La reina oculta (17 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: La reina oculta
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—¡Pero, entonces, toda esa gente de Béziers ha muerto por una mentira, ha muerto por nada! —exclamó.

—¿Y si el sicario hubiera trabajado para el conde de Tolosa, habrían muerto por algo? —repuso Amaury, que sin duda se había planteado ese asunto antes.

Guillermo le miró atónito, mudo. Su primo no acostumbraba a ser muy sutil, pero en aquel momento le parecía, incluso, cínico. Estaban hablando de más de veinte mil personas masacradas sólo unos días antes. Y no serían las últimas.

—Yo sólo he matado a un hombre, primo —parecía como si le leyera los pensamientos.— Yo sólo respondo por uno ante Dios —sonreía— y además, gracias a mí, le harán santo.

—Pero...

—Y eso ocurrió antes de la cruzada —Amaury amplió su sonrisa— y como todos nuestros pecados nos son perdonados...

—Esas palabras no son tuyas.

—Qué importa de quién sean. Vivimos tiempos excepcionales y nosotros somos instrumentos de Dios.

—O del diablo.

—De Dios, primo. Nosotros estamos con Dios.

—¿Y en qué planes de Dios entró el asesinato de Peyre de Castelnou?

—Él es ya un mártir de la Iglesia. Su muerte fructificará en grandes bienes para la cristiandad.

—Eso es lo que dice el abad del Císter... ¿verdad?

—Sí, eso dice —repuso Amaury convencido.

Guillermo miró esta vez con curiosidad la faz de su primo. Estaba seguro de lo que decía; no sentía remordimientos; él sólo ejecutaba parte de un plan mucho más amplio, de una trascendencia inmensa, que ni siquiera era capaz de vislumbrar. Tenía eso llamado fe.

Fe en el clan Montfort, fe en su padre Simón, fe en el abad Arnaldo, fe en lo que éste representaba y, por supuesto, fe en Dios. Un Dios que otros le dibujaban.

Ahora encajaban muchas de las piezas del rompecabezas. Arnaldo le encargó que encontrara los documentos, pero no al instigador del asesinato, porque el propio abad del Císter lo era Aunque tampoco parecía preocuparle si, en buena lógica, al investigar buscando el objeto, encontraba al ejecutor. Porque éste era su propio primo y Arnaldo sabía cuan unido estaba el clan Montfort y en especial ambos jóvenes. Sin el asesinato de Peyre de Castelnou y la culpa atribuida al conde Raimon de Tolosa; sin ese «casus belli»

jamás hubiera logrado las adhesiones para conseguir un ejército cruzado de aquel tamaño.

Seguramente, ni siquiera el papa Inocencio III hubiese lanzado el anatema sobre el conde, proclamando la cruzada. La santidad de Peyre de Castelnou había sido determinante para conseguir apoyos y ésta se basaba en las circunstancias mártires de su muerte y en que «casualmente», al mover su cuerpo meses después, éste estaba incorrupto, despidiendo «olor de santidad». Recordó a los frailes italianos que, también «casualmente» y en una fecha tan extraña como enero, pasaban por Saint Gilles para que el abad les encargara preparar el cadáver. Y, como apuntó el fraile Benet, fue casual que el abad de Saint Gilles, que en enero disfrutaba de excelente salud, muriera de repente en febrero coincidiendo con una visita de Arnaldo a la abadía. Cuanto más lo pensaba, más se maravillaba Guillermo de lo grandioso del plan. Era una sarta de pequeños acontecimientos que a su vez provocaban otros mayores y que estaban cambiando el mundo conocido.

—¿Y qué hay para los Montfort en todo eso? —quiso saber Guillermo.— Ahora ya me lo puedes contar todo. ¿Qué nos ofrece el abad del Císter?

—El vizcondado de los Trencavel: Carcasona, Béziers y Albí y posiblemente los condados de Tolosa y Foix.

Guillermo le miró sorprendido. La excomunión de un noble llevaba aparejada su desposesión y que sus propiedades pasaran a pertenecer a uno digno a ojos de la Iglesia, autorizado y apoyado por ésta. Pero generalmente era sólo un arma para doblegar a los nobles; no se llevaba a sus últimas consecuencias y terminaba en una negociación cuyo resultado era el regreso de las ovejas descarriadas al redil. Y su primo hablaba de territorios inmensos que incluían los del conde de Tolosa, recién reconciliado con Roma y que acompañaba a la cruzada. Los planes del legado eran a largo plazo; pronto volvería a excomulgar al conde Raimon VI.

—¿Pero no les correspondería antes a los grandes, al duque de Borgoña, al conde de Nevers, o al de Saint Pol?

—Todo está pensado —se sonrió Amaury.— Ésos son muy ricos y están aquí con bastante disgusto. En realidad, no les hace ninguna gracia ver que se desposee a un noble tan grande como ellos así, tan fácilmente. Les hace sentirse pequeños y consideran que va contra el derecho feudal. Volverán a vigilar sus posesiones tan pronto termine su compromiso de cuarentena. Además, el legado papal exigirá al nuevo vizconde que se quede en Carcasona personalmente con sus tropas y con quienes pueda reclutar, resistiendo todo el invierno hasta que los cruzados regresen de nuevo en verano.

—Parece pensado a medida de tu padre.

—Sí, de mi padre y de su heredero.

—Tú, Amaury de Montfort.

—Sí, y también para el futuro obispo de Tolosa: Guillermo de Montmorency —sonriente, Amaury puso su mano derecha en el hombro de su primo,— el hijo del hermano de mi madre. El más listo, el más culto de la familia, el mejor jugador de dados...

Amaury se puso a reír, sin duda recordando aventuras pasadas.

—Creo que el abad del Císter es mejor jugador que yo —dijo pensativo Guillermo.— Él también usa dados trucados.

Su primo se encogió de hombros, divertido, para volver a reír a carcajadas.

—¿Te imaginas que le invitemos a una partida?

—¿Qué es lo que contienen esos documentos que le quitaste a Peyre? —preguntó sin unirse a las risas. Amaury le miró aprensivo. —No lo sé —repuso.— El abad del Císter nunca quiso hablar de ello.

—¿Por qué quería matar a la Dama Ruiseñor?

—Tampoco lo sé.

Ambos quedaron en un silencio taciturno y al poco Amaury, poniendo esta vez ambas manos en los hombros de su primo, le dijo:

—Guillermo, siempre has sido rebelde e inquisitivo. Basta de preguntas, no voy a responder nada más por hoy. Los Montfort tenemos un trato con Arnaldo Amalric, abad del Císter y legado papal. Es un muy buen trato y ahora nos toca obedecer. Se arriesga mucho; es un juego peligroso, pero el premio es grande. El abad dice: «Aquello que no debas saber y no sepas nunca te hará daño». Yo no soy tan listo como tú, pero puedo leer una amenaza en esa frase. Cumple tu parte, obedece y no hagas más preguntas; ya sabes demasiado. Relájate y descansa, mañana entraremos en combate y los Montfort debemos demostrar que somos dignos de nuestro destino.

—Yo no combatiré mañana.

—¿Por qué? ¡Es la gran batalla que hemos esperado desde que éramos niños!

—Ésta no es una guerra justa.

—¿Y qué es una guerra justa?

Guillermo era bueno en derecho y dialéctica, podía responder, pero no lo hizo. Ni siquiera sabía si su primo preguntaba cándidamente o sólo para que la cuestión quedara flotando en el aire. Ante su silencio, Amaury tiró de él, le dio uno de sus abrazos de oso y un beso en cada mejilla.

—No te enfrentes al abad, Guillermo —le dijo.— Sabes demasiado y debes serle fiel.

Te quiero, primo, y no deseo que te ocurra nada malo.

34

«Mais li barón de l'ost se son tant esforsetz que lo borc lor an ars trastot tro la ciptetz que Taiga lora n touta, qu'es Audes apeletz.»

[(«Mas los barones de la hueste tanto se esforzaron que incendiaron el burgo, reduciéndolo a cenizas y del río llamado Aude las aguas les quitaron.»)]

Cantar de la cruzada, III-28

Mi encuentro con los ribaldos me agotó tanto que dormí con una profundidad absoluta, sin recordar penas, miedos ni esperanzas, pero de madrugada me despertaron los gritos, el ruido de herrajes, el relincho de los caballos. Amanecía y el campamento se preparaba para el ataque. Vi que mi señor se lavaba la cara con el agua de un barreño que había dentro de la tienda y, levantándome de un salto, fui a ayudarle con su equipo; la cota de malla, las espuelas y la sobrevesta con el rojo león rampante de los Montfort, ya que, pese a ser él un Montmorency, obedecía a su tío Simón y luchaba con sus insignias. No se le veía alegre y, aunque ciñó espada y daga, me dijo:

—Hoy, tú y yo veremos la batalla desde una colina.

Se fue a desayunar con los líderes del clan y dio las instrucciones a sus hombres para que lucharan bajo las órdenes de Amaury.

A su regreso, montamos nuestros caballos, pero en lugar de dirigirnos al llano, donde desde varios estrados los curas cantaban misa para los distintos grupos del ejército, fuimos hacia una colina que ofrecía una excelente vista sobre el burgo de San Vicente.

Ése era el arrabal que se había extendido hacia el nordeste, fuera de las grandes murallas. Estaba protegido sólo con un foso y un terraplén coronado con muretes de piedra y empalizadas de madera que se elevaban pocos metros. Se notaba que habían sido reforzadas a toda prisa.

El ataque ya había empezado; las petrarias lanzaban decenas de cascotes y cantos rodados sobre las defensas del burgo, obligando a los de Carcasona a esconderse, y hacían saltar en pedazos sus defensas de madera. También las catapultas, que alcanzaban mayor distancia, vomitaban fuego griego sobre las techumbres de las casas, más allá de las empalizadas, provocando los primeros fuegos. Me di cuenta de que todos esos artilugios estaban colocados en la parte este y así se lo hice notar a Guillermo.

—El ataque será por ese lado —me dijo.— Aprovecharemos que el sol, al elevarse, les dará en los ojos. Además, es el lugar más alejado de los altos muros de la ciudad; los ballesteros de ésta no nos podrán herir y el terreno es llano. Sólo hay que vencer sus defensas.

Vi que las misas habían terminado y que desde sus altas tarimas los sacerdotes ya hisopaban con agua bendita a los combatientes. Grupos de frailes en formación, que portaban cruces sobre altas picas, se dirigían hacia el burgo cantando a coro Veni creator spiritus, los soldados se unieron a la salmodia, siguiéndoles. Los frailes se detuvieron poco antes de la zona de alcance de los dardos de las empalizadas, pero desde allí continuaron con sus cantos cada vez más potentes. Lo hacían con furia, con rabia y conferían un coraje fanático a los asaltantes. Acto seguido, cientos de arqueros con los colores de los nobles se les adelantaron y unieron sus dardos a la lluvia de piedras de la artillería. ¿Cómo alguien podría atreverse a asomar la cabeza entre las empalizadas del burgo?

Fue entonces cuando sonaron las chirimías, los tambores, las gaitas y las trompetas en una estruendosa algarabía que se mezcló con las salmodias. Era la orden de ataque.

Decenas de grupos de ribaldos portando largas escaleras se lanzaron hacia el foso con gran griterío y, apoyándolas sobre las paredes, empezaron a escalar mientras rocas y dardos continuaban cayendo sobre los defensores. Éstos empujaban las escaleras con largas pértigas para hacerles caer, repeliéndoles con piedras, lanzas y flechas, pero, al exponerse a los arqueros cruzados, se desplomaban heridos. Muchos ribaldos también se precipitaban a los fosos, aunque muchos más conseguían alcanzar las almenas y luchar cuerpo a cuerpo con los de adentro.

Pero al tiempo, los zapadores extendían caminos de tierra y piedras sobre el pequeño foso en múltiples lugares, entre ellos la puerta sur. Los defensores ocupados con los asaltantes no podían atender a ese nuevo peligro. En pocos minutos grupos de soldados, cubriéndose con sus escudos, corrían empujando gruesos troncos a modo de ariete que iban reventando paredes y puertas.

—Fíjate en esos grupos de caballeros escondidos en el bosquecillo —Guillermo señalaba hacia un enclave en el camino de la llamada puerta de Narbona.— Están esperando a que el vizconde Trencavel salga en ayuda de los sitiados y ataque a los cruzados por la retaguardia. Dicen que es modelo de caballeros. Seguro que liderará la carga. Su objetivo es matarlo.

—¿A él sólo?

—Si cae Trencavel, la ciudad se rendirá.

—No parece un plan muy caballeroso —repuse,— ¿verdad?

Guillermo sonrió triste, se encogió de hombros y dirigió su atención de nuevo al burgo. Aproveché su concentración para mirarle; ése era el hombre que quería matarme, que lo haría de saber quién fui, y, sin embargo, su compañía me tranquilizaba, en especial después de mi nuevo encuentro con los ribaldos. Era un muchacho atractivo, de pelo rubio ensortijado y ojos azules, curiosos a veces, apasionados otras. ¡Era tan extraño que me sintiera segura a su lado...! Pero yo no tenía a nadie en quien apoyarme, con quien compartir mi angustia y pensé que en otras circunstancias Guillermo hubiera sido un buen confidente, pero ni siquiera a él me atreví a contarle el incidente del día anterior. ¡Tenía tanto que ocultar!

—¡Mira! —su grito me sobresaltó.— ¡Los Montfort serán los primeros en entrar en el burgo! —señalaba con el dedo y brincaba de alegría como un chiquillo.

En efecto, un grupo de caballeros que lucían en sus pendones el león rojo rampante de Montfort se lanzaba al galope, saltando entre cascotes por una de las brechas en las defensas. Les seguía un nutrido grupo de lanceros a pie. Cuando los muros ocultaron la lucha en su interior, Guillermo se impacientó.

—¡Dios mío, cuánto daría por estar allí! —murmuraba.

Mientras, el resto de cruzados penetraban en el burgo por otras brechas. Era obvio que los de dentro no podrían aguantar.

—¿Vais a matar a todos, como se hizo en Béziers? —pregunté horrorizada.

—No, hoy no.

—¿Por qué? —quise saber inquisitiva.— ¿Es que algo cambió en vuestro corazón?

El caballero me miró sonriéndose por la audacia de mi reproche.

—No, no creas —repuso.— Los defensores del burgo de San Vicente nos sirven más vivos, encerrados en las murallas de Carcasona, que muertos afuera.

No entendí y le interrogué con la mirada.

—Yo aprenderé occitano contigo, pero tú tienes que aprender mucho de guerra conmigo. Lo que queremos es que la ciudad de altas murallas se abarrote de gente, y si están heridos, mejor. Tomando ese burgo, les cortaremos el acceso al río Aude y a los pozos de San Vicente. En el interior sólo hay agua de cisterna y pronto tendrán cuarenta mil almas encerradas ahí. En unos días no podrán ni lavar las heridas; las moscas se les comerán, el tufo será insoportable, enfermarán de alguna peste y poco después morirán de sed. Sólo una gran lluvia podría salvarles.

Entonces lo comprendí. Imaginé con horror a los niños pequeños sedientos. Quise olvidarlo y concentrarme en la batalla. Las puertas del burgo estaban abiertas y por ellas salían y entraban tranquilamente ribaldos y soldados cargando bultos. Habría poco que saquear, me dijo Guillermo, ya que lo de valor estaría en la ciudad. Los caballeros salieron también y galoparon hacia el río para terminar de doblegar cualquier resistencia. Sin duda, muchos habían muerto de ambos lados, pero la batalla estaba ganada y el burgo, casi todo de madera, empezaba a ser pasto de las llamas.

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