La reina oculta (40 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: La reina oculta
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—¿Pero de dónde habéis sacado esas pamplinas? —repuso ella irritada.— ¿Os creéis que toda Occitania es como Cabaret? Mi madre fue cortejada por un trovador muchos años, se amaban con buen amor y jamás necesitaron hacer eso.

Pero Guillermo pronto supo calmar la irritación, más fingida que real, de su dama.

Regresaba a besarle la mano, las mejillas, la acariciaba, mientras Bruna, angustiada, se daba cuenta de que poco a poco cedía a los avances del caballero. Era superior a sus fuerzas. Su pensamiento iba con Hugo y le maldecía. ¿Por qué no estaba en ese momento con ella? ¿Por qué la abandonaba en ese trance?

Pronto se encontró en los brazos de Guillermo y se dio cuenta de que sin quererlo respondía a sus besos. Era un tierno arrobo que superaba la inmensa culpa que sentía al traicionar a Hugo.

—Dejadme —suplicó,— por piedad.

—No puedo, mi señora —el instinto del caballero le impedía abandonar, sin tomarla, una plaza rendida.

El siguiente beso hizo que se desplomaran en la cama, abrazados y las manos de él empezaron a acariciarla bajo las ropas.

Bruna caía en una semiinconsciencia en la que sus fuerzas la abandonaban, pero en un momento de lucidez, haciendo acopio de ellas, empujó a Guillermo y consiguió apartarlo.

—Disteis vuestra palabra. ¡Cumplidla! —le ordenó.

—Soy incapaz, mi señora...

Guillermo no pudo terminar, pues de repente, con un gran estruendo, las tablas de la puerta saltaron hechas añicos y ésta se abrió de par en par. Tres individuos se abalanzaron sobre el caballero, que, atontado, no tuvo tiempo de alcanzar su espada y sin ningún miramiento le ataron.

Bruna, pasando de sueño a pesadilla, se quedó mirando a Renard sin dar crédito a lo que veía. Éste le sonrió.

—Lo siento, Dama Ruiseñor —le dijo,— pero necesito vuestra cabeza.

—¡Suéltala, cobarde! —le gritó el de Montmorency, al que habían dejado tumbado en un rincón.— Atrévete conmigo.

—Suerte tenéis de ser sobrino de quien sois y de que no quiero más líos con él, mentecato —repuso Renard.

—¡Ayuda! —vociferó Guillermo.

—¡Que se calle y terminemos ya!

Un par de rufianes se abalanzaron sobre el caballero, que se resistió a pesar de sus ataduras, y mientras le golpeaban, le introdujeron unos trapos en la boca. Al contrario, Bruna, que al fin comprendía la situación, considerando que no tenía escape posible, afrontó su destino con dignidad. Se dijo que ése era el castigo que recibía por mostrarse débil con Guillermo. Dos de los hombres la sujetaron por los brazos y Renard, tirando de sus cabellos, colocó su cabeza sobre una banqueta de forma que quedaba el cuello al descubierto.

Isarn desenfundó la espada, la sujetó con ambas manos y la elevó por encima de su cabeza. Calculaba con cuidado, quería que fuera un corte limpio, un solo golpe.

El de Montmorency se debatía desesperado clavando las cuerdas en sus carnes. Un sentimiento de impotencia y fatalidad le invadió. Iban a matar a Bruna por un error suyo. No había sabido defenderla. La culpa y la angustia le atenazaron la garganta y quiso morir.

Bruna, aplastada su mejilla derecha contra la banqueta, podía ver al fondo de la habitación a Guillermo retorciéndose desesperado y notó una extraña sensación en su cuello, preludio del tajo. Entonces, se sintió desfallecer. Por unos instantes le vinieron las imágenes de los hermosos tiempos pasados, de flores y cantos, de su primavera, pero ante la inminencia de la muerte se concentro en murmurar un rezo:

«Kyrie eléison Chríste eléison.»

(«Señor, ten piedad, Cristo, ten piedad.»)

80

«Señor noble rey alto oyd este sermón que vos dise don Santo, judio de Carrión.»

[(«Señor, noble y alto rey, escuchad las razones que os dirige don Santo, judío de Carrión.»)]

Rabí Sem Tob

Mientras, en el extremo sur de la ciudad, cerca de la sinagoga nueva, Hugo había localizado a Yehuda, el pariente de un comerciante judío establecido en las cercanías de Mataplana y que era vasallo de su padre. Hugo le traía con frecuencia recados de su familia en Cataluña y había un vínculo de amistad entre ambos.

—Yehuda, habladme sobre la sublevación judía —le pidió.— La vida de alguien a quien mucho quiero depende de ello y nada sabrán por mí ni el arzobispo ni el vizconde.

—Lo haré por lo mucho que os debe mi familia —repuso éste después de rumiar un rato.— Pero antes prometedme por vuestro Dios que lo que os cuente no será usado contra mi pueblo.

—Lo prometo, Yehuda.

—Existe una gran discordia entre los judíos, tanto de Narbona como los refugiados de Béziers y los de otras localidades de la región. —explicaba el hebreo.— Al contrario que en el norte de Europa, aquí y en Sefarad a los judíos se nos ha permitido, durante siglos, profesar nuestra religión y vivir en paz. No tenemos los mismos derechos que los católicos, pero algunos de los nuestros han obtenido incluso posiciones de alto rango en las administraciones de nobles y señores, incluidos grandes eclesiásticos, que nos han protegido de los cristianos más fanáticos. Pero la cruzada lo ha cambiado todo. Anteriores cruzadas dirigidas a Tierra Santa han dejado un reguero sangriento de matanzas de judíos como huella de su paso. Parece que lo mismo va a ocurrir en ésta. Uno de los crímenes de los que el Papa acusa al conde de Tolosa y al vizconde Trencavel de Carcasona es precisamente el de dar puestos de responsabilidad a los nuestros. Las propiedades de los judíos de Béziers han sido confiscadas y dadas a cambio de suministros para la cruzada.

Ya no tenemos ninguna garantía ni para nuestros bienes ni para nuestras vidas.

—Y siguiendo la tradición hebrea de Narbona, habéis decidido defenderos con las armas —dedujo Hugo.

Simón le miró dubitativo unos momentos y le respondió:

—Narbona se puede traducir al hebreo como Ner binah, que significa luz e inteligencia. De aquí salió la Tora, que se extendió por todo el país, y muchas otras joyas del pensamiento y de la espiritualidad hebraica. Nuestra escuela se puede comparar con la de Babilonia. La tradición de los judíos de Narbona es la del saber profundo y la espiritualidad, no la guerra.

Hugo se limitó a afirmar con la cabeza, pero un esbozo de sonrisa en su faz denotaba que continuaba creyendo en la sublevación.

—¿Creéis que tenemos alguna posibilidad con las armas? —preguntó Yehuda después de un pensativo silencio.

—Ninguna.

—Ése es el gran debate. La mayoría de los rabinos dice que debemos esperar, ver y, si las cosas se ponen muy mal, huir a los reinos hispanos, a la tierra que nosotros llamamos Sefarad. Dicen que si nos levantamos en armas, seremos derrotados y que entonces se nos exterminará sin piedad.

—Tienen razón.

—Pero hay un rabino, un tal Abraham bar Isaac, que no piensa así. Dice que ya hemos huido demasiado y que estamos aquí desde antes de que naciera Cristo. Esta tierra es más nuestra que de los católicos y dice que debemos usar nuestras mejores armas para combatir y defendernos. Y los más jóvenes están con él. Pone el ejemplo de Masada, la fortaleza judía que resistió a los romanos hasta el exterminio del último de los defensores.

—Por eso el barrio judío se está armando, ¿verdad?

—Sí, pero Abraham dice que, aunque habrá que usar espada y lanza, nuestra mayor arma será el espíritu.

Hugo rió.

—¿Y qué va a hacer vuestro espíritu frente a la caballería de Simón de Montfort?

—Abraham es maestro en Cabala, ese conocimiento profundo nacido aquí y en Sefarad. Él practica el saber de la columna izquierda de la Cabala, el del que toma. Y la Cabala de la izquierda tiene una parte oculta, terrible. Abraham hará uso de ella para defender a nuestro pueblo.

—¿Qué?

—Que Abraham y los suyos usarán armas de espíritu junto con las de acero. Y no sólo eso, tienen aliados cristianos.

—¿El obispo Berenguer?

—Vos lo habéis dicho.

—¿Abraham y Berenguer usarán la magia para derrotar a los cruzados?

—Vos lo habéis dicho.

El de Mataplana cerró los ojos como tratando de asimilar todo aquello. Y en aquel momento una terrible inquietud le asaltó.

—¿Conocéis a una mujer mayor llamada Sara, que vende hierbas, condimentos y remedios?

—Sí. Dios le ha dado a Sara el don de la videncia.

—Sara estaba esta mañana en el palacio del arzobispo. Me pareció muy extraño. ¿Os lo explicáis vos?

—Ella está muy cercana a Abraham, por lo tanto, también al arzobispo. Quizá le llevara algún mensaje.

El caballero, cada vez más angustiado, dedujo que si Sara había reconocido a Bruna, y se lo dijo a Abraham, éste se lo contaría a su aliado el arzobispo Berenguer.

—Gracias, Simón —dijo Hugo levantándose casi en un salto.— Me tengo que ir, mis amigos están en peligro.

Y salió precipitadamente a la calle para correr en dirección a la posada. Tuvo la suerte de no encontrar ninguna patrulla nocturna del vizconde o del arzobispo, pero la desdicha de llegar tarde a su destino.

81

«No se regocijen diciendo "asolada está Sión", pues allí están mis ojos, allí mi corazón.»

Yehuda Ha-Levi. Poemas, 100

Isarn levantó su espada sobre el cuello desnudo de Bruna, pero, cuando iba a descargar el golpe, una gruesa azcona proveniente de la puerta, que había quedado abierta, se clavó en su pecho y le hizo caer de espaldas. Renard y los suyos empuñaron sus armas, pero los dos mercenarios fueron ensartados por lanzas y un tropel de soldados armados hasta los dientes penetró en la habitación.

Renard, comprendiendo al instante que era imposible resistir, saltó por la ventana abierta hacia la noche y Pelet le siguió de inmediato.

—Coged al muchacho —dijo el que parecía mandar.

Y sin preocuparse por Guillermo, testigo maniatado e impotente en un rincón, ni por los huidos, los soldados, después de recoger sus azconas, salieron a la calle llevándose a Bruna.

La dama había recuperado sus sentidos lo suficiente para observar, cuando la arrastraban hacia afuera, que el líder del grupo tenía tatuado en su brazo una estrella de seis puntas encerrada en un círculo. Aquel hombre era el mismo que unos meses antes intentó secuestrarla en Béziers.

Hugo se maldijo por haber dejado el caballo en la posada en su intento de pasar desapercibido en el barrio judío. Ni siquiera llevaba su espada, sólo una daga. Así que emprendió su carrera, casi a ciegas, a veces perdido, por un entramado de callejuelas oscuras por las que al final logró llegar a la plaza del mercado.

Jadeante, pudo ver que algo había ocurrido y rezó por llegar a tiempo. Un grupo de gentes se perdía en la oscuridad por una de las calles laterales y la posada estaba en silencio, puertas abiertas, con luz en su interior. Se precipitó dentro, encontrando al posadero, las criadas y algunos parroquianos en las mesas, pasmados a la luz de las lámparas de aceite, sin atreverse a ningún movimiento. La muerte había visitado el piso de arriba. Sólo cuando Hugo, cogiendo uno de los candiles, se lanzó a las escaleras salieron de su letargo para seguirle.

Había cuatro cuerpos en el suelo, tres inmóviles y uno retorciéndose. Hugo usó su daga para liberar a Guillermo y, mientras al posadero impartía instrucciones sobre los cadáveres, ellos salieron a la oscuridad de la calle. Allí, entre lágrimas de impotencia y culpa, el de Montmorency relató al de Mataplana lo ocurrido en el asalto.

—Mi confidente judío me dio la clave de lo que iba a pasar —se lamentó Hugo.— Corrí lo que pude, pero llegué tarde. No tenía ni idea de ese Renard que mencionáis, pero comprendí que el arzobispo iba a secuestrar a Bruna.

—Pues tuvimos suerte dentro de la desgracia —dijo Guillermo.— Fue horrible.

Querían decapitar a la Dama. La espada estaba a punto de caer sobre su cuello cuando los del arzobispo, si lo son, llegaron salvándole la vida.

—Sí que son los del arzobispo —insistió Hugo.— Hace tiempo ya quiso secuestrarla en Béziers, pero yo pensaba que estaba segura en su disfraz de escudero. Por eso me callé. Cuando nos dijo ayer que vio a Sara, esa hechicera judía, no fui capaz de establecer la relación, pero ahora sé que esa mujer trabaja para el arzobispo y estoy seguro de que ella la delató.

—Pero al menos está viva.

—Quizá —repuso dubitativo Hugo,— pero en manos del arzobispo no está a salvo. Puede ocurrirle algo peor.

—¿Por qué? ¿Qué tiene el arzobispo contra ella? ¿Qué puede ser peor?

—Volvamos a la posada —propuso el de Mataplana,— hay mucho que contar.

Sentados en una mesa, rodeados de tinieblas, frente a unos cuencos de vino y un candil de aceite que iluminaba sus caras, Hugo inició su relato:

—Os mentí al deciros que desconocía el contenido de la carga de la séptima mula.

—No os creí. Si pertenecéis a esa hermandad secreta cuyo objetivo era su protección, debéis conocer lo que guardabais.

—Era mi obligación mantener el secreto —repuso Hugo,— pero ahora que sólo cuento con vos para ayudarme, os lo he de confiar para proteger un bien mayor: a nuestra dama.

—Hablad, pues.

—Es una larga historia que intentaré acortar. Empieza incluso antes de la conquista cristiana de Jerusalén. Sabéis que Godofredo de Buillón fue proclamado defensor de los Santos Lugares al no querer el título de rey, pero que su hermano no tuvo reparos en proclamarse como tal cuando el primero murió.

Guillermo afirmó con la cabeza.

—Godofredo no fue el único líder de la cruzada, pero sí el elegido por el papado por su supuesta ascendencia merovingia. La leyenda supone a los merovingios emparentados por sangre a lo divino y esa oscura conexión aparece precisamente gracias a un contacto mítico con la divinidad en tierras provenzales y narbonenses. De aquí habría salido esa supuesta sangre merovingia relacionada con Jesucristo.

—¡Jesucristo! —exclamó Guillermo.— ¡Eso es herético!

—Precisamente. La mejor forma de exterminar una herejía es acomodarla al dogma y tratarla como una curiosa leyenda. Parece que el papado tuvo un pacto con los merovingios al tomar éstos el poder en las Galias y posteriormente les traicionaron al apoyar a los carolingios cuando arrebataron el trono a los primeros. Al conceder a Godofredo, heredero de los merovingios, Tierra Santa, su legítimo patrimonio como descendientes míticos de Cristo, esa deuda moral quedaba condonada. Pero no a todo el mundo satisfizo el arreglo. Previo a la llegada de los cruzados, ya existía un grupo secreto denominado de Sión, que quiere decir hermandad judaica, buscando en Tierra Santa la genealogía de Cristo. Al llegar los cruzados, un grupo de siete caballeros, protegidos por los líderes civiles y religiosos de Jerusalén, se dedicaron a ello y posteriormente fundaron la llamada Orden del Temple, que, apoyada desde Francia por Raimon de Claraval, se convirtió de hecho en la cobertura oficial de esa búsqueda. Las órdenes militares se pusieron de moda y en particular la del Temple, que creció mucho más rápido de lo que sus fundadores esperaban. Sólo unos pocos sabían de su objetivo secreto y ésos vieron como el propio tamaño, poder y vinculación al papado que adquiría el Temple les iba distanciando de su misión. Así a raíz de la derrota de los cristianos en Tierra Santa en la batalla de Hattin y al tremendo descalabro que sufrieron los templarios en ella, conducidos por un líder incompetente impuesto por presiones nobiliarias y papales, el grupo de Sión, que siempre había mantenido miembros fuera de la Orden, decidió escindirse de ésta. Pero los que ya llevaban muchos años, como Aymeric de Canet, continuaron en el Temple de forma encubierta. Por entonces, los de Sión habían recogido gran cantidad de información gracias a manuscritos antiguos, a traductores y a sabios, tanto en Tierra Santa como en Egipto y Occitania. Precisamente fue el conde de Tolosa, líder junto a Godofredo de la primera cruzada, quien empujó esa búsqueda con más ansia.

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