La Reina del Sur (23 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policíaco

BOOK: La Reina del Sur
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Cómo salí, quiso saber ella. Y su voz sonaba extraña, igual que si hubiera dejado de ser suya. Lobato sonreía de una manera que le dulcificaba mucho los rasgos endurecidos, las marcas de la cara y la expresión viva de los ojos al volverlos hacia el hombre que estaba apoyado en la pared sin abrir la boca, mirando a Teresa con curiosidad y casi con timidez, como si no se atreviera a acercarse

—Te sacó él.

Entonces Lobato le contó lo ocurrido después que ella quedara inconsciente. Que tras el impacto flotó un momento antes de hundirse alumbrada por el foco que el helicóptero había vuelto a encender. Que el piloto pasó los mandos a su compañero para tirarse al mar desde tres metros de altura, y en el agua se quitó el casco y el chaleco autoinflable para bucear hasta el fondo donde ella se estaba ahogando. Luego la llevó a la superficie, entre la espuma que levantaban las aspas del rotor, y de ahí a la playa, al tiempo que la Hachejota buscaba lo que había quedado de Santiago Fisterra —los trozos más grandes de la Phantom no alcanzaban cuatro palmos— y las luces de una ambulancia se acercaban por la carretera. Y mientras Lobato refería todo eso, Teresa miraba el rostro del hombre apoyado en la pared, que seguía allí sin pronunciar palabra ni asentir ni nada, como si lo que contaba el periodista le hubiera pasado a otro. Y al fin reconoció a uno de los aduaneros que había visto en la tasca de Kuki, aquella noche en que los contrabandistas llanitos celebraban un cumpleaños. Quiso acompañarme para verte la cara, explicó Lobato. Y también ella le miraba la cara al otro, el piloto del helicóptero de Aduanas que había matado a Santiago y la había salvado a ella. Pensando: debo recordar a ese hombre mas tarde, cuando decida si al encontrármelo de nuevo he de procurar matarlo a mi vez, si puedo, o decir estamos en paz, cabrón, encoger los hombros y ahí nos vemos. Preguntó al fin por Santiago, sobre el paradero de su cuerpo; y el de la pared apartó la mirada, y Lobato torció la boca con pesadumbre al decir que el féretro iba camino de O Grove, su pueblo gallego. Un buen chaval, añadió con cara de circunstancias; y Teresa pensó que quizás era sincero, que lo había tratado y pisteado con él, y que tal vez lo apreciaba de veras. Fue entonces cuando empezó a llorar mansa y silenciosamente, porque ahora sí pensaba en Santiago muerto, y veía su rostro inmóvil con los ojos cerrados, como cuando dormía con la cara pegada a su hombro. Y razonó: qué voy a hacer ahora con el pinche barquito de vela que está sobre la mesa en la casa de Palmones, a medio hacer, y ya no lo terminará nadie. Y supo que estaba sola por segunda vez, y que en cierta forma era para siempre.

—Fue O'Farrell quien de verdad le cambió la vida —repitió María Tejada.

Había pasado los últimos cuarenta y cinco minutos contándome cómo y por qué. Al cabo fue a la cocina, volvió con dos vasos de infusión de hierbas, y se bebió una mientras yo revisaba las notas y digería la historia. La antigua asistente social de la prisión de El Puerto de Santa María era una mujer rechoncha, vivaracha, con el pelo largo y lleno de canas que no se teñía, mirada bondadosa y boca firme. Llevaba gafas redondas de montura metálica y anillos de oro en varios dedos de las manos: lo menos diez, conté. También le calculé unos sesenta años. Durante treinta y cinco había trabajado para Instituciones Penitenciarias en las provincias de Cádiz y Málaga. No fue fácil dar con ella, pues estaba jubilada desde hacía poco; pero Óscar Lobato averiguó su paradero. Las recuerdo bien a las dos, dijo ella cuando planteé el asunto por teléfono. Venga a Granada y hablaremos. Me recibió en chándal y zapatillas en la terraza de su piso de la parte baja del Albaicín, con toda la ciudad y la vega del Genil a un lado y al otro la Alhambra encaramada entre árboles, dorada y ocre bajo el sol de la mañana. Una casa con mucha luz y gatos por todas partes: sobre el sofá, en el pasillo, en la terraza. Al menos media docena de gatos vivos —olía a diablos, pese a las ventanas abiertas— y una veintena más en cuadros, en figuritas de porcelana, en tallas de madera. Hasta había alfombras y cojines bordados con gatos, y entre la ropa puesta a secar en la terraza colgaba una toalla con el gato Silvestre. Y mientras yo releía las notas y saboreaba la infusión, un minino atigrado me observaba desde lo alto de la cómoda, como si me conociera de antes, y otro gordo y gris se aproximaba sobre la alfombra con maneras de cazador, cual si los cordones de mis zapatos fuesen presa legítima. El resto andaba repartido por la casa en diversas posturas y actitudes. Detesto a esos bichos demasiado silenciosos y demasiado inteligentes para mi gusto —no hay nada como la estólida lealtad de un perro estúpido—; pero hice de tripas corazón. El trabajo es el trabajo.

—O'Farrell le hizo ver cosas de sí misma —decía mi anfitriona— que ni imaginaba que existieran. Y hasta empezó a educarla un poquito, ¿no?… A su manera.

Tenía sobre la mesa de tresillo un montón de cuadernos donde había ido anotando durante años las incidencias de su trabajo. Los revisé antes de que usted llegara, dijo. Para refrescar. Luego me mostró algunas páginas escritas con caligrafía redonda y apretada: fichas individuales, fechas, visitas, entrevistas. Algunos párrafos estaban subrayados. Seguimiento, explicó. Lo mío era evaluar su grado de integración, ayudarlas a buscar algo para después. Allí dentro hay mujeres que pasan el día mano sobre mano y otras que prefieren hacer cosas. Yo facilitaba los medios. Teresa Mendoza Chávez y Patricia O'Farrell Meca. Clasificadas como Fies: Fichero de internas de especial seguimiento. En su momento dieron mucho que hablar aquellas dos.

—¿Fueron amantes?

Cerró los cuadernos dirigiéndome una mirada larga, evaluativa. Sin duda consideraba si aquella pregunta respondía a curiosidad malsana o a interés profesional.

—No lo sé —respondió al fin—. Entre las chicas se rumoreaba, claro. Pero esas cosas se rumorean siempre. O'Farrell era bisexual. Eso como mínimo, ¿no?… Y la verdad es que había mantenido relaciones con algunas reclusas antes de la llegada de Mendoza; pero respecto a ellas dos, nada puedo decirle con seguridad.

Después de mordisquearme los cordones de los zapatos, el gato gordo y gris se frotaba contra mis pantalones, llenándolos de pelos felinos. Mordí el extremo del bolígrafo, estoico.

—¿Cuánto tiempo pasaron juntas?

—Un año como compañeras de celda, y luego salieron con diferencia de pocos meses… Tuve ocasión de tratar a las dos: callada y casi tímida Mendoza, muy observadora, muy prudente, con aquel acento mejicano que la hacía parecer tan mansa y correcta… Quién lo hubiera dicho luego, ¿no?… O'Farrell era el polo opuesto: amoral, desinhibida, siempre con una actitud entre superior y frívola. De mucho mundo. Una aristócrata golfa que condescendiera a tratar con el pueblo. Sabía utilizar el dinero, que en la cárcel pesaba mucho. Comportamiento irreprochable, el suyo. Ni una sanción en los tres años y medio que pasó dentro, fíjese, a pesar de que adquiría y consumía estupefacientes… Ya le digo que era demasiado lista para buscarse problemas. Parecía considerar su estancia en prisión como unas vacaciones inevitables, y esperaba a que pasaran sin hacerse mala sangre.

El gato que se frotaba contra mis pantalones enganchó las uñas en un calcetín, así que lo alejé con un puntapié discreto que me valió un breve silencio censor de mi interlocutora. De cualquier modo —prosiguió tras la incómoda pausa, llamando al gato sobre sus rodillas, ven aquí, Anubis, precioso—, O'Farrell era una mujer hecha, con personalidad; y la recién llegada resultó muy influenciada por ella: buena familia, dinero, apellido, una cultura… Gracias a su compañera de celda, Mendoza descubrió la utilidad de la instrucción. Ésa fue la parte positiva del influjo; le inspiró deseos de superarse, de cambiar. Leyó, estudió. Descubrió que no hace falta depender de un hombre. Tenía facilidad para las matemáticas y el cálculo, y encontró oportunidad para desarrollarlas en los programas de educación para reclusas, que entonces permitían redimir día por día de condena. En sólo un año se graduó en un curso de matemáticas elementales, en otro de lengua y ortografía, y mejoró mucho en inglés. Se convirtió en lectora voraz, y al final lo mismo la encontrabas con una novela de Agatha Christie que con un libro de viajes o de divulgación científica. Y fue O'Farrell quien la animó a todo eso. El abogado de Mendoza era un gibraltareño que la dejó tirada a poco de ingresar en prisión; y por lo visto también se quedó con el dinero, que no sé si era mucho o poco. En El Puerto de Santa María no tuvo ningún vis a vis —algunas reclusas conseguían falsos certificados de convivencia para ser visitadas por hombres—, ni nadie fue a verla. Estaba completamente sola. Así que O'Farrell le hizo todos los recursos y papeleo para que consiguiera la libertad condicional y el tercer grado. Tratándose de otra persona, todo eso habría facilitado quizás una reinserción. Al salir en libertad, Mendoza pudo haber encontrado un trabajo decente: aprendía rápido, tenía instinto, una cabeza serena y un coeficiente de inteligencia alto —la asistente social había vuelto a consultar sus cuadernos—, que rebasaba con creces el 130. Lamentablemente, su amiga O'Farrell estaba demasiado encanallada. Ciertos gustos, ciertas amistades. Ya sabe —me miraba como si dudara que yo lo supiera—. Ciertos vicios. Entre mujeres, prosiguió, determinadas influencias o relaciones son más fuertes que entre los hombres. Y luego estaba aquello que se dijo: la historia de la cocaína perdida y lo demás. Aunque en la cárcel —el tal Anubis ronroneaba mientras su dueña le pasaba la mano por el lomo— siempre corren historias de ésas a cientos. Así que nadie creyó que fuera verdad. Absolutamente nadie, insistió tras un silencio pensativo, sin dejar de acariciar al gato. Aun ahora, transcurridos nueve años y pese a cuanto se había publicado al respecto, la asistente social seguía convencida de que lo de la cocaína se trataba de una leyenda.

—Pero ya ve lo que son las cosas. Primero fue O'Farrell quien cambió a la Mejicana; y luego, según dicen, ésta se adueñó por completo de la vida de la otra. ¿No?… Como para fiarse de las mosquitas muertas.

En cuanto a mí, siempre tendré presente al joven soldado de pálida tez y brillantes ojos, y cuando el ángel de la muerte descienda, estoy seguro de reconocer en él a Selim…

El día que cumplió veinticinco años —le habían quitado la última escayola del brazo una semana atrás—, Teresa puso una marca en la página 579 de aquel libro que la tenía fascinada; nunca antes pensó que una misma pudiera proyectarse con tal intensidad en lo que leía, de forma que lector y protagonista fuesen uno solo. Y Pati O'Farrell tenía razón: más que el cine o la tele, las novelas permitían vivir cosas para las que no bastaba una sola vida. Ésa era la extraña magia que la mantenía atada a aquel volumen cuyas páginas empezaban a descoserse de puro viejas, y que Pati hizo arreglar tras cinco días de impaciente espera por parte de Teresa, interrumpida la lectura en el capítulo XXVII —
Las catacumbas de San Sebastián
— porque, según dijo Pati, no se trata sólo de leer libros, Mejicana, sino del placer físico y el consuelo interior que da tenerlos en las manos. Así que para intensificar ese placer y ese consuelo, Pati fue con el libro al taller de encuadernación para internas, y allí encargó que descosieran los cuadernillos de papel para volver a coserlos con cuidado, y luego encuadernarlos de nuevo con cartón, engrudo y papel decorado para las guardas interiores, y una linda cubierta de piel marrón con letras doradas en el lomo donde podía leerse:
Alejandro Dumas
; y debajo:
El conde de Montecristo
. Y abajo del todo, con letritas también doradas y más pequeñas, las iniciales T. M. C. del nombre y apellidos de Teresa.

—Es mi regalo de cumpleaños.

Eso dijo Pati O'Farrell devolviéndoselo a la hora del desayuno, después del primer recuento del día. El libro venía muy bien envuelto, y Teresa sintió ese placer especial del que su compañera había hablado cuando volvió a tenerlo consigo, pesado y suave con las nuevas cubiertas y aquellas letras doradas. Y Pati la miraba de codos sobre la mesa, taza de achicoria en una mano y cigarrillo encendido en la otra, observando su alegría. Y repitió feliz cumpleaños, y las otras compañeras también festejaron a Teresa, el próximo en la calle, dijo una, con un buen semental cantándote las mañanitas mientras te despiertas, y yo que lo vea. Y luego, por la noche, después del quinto recuento, en vez de bajar al comedor para la cena —el asqueroso fletán empanado y la fruta demasiado madura de costumbre—, Pati se arregló con las boquis para una pequeña fiesta privada en el chabolo, y pusieron casetes con rolas de Vicente Fernández, Chavela Vargas y Paquita la del Barrio, todas de aquel rumbo y bien chingonas, y después de entornar la puerta Pati sacó una botella de tequila que había conseguido quién sabe cómo, una auténtica Don Julio que alguna funcionaria había metido de fayuca, previo pago de la lana quintuplicada de su importe, y se la pistearon a escondidas, disfrutando de lo criminal que estaba, en compañía de algunas colegas que se sumaron al desmadre sentadas en los catres y en la silla y hasta en el tigre, como Carmela, una gitana grandota y mayor, mechera de oficio, que le hacía trabajos de limpieza a Pati y lavaba sus sábanas —también la ropa de Teresa mientras tuvo enyesado el brazo— a cambio de que la Teniente O'Farrell ingresara pequeñas cantidades mensuales en su peculio. Las acompañaban Conejo, la bibliotecaria envenenadora, la piquera Charito, que estaba allí por tomadora del dos en la feria del Rocío y en la de Abril y en la que hiciera falta, y Pepa Trueno, alias Patanegra, que se había cargado a su marido con un cuchillo de cortar jamón del bar que ambos regentaban en la N-IV, y contaba muy orgullosa que a ella el divorcio le había costado veinte años y un día, pero ni un duro. Teresa se puso el semanario de plata en la mano derecha, para estrenar muñeca nueva, y los aros le tintineaban alegres a cada trago. El fandango duró hasta el recuento de las once. Hubo parchís, que era el juego taleguero por excelencia, y latas de conservas, y pastillas para animarse el chocho —que decía muy gráficamente Carmela entre risas de faraona maruja—, y canutos de una china bastante gruesa convertida en humo, chistes y risas, mientras Teresa pensaba hay que ver con la España y la Europa de la chingada, con sus reglamentos y sus historias y su mirarnos por encima del hombro a los corruptos mejicanos, imposible conseguir aquí unas chelas —garimbas, llamaban sus compañeras a las cervezas—, y ya ves. De pastillas y chocolate y una botella de vez en cuando, de eso no se privan algunas si tratan con la boqui adecuada y tienen con qué pagarlo.

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