La reina de las espadas (5 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

BOOK: La reina de las espadas
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Saboreaba su pobre miseria. Se lamió los labios mientras inspeccionaba a los prisioneros.

—Preparad la comida —ordenó—, para que su olor

llegue al Iffarn, despierte el apetito de los dioses y vengan a nosotros.

Una de las mujeres empezó a gritar y algunas se desmayaron. Dos de los jóvenes inclinaron las cabezas para sollozar mientras los niños lo miraban todo, sin comprender, preocupados por el hecho de estar encerrados y no por el destino que pesaba sobre ellos.

Metiendo unas cuerdas entre los barrotes de la parte alta de la jaula, unos cuantos hombres empezaron a izarla hacia las vigas del techo.

El gatito cambió de posición, pero siguió mirando.

Hicieron entrar un enorme brasero y lo pusieron debajo de la jaula, que empezó a balancearse con la tumultuosa resistencia de los prisioneros. Los ojos de los guerreros se inflamaron anticipándose al espectáculo. El brasero estaba atiborrado de carbón, ya blanquecino por el calor; entraron unos sirvientes trayendo jarras de aceite para arrojarlo sobre el carbón que, repentinamente, saltó en rugientes llamas hacia la jaula suspendida sobre él. Un horripilante aullido brotó de su interior, un ruido incoherente y espeluznante llenó el salón.

Y el Rey Lyr-a-Brode se echó a reír.

Poco después, las voces se apagaron y fueron reemplazadas por el crujir del fuego y el olor a carne quemada. La risa se apagó y volvió el silencio, mientras los guerreros esperaban el próximo acontecimiento.

El gato retrocedió hacia las piedras que llevaban al pasaje más allá del salón.

El aullido se hizo mayor y las llamas del brasero empezaron a desanimarse, hasta apagarse por completo.

La sala estaba totalmente a oscuras. El aullido provocaba ecos por doquier, ascendiendo y, a veces, dando la sensación de morir para volver a nacer todavía más fuerte.

Luego, llegó otro extraño sonido. Eran los ruidos del Perro y del Oso, los espantosos dioses de los Mabdén.

El salón vibraba, al tiempo que una extraña luz empezó a manifestarse por encima del trono vacío.

Y, acto seguido, rodeado de una extraña radiación de colores, se agazapaba en la tarima de granito un ser que movía el hocico de un lado a otro husmeando los restos del banquete.

Era inmenso y apestaba, y se erguía sobre las patas traseras como una parodia de los que le observaban temblorosos.

El perro volvió a olfatear. Brotaban ruidos de su garganta. Sacudió la cabeza.

Todavía seguía oyéndose el otro sonido, el rugiente estruendo. Aumentó de volumen y el Perro inclinó la cabeza hacia un lado. Cesó de husmear.

Una luz azul claro apareció en el estrado, al otro lado del trono. Tomó forma y apareció el Gran Oso, un oso negro con cuernos negros que nacían de su cabeza. Abrió las fauces e hizo una mueca, brillándole los colmillos.

Se alzó para llegar hasta la jaula y tiró de ella hasta hacerla caer al suelo.

El Perro y el Oso se arrojaron sobre su contenido, atracándose de carne abrasada, rugiendo y atragantándose, haciendo crujir los huesos mientras chorros sangrientos corrían por sus hocicos. Cuando terminaron, se lanzaron sobre la tarima mirando ferozmente a los mortales que, silenciosamente, temblaban.

Por vez primera, el Rey Lyr-a-Brode abandonó el grupo de guardias y caminó hacia el trono. Se arrodilló y levantó los brazos, adorando al Oso y al Perro.

—¡Excelencias, escuchadnos! —murmuró—. Hemos oído que su Excelencia Arag ha sido herido por el odiado Shefanhow que está aliado con nuestros enemigos de Lywm-an-Esh, la tierra que se hunde. Nuestra causa está amenazada y vuestro reino en peligro. ¿Deseáis ayudarnos, Excelencias?

El Perro rezongó y el Oso husmeó.

—¿Queréis ayudarnos, Excelencias?

El Perro miró con malos ojos a través del salón y pareció como si el mismo reflejo salvaje saliera de los ojos de todos los presentes. Estaba satisfecho. Habló.

—Conocemos el peligro. Es mayor de lo que pensáis. —La voz era dura, como si tuviera dificultad en nacer y atravesar la garganta—. Tendréis que dirigir deprisa vuestras fuerzas y marchar velozmente contra nuestros enemigos, si deseáis que Aquellos a los que servimos retengan el Poder y nos hagan más fuertes a nosotros mismos.

—Nuestros capitanes están ya reunidos, su Excelencia el Perro, y sus ejércitos se dirigen hacia Kalenwyr para reunirse con ellos.

—Eso está bien. Os mandaremos la ayuda que nos sea posible. —El Perro volvió la enorme cabeza hacia su hermano el Oso.

La voz del Oso era aguda, pero más fácil de comprender.

—Nuestros enemigos también buscarán ayuda, pero les será más difícil encontrarla, pues Arkyn de la Ley todavía es débil. Arioch, al que vosotros llamáis Arag, debe volver a su antigua posición para poder gobernar, como hizo antes, los Cinco Planos. Pero, para que esto ocurra, necesita tener un corazón nuevo y una nueva forma. Y sólo hay un corazón y una forma que puedan servir: el corazón de Córum, el Príncipe de la Túnica Escarlata, el hombre que destruyó su corazón. Hará falta una complicada hechicería para preparar a Córum cuando le capturéis. ¡Y hay que capturarlo pronto!

—¿Herido?

Era la decepcionada voz de Glandyth.

—¿Por qué refrenarse? —dijo el Oso.

Y hasta Glandyth se estremeció.

—Ahora nos vamos —dijo el Perro—. Nuestra ayuda llegará pronto. Vendrá acompañada por un mensajero de los propios dioses antiguos, del Señor de las Espadas de los Planos más próximos, de la Reina Xiombarg. Él os dirá mucho más de lo que os podamos decir nosotros.

Y el Perro y el Oso desaparecieron, dejando tras ellos un olor a carne quemada danzando en el salóo. La voz temblorosa del Rey gritó en la oscuridad.

—¡Traed antorchas! ¡Traed antorchas!

Se abrieron las puertas y entró una luz turbia y rojiza.

La luz iluminó el estrado, el trono, la jaula de mimbre despedazada, el apagado brasero y al Rey arrodillado. Los ojos del Rey fluctuaron mientras dos de los guardianes le ayudaban a levantarse. No parecía aceptar gustoso la responsabilidad que en él habían depositado sus dioses. Miró a Glandyth con aires de súplica.

Glandyth jadeaba y sonreía como un perro a punto de devorar una presa recién atrapada.

El gato se deslizó por la viga a lo largo del pasadizo, por las escaleras, camino del Castillo Moidel.

Tercer capítulo

Lywm-an-Esh

Era una tarde cálida y tranquila de mitad del verano y algunas delgadas capas de nubes se reunían en el horizonte. Una vegetación viva y suave se esparcía por el prado hasta donde alcanzaba la vista, hasta la cinta dorada que separaba la tierra del mar. Todas las flores eran silvestres y su profusión y variedad sugerían la sensación de un antiguo jardín abandonado hacía años.

Poco tiempo antes, se había detenido una galera en la playa, y de ella surgió toda una compañía; los caballos bajaron por una plancha adecuada para tal fin; las sedas y los aceros brillaron bajo el sol mientras el contingente descendía de la nave y montaba en los caballos para adentrarse en la isla.

Los cuatro primeros jinetes alzaron la espada; caminaban a través de una selva de tulipanes silvestres que les llegaba hasta la rodilla, tan suaves y coloreados como el terciopelo. Los caballeros respiraron profundamente aquella maravillosa fragancia.

Excepto uno de ellos, todos llevaban armadura. Éste era alto y de raras facciones, con un parche enjoyado sobre el ojo derecho y una manopla de seis dedos, adornada de la misma manera, en la mano izquierda. Llevaba un casco alto, de forma en cono, hecho de plata, con una visera de pequeños barrotes plateados que colgaban de unos delgados filamentos que rodeaban el canto del casco.

Su armadura también era de plata, aunque la segunda capa fuera de cobre, y su camisa, calzas y botas eran de un cuero curtido con extremada delicadeza. Una larga espada colgaba a su cintura, y su pomo venía ornado con plata finamente trabajada. En una vaina llevaba un hacha

de guerra decorada del mismo modo que la espada. Sobre los hombros portaba un manto de extraña textura, de un color granate brillante y, atravesándole la espalda, un carcaj lleno de flechas y un largo arco. Era el Príncipe Córum Jhaelen Irsei, el Príncipe de la Túnica Escarlata, preparado para la guerra.

A su lado iba otro jinete con cota de malla, pero con el casco labrado. Era, al igual que el escudo, la concha de un molusco gigante. Una espada fina y una lanza eran las armas de aquel caballero, que no era otro que la Margravina Rhalina de Allomglyl, preparada para la guerra.

Junto a Rhalina iba un atractivo joven, con casco y escudo similares a los suyos, una larga lanza, un hacha de mango corto y una espada. Su largo manto era de seda naranja y armonizaba con la delicada manta que llevaba la yegua castaña cuyo enjoyado atalaje era probablemente más valioso que el del propio caballero. Se trataba de Beldan-an-Allomglyl, preparado para la guerra.

El cuarto caballero llevaba un sombrero con ala anchísima, un poco ladeado en la cabeza, y adornado con una pluma. Su camisa era de seda natural y sus pantalones rivalizaban con el grana del manto de Córum; una faja amarillo le rodeaba la cintura, cubierta con un cinturón de cuero añejo del que colgaban un sable y un puñal. Las botas le llegaban hasta la rodilla, y la túnica azul marino era tan larga que cubría la grupa del caballo. Un gato blanco y negro se agarraba a su hombro con las alas recogidas. Ronroneaba, y parecía estar muy a gusto. El caballero, de vez en cuando, alzaba el brazo para acariciarle y decirle algunas palabras. Aquel hombre, a veces viajero, a veces poeta, a veces compañero de campeones, era Jhary-a-Conel, y no iba preparado para la guerra.

Tras ellos iban los hombres de Rhalina, acompañados por sus mujeres. Los soldados llevaban el uniforme de Allomglyl, con cascos, armaduras y petos construidos con las conchas de los moluscos que poblaron en otros tiempos el mar que rodeaba el castillo.

Era una elegante compañía y armonizaba perfectamente con el paisaje de Bedwilral-nan-Rywn, el ducado que lindaba al este con Lywm-an-Esh.

Habían dejado atrás el Castillo Moidel, tras intentar despertar, vanamente, a los murciélagos que dormían en las cuevas que se extendían por debajo del castillo («Criaturas del Caos», murmuró Jhary-a-Conel. «Será difícil que nos sirvan a partir de ahora»), y el Señor Arkyn, sin duda preocupado por otras cuestiones, no contestó a sus llamadas. Había quedado muy claro, cuando el gato alado volvió con las noticias, que sería imposible defender el Castillo Moidel, así que decidieron irse a la capital de Lywm-an-Esh, Halwyg-nan-Vake, para avisar al rey de la llegada de los bárbaros por el sur y por el este. Córum quedó impresionado por el paisaje y le costaba entender cómo una tierra tan hermosa, tan parecida a la de los Vad-hagh, podía haber dado lugar a una raza como la Mabdén.

No fue por cobardía por lo que abandonaron el Monte Moidel, sino por precaución, y forzados por el hecho de saber que Glandyth pasaría días, incluso semanas, planeando un ataque contra un castillo que ya no ocupaban.

La principal ciudad del ducado era Llarak-an-Fol, y pasaron más de dos días antes de que llegaran hasta ella. Esperaban conseguir allí algunos caballos frescos y algo de información sobre las defensas del país. El propio ducado vivía en Llarak y conoció a Rhalina de niña. Rhalina estaba segura de que les ayudaría y creería las noticias que traían. Halwyg-nan-Vake estaba, por lo menos, a una semana de viaje de Llarak.

Pese a que Córum había propuesto la mayor parte del plan que seguían, no podía deshacerse de la idea de que estaba rechazando la venganza de su odio, y una parte de

él quería volver a Moidel para esperar a Glandyth. Combatió el impulso, pero el deseo le entristecía frecuentemente, haciendo de él un mal compañero de viaje.

Los demás estaban alegres, felices por poder ayudar a Lywm-an-Esh en la preparación de un ataque que el rey Lyr-a-Brode suponía inesperado. Con mejores armas, cabía una posibilidad de que la invasión fuese desbaratada por completo.

A veces, Jhary-a-Conel se creía con el deber de recordar a Rhalina y a Beldan que el Perro y el Oso habían prometido su ayuda al rey Lyr, aunque nadie supiera de qué tipo sería ni con qué fuerzas.

Aquella noche, acamparon en el Valle Florido y, a la mañana siguiente, llegaron a los bajos ya en la ruta de Llarak-an-Fol.

Por la tarde llegaron a un pueblo agradable, construido sobre las dos orillas de un río, y vieron que la plaza del pueblo estaba llena de gente rodeando un abrevadero desde donde hablaba un hombre vestido de negro. Se detuvieron en lo alto de una cuesta y observaron desde lejos, incapaces de comprender los murmullos que llegaban hasta sus oídos.

Jhary-a-Conel arrugó la frente.

—Parece que están bastante excitados. ¿Crees que habremos llegado tarde con nuestras noticias?

Córum se tocó el parche y consideró la escena.

—Seguramente no es nada más que un asunto del pueblo, Jhary. Bajemos tú y yo a averiguarlo.

Jhary meditó unos instantes y, tras intercambiar unas palabras con los demás, le acompañó rápidamente hacia el pueblo.

El hombre vestido de negro se fijó en ellos y en la cabalgata; les señaló gritando. El pueblo estaba alterado.

Mientras entraban por la calle principal, el hombre cuya rostro reflejaba locura voceó:

—¿Quiénes sois? ¿De qué lado peleáis? ¿Venís a destruirnos? No tenemos nada que dar a vuestro ejército.

—Casi no es un ejército —murmuró Jhary. Luego, en voz más alta, dijo—: No queremos haceros ningún daño. Vamos camino a Llarak.

—A Llarak. Eso quiere decir que estáis de parte del Duque. Ayudáis a la llegada del desastre.

—¿Cómo? —preguntó Córum.

—Aliándoos con las fuerzas débiles, con las fuerzas degeneradas que hablan de paz y que nos traerán una terrible guerra.

—No sois muy explícito, señor —dijo Jhary—. ¿Quién sois?

—Soy Venerak, sacerdote de Urlech. Sirvo a este pueblo y defiendo su bienestar, eso sin hablar del bienestar de toda la nación

Córum susurró al oído de Jhary:

—Urlech es un diosecillo de por aquí. Algún tipo de deidad que rinde pleitesía a Arioch. Habría jurado que su poder quedó destruido junto con Arioch.

—Quizá por eso Venerak está tan descontento —propuso Jhary con un guiño.

—Quizá.

Venerak observaba a Córum atentamente.

—No eres humano.

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