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Authors: Jorge Molist

La reina oculta (37 page)

BOOK: La reina oculta
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Las mujeres, ya vestidas, salieron a ver la pelea junto a los hombres que habían llegado al molino acarreando grano, deseo o ambas cosas, y jaleaban a los contendientes.

Éstos continuaban zurrándose sin que ninguno pudiera cantar victoria. Al fin dejaron de golpearse y, agarrados en un abrazo untoso y resbaladizo, intentaban sumergirse la cabeza en la porquería. Eso me alivió; al menos si sobrevivían no estarían tan estropeados como para quedar tullidos.

Y así continuaron un rato más, los rugidos de furia fueron sustituidos por bufidos cansados y, conforme sus movimientos se hacían lentos, yo me iba tranquilizando. Los villanos habían dejado de vitorearlos, la pelea ya no emocionaba y esperaban curiosos para ver cómo terminaba el asunto. Fue entonces cuando salté al barro intentando separarles sin éxito; se continuaban agarrando en su forcejeo inútil, cerril. Superados los miedos, me vino el enfado y les espeté en voz lo suficientemente baja para que no me oyera la chusma:

—¡Ya basta! —y volví a empujarles para que se separaran.— ¿No os da vergüenza pelear como patanes? ¡Dejadlo!

Ni caso. Estaban agotados, pero aún querían hacer un último esfuerzo para tumbar al rival.

—¡Basta! —mi enfado crecía y también el volumen de mi voz.— ¡Qué espectáculo dais vosotros, dos nobles, a los villanos! ¡Miraos, desnudos, malolientes, llenos de porquería hasta las orejas!

Ellos continuaban, pero de forma tan pesada que parecían haberse quedado inmóviles.

—¡Soy vuestra dama! ¡Os ordeno que os detengáis! —y me salió un alarido de enfado:— ¡¡¡Ya!!!

Y entonces, lentamente, tambaleantes, se fueron soltando.

74

«El rossinyol a l'apuntá el día, canta a l'aurora i es riu d'aixó.»

[(«El ruiseñor al amanecer canta a la aurora y se ríe de esto.»)]

Canción popular

En un remanso del río, al borde de una pradera mustia rodeada de sauces verdes, dos hombres jóvenes, metidos hasta la cintura en el agua, se lavaban con movimientos cansinos.

—Debierais avergonzaros —les increpaba un muchacho con voz femenina desde la orilla.— ¡Abusasteis de unas pobres damas, expulsadas de Carcasona por los cruzados y que viven en necesidad!

—Que no eran damas —repuso Hugo con fatiga.— Ésas han estado en el molino desde siempre. Aprovechan que vienen los hombres con grano y ellas se llevan su parte.

—¡Es igual! —repuso el chico.— Es igual de indecente.

Ninguno respondió y continuaron con su aseo, pero al rato empezó de nuevo.

—¿No sois mis caballeros? —les reprochaba.— ¿Y me dejáis cuidando los caballos para ir a hacer eso con unas barraganas?

Guillermo le lanzó una mirada a Hugo y éste se encogió de hombros callándose, aunque ella no parecía tener intención de hacerlo.

—¡Me habéis humillado!

—Pero, Bruna —dijo Guillermo,— si habéis cuidado mi caballo muchas veces, como escudero, ¿cómo os humilláis ahora?

—¡Porque me habíais prometido amor! —repuso ella con un sollozo, y se fue corriendo en llanto.

Guillermo la miró asombrado y al rato, pensativo, se giró hacia Hugo.

—¿Y qué tendrán que ver los caballos con el amor? —dijo en voz alta como hablándose a sí mismo.

—Yo creo que no se refiere a los caballos, sino a las mujeres del molino.

—Pues no lo entiendo.

—Yo tampoco mucho —repuso Hugo, y, saliendo del río, fue a recoger su camisa para lavarla.— Es que las damas occitanas son así de caprichosas.

Una vez limpios, ya en el claro, comprobaron que las heridas, aunque abundantes en brazos, piernas, torso y cara, no eran serias, pero las contusiones, considerables. En pocas horas los caballeros pasarían de púrpura a morado.

Bruna había comprado en el molino ungüento de belladona para aliviar el dolor y mejor sanar las magulladuras. Al terminar la trifulca, se había mostrado preocupada y les ayudó a encontrar sus cosas y a montar a caballo. Se avituallaron en el molino y dieron por hecho que tendrían que pasar unos días de descanso y recuperación.

Pero eso fue antes de que empezara a enfadarse, lo cual ocurrió casi de inmediato.

Les espetaba que su comportamiento insensato había humillado a los tres frente a la chusma del molino, poniendo además la seguridad de ella, a la que habían prometido proteger por todos los medios, en peligro. Y dejó de hablarles durante el tiempo en que Hugo, que conocía la zona, les condujo hasta aquel bello paraje donde acampar. Allí les volvió a increpar cuando se lavaban en el río. Luego, se encerró de nuevo en su fiero mutismo, apartándose de ellos. Después, se puso a limpiar los caballos.

—Bruna —le pidió elevando la voz Hugo para que le oyera pese a la distancia en que ella se había instalado,— me duele mucho la espalda y no puedo aplicarme el ungüento. ¿Quisierais ayudarme vos?

—Ni hablar de ello —repuso ella en tono airado.— ¿No os lo hizo Guillermo? Pues pedídselo a él.

Hugo se quedó tumbado boca abajo en la hierba rala como si ya le hubieran abandonado todas sus fuerzas. Guillermo le miró, vio a Bruna, que frotaba con exceso de energía los flancos de los caballos y que les lanzaba intermitentemente miradas incendiarias. Sin decir nada, se levantó penosamente para aplicar el ungüento en la espalda de su rival. Éste le miró sorprendido. Se dejó hacer y se mantuvo callado por un rato.

—Gracias, Guillermo —dijo después de un largo silencio.— Pero aún pienso que lo que tenéis entre piernas no vale nada.

El francés se detuvo un momento considerando la situación. Su enemigo le ofrecía la espalda. ¿Qué mejor ocasión para acogotarle? Pero no lo hizo, continuó frotándole, aunque respondió:

—Ya que también pude ver la vuestra, debo decir que es bastante peor que la mía. Hubo un segundo de silencio y, de pronto, Hugo estalló en carcajadas. El otro se unió estrepitosamente a las risas.

Ella les miró con recelo; no podía entender cómo aquel par de energúmenos se reían juntos y bromeaban sobre sus penes cuando unas horas antes se estaban matando exactamente por el mismo asunto. Pero aquella inesperada camaradería la aliviaba y, sacudiendo la cabeza incrédula, masculló algo sobre la pareja de cretinos que el destino le obligaba a soportar.

Después, al pensar en que se tenían bien merecido el vapuleo, miró hacia otro lado para que no la vieran, se tapó la boca y no pudo evitar una risita al recordar su travesura.

75

«El rossinyol amb sa melodía canta la prosa que Déu els perdó.»

[(«El ruiseñor con su melodía canta pidiendo que Dios les perdone.»)]

Canción popular

Poco antes de caer la tarde, dos personajes asomaron en el claro. Se sorprendieron al encontrar a aquellos dos caballeros dolientes tumbados en la hierba, y a mí, al que supusieron su joven escudero, trajinando entre los caballos sin hacerles el menor caso.

—La paz del Buen Dios esté con vosotros —saludó el más anciano, que lucía barbas canosas.

Habían entrado por el lado en que yo me encontraba y en un principio recelé por su inesperada aparición en aquel lugar apartado del camino. Después lo entendí al adivinar por su aspecto que eran un par de «buenos hombres» itinerantes, de aquellos que llevaban las prédicas cátaras por pueblos y granjas. No era de extrañar que evitaran el camino principal de Carcasona a Narbona, habida cuenta del trato que vimos dispensar a sus hermanos por parte de los cruzados.

—Buenas tardes —respondí.

Ellos observaron a los apaleados y, acercándoseles, exclamaron:

—¡Buen Dios!, ¿habéis sido asaltados? Estáis cubiertos de heridas y contusiones.

—Ha sido un accidente —murmuró Hugo.

—Tenemos conocimientos de medicina. Dejadnos que os ayudemos.

Los dolientes consintieron encantados sin hacerse rogar y los recién llegados desataron un fardo que portaban y sacaron distintos tarros. El más anciano dio instrucciones al otro, que recogió unas hierbas después de recorrer el claro. Encendieron un fuego para preparar una cocción con lo encontrado, algo de lo que llevaban y agua del río.

Yo estaba acostumbrada a ver predicadores cátaros en Béziers e, incluso, les había oído en alguna ocasión disertando en la plaza pública cuando doña Bernarda se descuidaba. Me di cuenta de que fuera de sus barbas crecidas y de su cabeza sin tonsura, ni en modos ni aspecto se distinguían demasiado de fray Domingo de Guzmán y de su socium.

Oscurecía cuando con sus heridas curadas y con varias cataplasmas pegadas al cuerpo, mis caballeros fueron capaces de compartir cena conmigo y con nuestros invitados. Éstos usaron sus propios utensilios, pues ni comían carne ni cocinaban con cacharros que la hubieran contenido. Guillermo, en particular, les miraba curioso; jamás había coincidido antes con un cátaro, fuera de los que vio quemar, y dada su formación teológica y su mente inquisitiva, no se cansaba de preguntarles.

—Existe un dios malvado que es el creador de este mundo físico y cuyo sirviente es el diablo —empezó a explicar el más anciano.— Es el que aparece en el Antiguo Testamento y que a veces ordena robar, matar y violar al enemigo. Es el dios de la cólera y del rencor. ¿Cómo si no se explican los grandes males que nos asolan? ¿Cómo los permitiría un Dios misericordioso? Matanzas indiscriminadas de hombres, mujeres y niños, destrucción, hambre, enfermedad, injusticia:... Pero existe también el Dios bueno. Es el creador del alma, es el Dios del amor, es el Dios del Nuevo Testamento, es el Dios de Jesús.

—¿Y cuál es más poderoso? —inquirió Guillermo.— ¿Cuál vencerá?

—El Dios bueno, el Dios del espíritu terminará imponiéndose al dios de la materia, a pesar de que muchas veces el malo venza temporalmente.

—Entonces, nuestro cuerpo...

—El cuerpo del hombre es obra del Ser Maligno que aprisionó en él a nuestra alma que fue creada por el Buen Dios.

—Con lo que hoy me duele el cuerpo, no me sorprende su origen infernal —bromeó Hugo.

—¿Y qué ocurre cuando en la muerte el cuerpo y alma se separan? —insistió el de Montmorency.

—La mayor parte de las almas vuelven a este mundo al cabo del tiempo reencarnadas en otro cuerpo en el que Satanás las encierra. Éste depende del avance espiritual alcanzado. Los que han tenido mala vida y su alma se ha ensuciado pueden, incluso, regresar en el cuerpo de un animal. Sólo son muy pocos los que gracias a una existencia pura y consciente consiguen quedarse con el Dios bueno para siempre y no regresar.

—Y los realmente malos, ¿no van al infierno?

—El infierno es este mundo —dijo sonriendo el más viejo.— Aquí es donde sufrimos, éste es el reino del dios malo. Nada hay que temer del más allá. Todo el miedo, el dolor, la pena vive aquí, junto al cuerpo.

—¿Qué opináis de la cruzada? —les interrogó Hugo.

—Es la obra máxima del mal dios. Cristianos asesinando a cristianos, robando, torturando, destruyendo... ¿Qué mayor prueba queréis de que la cruzada es obra del Maligno?

—Así que la Iglesia católica... —insinuó Guillermo.

—Está demostrando ser lo que es —repuso el anciano.— La Iglesia de Roma es lo contrario al amor. Si no, leer amor al revés y veréis roma. El Papa es el gran sacerdote del Maligno.

—No me extraña que os quemen en la hoguera con lo que decís —murmuró el de Montmorency.— No sólo desprestigiáis a la Iglesia católica, sino peor aún; al negar el infierno, quitáis la llave de la mano de san Pedro. Si la Iglesia deja de ser el portero del cielo, si pierde las llaves de la eternidad, entonces pierde todo su poder.

Y así, en esas disertaciones, continuaron parte de la noche. Oyendo su conversación plácida, me sentía segura, protegida, en completa paz.

Miré hacia el firmamento estrellado, a las sombras de los sauces, al fuego saltarín que con llamas amarillas, rojas y tonos azulones nos iluminaba y contemplé las facciones amadas de Hugo, las de Guillermo y me dije que había mucha belleza en el mundo que Dios creó. No podía aceptar que lo que veía fuera el infierno. Aquellos hombres se equivocaban.

Pensé que, a pesar de las terribles pérdidas experimentadas, era aún capaz de encontrar pequeños momentos de dicha, que continuaba amando la vida y daba gracias por ella al Creador. Y deseé que Dios, y no una hoguera, terminara iluminando a nuestros visitantes herejes.

Despreocupándome de las prédicas del anciano y de su socium, me acomodé unos metros más allá. Arrullada por las voces de plática tranquila y el rumor del viento en las hojas de los árboles, musitando una oración, busqué el sueño.

76

«Prenda.us merces, pus tot bes, dompna.n vos es, que no m'aliats desiran.»

[(«Tened piedad, señora, ya que todo bien en vos está, no me matéis de deseo.»)]

Cangonerent de Ripio

Continuamos nuestro camino por la margen norte del Aude, rumbo a su desembocadura al este, pero cuando el curso empezaba a describir un amplio meandro de casi media circunferencia, poco antes de divisar Narbona, abandonamos la vía cercana al río. Desde allí anduvimos hasta la puerta Real, situada al norte de la ciudad, y ésta apareció ante nosotros con sus muros flanqueados de torres y con bulliciosa actividad. Hugo nos contó que la calle mayor, que nacía en la puerta Real, terminaba al otro extremo de la villa, justo sobre el río Aude, y que cruzado el puente crecía un burgo amurallado que pronto sería tan grande como la propia ciudad. También nos dijo que mientras la mayoría de Narbona era feudo del vizconde de Lara y sólo una pequeña parte pertenecía al arzobispo Berenguer, lo contrario ocurría con el burgo y que eso probaba cómo había cambiado la relación de poder entre los dos señores. Siglos antes, cuando la rebelión de judíos y godos expulsó a los musulmanes de la ciudad creando un condado, prácticamente un reino independiente aliado de los carolingios que algunos llamaron el reino judío de Septimania, el arzobispo era nombrado por el conde. Ahora la situación era muy distinta; el poder eclesiástico había aumentado tanto que el arzobispo dominaba sin apenas oposición.

Decidimos separarnos a nuestra entrada en Narbona. No sabíamos que podría ocurrir en la ciudad y creímos más prudente que no supieran que estábamos juntos. Yo continuaría ejerciendo el papel de paje y Guillermo el de emisario del legado papal y sobrino del nuevo vizconde de Carcasona, Béziers y Albí, Simón de Montfort. Así nos presentamos a los guardas de la llamada puerta Real. Hugo entró momentos después y nos siguió por la calle que conducía a la plaza del mercado situada frente a la iglesia de San Sebastián. El bullicio de los parroquianos, los gritos de los vendedores anunciando su mercancía desde tenderetes multicolores, la música de juglares saltimbanquis, los olores de la comida que vendían desde pequeñas cocinas, todo me recordaba a mi Béziers cuando era una ciudad viva. No pude evitar unas tristes lágrimas en memoria de mis gentes y de aquel hermoso mundo muerto, ahora tan lejano.

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