La Reina del Sur (39 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policíaco

BOOK: La Reina del Sur
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—¿Y qué has decidido, Pinto?

—Pos ni modo. Fíjese que ninguna de las tres cosas me cuadra. Por suerte todavía no tuve familia. Así que por ese rumbo ando tranquilo.

—¿Y?

—Órale. Aquí me tiene.

—¿Y qué hago contigo?

—Pos usted sabrá. Se me hace que ése no es mi problema.

Teresa estudiaba al gatillero. Tienes razón, concedió al cabo de un instante. Sentía una sonrisa a flor de labios pero no llegó a mostrarla. La lógica de Pote Gálvez era comprensible de puro elemental, pues ella conocía bien los códigos. En cierto modo había sido y era su propia lógica: la del mundo bronco del que ambos provenían. El Güero Dávila, pensó de pronto, se habría reído mucho con todo esto. Puro Sinaloa. Chale. Las bromas de la vida.

—¿Me estás pidiendo un empleo?

—Igual un día mandan a otros —el gatillero encogía los hombros con resignada sencillez— y yo puedo pagarle a usted lo que le debo.

Y allí estaba ahora Pote Gálvez, esperándola junto al coche como cada día desde aquella mañana en la terraza del hotel Puente Romano: chófer, guardaespaldas, recadero, hombre para todo. Fue fácil conseguirle permiso de residencia, e incluso —aquello costó un poco más de lana— una licencia de armas a través de cierta amistosa empresa de seguridad. Eso le permitía cargar legalmente en la cintura, dentro de una funda de cuero, un Colt Python idéntico al que una vez le acercó a la cabeza a Teresa en otra existencia y en otras tierras. Pero la gente de Sinaloa no volvió a dar problemas: en las últimas semanas, vía Yasikov, Transer Naga había hecho de intermediaria, por amor al arte, en una operación que el cártel de Sinaloa llevaba a medias con las mafias rusas que empezaban a introducirse en Los Ángeles y San Francisco. Eso suavizó tensiones, o adormeció viejos fantasmas; y hasta Teresa llegó el mensaje inequívoco de que todo quedaba olvidado: no carnales pero allá cada cual, el contador a cero y basta de chingaderas. El
Batman
Güemes en persona había aclarado ese punto por intermediarios fiables; y aunque en aquel negocio cualquier garantía resultaba relativa, bastó para aceitar las aguas. No hubo más sicarios, aunque Pote Gálvez, desconfiado por naturaleza y por oficio, jamás bajó la guardia. Sobre todo teniendo en cuenta que, a medida que Teresa ampliaba el negocio, las relaciones se hacían más complejas y los enemigos aumentaban de modo proporcional a su poder.

—A casa, Pinto.

—Sí, patrona.

La casa era el lujoso chalet con inmenso jardín y piscina que por fin estaba terminado en Guadalmina Baja, junto al mar. Teresa se acomodó en el asiento delantero mientras Pote Gálvez tomaba el volante. El trabajo en los motores la había aliviado un par de horas de las preocupaciones que tenia en la cabeza. Era la culminación de una buena etapa: cuatro cargas de la N'Drangheta estaban entregadas sin novedad y los italianos pedían más. También la gente de Solntsevo pedía más. Las nuevas planeadores cubrían eficazmente el transporte de hachís desde la costa de Murcia hasta la frontera portuguesa, con un porcentaje razonable —también esas pérdidas estaban previstas— de aprehensiones por parte de la Guardia Civil y Vigilancia Aduanera. Los contactos marroquíes y colombianos funcionaban a la perfección, y la infraestructura financiera actualizada por Teo Aljarafe absorbía y encauzaba ingentes cantidades de dinero del que sólo dos quintas partes se reinvertían en medios operativos. Pero a medida que Teresa ampliaba sus actividades, los roces con otras organizaciones dedicadas al negocio eran mayores. Imposible crecer sin ocupar espacio que otros consideraban propio. Y ahí venían los gallegos y los franceses.

Ningún problema con los franceses. O más bien pocos y breves. En la Costa del Sol operaban algunos proveedores de hachís de la mafia de Marsella, agrupados en torno a dos capos principales: un francoargelino llamado Michel Salem, y un marsellés conocido como Nené Garou. El primero era un hombre corpulento, sexagenario, pelo cano y modales agradables, con el que Teresa había mantenido algunos contactos poco satisfactorios. A diferencia de Salem, especializado en el tráfico de hachís en embarcaciones deportivas, hombre discreto y familiar que vivía en una lujosa casa de Fuengirola con dos hijas divorciadas y cuatro nietos, Nené Garou era un rufián francés clásico: un gangster arrogante, hablador y violento, aficionado a las chaquetas de cuero, a los coches caros y a las mujeres espectaculares. Garou tocaba el hachís además de la prostitución, el tráfico de armas cortas y el menudeo de heroína. Todos los intentos por negociar acuerdos razonables habían fracasado, y durante una entrevista informal mantenida con Teresa y Teo Aljarafe en el reservado de un restaurante de Mijas, Garou perdió los estribos hasta proferir en voz alta amenazas demasiado groseras y serias como para no tomarlas en cuenta. Ocurrió más o menos cuando el francés le propuso a Teresa el transporte de un cuarto de tonelada de heroína colombiana blackstar, y ella dijo que no; que a su entender el hachís era droga más o menos popular y la coca lujo de los pendejos que se la pagaban; pero que la heroína era veneno para pobres, y ella no andaba en esas chingaderas. Eso dijo, chingaderas, y el otro se lo tomó a mal. A mí ninguna zorra mejicana me pisa los huevos, fue exactamente su último comentario, que el acento marsellés hizo todavía más desagradable. Teresa, sin mover un músculo de la cara, apagó muy despacio su cigarrillo en el cenicero antes de pedir la cuenta y abandonar la reunión. ¿Qué vamos a hacer?, fue el interrogante preocupado de Teo cuando estuvieron en la calle. Ese fulano es peligroso y está como una cabra. Pero Teresa no dijo nada durante tres días: ni una palabra, ni un comentario. Nada. En su interior, serena y silenciosa, planeaba movimientos, pros y contras, como si anduviese en medio de una compleja partida de ajedrez. Había descubierto que aquellos amaneceres grises que la encontraban con los ojos abiertos daban paso a reflexiones interesantes, a veces muy distintas de las que aportaba la luz del día. Y tres amaneceres después, ya tomada una decisión, fue a ver a Oleg Yasikov. Vengo a pedirte consejo, dijo, aunque los dos sabían que eso no era cierto. Y cuando ella planteó en pocas palabras el asunto, Yasikov se la quedó mirando un rato antes de encoger los hombros. Has crecido mucho, Tesa, dijo. Y cuando se crece mucho, estos inconvenientes van incluidos en el paquete. Sí. Yo no puedo meterme en eso. No. Tampoco puedo aconsejarte, porque es tu guerra y no la mía. Y lo mismo un día —la vida gasta bromas— nos vemos enfrentados por cosas parecidas. Sí. Quién sabe. Sólo recuerda que, en este negocio, un problema sin resolver es como un cáncer. Tarde o temprano, mata.

Teresa decidió aplicar métodos sinaloenses. Me los voy a chingar hasta la madre, se dijo. A fin de cuentas, si allá por sus rumbos ciertas maneras resultaban eficaces, lo mismo iban a serlo aquí, donde jugaba a su favor la falta de costumbre. Nada impone más que lo desproporcionado, sobre todo cuando no lo esperas. Sin duda el Güero Dávila, que era muy fan de los Tomateros de Culiacán, y riéndose mucho desde la cantina del infierno donde ahora ocupara mesa, habría descrito aquello como batear a toda madre y robar a los gabachos la segunda base. Esta vez consiguió los recursos en Marruecos, donde un viejo amigo, el coronel Abdelkader Chaib, le proporcionó gente adecuada: ex policías y ex militares que hablaban español, con pasaportes en regla y visado turístico, que iban y venían utilizando la línea de ferry Tanger-Algeciras. Raza pesada; sicarios que no recibían otra información e instrucciones que las estrictamente necesarias, y a quienes, en caso de captura por las autoridades españolas, resultaba imposible relacionar con nadie. Así, a Nené Garou lo atraparon saliendo de una discoteca de Benalmádena a las cuatro de la mañana. Dos hombres jóvenes de aspecto norteafricano —dijo más tarde a la policía, cuando recuperó el habla— se le acercaron como para atracarlo, y tras despojarlo de la cartera y el reloj le partieron la columna vertebral con un bate de béisbol. Clac, clac. Se la dejaron hecha un sonajero, o al menos ésa fue la gráfica expresión que utilizó el portavoz de la clínica —sus superiores lo reconvinieron luego por ser tan explícito— para describir el asunto a los periodistas. Y la mañana misma en que la noticia apareció en las páginas de sucesos del diario
Sur
de Málaga, Michel Salem recibió una llamada telefónica en su casa de Fuengirola. Tras decir buenos días e identificarse como un amigo, una voz masculina expuso en perfecto español sus condolencias por el accidente de Garou, del que, suponía, monsieur Salem estaba al corriente. Luego, sin duda desde un teléfono móvil, se puso a contar al detalle cómo en ese momento los nietos del francoargelino, tres niñas y un niño entre los cinco y los doce años, jugaban en el patio del colegio suizo de Las Chapas, las inocentes criaturas, después de haber celebrado el día anterior con sus amiguitos, en un McDonald's, el cumpleaños de la mayor: una pizpireta jovencita llamada Desirée, cuyo itinerario habitual a la ida y al regreso del colegio, igual que el de sus hermanos, le fue descrito minuciosamente a Salem. Y para rematar el asunto, éste recibió aquella misma tarde, por mensajero, un paquete de fotografías hechas con teleobjetivo en las que aparecían sus nietos en distintos momentos de la última semana, McDonald's y colegio suizo incluidos.

Hablé con Cucho Malaspina —pantalón de cuero negro, chaqueta inglesa de tweed, bolso marroquí al hombro— a punto de viajar a México por última vez, dos semanas antes de mi entrevista con Teresa Mendoza. Nos encontramos por casualidad en la sala de espera del aeropuerto de Málaga, entre dos vuelos que salían con retraso. Hola, qué tal, amorcete, saludó. Cómo te va. Me serví un café y él un zumo de naranja, que se puso a sorber con una pajita mientras cambiábamos cumplidos. Leo tus cosas, te veo en la tele, etcétera. Luego nos sentamos juntos en un sofá de un rincón tranquilo. Trabajo sobre la Reina del Sur, dije, y se rió, malvado. Él la había bautizado así. Portada del
¡Hola!
cuatro años atrás. Seis páginas en color con la historia de su vida, o al menos la parte que él pudo averiguar, centrándose más en su poder, su lujo y su misterio. Casi todas las fotos, tomadas con teleobjetivo. Algo del tipo esta mujer peligrosa controla tal y cual. Mejicana multimillonaria y discreta, oscuro pasado, turbio presente. Bella y enigmática, era el pie de la única imagen tomada de cerca: Teresa con gafas oscuras, austera y elegante, bajando de un coche rodeada de guardaespaldas, en Málaga, para declarar ante una comisión judicial sobre narcotráfico donde no pudo probársele absolutamente nada. Por aquel tiempo su blindaje jurídico y fiscal ya era perfecto, y la reina del narcotráfico en el Estrecho, la zarina de la droga —así la describió
El País
—, había comprado tantos apoyos políticos y policiales que era prácticamente invulnerable: hasta el punto de que el ministerio del Interior filtró su dossier a la prensa, en un intento por difundir, en forma de rumor e información periodística, lo que no podía probarse judicialmente. Pero el tiro salió por la culata. Aquel reportaje convirtió a Teresa en leyenda: una mujer en un mundo de hombres duros. A partir de entonces, las raras fotos que se obtenían de ella o sus escasas apariciones públicas eran siempre noticia; y los paparazzi —sobre los guardaespaldas de Teresa llovían denuncias por agresión a fotógrafos, asunto del que se ocupaba una nube de abogados pagados por Transer Naga— le siguieron el rastro con tanto interés como a las princesas de Mónaco o a las estrellas de cine.

—Así que escribes un libro sobre esa pájara.

—Lo estoy terminando. O casi.

—Vaya personaje, ¿verdad? —Cucho Malaspina me miraba, inteligente y malicioso, acariciándose el bigote—. La conozco bien.

Cucho era viejo amigo mío, del tiempo en que yo trabajaba como reportero y él empezaba a hacerse un nombre en el papel coliche, el cotilleo social y los programas televisivos de sobremesa. Manteníamos un mutuo aprecio cómplice. Ahora él era una estrella; alguien capaz de deshacer matrimonios de famosos con un comentario, un titular de revista o un pie de foto. Listo, ingenioso y malo. El gurú del chismorreo social y del glamour de los famosos: veneno en copas de martini. No era verdad que conociese bien a Teresa Mendoza; pero se había movido en su entorno —la Costa del Sol y Marbella eran rentable coto de caza de los periodistas del corazón—, y un par de veces llegó a acercarse a ella, aunque siempre fue despedido con una firmeza que, en cierta ocasión, llegó a traducirse en un ojo a la funerala y una denuncia en un juzgado de San Pedro de Alcántara después de que un guardaespaldas —cuya descripción le iba como un guante a Pote Gálvez— le diera lo suyo a Cucho cuando éste pretendía abordarla a la salida de un restaurante de Puerto Banús. Buenas noches, señora, quisiera preguntarle si no es molestia, ay. Por lo visto, lo era. Así que no hubo respuestas, ni más preguntas, ni nada excepto aquel gorila bigotudo machacándole un ojo a Cucho con eficacia profesional. Zaca. Zaca. Estrellitas de colores, el periodista sentado en el suelo, portazos de un coche y el ruido de un motor al arrancar. La Reina del Sur vista y no vista.

—Un morbazo, imagínate. Una tía que en pocos años crea un pequeño imperio clandestino. Una aventurera con todos los ingredientes: misterio, narcotráfico, dinero… Siempre a distancia, protegida por sus guardaespaldas y su leyenda. La policía incapaz de hincarle el diente, y ella comprando a todo dios. La Koplowitz de la droga… ¿Recuerdas a las hermanas millonetis?… Pues lo mismo, pero en malísimo. Cuando aquel gorila suyo, un gordo con cara de Indio Fernández, me pegó una hostia, te confieso que estuve encantado. Viví un par de meses de eso. Luego, cuando mi abogado pidió una indemnización increíble que ni soñábamos cobrar, los suyos pagaron a tocateja. Como te lo cuento. Oye. Te juro que una pasta. Sin necesidad de ir a juicio.

—¿Es cierto que se entendía bien con el alcalde?

La sonrisa pérfida se acentuó bajo el bigote.

—¿Con Tomás Pestaña?… De cine —sorbió un poco por la pajita mientras movía una mano, admirativo—. Teresa era una lluvia de dólares para Marbella: obras sociales, donativos, inversiones. Se conocieron cuando ella compró el terreno para construirse una casa en Guadalmina Baja: jardines, piscina, fuentes, vistas al mar. También la llenó de libros, porque encima la chica nos salió un poquito intelectual, ¿verdad? O eso dicen. Ella y el alcalde cenaban muchas veces juntos, o se veían con amigos comunes. Reuniones privadas, banqueros, constructores, políticos y gente así…

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