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Authors: Leopoldo Alas Clarin

La Regenta (44 page)

BOOK: La Regenta
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La Libre Hermandad
se había fundado con ciertos aires de institución independiente
de todo yugo religioso
, y su primer presidente fue el señor don Pompeyo Guimarán, que de milagro no estaba excomulgado y que no comulgaba jamás.

Era el círculo algo como una oposición a
Las Hermanitas de los Pobres
, a la
Santa Obra del Catecismo
, a las
Escuelas Dominicales
, etc., etc. Desde luego se le declaró la guerra por el elemento religioso y a los pocos meses no había un pobre en todo el Ayuntamiento de Vetusta que quisiera las limosnas, los premios, ni la enseñanza de
La Libre Hermandad
.

Las niñas de las
Escuelas Dominicales
y los chiquillos del
Catecismo
, que cantaban por las calles en vez de coplas profanas el

Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal, y lo de Venid y vamos todos con flores a María, inventaron un cantar contra el Círculo. Decía así:

Los niños pobres no quieren ir a la Libre Hermandad, los niños pobres prefieren la Cristiana Caridad.

La
cristiana caridad
y la perfección de la rima revelaban el estilo de don Custodio el beneficiado, que era—a tanto había llegado—director de las Escuelas Dominicales de niñas pobres.

La Libre Hermandad se hubiera muerto de consunción sin el valeroso sacrificio de su Presidente. Comprendió el señor Guimarán que los tiempos no estaban para secularizar la caridad y las primeras letras y presentó su dimisión «sacrificándose, decía, no a las imposiciones del fanatismo, sino al bien de los niños abandonados». Con la dimisión de don Pompeyo y la feliz idea de crear la junta agregada de damas
protectrices
ganó algo la sociedad benéfica, y ya no se la hizo guerra sin cuartel. Pero aún no había lavado su pecado original que llevaba en el nombre. El Provisor despreciaba el tal círculo.

Visitación fue la primera dama agregada, por su prurito de agregarse a todo. Actualmente era la tesorera de las
protectrices
.

Se trataba ahora de borrar los últimos vestigios de herejía o lo que fuese, congraciándose con la catedral y rogando al señor Obispo que presidiera el solemne reparto de premios aquel año. «Pero ¿quién le ponía el cascabel al gato?—Visitación, la del Banco». ¿Quién más a propósito para tales atrevimientos? Por el bien parecer pidió que en su visita le acompañase otra dama de
viso
. Ninguna quiso ir, no se atrevían. Se votó y se nombró a Olvido Páez, por la representación de su papá y lo bienquista que era la joven en Palacio.

—«Sí—decía en la junta Visitación—que venga Olvido; así no creerá el Magistral que el tiro va contra él; porque, como a mí no me puede ver...».

Y era verdad; el Magistral despreciaba a la del Banco y la tenía por una grandísima cualquier cosa. Era de las pocas señoras que ayudaban al Arcediano en su conspiración contra el Vicario general. Sin embargo, Visita confesaba a veces con don Fermín, a pesar de los desaires de este. «Ya sabía él a qué iba allí aquella buena pécora, pero chasco se llevaba; la confesaba por los mandamientos y se acabó».

—«¿Y qué más? adelante; ¿y qué más? estilo Ripamilán. A buena parte iba la correveidile de Glocester».

Fortunato ya había dado palabra de honor de ir a la solemne sesión de La Libre Hermandad. Esto y el ver allí a la de Páez, su más fiel devota, agravó el mal humor del Vicario. Le costó trabajo estar fino y cortés y lo consiguió gracias a la costumbre de dominarse y disimular. Visitación se complacía en adivinar la cólera del Provisor y le abrumaba a chistes, y le mareaba con aquel atolondramiento «que a él se le ponía en la boca del estómago».

—Pero, señoras mías—dijo De Pas—hablemos con formalidad un momento.

—¿Qué? ¿cómo se entiende? ¿quiere usted recoger velas, que se desdiga S. I.?

—Creo, que...—¡Nada, nada! La palabra es palabra. Nos vamos, nos vamos; ea, ea, conversación; no oigo nada.... Vamos, Olvido... no oigo... no oigo....

Por una especie de milagro acústico cada palabra de Visitación sonaba como siete; parecía que estaba allí perorando toda la junta de
protectrices
.

Se levantó y se dirigió a la puerta llevando como a remolque a la de Páez.

El Magistral protestó en vano: «Aquella sociedad la había fundado un ateo, era enemiga de la Iglesia...».

—No hay tal—gritó desde la puerta Visita—; si así fuera, no figuraríamos nosotras como damas agregadas.

—Yo lo soy—advirtió la de Páez—por empeño de esta que convenció a papá.

—Pero, señores, si
La Libre Hermandad
ha cantado ya la palinodia; si desde que ingresamos en ella nosotras, se acabó lo de la libertad y toda esa jarana....

—Tiene razón—se atrevió a decir el Obispo, a quien todavía engañaba el aturdimiento postizo de la del Banco—; tiene razón esa loquilla....

—¡No tiene tal!—gritó el Provisor, perdiendo un estribo por lo menos—. No tiene tal; y esto ha sido... una imprudencia.

Visita volvió la cara y sacó la lengua. «¡Cómo le trata!» pensó, envidiando a un hombre que osaba llamar imprudente al Obispo.

Las damas salieron: S. I. quedó corrido; y después de indicar al Magistral que las acompañara por los pasillos estrechos y enrevesados, se puso en salvo, encerrándose en el oratorio, para evitar explicaciones.

El Magistral no pensó en buscarle.

La de Páez iba con la cabeza baja. Temía también una reprensión del prebendado. Este aprovechó un momento en que Visita se detuvo para saludar a una familia que ella había recomendado al Obispo, y acercándose al oído de la joven dijo en tono de paternal autoridad:

—Ha hecho usted mal, pero muy mal en acompañar a esta... loca.

—Pero si me votaron...—Si usted no fuera de esa junta...—Papá espera a usted hoy a comer. Iba a escribirle yo misma, pero dese usted por convidado.

—Bueno, bueno; ¿no le gusta a usted oír las verdades?

—Lo que digo es que papá...—Pues hoy no puedo ir... a comer. Estoy convidado hace días... otro Francisco que... pero allá nos veremos dentro de una hora; en cuanto despache de prisa y corriendo....

Se despidieron; las damas salieron a la calle, y el Provisor entró, dejando atrás pasillos, galerías y salones, en las oficinas del gobierno eclesiástico.

Llegó a su despacho el señor vicario general, y sin saludar a los que allí le esperaban, se sentó en un sillón de terciopelo carmesí detrás de una mesa de ministro cargada de papeles atados con balduque. Apoyó los codos en el pupitre y escondió la cabeza entre las manos. Sabía que le esperaban, que pretendían hablarle, pero fingía no notarlo. Esta era una de las maneras que usaba para hacer sentir el peso de su tiranía; así humillaba a los subalternos; despreciándolos hasta no verlos a los dos pasos. Primero era su mal humor. Un mal humor de color de pez. La bilis le llegaba a los dientes. ¿Por qué? Por nada. Ningún disgusto grave le habían dado; pero tantas pequeñeces juntas le habían echado a perder aquel día que había creído feliz al ver el sol brillante, al lavarse alegre frente al espejo. Primero su madre tratándole como a un chiquillo, recordándole las calumnias con que le perseguían; después las noticias alarmantes y las bromas necias del médico, luego aquella Visitación, La Libre Hermandad, Olvidito faltando a la disciplina... y sobre todo aquel demonio de Obispo abrumándole con su humildad, recordándole nada más que con su presencia de liebre asustada toda una historia de santidad, de grandeza espiritual enfrente de la historia suya, la de don Fermín... que... ¿para qué ocultárselo a sí mismo? era poco edificante.... Aquel paralelo eterno que estaba haciendo Fortunato sin saberlo, irritaba al Magistral. Y ahora le irritaba más que nunca. Ahora le parecía que la superioridad intelectual del vicario era nada enfrente de la grandeza moral del Obispo. Él era la única persona que sabía comprender todo el valor de Fortunato. ¡Qué poéticas, qué nobles, qué espirituales le parecían ahora la virtud del otro, su elocuencia, su culto romántico de la Virgen! Y las propias habilidades ¡qué ruines, qué prosaicas! su carácter fuerte y dominante, ¡qué ridículo en el fondo! «¿A quién dominaba él? ¡A escarabajos!».

—¿Qué hay?—gritó con voz agria, levantando la cabeza y mirando a los escarabajos que tenía enfrente.

Eran un clérigo que parecía seglar y un seglar que parecía clérigo; mal afeitados los dos, peor el sacerdote, que mostraba el rostro lleno de púas negras ásperas; vestían ambos de paisano, pero como los curas de aldea; el alzacuello del clérigo era blanco y estaba manchado con vino tinto y sudor grasiento; el cuello de la camisa del otro parecía también un alzacuello; usaba corbatín negro abrochado en el cogote.

Don Carlos Peláez, notario eclesiástico que desempeñaba otros dos o tres cargos en Palacio, no todos compatibles, se jactaba de ser una de las personas más influyentes en la curia eclesiástica y aun en el ánimo del señor Provisor. Bien iba a probarlo ahora interponiendo su favor para arrancar al mísero párroco de Contracayes, aldea de la montaña, de las garras de la disciplina. Había habido
un soplo
, cosa de envidiosos, y el Provisor sabía que Contracayes (el cura) tenía la debilidad de convertir el confesonario en escuela de seducción. De Pas había querido echar todo el peso de la censura eclesiástica y las más severas penas sobre Contracayes; pero gracias a los ruegos del notario había consentido, antes de proceder, en celebrar una conferencia con el párroco montañés, prometiendo que, si advertía en él verdadero arrepentimiento, se contentaría con un castigo de carácter reservado, que en nada perjudicaría la fama del clérigo, gran elector, y muy buen partidario de la causa óptima.

—¿Qué hay?—repitió el Magistral, sonriendo por máquina al notario. Peláez señaló a su compañero, que era un buen mozo, moreno, de cejas muy pobladas, ceño adusto, ojos de color de avellana que echaban fuego, boca grande, orejas puntiagudas, cuello muy robusto y abultada nuez. Parecía todo él tiznado, y no lo estaba; tenía tanto de carbonero como de cura; aquel matiz de las púas negras entre la carne amoratada de las mejillas se hubiera creído que le cubría todo el cuerpo. Nunca se había visto enfrente del Provisor, a quien temía por los rayos que manejaba, pero nada más hasta el punto que un gigantón salvaje puede temer a quien puede aplastar, en último caso, de una puñada. Notó don Fermín que Contracayes estaba más aturdido que atemorizado. Saludó el cura con un gruñido, y el Provisor no contestó siquiera.

El notario se volvió todo mieles; se sentó de soslayo en una silla para dar a entender al cura que estaba allí como en su casa; hablaba con el lenguaje más familiar posible, sin pecar de irreverente; se permitía bromitas y estuvo a punto de declarar que el pecado de solicitación no era de los más feos y que se podría echar tierra fácilmente al asunto. Y como el Magistral arrugase el ceño, Peláez mudó de conversación y habló con falso aturdimiento de las últimas elecciones y hasta aludió a las hazañas de cierto cura de la montaña que conocía él, que había metido el resuello en el cuerpo a una pareja de la guardia civil. Contracayes sonrió como un oso que supiera hacerlo.

El Magistral estaba pensando en la manera de solicitar a sus penitentes que tendría aquel salvaje.... Hubo un momento de silencio. No se había hablado palabra del
negocio
y hasta el mismo Peláez comprendió que había que abordar la
cuestión espinosa
. Don Fermín, recordando de repente su mal humor, sus contratiempos del día, se puso en pie y encarándose con el párroco—que también se levantó como si fueran a atacarle—dijo con voz áspera:

—Señor mío, estoy enterado de todo, y tengo el disgusto de decirle que su asunto tiene muy mal arreglo. El concilio Tridentino considera el delito que usted ha cometido, como semejante al de herejía. No sé si usted sabrá que la Constitución
Universi Domini
de 1622, dada por la santidad de Gregorio XV le llama a usted y a otro como usted execrables traidores, y la pena que señala al crimen de solicitar
ad turpia
a las penitentes, es severísima; y manda además que sea usted degradado y entregado al brazo secular.

El párroco abrió los ojos mucho y miró espantado al notario, que, a espaldas de don Fermín, le guiñó un ojo.

—Benedicto XIV—continuó el Magistral—confirmó respecto de los solicitantes las penas impuestas por Sixto V y Gregorio XV... y, en fin, por donde quiera que se mire el asunto está usted perdido....

—Yo creía...—¡Creía usted mal, señor mío! Y si usted duda de mi palabra, ahí tiene usted en ese estante a Giraldi «
Expositio juris Pontificii
que en el tomo II, parte 1.º, trata la cuestión con gran copia de datos...».

El señor Peláez estaba acostumbrado al estilo del Provisor, que nunca era más erudito que al echar la zarpa sobre una víctima.

—Señor—se atrevió a decir Contracayes, algo amostazado y perdiendo mucha parte del miedo—; con la palabra de V. S. tengo ya bastante, y no es de los sagrados cánones de lo que me quejo, sino de mi mala suerte que me hizo resbalar y caer donde otros muchos, muchísimos que conozco resbalan pero no caen.

El Magistral se volvió de pronto, como si le hubiesen mordido en la espalda.

—¡Salga usted de aquí, señor insolente, y no me duerma usted en Vetusta!...—gritó.

—Pero, señor...—¡Silencio digo! silencio y obediencia o duerme usted en la cárcel de la corona....

Y el Magistral descargó un puñetazo formidable sobre la mesa-escritorio.

—¡Pues para este viaje no necesitábamos alforjas!—gritó Contracayes, no menos furioso, volviéndose al consternado Peláez, que no había previsto aquel choque de dos malos genios.

—Pero, señores, calma...—¡Fuera de aquí, so tunante!—gritó el Magistral terciando el manteo, descomponiéndose contra su costumbre...—. ¡Desgraciado de ti! Date por perdido, mal clérigo....

—¿Pero yo qué he dicho, señor?—exclamó el párroco, que se asustó un poco ante la actitud de aquel hombre, en quien reconocía la superioridad moral de un Júpiter eclesiástico.

En cuanto conoció que su autoridad se acataba, De Pas fue amansando el oleaje de su cólera; y al fin, pálido, pero con voz ya serena:

—Salga usted—dijo señalando a la puerta—, salga usted... libre por ser un loco... pero ni dos horas permanezca en la ciudad, ni hable con alma viviente de lo ocurrido aquí... y en cuanto a su crimen execrable, yo me entenderé, sin necesidad de ver a usted, con el señor Peláez, y él le comunicará lo que resolvamos.

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