La de Dios.
Ahora se apaga de golpe la luz en toda la casa. Teresa no sabe si eso es bueno o es malo. Corre a la ventana, mira afuera y comprueba que también el jardín se ha quedado a oscuras, y que las únicas luces son las de la calle al otro lado de los muros y la verja. Corre agachada de regreso a la puerta, tropieza con la mesa y la derriba con todo cuanto tiene encima, el tequila y el tabaco al carajo, se tumba de nuevo, asomando media cara y la pistola. El hueco de la escalera es un pozo seminegro, débilmente iluminado por el resplandor que entra por la vidriera rota que da al jardín.
—¿Cómo se encuentra, mi doña?
Lo de Pote Gálvez ha sido un murmullo. Bien, responde Teresa bajito. Bastante bien. El gatillero no dice nada más. Lo adivina en la penumbra, tres metros más allá, al otro lado del pasillo. Pinto, susurra. Se ve de a madre tu pinche camisa blanca. Pos ni modo, contesta el otro. Ya no es cosa de cambiarse.
—Lo está haciendo bien, patrona. Conserve el parque.
Por qué ahora no tengo miedo, se interroga Teresa. A quién chingados creo que le está pasando todo esto. Se toca la frente con una mano seca, helada, y empuña la escuadra con una mano mojada de sudor. Que alguien me diga cuál de estas manos es mía.
—Ahí vuelven los hijos de su madre —susurra Pote Gálvez, encarando el cuerno.
Raaaaca. Raaaca. Ráfagas cortas como las de antes, con los casquillos de 7.62 repiqueteando al caer al suelo por todas partes, el humo arremolinado entre las sombras dándole picor a la garganta, fogonazos del Aká del gatillero, fogonazos de la Sig Sauer que Teresa empuña con ambas manos, bum, bum, bum, abriendo la boca para que los estampidos no le rompan los tímpanos hacia dentro, tirando hacia los fogonazos que surgen de la escalera con zumbidos que pasan, ziaaang, ziaaang, chasquean siniestros contra el yeso de las paredes y la madera de las puertas, y levantan estrépito de cristales rotos al impactar en las ventanas del otro lado del pasillo. El carro de la escuadra detenido atrás de pronto, clic, clac, sin más tiros que pegar, y Teresa desconcertada, hasta que cae en la cuenta y oprime el botón para expulsar el cargador vacío, y mete otro, el que llevaba en el bolsillo delantero de los tejanos, y al liberar el carro éste acerroja una bala. Se dispone a tirar de nuevo pero se contiene, porque Pote ha sacado medio cuerpo fuera de su resguardo y otra granada suya está rodando por el pasillo hasta la escalera, y esta vez el fogonazo es enorme en la oscuridad, pum-pumbaaa de nuevo, cabrones, y cuando el gatillero se incorpora y corre agachado hacia el hueco, con el cuerno listo, Teresa se levanta también y corre a su lado, y llegan juntos a la barandilla deshecha, y al asomarse para quemarlo todo a tiros abajo, los fogonazos de sus disparos alumbran por lo menos dos cuerpos tirados entre los escombros de los escalones.
Chíngale. Le duelen los pulmones de respirar la pólvora. Ahoga la tos lo mejor que puede. No sabe cuánto tiempo ha pasado. Tiene mucha sed. No tiene miedo.
—¿Cuánto parque, patrona?
—Poco.
—Ahí le va.
En la oscuridad, por el aire, agarra dos de los cargadores llenos que le echa Pote Gálvez y se le escapa el tercero. Lo busca a tientas por el suelo y se lo mete en un bolsillo de atrás.
—¿No va a ayudarnos nadie, mi doña?
—No mames.
—Los guachos están afuera… El coronel parecía decente.
—Su jurisdicción termina en la verja de la calle. Tendríamos que llegar hasta allí.
—Ni modo. Demasiado lejos.
—Sí. Demasiado lejos.
Crujidos y pasos. Empuña la pistola y apunta a las sombras, apretando los dientes. Quizá llegó la hora, piensa. Pero no sube nadie. Chale. Falsa alarma.
De pronto andan ahí, y no los han oído subir. Esta vez la granada que viene por el suelo está dirigida a ellos dos, y Pote Gálvez tiene el tiempo justo de advertírselo. Teresa rueda hacia dentro, cubriéndose la cabeza con las manos, y la explosión enmarca la puerta e ilumina el pasillo como de día. Ensordecida, tarda en comprender que el rumor lejano que oye son las ráfagas furiosas que dispara Pote Gálvez. Y yo también debería hacer algo, piensa. Así que se incorpora tambaleándose por el shock del estallido, agarra la pistola, va de rodillas hasta la puerta, apoya una mano en el marco, se pone en pie, sale afuera y empieza a disparar a ciegas, bum, bum, bum, fogonazos entre fogonazos mientras el ruido crece y se hace cada vez más claro y cercano, y de pronto se encuentra frente a sombras negras que vienen hacia ella entre relámpagos de luz naranja y azul y blanca, bum, bum, bum, y hay balas que pasan, ziaaang, y chasquean en las paredes por todas partes, hasta que por detrás, a un lado, bajo su mismo brazo izquierdo, el caño del Aká de Pote Gálvez se suma a la quema, raaaaca, raaaaaca, esta vez no con ráfagas cortas sino interminablemente largas, cabrones lo oye gritar, cabrones, y comprende que algo va mal y que tal vez le han dado a él o le han dado a ella, que a lo mejor ella misma se está muriendo en ese momento y no lo sabe. Pero su mano derecha sigue apretando el gatillo, bum, bum, y si disparo es que sigo viva, piensa. Disparo luego existo.
La espalda contra la pared, Teresa mete su último cargador en la culata de la Sig Sauer. Está asombrada de no tener un rasguño. Rumor de lluvia afuera, en el jardín. A veces oye quejarse entre dientes a Pote Gálvez.
—¿Estás herido, Pinto?
—La regué bien gacho, patrona… Algo de plomo llevo.
—¿Duele?
—Un chingo. Pa' qué le digo que no, si sí.
—Pinto.
—Dígame.
—Aquí está cabrón. No quiero que nos cacen sin parque, como a conejos.
—Pos ordene nomás. Usted manda.
El porche, decide. Es un techo en voladizo con arbustos debajo, al otro extremo del pasillo. La ventana que se abre encima no es problema, porque a estas horas no le queda un vidrio sano. Si llegan allí podrán saltar al jardín y abrirse paso luego, o intentarlo, hasta la verja de la entrada o el muro que da a la calle. La lluvia lo mismo puede estorbar que salvarles la vida. E igual les tiran también los militares, pero ése es un riesgo más a correr. Hay periodistas afuera, y gente que mira. No es tan fácil como en la casa. Y don Epifanio Vargas puede comprar a mucha gente, pero nadie puede comprar a todo el mundo.
—¿Puedes moverte, Pinto?
—Pos fíjese que sí, patrona. Que puedo.
—La idea es la ventana del pasillo, y al jardín.
—La idea es la que usted quiera.
Ya ocurrió una vez, piensa Teresa. Ocurrió algo parecido y también Pote Gálvez estaba allí.
—Pinto.
—Mande.
—¿Cuántas granadas quedan?
—Una.
—Pues ándale.
Todavía rueda la granada cuando echan a correr por el pasillo, y el estampido los encuentra junto a la ventana. Oyendo a su espalda las ráfagas de cuerno que dispara el gatillero, Teresa pasa las piernas por el marco, procurando no herirse con las astillas de vidrio; pero al apoyar la mano izquierda, se corta. Siente el líquido denso y cálido correrle por la palma de la mano mientras consigue llegar afuera, la lluvia azotándole la cara. Las tejas del voladizo crujen bajo sus pies. Se faja la escuadra en la cintura antes de dejarse resbalar por la superficie mojada, frenando con el canalón que desciende del tejado. Luego, tras suspenderse un instante, se deja caer.
Chapotea en el barro, otra vez la escuadra en la mano. Pote Gálvez aterriza a su lado. Un golpe. Un gemido de dolor.
—Corre, Pinto. Hacia la barda.
No hay tiempo. Un haz de linterna los busca con urgencia desde la casa, y empiezan de nuevo los fogonazos. Esta vez las balas hacen chíu-chíu al hundirse en los charcos. Teresa levanta la Sig Sauer. Con tal, piensa, que toda esta mierda no me la atore. Dispara tiro a tiro con cuidado, sin perder la cabeza, describiendo un arco, y luego se aplasta de bruces en el fango. De pronto advierte que Pote Gálvez no dispara. Se vuelve a mirarlo, y a la luz distante de la calle lo ve recostado en un pilar del porche, al otro lado.
—Lo siento, patrona —lo oye susurrar—… Ahora sí me fregaron hasta la madre.
—¿Dónde?
—En la mera tripa… Y no sé si es lluvia o sangre, pero corren litros que da gusto.
Teresa se muerde los labios embarrados. Mira las luces tras la verja, las farolas de la calle que recortan las palmeras y los mangos. Va a ser difícil, comprueba, conseguirlo sola.
—¿Y el cuerno?
—Ahí mismo… Entre usted y yo… Le metí un cargador doble, lleno, pero se me fue de las manos cuando me dieron.
Teresa se incorpora un poco para ver. El Aká está tirado en los peldaños del porche. Una ráfaga salida de la casa la obliga a pegarse otra vez al suelo.
—No llego.
—Pos fíjese que de veras lo siento.
Mira otra vez hacia la calle. Hay gente agolpada tras la verja, sirenas policiales. Una voz dice algo por megafonía, pero ella no logra entenderlo. Entre los árboles, a la izquierda, oye un chapoteo. Pasos. Tal vez una sombra. Alguien intenta un rodeo por aquella parte. Espero, piensa de pronto, que esos cabrones no lleven visores nocturnos.
—Necesito el cuerno —dice Teresa.
Pote Gálvez tarda en responder. Como si lo pensara.
—Ya no puedo disparar, patrona —dice al fin—. No tengo pulso… Pero puedo intentar acercárselo.
—No mames. Te quiebran si asomas el hocico.
—Me vale verga. Cuando se acaba, nomás se acaba y es la de ahí.
Otra sombra chapoteando entre los árboles. Se esfuma el tiempo, comprende Teresa. Dos minutos más y el único camino habrá dejado de serlo.
—Pote.
Un silencio. Ella nunca lo había llamado así, por su nombre.
—Mande.
—Alcánzame el pinche cuerno.
Otro silencio. Repiqueteo de la lluvia en los charcos y en las hojas de los árboles. Después, al fondo, la voz apagada del gatillero:
—Fue un honor conocerla, patrona.
—Lo mismo digo.
Éste es el corrido del caballo blanco, oye Teresa canturrear a Potemkin Gálvez. Y con esas palabras en los oídos, resoplando de furia y desesperanza, ella empuña la Sig Sauer, se incorpora a medias y empieza a disparar hacia la casa para cubrir a su hombre. Entonces la noche se quiebra de nuevo en fogonazos, y los plomos chasquean contra el porche y los troncos de los árboles; y recortado en todo eso ve levantarse la rechoncha silueta del gatillero entre el resplandor de los balazos, y venir cojeando hacia ella, angustiosamente despacio, mientras las balas arrecian por todas partes e impactan una tras otra en su cuerpo, desmadejándolo como un muñeco al que le rompen las articulaciones, hasta que se desploma de rodillas sobre el cuerno de chivo. Y es un hombre muerto el que, en el último impulso de agonía, levanta el arma por el cañón y la arroja ante sí, a ciegas, en la dirección aproximada en que calcula debe de hallarse Teresa, antes de rodar por los escalones y caer de bruces en el barro.
Entonces grita ella. Hijos de toda su puta madre, dice arrancándose en aquel aullido las entrañas, vacía lo que le queda en la pistola contra la casa, la tira al suelo, agarra el cuerno y echa a correr hundiéndose en el barro, hacia los árboles de la izquierda por donde vio escurrirse antes las sombras, con las ramas bajas y los arbustos azotándole la cara, cegándola en golpes de agua y lluvia.
Una sombra más precisa que otras, el cuerno a la cara, una ráfaga corta que le golpea con el retroceso la barbilla, lastimándosela. Aquello salta de la chingada. Fogonazos atrás y a un lado, la verja y el muro más cerca que antes, gente en la calle iluminada, la megafonía que sigue encadenando palabras incomprensibles. La sombra ya no está, y al correr encorvada, el cuerno candente entre las manos, Teresa ve un bulto agazapado. El bulto se mueve; así que, sin detenerse, acerca el cañón del Aká, jala el gatillo y le pega un tiro al pasar. No creo que lo consiga, piensa apenas se extingue el fogonazo, agachándose cuanto puede. No lo creo. Más disparos atrás y el ziaaang ziaaang que suena cerca de su cabeza, como veloces moscos de plomo. Se vuelve y oprime otra vez el gatillo, el cuerno salta en las manos con el pinche retroceso, y el resplandor de sus propios tiros la ciega mientras cambia de posición, justo en el momento en que alguien acribilla el lugar donde estaba un segundo antes. Friégate, cabrón. Otra sombra al frente. Pasos corriéndole por detrás, a la espalda. La sombra y Teresa se disparan a quemarropa, tan cerca que entrevé el rostro a la brevísima luz de los disparos: un bigote, ojos muy abiertos, una boca blanca. Casi lo empuja con el cañón del cuerno al seguir adelante mientras el otro cae de rodillas entre los arbustos. Ziaaaang. Suenan más balas buscándola, tropieza, rueda por el suelo. El cuerno hace clic, clac. Teresa se tira de espaldas al barro, arrastrándose así, la lluvia corriéndole por la cara, mientras oprime la palanca, extrae el largo cargador curvo doble, le da la vuelta rogando que no tenga mucho barro en la munición. El arma le pesa en la barriga. Últimas treinta balas, comprueba, chupando las que asoman del cargador, para limpiarlas. Lo mete. Clac. Acerroja tirando atrás con fuerza del carro. Clac, clac. Entonces, de la verja cercana, llega la voz admirada de un soldado o un policía:
—¡Órale, mi narca!… ¡Enséñeles cómo se muere una sinaloense!
Teresa mira hacia la verja, aturdida. Indecisa entre maldecir o reírse. Nadie dispara ahora. Se pone de rodillas y luego se incorpora. Escupe barro amargo que sabe a metal y a pólvora. Corre en zigzag entre los árboles, pero hace demasiado ruido al chapotear. Más estampidos y fogonazos a su espalda. Cree ver otras sombras que se deslizan junto al muro, aunque no está segura. Tira una ráfaga corta a la derecha y otra a la izquierda, hijos de la, murmura, corre cinco o seis metros más y se agacha de nuevo. La lluvia se vuelve vapor al tocar el cañón ardiente del arma. Ahora está lo bastante cerca del muro y la verja para comprobar que ésta se encuentra abierta, distinguir a la gente que está allí, tirada y agachada tras los automóviles, y escuchar las palabras que se repiten por megafonía:
—«Venga hacia aquí, señora Mendoza… Somos militares de la Novena Zona… La protegeremos»…
Podrían protegerme un poquito más acá, piensa. Porque me quedan veinte metros, y son los más largos de mi vida. Segura de que no llegará a franquearlos nunca, se yergue entre la lluvia y se despide uno por uno de los viejos fantasmas que la han acompañado durante tanto tiempo. Ahí nos vemos, güeyes. Requetepinche Sinaloa, se dice a modo de remate. Otra ráfaga a la derecha y otra a la izquierda. Después aprieta los dientes y echa a correr, tropezando en el barro. Cansada que se cae, o casi, pero esta vez nadie dispara. Así que se detiene de pronto, sorprendida, gira sobre sí misma y ve el jardín oscuro y al fondo la casa en sombras. La lluvia acribilla el barro ante sus pies cuando camina despacio en dirección a la verja, el cuerno de chivo en una mano, hacia la gente que mira desde allí, guachos de ponchos relucientes por la lluvia, federales de paisano y uniforme, coches con destellos de luces, cámaras de televisión, gente tumbada en las aceras, bajo la lluvia. Flashes.