Oleg Yasikov llegó a la hora del desayuno. Pantalón tejano, chaqueta oscura abierta sobre un polo, zapatos deportivos. Rubio y fornido como siempre, aunque algo ensanchada la cintura en los últimos tiempos. Lo recibió en el porche del jardín, frente a la piscina y la pradera que se extendía bajo los sauces hasta el muro junto a la playa. Llevaban casi dos meses sin verse; desde una cena durante la que Teresa lo previno del cierre inminente del European Union: un banco ruso de Antigua que Yasikov utilizaba para transferir fondos a América. Eso le ahorró al hombre de Solntsevo algunos problemas y mucho dinero.
—Cuánto tiempo, Tesa. Sí.
Esta vez era él quien había pedido que se vieran. Una llamada telefónica, la tarde anterior. No necesito consuelos, fue la respuesta de ella. No se trata de eso, contestó el ruso. Niet. Sólo un poquito de negocios y un poquito de amistad. Ya sabes. Sí. Lo de costumbre.
—¿Quieres una copa, Oleg?
El ruso, que untaba una tostada con mantequilla, se quedó mirando el vaso de tequila que Teresa tenía junto a la taza de café y el cenicero con cuatro colillas consumidas. Ella estaba en chándal, recostada en el sillón de mimbre, los pies descalzos sobre el terrazo ocre del suelo. Claro que no quiero una copa, dijo Yasikov. No a esta hora, por Dios. Sólo soy un gangster de la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. No una mejicana con el estómago forrado. Sí. De amianto. No. Estoy lejos de ser tan macho como tú.
Se rieron. Veo que puedes reír, dijo Yasikov, sorprendido. Y por qué no iba a hacerlo, respondió Teresa, sosteniendo la mirada clara del otro. De cualquier modo, recuerda que no vamos a hablar de Pati para nada.
—No he venido a eso —Yasikov se servía de la cafetera, masticando pensativo su tostada—. Hay cosas que debo contarte. Varias.
—Desayuna primero.
El día era luminoso y el agua de la piscina parecía reflejarlo en azul turquesa. Se estaba bien allí, en el porche templado por el sol levante, entre los setos, las buganvillas y los macizos de flores, oyendo cantar a los pájaros. Así que liquidaron sin prisas las tostadas, el café y el tequila de Teresa mientras charlaban sobre asuntos sin importancia, reavivando su vieja relación como lo hacían cada vez que estaban frente a frente: gestos cómplices, códigos compartidos. Los dos se conocían mucho. Sabían qué palabras era preciso pronunciar y cuáles no.
—Lo primero es lo primero —dijo Yasikov mas tarde—. Hay un encargo. Algo grande. Sí. Para mi gente.
—Eso significa prioridad absoluta.
—Me gusta esa palabra. Prioridad.
—¿Necesitáis chiva?
El ruso negó con la cabeza.
—Hachís. Mis jefes se han asociado con los rumanos. Pretenden abastecer varios mercados allí. Sí. De golpe. Demostrar a los libaneses que hay proveedores alternativos. Necesitan veinte toneladas. Marruecos. Primerísima calidad.
Teresa frunció el ceño. Veinte mil kilos eran muchos, dijo. Había que reunirlos primero, y el momento no parecía adecuado. Con los cambios políticos en Marruecos todavía no estaba claro de quién podían fiarse y de quién no. Incluso guardaba un clavo de coca en Agadir desde hacía mes y medio, sin atreverse a moverlo hasta que no viera las cosas claras. Yasikov escuchaba con atención, y al final hizo un gesto de asentimiento. Comprendo. Sí. Tú decides, apuntó. Pero me harías un gran favor. Los míos necesitan ese chocolate dentro de un mes. Y he conseguido precios. Oye. Precios muy buenos.
—Los precios son lo de menos. Contigo no importan.
El hombre de Solntsevo sonrió y dijo gracias. Después entraron en la casa. Al otro lado del salón decorado con alfombras orientales y sillones de cuero estaba el despacho de Teresa. Pote Gálvez apareció en el pasillo, miró a Yasikov sin decir palabra y se esfumó de nuevo.
—¿Qué tal tu rottweiler? —preguntó el ruso.
—Pues todavía no me mató.
La risa de Yasikov atronaba el salón.
—Quién lo hubiera dicho —comentó—. Cuando lo conocí.
Fueron al despacho. Cada semana, la casa era revisada por un técnico en contraespionaje electrónico del doctor Ramos. Aun así, allí no había nada comprometedor: una mesa de trabajo, un ordenador personal con el disco duro limpio como una patena, grandes cajones con cartas de navegación, mapas, anuarios, y la última edición del
Ocean Passages for the World
. Quizá pueda hacerlo, dijo Teresa. Veinte toneladas. Quinientos fardos de cuarenta kilos. Camiones para el transporte de las montañas del Rif a la costa, un barco grande, un embarque masivo en aguas marroquíes, coordinando bien los lugares y las horas exactas. Calculó con rapidez: dos mil quinientas millas entre Alborán y Constanza, en el Mar Negro, a través de aguas territoriales de seis países, incluido el paso del Egeo, los Dardanelos y el Bósforo. Eso requería un alarde de logística y táctica de precisión. Mucho dinero en gastos previos. Días y noches de trabajo para Farid Lataquia y el doctor Ramos.
—Siempre y cuando —concluyó— me asegures un desembarco sin problemas en el puerto rumano.
Yasikov asintió. Cuenta con eso, dijo. Estudiaba la carta Imray M20, la del Mediterráneo oriental, extendida sobre la mesa. Parecía distraído. Quizá conviniese, sugirió al cabo de un momento, que consideres mucho con quién preparas esta operación. Sí. Lo dijo sin apartar la mirada de la carta, en tono reflexivo, y todavía tardó un poco en levantar la vista. Sí, repitió. Teresa captaba el mensaje. Lo había hecho ya con las primeras palabras. El
quizá conviniese
era la señal de que algo no andaba bien en todo aquello. Que consideres mucho. Con quién preparas. Esta operación.
—Órale —dijo—. Cuéntamelo.
Un eco sospechoso en la pantalla de radar. El viejo vacío en el estómago, sensación conocida, se ahondó de pronto. Hay un juez, dijo Yasikov. Martínez Pardo, lo conoces de sobra. De la Audiencia Nacional. Anda detrás hace tiempo. De ti, de mí. De otros. Pero tiene sus preferencias. Eres su ojito derecho. Trabaja con la policía, con la Guardia Civil, con Vigilancia Aduanera. Sí. Y aprieta demasiado.
—Dime lo que tengas que decir —se impacientó Teresa.
Yasikov la observaba, indeciso. Luego desvió la vista hacia la ventana, y al fin volvió a mirarla a ella. Tengo gente que me cuenta cosas, prosiguió. Pago y me informan. Y el otro día alguien habló en Madrid de aquel último asunto tuyo. Sí. Ese barco que apresaron. En aquel punto Yasikov se detuvo, dio unos pasos por el despacho, repiqueteó los dedos sobre la carta náutica. Movía un poco la cabeza, como insinuando: lo que voy a soltar agárralo con pinzas, Tesa. No respondo de que sea verdad o sea mentira.
—Me late que fue un pitazo de los gallegos —se adelantó ella.
—No. Según cuentan, la filtración no vino de ahí —Yasikov hizo una pausa muy larga—… Salió de Transer Naga.
Teresa iba a abrir la boca para decir imposible, lo he chequeado a fondo. Pero no lo hizo. Oleg Yasikov nunca habría ido a cotorrearle cuentos. De pronto se encontró atando cabos, planteando hipótesis, preguntas y respuestas. Reconstruyendo hechos. Pero el ruso ya acortaba camino. Martínez Pardo está presionando a alguien de tu entorno, prosiguió. A cambio de inmunidad, dinero o vete a saber qué. Puede ser verdad, puede serlo sólo en parte. No sé. Pero mi fuente es clase A. Sí. Nunca me falló antes. Y teniendo en cuenta que Patricia…
—Es Teo —murmuró ella de pronto.
Yasikov se quedó a media frase. Lo sabías, dijo sorprendido. Pero Teresa negó con la cabeza. La calaba un extraño frío que nada tenía que ver con sus pies desnudos sobre la alfombra. Volvió la espalda a Yasikov y miró hacia la puerta, como si el propio Teo estuviese a punto de llegar. Dime cómo diablos, preguntaba detrás el ruso. Si no lo sabías, por qué ahora lo sabes. Teresa seguía callada. No lo sabía, pensaba. Pero es verdad que ahora de pronto lo sé. Así es la perra vida, y así son sus pinches bromas. Chale. Estaba concentrada, intentando situar los pensamientos según un orden razonable de prioridades. Y no era fácil.
—Estoy embarazada —dijo.
Salieron a pasear por la playa, con Pote Gálvez y uno de los guardaespaldas de Yasikov siguiéndolos a distancia. Había mar de fondo que rompía en los guijarros y mojaba los pies de Teresa, que seguía descalza, caminando por el lado. más próximo a la orilla. El agua estaba muy fría pero la hacía sentirse bien. Despierta. Anduvieron así hacia el sudoeste, por la arena sucia que se extendía entre pedregales y madejas de algas en dirección a Sotogrande, Gibraltar y el Estrecho. Charlaban durante unos pasos y luego se quedaban callados, pensando en lo que se decían o en lo que no llegaban a decir. Y qué vas a hacer, había preguntado Yasikov cuando terminó de asimilar la noticia. Con uno y con otro. Sí. Con la criatura y con el padre.
—Todavía no es una criatura —repuso Teresa—. Todavía no es nada.
Yasikov movió la cabeza como si ella confirmase sus pensamientos. De cualquier modo, eso no soluciona lo otro, dijo. Sólo es la mitad de un problema. Teresa se volvió a mirarlo con atención, apartándose el pelo de la cara. No he dicho que la primera mitad esté resuelta, aclaró. Sólo digo que todavía no es nada. La decisión sobre lo que sea, o deje de ser, aún no la tomé.
El ruso la observaba atento, buscando en su rostro alteraciones, indicios nuevos, imprevistos.
—Me temo que no puedo. Tesa. Aconsejarte. Niet. No es mi especialidad.
—No te pido consejo. Sólo que pasees conmigo, como siempre.
—Eso sí puedo —Yasikov sonreía al fin, oso rubio y bonachón—. Sí. Hacerlo.
Había una barquita de pescadores varada en la arena. Teresa pasaba siempre junto a ella. Pintada en blanco y azul, muy vieja y descuidada. Tenía agua de lluvia en el fondo, con restos de plástico y un bote de refresco vacío. Junto a la proa se borraba un nombre apenas legible: Esperanza.
—¿No te cansas nunca, Oleg?
A veces, respondió el ruso. Pero no era fácil. No. Decir hasta aquí llegué, dejen que me retire. Tengo una mujer, añadió. Bellísima. Miss San Petersburgo. Un hijo de cuatro años. Dinero suficiente para vivir el resto de la vida sin problemas. Sí. Pero hay socios. Responsabilidades. Compromisos. Y no todos entenderían que me retirase. No. Se desconfía por naturaleza. Si te vas, los asustas. Sabes demasiado sobre demasiada gente. Y ésta sabe demasiado sobre ti. Eres un peligro suelto. Sí.
—¿Qué te sugiere la palabra
vulnerable
? —preguntó Teresa.
El otro reflexionó un poco. No lo domino bien, comentó al fin. El español. Pero sé lo que dices. Un hijo te hace vulnerable.
—Te juro, Tesa, que nunca tuve miedo. De nada. Ni siquiera en Afganistán. No. Aquellos locos fanáticos y sus Allah Ajbar que helaban la sangre. Pues no. Tampoco lo tuve cuando empezaba. En el negocio. Pero desde que nació mi hijo lo sé. Tener miedo. Sí. Cuando algo sale mal, ya no es posible. No. Dejarlo todo como está. Echar a correr.
Se había detenido y miraba el mar, las nubes que se desplazaban despacio en dirección a poniente. Suspiró, nostálgico.
—Es bueno echar a correr —dijo—. Cuando se necesita. Tú lo sabes mejor que nadie. Sí. No has hecho otra cosa en tu vida. Correr. Con ganas o sin ellas.
Seguía contemplando las nubes. Levantó los brazos a la altura de los hombros, como si pretendiera abarcar el Mediterráneo, y los dejó caer, impotente. Después se volvió a Teresa.
—¿Vas a tenerlo?
Lo miró sin responder. Rumor del agua y espuma fría entre los pies. Yasikov la observaba fijamente, desde arriba. Teresa parecía mucho más pequeña junto al enorme eslavo.
—¿Cómo fue tu infancia, Oleg?
El otro se frotó la nuca, sorprendido. Incómodo. No sé, respondió. Como todas, en la Unión Soviética. Ni mala ni buena. Los pioneros, la escuela. Sí. Carlos Marx. La Soyuz. El malvado imperialismo americano. Todo eso. Demasiada col hervida, creo. Y patatas. Demasiadas patatas.
—Yo supe lo que era el hambre larga —dijo Teresa—. Tuve un solo par de zapatos, y mi mamá no me dejaba ponérmelos más que para ir a la escuela, mientras fui.
Le vino una sonrisa crispada a la boca. Mi mamá, repitió abstraída. Sentía un añejo rencor perforarla hasta dentro.
—Me cuereaba mucho de plebita —prosiguió—… Era alcohólica y medio prostituta desde que mi papá la dejó… Me hacía traer cervezas a sus amigos, me arrastraba a puras greñas, a golpes y patadas. Llegaba de madrugada con su parvada de cuervos, riéndose obscena, o venían a buscarla aporreando la puerta de noche, borrachos… Dejé de ser virgen antes de perder la virginidad entre varios chavos, alguno de los cuales tenía menos años que yo…
Se calló de pronto, y estuvo así un buen rato, el pelo revuelto en la cara. Sentía diluirse despacio el rencor en su sangre. Respiró profundamente para que se desvaneciera por completo.
—En cuanto al padre —dijo Yasikov—, supongo que se trata de Teo.
Ella sostuvo su mirada sin abrir la boca. Impasible.
—Ésa es la segunda parte —volvió a suspirar el ruso—. Del problema.
Caminó sin volverse a comprobar si Teresa lo seguía. Ella estuvo un poco viéndolo alejarse, y luego fue detrás.
—Una cosa aprendí en el ejército, Tesa —decía Yasikov, pensativo—. Territorio enemigo. Peligroso dejar bolsas a la espalda. Resistencia. Núcleos hostiles. Una consolidación del terreno exige la eliminación de puntos de conflicto. Sí. La frase es literal. Reglamentaria. La repetía mi amigo el sargento Skobeltsin. Sí. A diario. Antes de que le cortaran el cuello en el valle del Panshir.
Se había detenido otra vez y de nuevo la miraba. Hasta ahí puedo llegar yo, decían sus ojos claros. El resto es cosa tuya.
—Me estoy quedando sola, Oleg.
Estaba quieta frente a él, y la resaca del agua minaba la arena bajo sus pies a cada reflujo. El otro sonrió amistoso, un poco lejano. Triste.
—Qué extraño oírte decir eso. Creía que siempre estuviste sola.
El juez Martínez Pardo no era un tipo simpático. Hablé con él durante los últimos días de mi encuesta: veintidós minutos de conversación poco agradable en su despacho de la Audiencia Nacional. Accedió a recibirme a regañadientes, y sólo después de que yo le hiciera llegar un grueso informe con el estado de mis investigaciones. Su nombre figuraba en él, naturalmente junto a muchas otras cosas. La elección de costumbre era quedarse dentro de modo confortable, o quedarse fuera. Decidió quedarse dentro, con su propia versión de los hechos. Venga y hablemos, dijo al fin, cuando se puso al teléfono. Así que fui a la Audiencia, me dio secamente la mano y nos sentamos a hablar, uno a cada lado de su mesa oficial, con bandera y retrato del rey en la pared. Martínez Pardo era bajo, rechoncho, con barba canosa que no llegaba a taparle del todo una cicatriz que le recorría la mejilla izquierda. Estaba lejos de ser uno de los jueces estrella que aparecían en la televisión y los periódicos. Gris y eficaz, decían. Con mala leche. La cicatriz provenía de un viejo episodio: sicarios colombianos contratados por narcos gallegos. Tal vez era eso lo que le agriaba el carácter.