La Reina del Sur (43 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policíaco

BOOK: La Reina del Sur
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—Puntualidad prusiana —añadió—. El sitio justo y la hora exacta.

El sonido estaba cada vez más cerca, siempre a muy baja altura. Teresa escudriñó con avidez la oscuridad, y entonces le pareció verlo: un pequeño punto negro que aumentaba de tamaño, justo en el límite entre el agua sombría y el rielar de la luna, mar adentro.

—Híjole —dijo.

Era casi hermoso, pensó. Tenía información, recuerdos, experiencias que le permitían imaginar el mar visto desde la cabina, las luces amortiguadas en el tablero de instrumentos, la línea de tierra perfilándose delante, los dos hombres a los mandos, VOR-DME de Almería en la frecuencia 114,1 para calcular demora y distancia sobre el mar de Alborán, punto-raya-raya-raya-punto-raya-punto, y después la costa a ojo a la luz de la luna, buscando referencias en el destello del faro a la izquierda, las luces de Carboneras a la derecha, la mancha neutra de la ensenada en el centro. Ojalá estuviera allí arriba, se dijo. Volando a ojo como ellos, con un par de huevos rancheros en su sitio. Entonces el punto negro creció de pronto, siempre a ras del agua, mientras el ruido de motores aumentaba hasta volverse atronador, rooaaaar, hizo, igual que si fuera a echárseles encima, y Teresa alcanzó a distinguir unas alas materializándose a la misma altura desde la que observaban ella y el doctor. Y al cabo vio la silueta entera del avión que volaba muy bajo, a unos cinco metros sobre el mar, las dos hélices girando como discos de plata en el contraluz de la luna. A toda madre. Un instante después, sobrevolándolos con un rugido que levantó a su paso una polvareda de arena y algas secas, el avión ganó altitud, internándose tierra adentro mientras inclinaba un ala a babor y se perdía en la noche, entre las sierras de Gata y Cabrera.

—Ahí va una tonelada y media —dijo el doctor.

—Todavía no está abajo —respondió Teresa.

—Lo estará en quince minutos.

Ya no había motivo para seguir a oscuras, así que el doctor hurgó en los bolsillos del pantalón, encendió su pipa, y luego prendió el cigarrillo que Teresa acababa de llevarse a la boca. Pote Gálvez venía con un vaso de café en cada mano. Una sombra gruesa, atenta a sus deseos. La arena blanca amortiguaba los pasos.

—¿Qué onda, patrona?

—Todo bien, Pinto. Gracias.

Bebió el líquido amargo, sin azúcar y avivado por un chorro de coñac, disfrutando el cigarrillo que tenía dentro un poco de hachís. Espero que todo siga igual de bien, pensó. El celular que llevaba en el bolsillo del chaquetón sonaría cuando la carga estuviese en las cuatro camionetas que esperaban junto a la rudimentaria pista: un diminuto aeródromo abandonado desde la guerra civil, en medio del desierto almeriense, cerca de Tabernas, con el pueblo más próximo a quince kilómetros. Aquélla era la última etapa de una compleja operación que relacionaba una carga de mil quinientos kilos de clorhidrato de cocaína del cártel de Medellín con las mafias italianas. Otra chinita en el zapato del clan Corbeira, que seguía pretendiendo la exclusiva de los movimientos de doña Blanca en territorio español. Teresa sonrió para sí. Bien chilosos iban a ponerse los gallegos, si se enteraban. Pero desde Colombia le habían pedido a Teresa que estudiase la posibilidad de colocar, de una sola tacada, un cargamento grande que sería embarcado en contenedores en el puerto de Valencia con destino a Génova; y ella se limitaba a solucionar el problema. La droga, sellada al vacío en paquetes de diez kilos dentro de bidones de grasa para automóviles, había cruzado el Atlántico después de transbordarse frente a Ecuador, a la altura de las islas Galápagos, a un viejo carguero con bandera panameña, el
Susana
. El desembarco se efectuó en la ciudad marroquí de Casablanca; y de allí, con protección de la Gendarmería Real —el coronel Abdelkader Chaib seguía en óptimas relaciones con Teresa—, viajó en camiones al Rif, hasta uno de los almacenes utilizados por los socios de Transer Naga para preparar los cargamentos de hachís.

—Los marroquíes han cumplido como caballeros —comentó el doctor Ramos, las manos en los bolsillos. Se dirigían al coche, con Pote Gálvez al volante. Los faros encendidos iluminaban la extensión de arena y rocas, las gaviotas desveladas que revoloteaban sorprendidas por la luz.

—Sí. Pero el mérito es suyo, doctor.

—No la idea.

—Usted la hizo posible.

El doctor Ramos chupó su pipa sin decir nada. Era difícil que el táctico de Transer Naga formulara una queja, o mostrara satisfacción ante un elogio; pero lo cierto es que Teresa lo adivinaba satisfecho. Porque, si la idea del avión grande —el puente aéreo, lo llamaban entre ellos— era de Teresa, el trazado de la ruta y los detalles operativos corrían a cargo del doctor. La innovación consistía en aplicar los vuelos a baja altura y el aterrizaje en pistas secretas a una operación de más envergadura, más rentable. Porque en los últimos tiempos habían surgido problemas. Dos expediciones gallegas, financiadas por el clan Corbeira, resultaron interceptadas por Vigilancia Aduanera, una en el Caribe y otra frente a Portugal; y una tercera operación íntegramente realizada por los italianos —un mercante turco con media tonelada a bordo en ruta de Buenaventura a Génova, vía Cádiz— terminó en completo fracaso con la carga incautada por la Guardia Civil y ocho hombres en prisión. Era un momento difícil; y tras darle muchas vueltas Teresa decidió arriesgarse con los métodos que años atrás, en México, valieron a Amado Carrillo el sobrenombre de Señor de los Cielos. Órale, concluyó. Para qué inventar, habiendo maestros. De modo que puso a Farid Lataquia y al doctor Ramos al trabajo. El libanés había protestado, claro. Poco tiempo, poco dinero, poco margen. Siempre le piden milagros al mismo. Etcétera. Mientras, el doctor se encerraba con sus mapas y sus planos y sus diagramas, fumando pipa tras pipa y sin pronunciar otras palabras que las imprescindibles, calculando rutas, combustible, lugares. Huecos de radar para llegar al mar entre Melilla y Alhucemas, distancia por recorrer a ras del agua con rumbo este-norte-noroeste, zonas sin vigilancia para cruzar la costa española, referencias de tierra para guiarse a ojo y sin instrumentos, consumo a alta y baja cota, sectores donde un avión de tamaño medio no podía ser detectado volando sobre el mar. Hasta sondeó a un par de controladores aéreos que estarían de guardia en las noches y lugares adecuados, asegurándose de que nadie daría parte si algún eco sospechoso se reflejaba en las pantallas de radar. También había volado sobre el desierto almeriense en busca del lugar adecuado para el aterrizaje, e ido a las montañas del Rif para comprobar sobre el terreno las condiciones de los aeródromos locales. El avión lo consiguió Lataquia en África: un viejo Aviocar C–212 destinado al transporte de pasajeros entre Malabo y Bata, procedente de la ayuda española a Guinea Ecuatorial, construido en 1978 y que todavía volaba. Bimotor, dos toneladas de capacidad de carga. Podía aterrizar a sesenta nudos en doscientos cincuenta metros de pista si invertía las hélices y sacaba los flaps a cuarenta grados. La compra se realizó sin problemas a través de un contacto de la embajada ecuatoguineana en Madrid —comisión del agregado comercial aparte, la sobrefacturación sirvió para cubrir una compra de motores marinos para semirrígidas—, y el Aviocar voló a Bangui, donde los dos motores turbohélice Garret TPE fueron revisados y puestos a punto por mecánicos franceses. Luego fue a posarse en una pista de cuatrocientos metros en las montañas del Rif para hacerse cargo de la cocaína. Conseguir la tripulación no fue difícil: cien mil dólares para el piloto Jan Karasek, polaco, ex fumigador agrícola, veterano de los vuelos nocturnos transportando hachís para Transer Naga a bordo de una Skymaster de su propiedad— y setenta y cinco mil para el copiloto: Fernando de la Cueva, un ex militar español que había volado con los Aviocar cuando estaba en el Ejército del Aire, antes de pasar a la aviación civil y quedarse en paro tras una reestructuración laboral de Iberia. Y a esa hora —los faros de la Cherokee alumbraban las primeras casas de Carboneras cuando Teresa consultó el reloj del salpicadero—, los dos hombres, tras guiarse por las luces de la autovía Almería-Murcia y cruzarla sobre las cercanías de Níjar, ya habrían llevado el avión, volando siempre bajo y evitando el trazado de torres eléctricas que el doctor Ramos dibujó cuidadosamente sobre sus mapas aéreos, en torno a la sierra de Alhamilla, girando despacio al oeste, y estarían sacando los flaps para aterrizar en el aeródromo clandestino iluminado por la luna, un coche al comienzo y otro trescientos cincuenta metros más lejos: dos breves destellos de faros para señalar el inicio y el final de la pista. Llevando en su bodega una carga valorada en cuarenta y cinco millones de dólares, de la que Transer Naga percibía, como transportista, una suma equivalente al diez por ciento.

Se detuvieron a tomar algo en una venta de carretera antes de salir a la N–340: camioneros cenando en las mesas del fondo, jamones y embutidos colgados del techo, botas de vino, fotos de toreros, expositores giratorios con vídeos porno, cintas y cedés de Los Chunguitos, El Fary, La Niña de los Peines. Picotearon de pie en la barra, jamón, caña de lomo y atún fresco con pimientos y tomate. El doctor Ramos pidió un coñac y Pote Gálvez, que conducía, un café doble. Teresa buscaba el tabaco en los bolsillos de su chaquetón cuando se detuvo en la puerta un Nissan verde y blanco de la Guardia Civil y sus ocupantes entraron en la venta. Pote Gálvez se puso tenso, apartadas las manos de la barra, vuelto a medias con desconfianza profesional hacia los recién llegados, moviéndose un poco para cubrir con el cuerpo a su patrona. Tranquilo, Pinto, le dijo ella con los ojos. No será hoy cuando se nos chinguen. Patrulla rural. Rutina. Eran dos agentes jóvenes, con uniformes de color aceituna y pistolas en fundas negras a los costados. Dijeron cortésmente buenas noches, dejaron las gorras sobre un taburete y se acodaron al final de la barra. Parecían relajados, y uno de ellos los miró breve, distraído, mientras ponía azúcar en el café y removía con la cucharilla. La expresión del doctor Ramos chispeaba al cambiar una mirada con Teresa. Si estos picoletos supieran, decía sin decirlo, embutiendo con parsimonia tabaco en la cazoleta de su pipa. Qué cosas. Después, cuando los guardias se disponían a irse, el doctor le apuntó al camarero que tenía mucho gusto en pagar sus cafés. Uno de ellos protestó amable y el otro les dirigió una sonrisa. Gracias. Buen servicio, dijo el doctor cuando se marchaban. Gracias, dijeron otra vez.

—Buenos chicos —resumió el doctor cuando cerraron la puerta.

Había dicho lo mismo de los pilotos, recordó Teresa, cuando los motores del Aviocar atronaban sobre la playa. Y eso, entre otras cosas, era lo que a ella le gustaba del personaje. Su ecuanimidad inmutable. Cualquiera, visto desde la perspectiva adecuada, podía ser buen chico. O buena chica. El mundo era un lugar difícil, de reglas complicadas, donde cada cual jugaba el papel que le asignaba su destino. Y no siempre era posible elegir. Toda la gente que conozco, le oyeron comentar al doctor alguna vez, tiene razones para hacer lo que hace. Aceptando eso en tus semejantes, concluía, no resulta difícil llevarse bien con los demás. El truco está en buscarles siempre la parte positiva. Y fumar en pipa ayuda mucho. Te lleva tiempo, reflexión. Da oportunidad de mover despacio las manos, y mirarte, y mirar a los demás.

El doctor encargó un segundo coñac, y Teresa —no tenían tequila en la venta— un orujo gallego que arrancaba llamas por la nariz. La presencia de los guardias le trajo a la memoria una conversación reciente y viejas preocupaciones. Había recibido una visita tres semanas atrás, en la sede oficial de Transer Naga, que ahora ocupaba un edificio entero de cinco plantas en la avenida del Mar, junto al parque de Marbella. Una visita no anunciada, que al principio ella se negó a recibir hasta que Eva, su secretaria —Pote Gálvez estaba frente a la puerta del despacho, plantado en la alfombra como un dóberman—, le enseñó una orden judicial que recomendaba a Teresa Mendoza Chávez, domiciliada en tal y cual, aceptar esa entrevista o atenerse a las actuaciones posteriores a que hubiera lugar. Encuesta previa, decía el papel, sin determinar previa a qué. Y son dos, añadió la secretaria. Un hombre y una mujer. Guardia Civil. Así que, tras meditar un poco, Teresa hizo avisar a Teo Aljarafe para que estuviese prevenido, tranquilizó a Pote Gálvez con un gesto y le dijo a la secretaria que los hiciera pasar a la sala de reuniones. No se estrecharon manos. Tras un saludo de circunstancias los tres tomaron asiento en torno a la gran mesa redonda de la que se habían retirado antes todos los papeles y carpetas. El hombre era delgado, serio, bien parecido, con el pelo prematuramente gris cortado a cepillo y un hermoso mostacho. Tenía una voz grave y agradable, decidió Teresa; tan educada como sus modales. Vestía de paisano, chaqueta de pana muy usada y pantalones deportivos, pero todo su aspecto parecía de guacho, muy militar. Me llamo Castro, dijo, sin añadir nombre propio, graduación, ni destino; aunque al cabo de un momento pareció pensarlo mejor y añadió lo de capitán. Capitán Castro. Y ella es la sargento Moncada. Mientras hacía la breve presentación, la mujer —pelirroja, vestida con falda y jersey, aretes de oro, ojos pequeños e inteligentes— sacó un magnetófono del bolso de lona que tenía sobre las rodillas y lo puso sobre la mesa. Espero, dijo, que no le importe. Luego se sonó con un kleenex —parecía resfriada, o alérgica— y lo dejó hecho una bolita en el cenicero. En absoluto, contestó Teresa. Pero en tal caso tendrán que esperar a que llegue mi abogado. Y eso incluye tomar notas. De modo que, tras una mirada de su jefe, la sargento Moncada frunció el ceño, introdujo el magnetófono en el bolso y volvió a usar otro kleenex. El capitán Castro explicó en pocas palabras qué los había llevado allí. En el curso de una investigación reciente, algunos informes apuntaban a empresas vinculadas a Transer Naga.

—Habrá pruebas de eso, claro.

—Pues no. Lamento decir que no las hay.

—En ese caso, no comprendo esta visita.

—Es rutinaria.

—Ah.

—Simple cooperación con la justicia.

—Ah.

Entonces el capitán Castro le contó a Teresa que una actuación de la Guardia Civil —lanchas neumáticas presuntamente destinadas al narcotráfico— había sido abortada por una filtración y por la inesperada injerencia del Cuerpo Nacional de Policía. Agentes de la comisaría de Estepona intervinieron antes de tiempo, entrando en una nave del polígono industrial donde, en vez del material al que la Guardia Civil seguía la pista, sólo encontraron dos viejas lanchas fuera de uso, sin obtener ninguna prueba ni realizar detenciones.

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