañaban al canónigo. El Arcediano, en cuanto calló el órgano, como quien quiere interrumpir una broma con una nota seria, leyó la epístola de San Pablo Apóstol a Tito, capítulo segundo, dándole una intención que no tenía. Agradábale a Glocester tener ocupada por su cuenta la atención del público, y leía despacio, señalando con fuerza las terminaciones en
us
y en
i
y en
is
: por el tono que se daba al leer no parecía sino que la epístola de San Pablo era cosa del mismo Glocester, una composicioncilla suya. El órgano, como si hubiera oído llover, en cuanto terminó el presuntuoso Arcediano, soltó el trapo, abrió todos sus agujeros, y volvió a regar la catedral con chorritos de canciones alegres, el fuelle parecía soplar en una fragua de la que salían chispas de música retozona; ahora tocaba como las gaitas del país, imitando el modo tosco e incorrecto con que el gaitero jurado del Ayuntamiento interpretaba el brindis de la
Traviata
y el Miserere del
Trovador
. Por último, y cuando ya Ripamilán asomaba la cabecita vivaracha sobre el antepecho del otro púlpito para cantar el Evangelio, el organista la emprendió con la
mandilona
:

Ahora sí que estarás contentón mandilón, mandilón, mandilón.

Los carlistas y liberales que llenaban el crucero celebraron la gracia, hubo cuchicheos, risas comprimidas y en esto vio la Regenta un signo de paz universal. En aquel momento, pensaba ella, unidos todos ante el Dios de todos, que nacía, las diferencias políticas eran nimiedades que se olvidaban.

Ripamilán no pudo menos de sonreír, mientras colocaba, con gran dificultad, el libro en que había de leer el Evangelio de San Lucas, sobre las alas del águila de hierro.

El Arcediano, en la escalera del púlpito esperaba con los brazos cruzados sobre la panza; cerca de él y haciendo guardia estaban dos acólitos con los ciriales; uno era Celedonio.

«
¡Secuentia Sancti Evangelii secundum Lucaaam!
»... cantó Ripamilán, muerto de sueño y aprovechándose del canto llano para bostezar en la última nota.

«
¡In illo tempore!
»... continuó... En aquel tiempo se promulgó un edicto mandando empadronar a todo el mundo. Fue cosa de César Augusto, muy aficionado a la Estadística. «Este empadronamiento fue hecho por Cirino, que después fue gobernador de la Siria». Ripamilán se dormía sobre el recuerdo de Cirino, pero al llegar al empadronamiento de José se animó el Arcipreste, figurándose a los santos esposos camino de Bethlehem (o mejor Belén.) «Y sucedió que hallándose allí le llegó a María la hora de su alumbramiento; y dio a luz a su Hijo primogénito y envolviole en pañales y recostole en un pesebre». Ripamilán leía ahora pausadamente, a ver si se enteraba el público. Cuando llegó a los pastores que estaban en vela, cuidando sus rebaños, don Cayetano recordó su grandísima afición a la égloga y se enterneció muy de veras.

Más enternecida estaba la Regenta, que seguía en su libro la sencilla y sublime narración. «¡El Niño Dios! ¡El Niño Dios! Ella comprendía ahora toda la grandeza de aquella Religión dulce y poética que comenzaba en una cuna y acababa en una cruz. ¡Bendito Dios! ¡las dulzuras que le pasaban por el alma, las mieles que gustaba su corazón, o algo que tenía un poco más abajo, más hacia el medio de su cuerpo!... ¡Y aquel Ripamilán allá arriba, aquel viejecillo que contaba lo del parto como si acabara de asistir a él! También Ripamilán estaba hermoso a su manera».

En tanto el
público
empezaba a impacientarse, se iba acabando la formalidad, y en algunos rincones se oían risas que provocaba algún chusco. En la nave del trasaltar, la más obscura, escondidos en la sombra de los pilares y en las capillas, algunos señoritos se divertían en echar a rodar sobre el juego de damas del pavimento de mármol monedas de cobre, cuyo profano estrépito despertaba la codicia de la gente menuda; bandos de pilletes que ya esperaban ojo avizor la tradicional profanación, corrían tras las monedas, y al caer tantos sobre una sola en racimo de carne y andrajos, excitaban la risa de los fieles, mientras ellos se empujaban, pisaban y mordían disputándose el ochavo miserable.

Pero llegaba la
ronda
y el racimo de pillos se deshacía, cada cual corría por su lado. La
ronda
la presidía el señor Magistral, de roquete y capa de coro; en las manos, cruzadas sobre el vientre, llevaba el bonete; a derecha e izquierda, como dándole guardia caminaban con paso solemne acólitos con sendas hachas de cera. La
ronda
daba vueltas por el trascoro, las naves y el trasaltar. Se vigilaba para evitar abusos de mayor cuantía. La obscuridad del templo, los excesos de la colación clásica, la falta de respeto que el pueblo creía tradicional en la
misa del gallo
, hacían necesarias todas estas precauciones.

Había otra clase de profanaciones que no podía evitar la ronda. Apiñábase el público en el crucero, oprimiéndose unos a otros contra la verja del altar mayor, y la valla del centro, debajo de los púlpitos, y quedaban en el resto de la catedral muy a sus anchas los pocos que preferían la comodidad al calorcillo humano de aquel montón de carne repleta. Como la religión es igual para todos, allí se mezclaban todas las clases, edades y condiciones. Obdulia Fandiño, en pie, oía la misa apoyando su devocionario en la espalda de Pedro, el cocinero de Vegallana, y en la nuca sentía la viuda el aliento de Pepe Ronzal, que no podía, ni tal vez quería, impedir que los de atrás empujasen. Para la de Fandiño la religión era esto, apretarse, estrujarse sin distinción de clases ni sexos en las grandes solemnidades con que la Iglesia conmemora acontecimientos importantes de que ella, Obdulia, tenía muy confusa idea. Visitación estaba también allí, más cerca de la capilla, con la cabeza metida entre las rejas. Paco Vegallana, cerca de Visitación, fingía resistir la fuerza anónima que le arrojaba, como un oleaje, sobre su prima Edelmira. La joven, roja como una cereza, con los ojos en un San José de su devocionario y el alma en los movimientos de su primo, procuraba huir de la valla del centro contra la cual amenazaban aplastarla aquellas olas humanas, que allí en lo obscuro imitaban las del mar batiendo un peñasco, en la negrura de su sombra. Todo el
elemento joven
de que hablaba
El Lábaro
en sus crónicas del pequeñísimo
gran mundo
de Vetusta, estaba allí, en el crucero de la catedral, oyendo como entre sueños el órgano, dirigiendo la colación de Noche-buena, viendo lucecillas, sintiendo entre temblores de la pereza pinchazos de la carne. El sueño traía impíos disparates, ideas que eran profanaciones, y se desechaban para atenerse a los pecados veniales con que brindaba la realidad ambiente. Miradas y sonrisas, si la distancia no consentía otra cosa, iban y venían enfilándose como podían en aquella selva espesa de cabezas humanas. Se tosía mucho y no todas las toses eran ingenuas. En aquella quietud soporífera, en aquella obscuridad de pesadilla hubieran permanecido aquellos caballeritos y aquellas señoritas hasta el amanecer, de buen grado. Obdulia pensaba, aunque es claro que no lo decía sino en el seno de la mayor confianza, pensaba, que el
hacer el oso
, que era a lo que llamaba
timarse
Joaquín Orgaz, si siempre era agradable, lo era mucho más en la iglesia, porque allí tenía un
cachet
. Y para la viuda las cosas con
cachet
eran las mejores.

«En la inmoralidad que acusaba aquella aglomeración de malos cristianos», estaba pensando precisamente don Pompeyo Guimarán, que, mal curado de una fiebre, había consentido en cenar con don Álvaro, Orgaz, Foja y demás trasnochadores en el Casino y había venido con ellos a la misa del gallo.

«¡Sí, le remordía la conciencia, en medio de su embriaguez!, pero el hecho era que estaba allí. Habían empezado por emborracharle con un licor dulce que ahora le estaba dando náuseas, un licor que le había convertido el estómago en algo así como una perfumería... ¡puf! ¡qué asco!; después le habían hecho comer más de la cuenta y beber, últimamente, de todo. Y cuando él se preparaba a volverse a su casa, si alguno de aquellos señores tenía la bondad de acompañarle ¡oh colmo de las bromas pesadas y ofensivas! habían dado con él en medio de la catedral, donde no había puesto los pies hacía muchos años. Había protestado, había querido marcharse, pero no le dejaron, y él tampoco se atrevía a buscar solo su casa; y en la calle hacía frío».

—Señores—dijo en voz baja a don Álvaro y a Orgaz—conste que protesto, y que obedezco a fuerza mayor, a la fuerza de la borrachera de ustedes, al permanecer en semejante sitio.

—¡Bien, hombre, bien!—Conste que esto no es una abdicación....

—No... qué ha de ser... abdicación....

—Ni una profanación. Yo respeto todas las religiones, aunque no profeso ninguna.... ¿Qué dirá el mundo si sabe que yo vengo aquí... con una compañía de borrachos matriculados? Reconozco en el
Palomo
el derecho de arrojarme del templo a latigazos o a patadas....

—Ya lo sabemos, hombre...—pudo balbucear Foja—.

En resumen: don Pompeyo reconoce que él aquí representa lo mismo... que los perros en misa.

—Comparación exacta... eso, yo aquí lo mismo que un perro.... Y además esto repugna.... Oigan ustedes a ese organista, borracho como ustedes probablemente: convierte el templo del Señor, llamémoslo así, en un baile de candil... en una orgía.... Señores, ¿en qué quedamos, es que ha nacido Cristo o es que ha resucitado el dios Pan?

—¡Y Pun, Pin, Pun!... yo soy el general.... Bum Bum.

Esto lo cantó bajito Joaquín Orgaz, tocando el tambor en la cabeza de Guimarán. Y acto continuo el mediquillo salió de la capilla obscura donde se representaba tal escena, y se fue a buscar una aguja en un pajar, como él dijo, esto es, a buscar a Obdulia entre la multitud. Y la encontró, emparedada entre el formidable Ronzal y el cocinero de Paco. Joaquín dio media vuelta y se volvió al lado de don Pompeyo.

La capilla desde la que oía misa la Regenta estaba separada sólo por una verja alta de la en que se habían escondido los trasnochadores del Casino. Ana oyó la voz de Orgaz que disuadía al ateo de su propósito de abandonar el templo. Pero de una capilla a otra no se distinguían las personas, sólo se veían bultos.

Cuando pasó la ronda fue otra cosa; las hachas de los acólitos dejaron a Anita ver a una claridad temblona y amarillenta la figura arrogante del Magistral al mismo tiempo que la esbelta y graciosa de don Álvaro, que con los ojos medio cerrados, semi-dormido, con la cabeza inclinada, y cogido a la verja que separaba las capillas, parecía atender a los oficios divinos con el recogimiento propio de un sincero cristiano.

El Magistral también pudo ver a la Regenta y a don Álvaro, casi juntos, aunque mediaba entre ellos la verja. Le tembló el bonete en las manos; necesitó gran esfuerzo para continuar aquella procesión que en aquel instante le pareció ridícula.

Mesía no vio ni al Magistral ni a la Regenta, ni a nadie. Estaba medio dormido en pie. Estaba borracho, pero en la embriaguez no era nunca escandaloso. Nadie sospechaba su estado.

Ana siguió viendo a don Álvaro aun después que la ronda se alejó con sus luces soñolientas. Siguió viéndole en su cerebro; y se le antojó vestido de rojo, con un traje muy ajustado y muy airoso. No sabía si era aquello un traje de Mefistófeles de ópera o el de cazador elegante, pero estaba el enemigo muy hermoso, muy hermoso.... «Y estaba allí cerca, detrás de aquella reja, ¡si daba tres pasos podía tocarla a ella!». El órgano se despedía de los fieles con las mayores locuras del repertorio; un aire que Ana había oído por primera vez al lado de Mesía, en la romería de San Blas, aquel mismo año.... Cerró los ojos, que se le habían llenado de lágrimas.... «¡Por dónde la tomaba ahora la tentación! Se hacía sentimental, tierna, evocaba recuerdos, la autoridad de los recuerdos, que era siempre cosa sagrada, dulce, entrañable.... ¿Qué había pasado en aquella romería de San Blas? Nada, y sin embargo, ahora recordando aquella tarde, por culpa del organista, Ana veía a don Álvaro a su lado, muerto de amor, mudo de respeto, y a sí misma se veía, contenta en lo más hondo del alma... ¡ay sí, ay sí!... en unas honduras del alma, o del cuerpo, o del infierno... a que no llegaban las suaves pláticas del misticismo y fraternidad de que seguía gozando en compañía de aquel señor canónigo que acababa de pasar por allí, con las manos cruzadas sobre el vientre, rodeado de monaguillos».

Cuando Ana procuró sacudir, moviendo la cabeza, aquellas imágenes importunas y pecaminosas, el templo iba quedándose vacío. Tuvo ella frío y casi casi miedo a la sombra de un confesonario en que se apoyaba. Se levantó y salió de la catedral, que empezaba a dormirse.

El órgano se había callado como un borracho que duerme después de alborotar el mundo. Las luces se apagaban....

En el pórtico encontró Ana al Magistral.

Don Fermín estaba pálido; lo vio ella a la luz de una cerilla que encendieron por allí. Cuando volvió la obscuridad, De Pas se acercó a la Regenta y con una voz dulce en que había quejas le preguntó:

—¿Se ha divertido usted en misa?

—¡Divertirme en misa!—Quiero decir... si le ha gustado... lo que tocan... lo que cantan....

Notó Ana que su confesor no sabía lo que decía.

En aquel momento salían del pórtico; en la calle había algunos grupos de rezagados. Había que separarse.

—¡Buenas noches, buenas noches!—dijo el Magistral con tono de mal humor, casi con ira.

Y embozándose sin decir más, tomó a paso largo el camino de su casa.

Ana sintió deseos de seguirle: ella no sabía por qué pero le tenía enfadado: ¿qué había hecho ella? Pensar, pensar en el enemigo, gozar con recuerdos vitandos... pero... de todo eso ¿cómo podía tener don Fermín noticia?... ¡Y se había marchado así! Una profunda lástima y una gratitud que parecía amor invadieron el ánimo de Ana en aquel instante.... «¡Oh! ¿por qué ella no podía ahora ir con aquel hombre, llamarle, consolarle... probarle que era la de siempre, que ella no le volvía la espalda como tantas otras?...». «Sí, sí, le volvían la espalda a él, el santo, el hombre de genio, el mártir de la piedad... le volvían la espalda las que antes se le disputaban, y todo ¿por qué? por viles calumnias. Ella no, ella creía en él... le seguiría ciega al fin del mundo; sabía que entre él y Santa Teresa la habían salvado del infierno...». Pero no se podía correr detrás de él para consolarle, para decirle todo esto. «¡Qué hubiera pensado, sin ir más lejos, Petra la doncella que estaba allí, a su lado, silenciosa, sonriente, cada día más antipática, y más servicial... y más insufrible!».

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