La reina de la Oscuridad (5 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: La reina de la Oscuridad
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Resuelta a ponerse en movimiento, Maq se levantó y se encaminó a la puerta. Pero oyó un gemido procedente de Tanis y, girando la cabeza, lo miró compadecida.

—Vamos, semielfo —le susurró, no sin cierta amabilidad, mientras rodeaba con sus brazos y lo ayudaba a incorporarse—. Te sentirás mejor en cubierta, al aire libre. Además, debes explicar a tus compañeros que la nuestra no va a ser una placentera travesía por el océano. ¿Conoces el riesgo que todos corremos?

Tanis, apoyado en Maquesta, asintió con la cabeza antes de enfilar el oscilante pasillo inferior.

—No me lo has contado todo, de eso estoy segura —le susurró la capitana cuando, tras cerrar de un puntapié la puerta de su camarote, condujo a Tanis hasta la escalerilla que debía trepar para ascender a la cubierta principal. Sé que no es Berem la única criatura a quien busca el Señor del Dragón. Pero presiento que éste no es el primer temporal que capeas con tu grupo, y espero por el bien de todos que no se esfume vuestra suerte.

El
Perechon
inició su singladura por el embravecido mar. Navegando con pocas velas desplegadas, la embarcación parecía avanzar despacio pues tenía que luchar contra las olas para cubrir cada braza. Por fortuna el viento soplaba a su favor, en violentas ráfagas del suroeste que la empujaba rumbo al Mar Sangriento de Istar. Como los compañeros se dirigían a Kalaman, situada al noroeste de Flotsam y detrás del cabo de Nordmaar, apenas tenían que desviarse de la trayectoria que trazaban las corrientes aunque el navío debía describir una curva abierta. De todos modos, a Maquesta no le importaba permanecer alejada de tierra, en realidad era lo que pretendía.

Le anunció a Tanis que incluso existía la posibilidad de poner rumbo noreste y arribar a Mithras, lugar natal de los minotauros. Aunque algunas de estas criaturas luchaban en las filas de los ejércitos de los Dragones, en su mayoría no habían querido jurar lealtad a la Reina de la Oscuridad. Según Koraf los minotauros exigían el control absoluto de la zona oriental de Ansalon como recompensa por sus servicios, y esta jurisdicción había sido asignada a un nuevo Señor del Dragón, un goblin llamado Toede. A su raza no le agradaban ni los humanos ni los elfos, pero en este preciso momento tampoco se hallaban en buenas relaciones con los Señores de los Dragones de modo que Maq y su tripulación podían refugiarse en Mithras, donde estarían a salvo, al menos durante un tiempo.

A Tanis no le satisfacía esta demora, pero había dejado de ser dueño de su destino. Al asaltarle tal pensamiento, el semielfo lanzó una curiosa mirada al humano que se erguía en solitario en el centro del torbellino de sangre y llamas del Mar de Istar. Berem estaba en su puesto, gobernando la rueda con manos firmes y certeras mientras sus ojos, de vaga y despreocupada expresión, parecían perderse en el lejano horizonte.

Tanis centró su atención en el pectoral del timonel, ansioso por detectar un tenue fulgor verdoso. ¿Qué oscuro secreto latía en el pecho donde meses atrás, en Pax Tharkas, había descubierto la refulgente y esmeralda joya incrustada en la carne? ¿Por qué cientos de draconianos perdían el tiempo en buscar a un solo hombre cuando la guerra aún no había inclinado la balanza a su favor? ¿Cómo era posible que Kitiara hubiera abandonado el mando de sus fuerzas en Solamnia para supervisar la búsqueda en Flotsam a causa de un simple rumor, según el cual el piloto había sido visto, en esta ciudad portuaria?

«¡El es la Clave!». Tanis recordó, de pronto, las palabras de Kitiara. «Si lo capturamos, Krynn sucumbirá al poder de la Reina de la Oscuridad. No habrá en el país entero una fuerza capaz de derrotamos.»

Temblando y con el estómago revuelto, Tanis observó a aquel hombre con sobrecogimiento. ¡Berem parecía tan ajeno, tan por encima de todo! Era como si los problemas del mundo no lo afectasen en lo más mínimo. ¿Acaso estaba Maquesta en lo cierto al afirmar que era un retrasado? El semielfo lo dudaba. Recordaba a Berem tal como lo había visto durante aquellos breves segundos en medio de los horrores de Pax Tharkas. Evocó en su mente la expresión de su rostro cuando permitió que Eben, el traidor, le indicara el camino en un desesperado intento de fuga no se dibujaron en él las líneas del temor, la indiferencia o la abulia, Sino.. ¿cómo expresarlo? ¡Resignación, eso era lo que pareció manifestar! Se diría que conocía el destino que le aguardaba pero, a pesar de todo, había decidido seguir adelante. Cuando Berem y Eben llegaron a las puertas, cientos de toneladas de rocas se desprendieron del mecanismo que las bloqueaba, enterrándolos bajo peñascos que ni un dragón habría podido levantar. Dieron por sentado que ambos habían perecido.

Sin embargo, sólo Eben desapareció sin dejar rastro. Unas semanas más tarde, durante la celebración de los esponsales de Goldmoon y Riverwind, Tanis y Sturm volvieron a ver a Berem... ¡vivo! Antes de que pudieran acercarse a él, el enigmático personaje se escabulló entre el gentío y nunca más tuvieron noticias de su paradero. Nunca más hasta que Tanis lo encontrara hacía tres... no, cuatro días remendando una de las velas de la nave.

Berem mantenía el curso del
Perechon
con el rostro inundado de paz, mientras Tanis se acodaba en la barandilla para deshogar su náusea.

Maquesta no dijo nada a la tripulación acerca de la situación de Berem. Se limitó a explicar la brusca partida de su nave afirmando que había llegado a sus oídos que el Señor del Dragón estaba demasiado interesado en ella y juzgaba oportuno lanzarse a mar abierto. Nadie formuló preguntas incómodas, pues por un lado no profesaban un gran cariño a aquellos siniestros individuos y por otro habían permanecido en Flotsam el tiempo suficiente para perder todo su dinero.

Tampoco Tanis reveló a sus compañeros el motivo de su prisa. Todos conocían la historia del Hombre de la Joya Verde y, aunque eran demasiado educados —excepto Caramon— para manifestarlo, estaban convencidos de que Sturm y Tanis se habían excedido en sus brindis durante la boda. Así pues, no indagaron por qué motivo arriesgaban sus vidas en el embravecido océano, su fe en el cabecilla del grupo era absoluta.

Presa de incesantes mareos y de las violentas punzadas que le infligía su culpabilidad, Tanis merodeaba a trompicones por la cubierta sin dejar de contemplar el mar. Los poderes curativos de Goldmoon le habían ayudado a recobrar una pequeña parte de su integridad, aunque, al parecer, ni siquiera una sacerdotisa era capaz de aliviar el torbellino de su estómago. En cuanto al infierno en el que se debatía su alma, estaba por encima del auxilio de nadie.

Se sentó al fin frente al océano, escudriñándolo en todo momento con el temor de otear el velamen de otro barco en el horizonte. Los otros, quizá porque no eran víctimas de tan intenso agotamiento, se mostraban indiferentes al desordenado vaivén que agitaba a la nave mientras cortaba el abundante oleaje. Lo único que les afectaba era la rociada de alguna que otra ola al romper contra el casco.

Incluso Raistlin, para asombro de su hermano, parecía tranquilo. El mago permanecía apartado de los otros, acurrucado bajo una vela que había aparejado uno de los marineros a fin de impedir que los pasajeros se empaparan más de lo inevitable. No estaba mareado, y apenas tosía. Se hallaba absorto en sus pensamientos, con un brillo en sus dorados ojos más intenso que el del sol matutino que luchaba por abrirse paso entre las amenazadoras nubes tormentosas.

Maquesta se encogió de hombros cuando Tanis mencionó su miedo a que hubieran emprendido su persecución. El
Perechon
era más veloz que las macizas naves de los Señores de los Dragones, y, además, habían logrado cruzar el puerto sin ser vistos más que por otros buques piratas como el suyo. En su hermandad nadie hacía preguntas.

El mar se fue calmando, alisado por la persistente brisa. Durante todo el día los densos nubarrones se fueron acumulando, para ser al fin evaporados por el refrescante viento. La noche se inició clara y estrellada, y Maquesta pudo izar más velas. La nave siguió deslizándose por la llana superficie hasta que, a la mañana siguiente, los compañeros se despertaron ante una de las más espantosas visiones de todo Krynn.

Estaban en el extremo del Mar Sangriento de Istar.

El sol se mostraba como una enorme y dorada bola en el horizonte cuando el
Perechon
se internó en una superficie tan purpúrea como la capa que lucía el mago, como la sangre que se vertía por sus labios siempre que tosía.

—Quien le impuso su nombre estuvo muy acertado —comentó Tanis a Riverwind mientras, desde la cubierta, contemplaban las aguas rojizas y lóbregas. Su radio de observación era corto, una perpetua atmósfera de tormenta permanecía suspendida bajo la bóveda celeste y envolvía el mar en una cortina de tonalidades plomizas.

—Nunca quise creerlo —dijo el bárbaro solemnemente, meneando la cabeza—. Oí a William hablar de él, y no hice apenas caso de sus relatos sobre dragones marinos que engullían a los barcos y mujeres con colas de pez en lugar de piernas. Pero esto... —El hombre de las Llanuras enmudeció para lanzar furtivas e inquietas miradas a las aguas de color sangre.

—¿Supones que es cierto que nos hallamos frente a la sangre derramada por quienes murieron en Istar cuando la, montaña ígnea destruyó el templo del Príncipe de los Sacerdotes —preguntó Goldmoon en un susurro, acercándose a su esposo.

—¡Eso es una necedad! —intervino Maquesta, que había atravesado la cubierta para reunirse con ellos. Sus ojos no descansaban, en un intento de asegurarse de que sacaba en todo instante el mejor partido posible a su nave y sus tripulantes.

—¿Habéis escuchado las historias de William, ese hombre de cara porcina? —continuó sin poder contener la risa—. Le gusta asustar a los habitantes de tierra adentro. El agua debe su color al terreno del fondo, que se mueve con las constantes mareas. Recordad que no navegamos sobre arena como en el resto del océano. En un tiempo pasado ocupaba este paraje la capital de un próspero reino, y la región adyacente. Cuando cayó la montaña de fuego, abrió una brecha en el suelo y éste fue invadido por el océano, que creó un nuevo mar. Ahora las riquezas de Istar yacen bajo las olas.

Maquesta se asomó a la barandilla con ojos soñadores, como si pudiera penetrar las revueltas aguas para Ver los fabulosos tesoros de la ciudad perdida. Lanzó un anhelante suspiro y Goldmoon observó su morena tez con aversión, llenos sus ojos de la tristeza y del terror que le inspiraban la destrucción y pérdida de tantas vidas.

—No puedo creer que las mareas agiten constantemente la tierra —declaró Riverwind frunciendo el ceño—. Ni tampoco las olas y las corrientes pueden ser las causantes pues éstas no habrían impedido que el terreno acabase por asentarse.

—Cierto, bárbaro —admitió Maquesta alzando una mirada de admiración hacia el alto y atractivo habitante de las Llanuras— No os he explicado el fenómeno porque tengo entendido que ninguno de vosotros es navegante. Pero vuestro pueblo, si no me equivoco, está formado por granjeros y por consiguiente conocéis la textura de la tierra. Si hundes la mano en el agua, palparás sus, aún, recios granos. En realidad lo que provoca todo este movimiento es, según afirman, un remolino situado en el centro del Mar Sangriento, dotado de una fuerza insólita y capaz de arrastrar cualquier masa en sus violentas ondas. ¿Quién sabe? Quizá se trate de otra de las imaginativas historias de William. Debo confesar que nunca lo he visto, ni tampoco las personas que han viajado conmigo; y os aseguro que he surcado estos mares desde que era una niña, pues aprendí el oficio de mi padre. De todos modos, nadie ha cometido la imprudencia de internarse en la tempestad que veis suspendida sobre el corazón de este mar.

—¿Cómo llegaremos a Mithras? —gruñó Tanis—. Si tus cartas de navegación son correctas, está al otro lado del Mar Sangriento.

—Arribaremos a Mithras poniendo rumbo sur, si alguien nos persigue. De lo contrario bordearemos el extremo occidental del océano y seguiremos sin abandonar la costa hacia el norte, por el cabo Nordmaar. No te preocupes, semielfo —añadió Maq agitando la mano en un ademán exagerado—. Al menos podrás contar que has visto el Mar Sangriento, una de las maravillas del Krynn.

Cuando se disponía a alejarse, Maquesta fue llamada por el vigía.

—¡He avistado una nave por el oeste!

Al instante Maquesta y Koraf extrajeron sus catalejos y examinaron el horizonte de poniente. Los compañeros, por su parte, intercambiaron miradas inquietas y se agruparon. Incluso Raistlin abandonó su rincón bajo la protectora vela y cruzó la cubierta, sin cesar de escudriñar el punto indicado con sus dorados ojos.

—¿Ves algún velamen? —susurró la capitana al minotauro.

—No —contestó el interpelado con su tosca versión de la lengua común—. No es una nave, quizá sólo una nube. Pero avanza muy deprisa, más que cualquier tormenta que haya oteado nunca.

No acertaban a distinguir sino unas manchas oscuras perfiladas en lontananza, manchas que crecían bajo sus atentas miradas.

De pronto Tanis sintió un punzante dolor en sus entrañas, como si le hubieran traspasado con una espada. Tan agudo y auténtico era su sufrimiento que quedó sin resuello y tuvo que agarrarse a Caramon para no caer desplomado. Los demás lo contemplaron preocupados, mientras el guerrero le rodeaba con su poderoso brazo en un intento de sostenerlo.

Tanis sabía quiénes se aproximaban.

Y también conocía a su cabecilla

3

La creciente oscuridad.

—Un grupo de dragones alados —dijo Raistlin, plantándose junto a su hermano—. Creo haber contado cinco.

—¡Dragones! —exclamó Maquesta con voz ahogada. Se aferró a la barandilla con manos temblorosas, pero pronto se repuso y dio media vuelta para ordenar—: ¡A toda vela!

Los marineros fijaron la vista en el poniente, atenazadas sus mentes por los horrores que sin duda se avecinaban. Maquesta tuvo que repetir su orden, esta vez gritando con todas sus fuerzas, si bien lo único que la inquietaba era la suerte de su amado barco. La serenidad y firmeza de su actitud lograron vencer los primeros y aún vagos temores de sus marineros. lnstintivamente unos pocos se pusieron en movimiento para obedecerla, y los demás siguieron por inercia. Koraf contribuyó con su látigo, que hacía restallar contra la piel de quienes no actuaban con la celeridad debida. Al cabo de unos momentos, todas las velas ondeaban en sus mástiles. Los cabos crujían de un modo siniestro, mientras que los aparejos entonaban una triste melodía.

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