La Regenta (88 page)

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Authors: Leopoldo Alas Clarin

BOOK: La Regenta
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—Sí, señor, ahora mismo voy yo a la imprenta y con la mayor energía que permite la ley, la pícara ley de imprenta, redactaré allí mismo un suelto convocando a los liberales, amigos de la justicia, etc., etc.... Descuide usted, señor Foja.

—Llame usted al suelto:
Entierro civil
.

—Sí, señor; así lo haré.

—Con letras grandes.—Como puños, ya verá usted.

—Eso podrá servir de aviso a todo el pueblo liberal....

—¿Vendrán los de la Fábrica?

—¡Ya lo creo!—exclamó Parcerisa—. Ahora mismo voy yo allá a calentar a la gente. Esto no nos lo puede prohibir el gobierno....

—Como no se alborote.... El entierro fue cerca del anochecer. Sólo así podían asistirlos de la Fábrica.

Llovía. Caían hilos de agua perezosa, diagonales, sutiles.

La calle se cubrió de paraguas.

El Magistral, que espiaba detrás de las vidrieras de su despacho, vio un fondo negro y pardo; y de repente, como si se alzase sobre un pavés, apareció por encima de todo una caja negra, estrecha y larga, que al salir de la tienda se inclinó hacia adelante y se detuvo como vacilando. Era don Santos que salía por última vez de su casa. Parecía dudar entre desafiar el agua o volver a su vivienda. Salió; se perdió el ataúd entre el oleaje de seda y percal obscuro. En el balcón que había sobre la puerta, entre las rejas asomó la cabeza de un perro de lanas negro y sucio: el Magistral lo miró con terror. El faldero estiró el pescuezo, procuró mirar a la calle y se le erizaron las orejas. Ladró a la caja, a los paraguas y volvió a esconderse. Lo habían olvidado en la sala, cerrada con llave por don Pompeyo.

Guimarán, de levita negra presidía el duelo.

Delante del féretro, en filas, iban muchos obreros y algunos comerciantes al por menor, con más, varios zapateros y sastres, rezando Padrenuestros.

Guimarán había propuesto que no se dijese palabra.

«No había muerto el gran Barinaga, aquel mártir de las ideas, dentro de ninguna confesión cristiana; luego era contradictorio...».

—Deje usted, deje usted—había advertido Foja con mal gesto—. No seamos intransigentes, no extrememos las cosas. Es de más efecto que se rece.

—Esto no es una manifestación anti-católica—observó el maestro de escuela.

—Es anti-clerical—dijo otro liberal probado.

—El tiro va contra el Provisor—manifestó un lampiño, de la policía secreta de Glocester.

Así pues, se convino que se rezaría y se rezó.
Requiescat in pace
, decía Parcerisa, que rezaba delante, con voz solemne, al terminar cada oración.

Y contestaban los de la fila, que llevaban hachas encendidas:
Requiescat in pace
.

Ni el latín ni la cera le gustaban a don Pompeyo, pero había que transigir.

«Todo aquello era una contradicción, pero Vetusta no estaba preparada para un verdadero entierro civil».

Las mujeres del pueblo, que cogían agua en las fuentes públicas, las ribeteadoras y costureras que paseaban por la calle del Comercio, y por el Boulevard, arrastrando por el lodo con perezosa marcha los pies mal calzados; las criadas que con la cesta al brazo iban a comprar la cena, se arremolinaban al pasar el entierro y por gran mayoría de votos condenaban el atrevimiento de enterrar «a un cristiano» (sinónimo de hombre) sin necesidad de curas. Algunas buenas mozas, mal pergeñadas, alababan la idea en voz alta.

Hubo una que gritó:—¡Así, que rabien los de la pitanza!

Esta imprudencia provocó otra del lado contrario.

—¡
Anday
, judíos!—exclamaba una moza del partido azotando con un zueco la espalda de muchos de sus conocidos, peones de albañil y canteros.

Detrás del duelo iba una escasa representación del sexo débil; pero, según las de la cesta y las de las fuentes públicas, «eran malas mujeres».

—¡Anda tú,
pendón
!

—¿Adónde vais,
pingos
?

Y las correligionarias de don Pompeyo reían a carcajadas, demostrando así lo poco arraigado de sus convicciones. La noche se acercaba; el cementerio estaba lejos, y hubo que apretar el paso.

La lluvia empezó a caer perpendicular, pero en gotas mayores, los paraguas retumbaban con estrépito lúgubre y chorreaban por todas sus varillas. Los balcones se abrían y cerraban, cuajados de cabezas de curiosos.

Se miraba el espectáculo generalmente con curiosidad burlona, con algo de desprecio. «Pero por lo mismo se declaraba mayor el delito del Magistral. Aquel pobre don Santos había muerto como un perro por culpa del Provisor; había renegado de la religión por culpa del Provisor, había muerto de hambre y sin sacramentos por culpa del Provisor».

«Y ahora los revolucionarios, que de todo sacan raja, aprovechan la ocasión para hacer una de las suyas...».

«Y por culpa del Provisor...».

«No se puede estirar demasiado la cuerda».

«Ese hombre nos pierde a todos».

Estos eran los comentarios en los balcones. Y después de cerrarlos, continuaban dentro las censuras. Muchas amistades perdió De Pas aquella tarde.

Sin que se supiera cómo, llegó a ser un
lugar común
, verdad evidente para Vetusta, que «Barinaga había muerto como un perro por culpa del Magistral».

Los amigos que le quedaban a don Fermín reconocían que no se podía luchar, por aquellos días a lo menos, contra aquella afirmación injusta, pero tan generalizada.

El entierro dejó atrás la calle principal de la Colonia, que estaba convertida en un lodazal de un kilómetro de largo, y empezó a subir la cuesta que terminaba en el cementerio. El agua volvía a azotar a los del duelo en diagonales, que el viento hacía penetrar por debajo de los paraguas. Llovía a latigazos. Una nube negra, en forma de pájaro monstruoso, cubría toda la ciudad y lanzaba sobre el duelo aquel chaparrón furioso. Parecía que los arrojaba de Vetusta, silbándoles con las fauces del viento que soplaba por la espalda.

Se subía la cuesta a buen paso. La percalina de que iba forrado el féretro miserable se había abierto por dos o tres lados; se veía la carne blanca de la madera, que chorreaba el agua. Los que conducían el cadáver le zarandeaban. La fatiga y cierta superstición inconsciente les había hecho perder gran parte del respeto que merecía el difunto. Todos los hachones se habían apagado y chorreaban agua en vez de cera. Se hablaba alto en las filas.

—¡De prisa, de prisa! se oía a cada paso.

Algunos se permitían decir chistes alusivos a la tormenta. En el duelo había más circunspección, pero todos convenían en la necesidad de apretar el paso.

Aquel furor de los elementos despertó muchas preocupaciones taciturnas.

Don Pompeyo llevaba los pies encharcados, y era sabido que la humedad le hacía mucho daño, le ponía nervioso y con esto se le achicaba el ánimo.

—No hay Dios, es claro, iba pensando, pero si le hubiera, podría creerse que nos está dando azotes con estos diablos de aguaceros.

Llegaron a lo alto, a la cima de aquella loma. La tapia del cementerio se destacaba en la claridad plomiza del cielo como una faja negra del horizonte. No se veía nada distintamente. Los cipreses, detrás de la tapia, se balanceaban, parecían fantasmas que se hablaban al oído, tramando algo contra los atrevidos que se acercaban a turbar la paz del camposanto.

En la puerta se detuvo el cortejo. Hubo algunas dificultades para entrar. Se habían olvidado ciertos pormenores y la mala fe del enterrador—tal vez la del capellán también—ponía obstáculos reglamentarios.

—¡A ver, dónde está Foja!—gritó don Pompeyo, que no se encontraba con ánimo para dar otra batalla al obscurantismo clerical.

Foja no estaba allí. Nadie le había visto en el duelo.

Don Pompeyo sintió el ánimo desfallecer. «Estoy solo; ese capitán Araña me ha dejado solo».

Sacó fuerzas de flaqueza, y ayudado por la indignación general, se impuso. El cortejo entró en el cementerio, pero no por la puerta principal, sino por una especie de brecha abierta en la tapia del corralón inmundo, estrecho y lleno de ortigas y escajos en que se enterraba a los que morían fuera de la Iglesia católica. Eran muy pocos. El enterrador actual sólo recordaba tres o cuatro entierros así.

El duelo se despidió sin ceremonia; a latigazos lo despedía el viento con disciplinas de agua helada.

Don Pompeyo Guimarán salió del cementerio el último. «Era su deber».

Había cerrado la noche. Se detuvo solo, completamente solo, en lo alto de la cuesta. «A su espalda, a veinte pasos tenía la tapia fúnebre. Allí detrás quedaba el mísero amigo, abandonado, pronto olvidado del mundo entero; estaba a flor de tierra... separado de los demás vetustenses que habían sido, por un muro que era una deshonra; perdido, como el esqueleto de un rocín, entre ortigas, escajos y lodo.... Por aquella brecha penetraban perros y gatos en el cementerio civil.... A toda profanación estaba abierto.... Y allí estaba don Santos... el buen Barinaga que había vendido patenas y viriles... y creía en ellos... en otro tiempo. ¡Y todo aquello era obra suya... de don Pompeyo; él, en el café—restaurant de la Paz, había comenzado a demoler el alcázar de la fe... del pobre comerciante!...».

Un escalofrío sacudió el cuerpo de Guimarán. Se abrochó. «Había sido
otra
imprudencia venir sin capa».

Entonces sintió que no sentía ya el agua.... «Era que ya no llovía». Sobre Vetusta brillaban entre grandes espacios de sombra algunas luces pálidas, las estrellas; y entre las sombras de la ciudad aparecían puntos rojizos simétricos: los faroles.

Guimarán volvió a temblar; sintió la humedad de los pies de nuevo... y apretó el paso. Hubo más, se le figuró que le seguían; que a veces le tocaban sutilmente las faldas de la levita y el cabello del cogote.... Y como estaba solo, seguramente solo... no tuvo inconveniente en emprender por la cuesta abajo un trote ligero, con el paraguas debajo del brazo.

«No, no hay Dios, iba pensando, pero si lo hubiera estábamos frescos...».

Y más abajo: «Y de todas maneras, eso de que le han de enterrar a uno de fijo, sin escape, en ese estercolero... no tiene gracia».

Y corría, sintiendo de vez en cuando escalofríos.

Don Pompeyo tuvo fiebre aquella noche.

«Ya lo decía él; ¡la humedad!».

Deliró. «Soñaba que él era de cal y canto y que tenía una brecha en el vientre y por allí entraban y salían gatos y perros, y alguno que otro diablejo con rabo».

—XXIII—

«Tecum principium in die virtutis tuae in splendorum sanctorum, ex utero ante luciferum genui te».
Esto leyó la Regenta sin entenderlo bien; y la traducción del
Eucologio
decía: «Tú poseerás el principado y el imperio en el día de tu poderío y en medio del resplandor que brillará en tus santos: yo te he engendrado de mis entrañas desde antes del nacimiento del lucero de la mañana».

Y más adelante leía Ana con los ojos clavados en su devocionario:
Dominus dixit ad me: Filius meus es tu, ego hodie genui te. Alleluia.
¡Sí, sí, aleluya! ¡aleluya! le gritaba el corazón a ella... y el órgano como si entendiese lo que quería el corazón de la Regenta, dejaba escapar unos diablillos de notas alegres, revoltosas, que luego llenaban los ámbitos obscuros de la catedral, subían a la bóveda y pugnaban por salir a la calle, remontándose al cielo... empapando el mundo de música retozona. Decía el órgano a su manera:

Adiós, María Dolores, marcho mañana en un barco de flores para la Habana.

y de repente, cambiaba de aire y gritaba:

La casa del señor cura nunca la vi como ahora...

y sin pizca de formalidad, se interrumpía para cantar:

Arriba, Manolillo, abajo, Manolé, de la quinta pasada yo te liberté; de la que viene ahora no sé si podré... arriba, Manolillo, Manolillo Manolé.

Y todo esto era porque hacía mil ochocientos setenta y tantos años había nacido en el portal de Belén el Niño Jesús.... ¿Qué le importaba al órgano? Y sin embargo, parecía que se volvía loco de alegría... que perdía la cabeza y echaba por aquellos tubos cónicos, por aquellas trompetas y cañones, chorros de notas que parecían lucecillas para alumbrar las almas.

El templo estaba obscuro. De trecho en trecho, colgado de un clavo en algún pilar, un quinqué de petróleo con reverbero, interrumpía las tinieblas que volvían a dominar poco más adelante. No había más luz que aquella esparcida por las naves, el trasaltar y el trascoro, y los cirios del altar y las velas del coro que brillaban a lo lejos, en alto, como estrellitas. Pero la música alegre botando de pilar en capilla, del pavimento a la bóveda, parecía iluminar la catedral con rayos del alba.

Y no eran más que las doce. Empezaba la
misa del gallo
.

El órgano, con motivo de la alegría cristiana de aquella hora sublime, recordaba todos los aires populares clásicos en la tierra vetustense y los que el capricho del pueblo había puesto en moda aquellos últimos años. A la Regenta le temblaba el alma con una emoción religiosa dulce, risueña, en que rebosaba una caridad universal; amor a todos los hombres y a todas las criaturas... a las aves, a los brutos, a las hierbas del campo, a los gusanos de la tierra... a las ondas del mar, a los suspiros del aire.... «La cosa era bien clara, la religión no podía ser más sencilla, más evidente: Dios estaba en el cielo presidiendo y amando su obra maravillosa, el Universo; el Hijo de Dios había nacido en la tierra y por tal honor y divina prueba de cariño, el mundo entero se alegraba y se ennoblecía; y no importaba que hubiesen pasado tantos siglos, el amor no cuenta el tiempo; hoy era tan cierto como en tiempo de los Apóstoles, que Dios había venido al mundo; el motivo para estar contentos todos los seres, el mismo. Por consiguiente, el organista hacía muy bien en declarar dignos del templo aquellos aires humildes, con que solía alegrarse el pueblo y que cantaban las vetustenses en sus bailes bulliciosos a cielo abierto. Aquel recuerdo de canciones efímeras, que habían sido un poco de aire olvidado, le parecía a la Regenta una delicada obra de caridad por parte del músico.... Recordar lo más humilde, lo que menos vale, un poco de viento que pasó... y dignificar las emociones profanas del amor, de la alegría juvenil, haciendo resonar sus cantares en el templo, como ofrenda a los pies de Jesús... todo esto era hermoso, según Ana; la religión que lo consentía, maternal, cariñosa, artística».

«No había allí barreras, en aquel momento, entre el templo y el mundo; la naturaleza entraba a borbotones por la puerta de la iglesia; en la música del órgano había recuerdos del verano, de las romerías alegres del campo, de los cánticos de los marineros a la orilla del mar; y había olor a tomillo y a madreselva, y olor a la playa, y olor arisco del monte, y dominándolos a todos olor místico, de poesía inefable... que arrancaba lágrimas...». La vigilia exaltaba los nervios de la Regenta.... Su pensamiento al remontarse se extraviaba y al difundirse se desvanecía.... Apoyó la cabeza contra la panza churrigueresca de un altar de piedra, nuevo, que era el principal de la capilla en que estaba, sumida en la sombra. Apenas pensaba ya, no hacía más que sentir.

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