Veinte toneladas rumbo al Mar Negro, sin escalas. Cuando la goma arrumbó al noroeste recurriendo al GPS conectado al radar Raytheon, las luces del
Xoloitzcuintle
se perdían en el horizonte oscuro, muy a levante. El
Tarfaya
, que había vuelto a encender las suyas, estaba algo más cerca, su luz de alcance balanceándose en la marejada, navegando sin prisas hacia el sudoeste. Teresa dio una orden, y el piloto de la planeadora empujó la palanca del gas, aumentando la velocidad, el casco de la semirrígida pantoqueando en las crestas, los dos harkeños sentados en la proa para darle estabilidad, las capuchas de las chaquetas de agua subidas para protegerse de los rociones.
Teresa marcó de nuevo el número memorizado, y al oír el seco
«Cero Cero»
de Rizocarpaso dijo sólo: los niños están acostados. Luego se quedó mirando la oscuridad hacia poniente, como si pretendiera ver cientos de millas más allá, y preguntó si había novedad.
«Negativo»
, fue la respuesta. Cortó la comunicación y miró la espalda del piloto sentado en el banco central de gobierno de la Valiant. Preocupada. La vibración de los potentes motores, el rumor del agua, los golpes en la marejada, la noche alrededor como una esfera negra, traían recuerdos buenos y malos; pero no era ése el momento, concluyó. Había demasiadas cosas en juego, cabos sueltos que iban a ser anudados. Y cada jalón que la planeadora recorría a treinta y cinco nudos, milla tras milla, la acercaba a la resolución ineludible de esos asuntos. Sintió deseos de prolongar la carrera nocturna desprovista de referencias, con lucecitas muy lejanas que apenas marcaban la tierra o la presencia de otros barcos en las tinieblas. Prolongarla indefinidamente para retrasarlo todo, suspendida entre el mar y la noche, lugar intermedio sin responsabilidades, simple espera, con los cabezones rugientes empujando a la espalda, la goma de las bandas tensándose elástica en cada salto del casco, el viento en la cara, las salpicaduras de espuma, la espalda oscura del hombre inclinado sobre los mandos que tanto le recordaba la espalda de otro hombre. De otros hombres.
Era, en suma, una hora tan sombría como ella misma. La propia Teresa. O al menos así sentía la noche y así se sentía ella. El cielo sin el fino creciente de luna que sólo había durado un rato, desprovisto de estrellas, con una bruma que se iba entablando inexorable desde levante, y que en ese momento engullía el último reflejo de la luz de alcance del
Xoloitzcuintle
. Teresa escudriñándose atenta el corazón seco, la cabeza tranquila que ordenaba cada una de las piezas pendientes como si fuesen billetes de dólar en los fajos que manejó siglos atrás en la calle Juárez de Culiacán, hasta el día en que la Bronco negra se detuvo a su lado, y el Güero Dávila bajó la ventanilla, y ella, sin saberlo, emprendió el largo camino que ahora la tenía allí, junto al Estrecho de Gibraltar, enredada en el bucle de tan absurda paradoja. Había pasado el río en plena crecida, con la carga ladeada. O estaba a punto de hacerlo.
—El
Sinaloa
, señora.
El grito la sobresaltó, arrancándola de sus pensamientos. Híjole, se dijo. Precisamente Sinaloa, esta noche y ahora. El piloto señalaba las luces que se acercaban rápidamente al otro lado de los rociones de agua y las siluetas de los guardaespaldas agazapados en la proa. El yate navegaba iluminado, blanco y esbelto, las luces hiriendo el mar, con rumbo nordeste. Inocente como una paloma, pensó mientras el piloto hacía describir un amplio semicírculo a la Valiant y la acercaba a la plataforma de popa, donde un marinero estaba listo para recibirla. Antes de que los guaruras que acudían a sostenerla llegasen hasta ella, Teresa calculó el vaivén, apoyó un pie en un costado de la goma, y saltó a bordo aprovechando el impulso del siguiente bandazo. Sin despedirse de los de la lancha ni mirar atrás anduvo por cubierta, entumecidas las piernas por el frío, mientras el marinero soltaba el cabo y la planeadora se iba rugiendo. con sus tres ocupantes, misión cumplida, de vuelta a su base de Estepona. Teresa bajó a quitarse el salitre del rostro con agua dulce, encendió un cigarrillo y se sirvió tres dedos de tequila en un vaso. Bebió de golpe frente al espejo del baño, sin respirar. La violencia del trago le arrancó lágrimas, y se quedó allí, el cigarrillo en una mano y el vaso vacío en la otra, mirando aquellas gotas caerle despacio por la cara. No le gustó su expresión; o tal vez la expresión no era suya, sino que pertenecía a la mujer que miraba desde el espejo: cercos bajo los ojos, el pelo revuelto y rígido de sal. Y aquellas lágrimas. Volvían a encontrarse, y parecía más cansada y más vieja. De pronto fue al camarote, abrió el armario donde estaba el bolso, extrajo la cartera de piel con sus iniciales y estuvo un rato estudiando la ajada media fotografía que siempre guardaba allí, la mano en alto y la foto ante los ojos, comparándose con la morra joven de ojos muy abiertos, el brazo del Güero Dávila enfundado en la chamarra de piloto, protector, sobre sus hombros.
Sonó el teléfono codificado que llevaba en el bolsillo de los tejanos. La voz de Rizocarpaso informó brevemente, sin adornos ni explicaciones innecesarias.
«El padrino de los niños ha pagado el bautizo»
, dijo. Teresa pidió confirmación, y el otro respondió que no había duda:
«Acudió a la fiesta toda la familia. Acaban de confirmarlo en Cádiz»
. Teresa cortó la comunicación y se metió el celular en el bolsillo. Sentía regresar la náusea. El alcohol ingerido combinaba mal con el ronroneo del motor y el balanceo del barco. Con lo que acababa de escuchar y con lo que iba a ocurrir. Devolvió cuidadosamente la foto a la cartera, apagó el cigarrillo en el cenicero, calculó los tres pasos que la separaban del váter, y tras recorrer con calma esa distancia se arrodilló para vomitar el tequila y el resto de sus lágrimas.
Cuando salió a cubierta, lavada otra vez la cara y abrigada por la chaqueta de agua sobre el jersey de cuello alto, Pote Gálvez aguardaba inmóvil, silueta negra apoyada en la regala.
—¿Dónde está? —preguntó Teresa.
El gatillero tardó en responder. Como si lo pensara. O como si le diera a ella la oportunidad de pensarlo.
—Abajo —dijo al fin—. En el camarote número cuatro.
Teresa descendió, sujetándose al pasamanos de teca. En el pasillo, Pote Gálvez murmuró con permiso, patrona, adelantándose para abrir la puerta cerrada con llave. Echó un vistazo profesional al interior y después se hizo a un lado para dejarle paso. Teresa entró, seguida por el gatillero, que volvió a cerrar la puerta a su espalda.
—Vigilancia Aduanera —dijo Teresa— ha abordado esta noche el
Luz Angelita
.
Teo Aljarafe la miraba inexpresivo, como si estuviera lejos y nada de eso tuviera que ver con él. La barba de un día le azuleaba el mentón. Se encontraba tumbado en la litera, vestido con unos arrugados pantalones chinos y un suéter negro, en calcetines. Sus zapatos estaban en el suelo.
—Lo asaltaron trescientas millas al oeste de Gibraltar —prosiguió Teresa—. Hace un par de horas. En este momento lo llevan a Cádiz… Iban siguiéndole la pista desde que zarpó de Cartagena… ¿Sabes de qué barco te hablo, Teo?
—Claro que lo sé.
Él ha tenido tiempo, se dijo ella. Aquí dentro. Tiempo para meditar. Pero ignora dónde se jugó el albur de la sentencia.
—Hay algo que no sabes —explicó Teresa—. El
Luz Angelita
viene limpio. Lo más ilegal que van a encontrar en él, cuando lo desguacen, serán un par de botellas de whisky que no pagaron impuestos… ¿Comprendes lo que eso significa?
El otro se quedó inmóvil, la boca entreabierta, procesando aquello.
—Un señuelo —dijo al fin.
—Eso mismo. ¿Y sabes por qué no te informé antes de que ese barco era un señuelo?… Porque necesitaba que, cuando pasaras la información a la gente para la que haces de madrina, todos lo creyeran igual que lo creíste tú.
Seguía mirándola del mismo modo, con extrema atención. Dirigió un vistazo fugaz a Pote Gálvez y volvió a mirarla a ella.
—Has hecho otra operación esta noche.
Sigue siendo listo y me alegro, pensó ella. Quiero que entienda por qué. De otro modo sería más fácil, quizás. Pero quiero que lo entienda. Tiene usted una enfermedad incurable. Chale. Un hombre tiene derecho a eso. A que no le mientan sobre su final. Todos mis hombres murieron sabiendo siempre por qué morían.
—Sí. Otra operación de la que tú no te enteraste. Mientras los coyotes de Aduanas se frotaban las manos, abordando el
Luz Angelita
en busca de una tonelada de coca que nunca embarcó, nuestra gente hacía negocios en otro sitio.
—Muy bien planeado… ¿Desde cuándo lo sabes?
Podría negar, pensó de pronto. Podría negarlo todo, protestar indignado, decir que me he vuelto loca. Pero ha pensado lo suficiente desde que Pote lo encerró aquí. Me conoce. Para qué perder el tiempo, pensará. Para qué.
—Desde hace mucho. Ese juez de Madrid… Espero que hayas obtenido beneficios de esto. Aunque me gustaría saber que no lo hiciste por dinero.
Teo torció la boca y a ella le gustó aquel temple. Casi lograba sonreír, el bato. Pese a todo. Sólo parpadeaba en exceso. Nunca hasta entonces lo había visto parpadear tanto.
—No lo hice sólo por dinero.
—¿Te presionaron?
Otra vez casi apuntó la sonrisa. Pero fue sólo una mueca sarcástica. Con poca esperanza.
—Imagínate.
—Comprendo.
—¿De veras comprendes? —Teo analizaba aquella palabra, el ceño fruncido, en busca de augurios sobre su futuro—… Sí, puede ser. Eras tú o era yo.
Tú o yo, repitió Teresa en sus adentros. Pero olvida a los otros: el doctor Ramos, Farid Lataquia, Rizocarpaso… Todos los que confiaron en él y en mí. Gente de la que somos responsables. Docenas de personas fieles. Y un judas.
—Tú o yo —dijo en voz alta.
—Exacto.
Pote Gálvez parecía fundido con las sombras de los mamparos, y ellos dos se miraban a los ojos con calma. Una conversación como tantas. De noche. Faltaba música, una copa. Una noche igual que otras.
—¿Por qué no viniste a contármelo?… Podríamos haber dado con una solución.
Teo negó con la cabeza. Se había sentado en el borde de la litera, los calcetines en el piso.
—A veces todo se complica —dijo con sencillez—. Uno se enreda, se rodea de cosas que se vuelven imprescindibles. Me dieron la oportunidad de salirme, conservando lo que tengo… Borrón y cuenta nueva.
—Sí. Creo que también puedo comprender eso.
De nuevo aquella palabra, comprender, pareció traspasar la mente de Teo como una esperanza. La miraba muy atento.
—Puedo contarte lo que quieras saber —dijo—. No habrá necesidad de que me…
—Te interroguen.
—Eso es.
—Nadie va a interrogarte, Teo.
Seguía observándola, expectante, sopesando aquellas palabras. Más parpadeo. Un vistazo rápido a Pote Gálvez, de nuevo a ella.
—Muy hábil, lo de esta noche —dijo al fin, con cautela—. Usarme para colocar el señuelo… Ni se me pasó por la imaginación… ¿Era coca?
Tanteo, se dijo ella. Todavía no renuncia a vivir.
—Hachís —respondió—. Veinte toneladas.
Teo se quedó pensándolo. De nuevo el intento de sonrisa que no llegaba a cuajarle en la boca.
—Supongo que no es buena señal que me lo cuentes —concluyó.
—No. La neta que no lo es.
Teo ya no parpadeaba. Seguía alerta, en busca de otras señales que sólo él sabía cuáles eran. Sombrío. Y si no lees en mi cara, se dijo ella, o en mi forma de callar lo que me callo, o en la manera en que escucho lo que todavía tienes que decir, es que todo este tiempo junto a mí no te sirvió de nada. Ni las noches ni los días, ni la conversación ni los silencios. Dime entonces adónde mirabas al abrazarme, pinche pendejo. Aunque tal vez resulte que tienes dentro más casta de la que creí. Si es así, te juro que me tranquiliza. Y me alegra. Cuanto más puro hombres sean tú y todos, más me tranquiliza y más me alegra.
—Mis hijas —murmuró Teo de pronto.
Parecía comprender al fin, como si hasta entonces hubiese considerado otras posibilidades. Tengo dos hijas, repitió absorto, mirando a Teresa sin mirarla. La débil luz de la lámpara del camarote le hundía mucho las mejillas, dos manchas negras prolongadas hasta las mandíbulas. Ya no parecía un águila española y arrogante. Teresa observó el rostro impasible de Pote Gálvez. Tiempo atrás, ella había leído una historia de samuráis: cuando se hacían el harakiri, un compañero los remataba para que no perdieran la compostura. Los párpados ligeramente entornados del gatillero, pendiente de los gestos de su patrona, reforzaban esa asociación. Y es una lástima, se dijo Teresa. La compostura. Teo estaba aguantando bien, y me habría gustado verlo así hasta el final. Recordarlo de ese modo cuando no tenga otra que recordar, si es que yo misma sigo viva.
—Mis hijas —le oyó repetir.
Sonaba apagado, con ligero temblor. Como si de repente su voz tuviera frío. Extraviados los ojos en un lugar indefinido. Ojos de un hombre que ya estaba lejos, muerto. Carne muerta. Ella la conoció tensa, dura. Había disfrutado con ella. Ahora era carne muerta.
—No me chingues, Teo.
—Mis hijas.
Era todo tan singular, reflexionó Teresa, asombrada. Tus hijas son hermanas de mi hijo, concluyó en sus adentros, o lo serán tal vez, si cuando pasen siete meses todavía respiro. Y mira qué carajo me importa lo mío. Qué me importa eso mismo que también es tuyo y que te vas sin saber siquiera, y maldita la falta que te hace saberlo. No experimentaba piedad, ni tristeza, ni temor. Sólo la misma indiferencia que sentía hacia lo que cargaba en el vientre; el deseo de acabar con aquella escena del mismo modo que quien solventa un trámite molesto. Soltando amarras, había dicho Oleg Yasikov. Y nada atrás. A fin de cuentas, se dijo, ellos me trajeron hasta aquí. Hasta este punto de vista. Y lo hicieron entre todos: el Güero, Santiago, don Epifanio Vargas, el Gato Fierros, el mismo Teo. Hasta la Teniente O'Farrell me trajo. Miró a Pote Gálvez y el gatillero sostuvo la mirada, los párpados siempre entornados, a la espera. Es su juego de ustedes, pensó Teresa. El que han jugado siempre, y yo sólo estaba cambiando dólares en la calle Juárez. Nunca ambicioné nada. No inventé sus pinches reglas, pero al fin tuve que componerme con ellas. Empezaba a enojarse, y supo que lo que restaba por hacer no debía hacerlo enojada. Así que contó por dentro hasta cinco, el rostro inclinado, serenándose. Después asintió despacio, casi imperceptiblemente. Entonces Pote Gálvez extrajo su revólver del cinto y buscó la almohada de la litera. Teo repitió una vez más lo de sus hijas; después fue sumiéndose en un gemido largo parecido a una protesta, un reproche, o un sollozo. Las tres cosas, quizás. Y cuando ella iba hacia la puerta, observó que él mantenía los ojos absortos y fijos en el mismo sitio, sin ver otra cosa que el pozo de sombras al que lo asomaban. Teresa salió al pasillo. Ojalá, pensaba, se hubiera puesto los zapatos. No era forma de morirse para un hombre, hacerlo en calcetines. Oyó el disparo amortiguado cuando ponía las manos en la barandilla de la escala para subir a cubierta.