La reina oculta (42 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: La reina oculta
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—Pons de Béziers y Adelais de Carcasona.

El arzobispo Berenguer afirmó complacido.

—¿Y los maternos?

—Pierre de Lorena y Marquesia de Montpellier.

—Ésa es la conexión merovingia —dijo satisfecho.— Todo coincide, todo encaja. Sois vos, sin duda.

—Y vos, ¿quién sois? —inquirí, aunque sabía la respuesta.— ¿Qué es lo que coincide? ¿Qué es lo que encaja?

—Soy el arzobispo Berenguer III de Narbona —repuso.— Mi padre fue Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona y príncipe soberano de Aragón. Mi madre Esclaramonda de Narbona. Vos y yo somos parientes, muchos de nuestros ancestros coinciden, pertenecemos al linaje hebreo de David y Benjamín.

—¿Y de dónde sacáis todo eso?

—Es algo que ha ido de boca en boca, de generación tras generación en mi familia —repuso el eclesiástico.— Sabía de la existencia de constatación documental, pero hasta hace poco no llegó a mi poder...

—¿De qué habláis? —interrumpí.— ¿Qué documentos son ésos?

—Son los legajos que cargaba la séptima mula. La que perdió Peyre de Castelnou.

—¿Y qué dicen?

—Que las últimas generaciones de vuestra familia se han ido enlazando con el objeto de unir de nuevo las ramas más importantes que proceden de una familia judía llegada hacia los años cuarenta de la era cristiana y que procedía de Alejandría.

—¿De qué familia habláis?

—De la familia de Cristo.

Pensé que aquel hombre había perdido la razón y me quedé observándolo mientras intentaba encajar aquello. Nunca había oído hablar de otra familia de Cristo que no fuera la de san José y la Virgen María.

—¿La familia de Cristo? —repetí al cabo confiando en que Berenguer diría más.

—Sí. Los legajos, en arameo, encontrados después de la primera cruzada cuentan la historia. El conde de Tolosa y los demás caballeros de Sión los hicieron traducir al latín y buscaron toda la información posible en Tierra Santa, Egipto y Occitania.

Había oído sobre Sión, sabía que tanto Hugo como Berenguer eran caballeros de la Orden secreta y esa mención me hizo escuchar más atentamente lo que el arzobispo contaba.

—Cristo no tuvo hijos varones, pero sí una mujer que, junto a su madre, la Magdalena, se refugió en Alejandría, Egipto, después de su muerte. El hecho de ser hembras las excluyó casi por completo de la historia oficial escrita. De haber tenido hijo varón, éste hubiera sido rabino y, con toda seguridad, sucesor en la predicación del padre.

Habría mucho escrito sobre él. En cambio, las mujeres fueron silenciadas y tuvieron que esconderse de los enemigos de Jesús. Conforme el mensaje se difundía, también aumentaba el peligro para ellas y, al fin, el rico amigo del Mesías, el protector de su descendencia, José de Arimatea, decidió huir de Egipto para llevarlas a un lugar donde la comunidad hebrea crecía libre y salva: el sur de las Galias, Occitania. Y así llegaron a nuestras costas, donde la estirpe de Cristo medró entre los judíos, algunos convertidos a la nueva religión y otros no. Se reconoció a María Magdalena, a veces confundida con la propia Virgen María, y a su muerte su culto se extendió ampliamente por la región y ha llegado, vigoroso, hasta nuestros días. En un momento determinado, esta estirpe se cruzó con la de los merovingios, o así ellos quisieron hacerlo creer, y les dio cierta legitimidad, aunque, en nuestra opinión, dudosa. Pero los verdaderos descendientes permanecimos ocultos, sin duda para salvarnos de las persecuciones que los cristianos sufrieron. Sin esa invisibilidad, la estirpe de Jesús hubiera sido exterminada. Pero la ocultación llevó al olvido, convirtiéndose en rumor y leyenda, hasta que los caballeros de Sión emprendieron la búsqueda.

—¿Y qué tiene que ver eso conmigo?

—Vos sois el resultado de una serie de matrimonios, cuidadosamente preparados por los de Sión, para que vuestra sangre sea la más pura, la más parecida a la de Jesús.

—¿Queréis decir que mis bisabuelos, abuelos y padres han sido seleccionados como se hace con los galgos para mejorar su raza?

—Eso afirmo.

—¿Pero para qué?

—¿No lo entendéis? —se asombró Berenguer.— Como única descendiente pura de Cristo, podríais reclamar tronos, coronas y tiaras. Pero hay algo en vos mucho más valioso.

—¿Qué?

—Vuestra sangre.

En aquel momento me di cuenta de la locura de aquel hombre y no pude evitar mirar la estatua del ternero para el sacrificio.

—¿Qué le ocurre a mi sangre?

—Si las reliquias tienen poder, la sangre del Señor, la derramada para la salvación de la humanidad es la más poderosa de todas. Vos sois la copa que la contiene. Vos sois el mítico Grial.

—¡Pero si la Dama Grial es la Loba de Cabaret! —dije resistiéndome tontamente a mi destino.

—Bobadas —repuso.— Ya he oído esa pamplina de los trovadores. El Joy no es el Santo Grial. Al menos, no es el que yo busco. Santo Grial proviene de Sang Reial, Sangreial. No hay una sangre más real que la de Cristo.

Le miré con temor intentando adivinar en sus ojos sus intenciones.

—Con vuestra sangre, que es la más poderosa de las reliquias, y el poder espiritual que controlo, podré resucitar a los muertos, crear ejércitos y las naciones me obedecerán.

El brillo febril de sus pupilas, su sonrisa codiciosa y su chachara demente me hicieron temblar.

—Seré papa —añadió.

84

«¡Fuerte como la muerte es el amor!»

Yehuda Ha-Levi, 96

Los caballeros se miraron a la tenue luz del candil, que empezaba a parpadear por falta de aceite. Hugo tragó más vino de su tazón y Guillermo inquirió angustiado:

—¿Dónde estará? ¿Qué podemos hacer para rescatarla?

—La tiene el arzobispo. Eso es seguro, pero no puedo decir dónde.

—Quizá encerrada en su palacio —especuló Guillermo.

—Cuando llegué, vi a un grupo alejarse. Eran ellos, pero no se dirigían a la plaza de La Caularia; no creo que esté en el palacio. Debí de haberles seguido en lugar de venir a la posada, pero no sabía que se llevaban a Bruna.

—¿Qué haremos? —preguntó otra vez el de Montmorency.

—Intentar dormir lo que quede de noche. No hay más opción hasta el amanecer.

—Volveré a ver al arzobispo. Le amenazaré.

—Es un juego peligroso —repuso Hugo.— Ya visteis que no tiene reparos en haceros asaltar, pudo ordenar, incluso, que os mataran.

—No creo que se atreva. Él continúa creyendo que estoy comisionado por el abad Arnaldo y mi tío Simón. Les teme.

—Es un hombre peligroso, no se detiene ante nada. Se resiste al Papa, falsifica los sellos y la firma del rey de Aragón. Si lo amenazáis, os puede hacer matar.

—¿Qué otra opción tengo? —dijo Guillermo desconsolado.

—No lo sé.

Y Hugo cerró los ojos para rememorar la faz de su amada. Cuando los abrió, había lágrimas en ellos. Puso su mano sobre la que el francés tenía sobre la mesa y le dijo:

—Yo también temo por ella, también la amo. ¿Qué no daría porque fuera ayer y estuviera aún aquí con nosotros?-Vengo a recoger los legajos, arzobispo.

La figura de Guillermo, con el león rojo rampante en su pecho, se alzaba gallarda en el centro de la sala de audiencias de Berenguer. Sin embargo, aunque el joven intentara ocultarlo, había una gran diferencia con el día anterior, hoy se sentía inseguro y temeroso por Bruna. Invocaba la autoridad del legado papal y la de su tío, y pretendía, si no conseguir los documentos, al menos negociar con el eclesiástico la libertad de su dama a cambio de entregarlos.

—A fe que sois arrogante, jovenzuelo —repuso Berenguer, que, sentado en su trono, entornaba los ojos mientras una sonrisa bailaba en sus labios.— Recordadme la razón por la que os los debía entregar...

—Porque el legado papal, el abad del Císter Arnaldo, y mi tío, el vizconde de Carcasona, Béziers y Albí, comandante general de la cruzada, así os lo piden. Vos no podéis retenerlos, pertenecen al Papa.

—¿Y ellos saben que estáis aquí?

—Naturalmente.

—¿Y saben que yo tengo la carga de la séptima mula?

—Claro.

—¿Y que disfrazada como vuestro escudero se escondía Bruna de Béziers, la Dama Ruiseñor, a cuya cabeza el legado papal ha puesto precio?

—Bruna de Béziers murió en el asalto a su ciudad.

El arzobispo se puso a reír con carcajadas aparatosas. La inquietud de Guillermo aumentaba.

—Me estáis mintiendo. Ni el legado, ni Simón de Montfort saben que tengo los legajos; ni siquiera saben que estáis aquí —dijo cuando terminó su risa.— Así que puedo haceros desaparecer sin temor a represalias.

Guillermo comprendió que estaba perdido. Su única fuerza, el temor del arzobispo a los cruzados, se había desvanecido. ¿Cómo sabía Berenguer que actuaba sin que lo supiera el legado? Bruna nunca le habría delatado, no al menos voluntariamente. ¿La torturaron? Consideró la posibilidad de desenfundar su espada e intentar abrirse paso a mandobles hasta su caballo. Era hacer que le mataran; cualquier ballestero le podría ensartar por la espalda. Pensó que había un pequeño resquicio para la esperanza; quizá el arzobispo sólo intuyera lo dicho, quizá no lo supiera seguro y repuso:

—Claro que lo saben —mintió.— Les mandé mi último mensaje antes de entrar en la ciudad.

El arzobispo resopló y, a una seña suya, uno de sus eclesiásticos tiró de una cinta que hizo sonar una campanilla en la habitación contigua. Al momento, entró el cuerpo de guardia.

—Entregad vuestras armas ahora mismo —dijo Berenguer.— Sois mi prisionero. Ya veré qué hago con vos.

Guillermo obedeció, no sin antes advertir al arzobispo que se arrepentiría de aquello, y fue conducido a los sótanos del edificio donde se encontraban las mazmorras.

Una luz de esperanza brilló en su oscuridad. ¡Al menos se encontraría con Bruna! Pero, para su desencanto, no vio ni rastro de la doncella. En lugar de eso, en el calabozo contiguo al suyo, pudo distinguir, maltrecho, a Renard, que le saludó:

—Buenos días, señor de Montmorency —mostraba su sonrisa desdentada.— ¡Qué alegría veros de nuevo! Al menos, podré hablar oíl con alguien.

Entonces, Guillermo lo supo todo. El arzobispo había capturado a Renard, que trabajaba para el legado Arnaldo; fue él quien le privó de argumentos al contarle al arzobispo todo lo que sabía. Y se dio cuenta de lo difícil de su situación.Hugo no creía que Guillermo pudiera asustar al arzobispo, pero él carecía de un plan mejor y algo había que hacer para rescatar a Bruna. Encargó a un muchacho que le avisara cuando le viera salir del palacio arzobispal para dedicarse él a la única pista que le quedaba: Sara.

Comprendía ahora que fue ella quien informó en Béziers a los sicarios del arzobispo, y lo mismo hizo aquí. Era el enemigo. Pero él sabía arrancar confesiones hundiendo la punta de su daga en ciertos lugares del cuerpo. Precisaba saber dónde se encontraba Bruna y cómo se accedía al lugar... Sin duda, Sara conocía esa información y la haría hablar a cualquier precio, ya fuera a hierro o a fuego.

Inquirió a su amigo Yehuda, buscó por el barrio judío, pero la mujer no estaba en ninguno de los lugares de costumbre. Ni siquiera en el mercado adonde iba a vender por las mañanas. Había desaparecido. Y con ella toda esperanza.

Cuando pasado el mediodía su vigía apostado en la plaza de La Caularia le dijo que Guillermo llevaba horas sin salir, se le hizo un nudo en la garganta y otro en el estómago. Todo estaba perdido.

85

«O dist li quens "or sai jo veirement que hoi murrum per le mien escient".»

[(«Y dice: "En verdad lo sé: hoy será el día en que muramos".»)]

La Chanson de Roland, CXLIV

La visita de Berenguer me turbó tanto que apenas pude probar bocado del suntuoso desayuno que me sirvieron. ¡Qué relato demente! ¿Dama Grial? ¡Qué enorme chifladura!

Aquel hombre estaba completamente loco. Pero continué rumiando y al cabo me dije que quizá eso resolviera el enigma de por qué el legado papal quería que yo muriera. «Podríais reclamar tronos, coronas y tierras, dijo el arzobispo, y eso, sin duda, amenazaba a muchos.

¿Habría algo real en esa historia?

Pero no tuve mucho tiempo para meditar. Al poco regresó Elie, mi secuestrador y mayordomo del arzobispo, junto a otros dos hombres armados y cortésmente me invitó a acompañarlo. A la luz de los candiles me condujeron por aquellos pasillos laberínticos con rumbo y destino desconocidos.

Varias veces nos cruzamos con unos extraños guardianes que parecían estatuas.

Iban armados, su aspecto era ceniciento y afirmaban con la cabeza, sin hablar, al pasar nosotros. Eran parcos en movimientos, estaban erguidos y mis acompañantes no les dirigían la palabra. Al alejarnos, se quedaban allí, montando guardia en la oscuridad, y pensé que debían de ser algo lerdos para aceptar semejante trato. Pero, para mi mayor extrañeza, aquellos seres insólitos lucían unos curiosos signos en su frente. Eso aumentó mi sensación de que algo muy siniestro moraba en aquellos subterráneos y con ello creció mi aprensión. Tenía miedo. ¿Qué querrían de mí?

Cruzamos galerías, pasillos, arcadas, tomamos izquierda, luego derecha y después otro giro en un trayecto imposible de recordar, pero igual de oscuro y siniestro. Al fin llegamos a una amplia sala iluminada por hachones que pendían de las paredes. Lo primero que llamó mi atención fue un ejército formado por centenares de estatuas dispuestas militarmente. Vestían ropas de tela, mallas de acero e iban armados con escudos y espada.

Estaban de espaldas a nosotros y me di cuenta de que entrábamos por una estancia de base rectangular de altura igual a su ancho y que desembocaba en otra bastante mayor y de proporciones semejantes. Cuando avanzamos, bordeando aquel ejército inmóvil, vi que en el otro extremo de la gran sala había otra tercera, idéntica a la primera. Todo guardaba una extraña cadencia, ya que el ancho de la mayor era igual al largo de las dos salas menores. Me dije que aquella arquitectura no era casual.

Los pasillos laterales a aquella tropa inmóvil estaban custodiados por los extraños guardas mudos que había visto en los corredores. Al llegar a la sala menor situada en el extremo opuesto, hacia donde la formación miraba, distinguí a Berenguer, a varios de sus soldados y a un grupo de hombres barbados tocados con un bonete y que lucían una túnica blanca de ceremonia. También el arzobispo vestía galas eclesiásticas, casulla, tiara y demás. A su lado vi a Sara; no me asombró su presencia.

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