La reina oculta (55 page)

Read La reina oculta Online

Authors: Jorge Molist

BOOK: La reina oculta
5.08Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Pero a veces nuestros deseos cambian —objetó Hugo.— Hay cosas, menores en algún momento, que llegan a convertirse después en el bien más deseado.

—Ése es el privilegio del Grial; no es físico y tiene naturaleza sutil —repuse.— Cambia según nosotros cambiamos. Es un reflejo de nuestros anhelos, de nuestra necesidad profunda. De la enseñanza que estamos destinados a aprender, porque el verdadero valor del Grial está en su búsqueda.

—Eso es muy complejo —dijo el caballero.

—No, no lo es si sabéis ver qué hay en el fondo de vuestro corazón —repuse.— Mi Grial es el amor, pero no al estilo cortés del Fin'Amor. Quiero el amor pleno. Ésa es mi búsqueda, y la materialización de ese Grial sois vos. ¿Cuál es vuestro Grial, Hugo de Mataplana? ¿Cuál es vuestro valor supremo? ¿Cuál es la búsqueda?

El caballero rumió pensativo.

—También es el amor, pero no tengo derecho a su disfrute si no cumplo antes con mi juramento. Debo ser fiel a mi señor —contestó al rato.

—¿Y qué queréis conseguir con ello? —inquirí.— ¿Honores, castillos, tierras, poder...?

—Deseo el triunfo de las armas del Rey, y también su favor. Pero no es ésa mi búsqueda final. Ése no es mi Grial.

—¿Cuál es entonces?

—Ser honorable, sentirme bien por ello. Y la única forma que me enseñaron para lograrlo es cumpliendo mi deber. No puedo amar en el deshonor.

—Decidme, Hugo. ¿Alcanzaréis ese Grial vuestro una vez me hayáis entregado al Rey? ¿Cuando él me posea? Decidme, Hugo de Mataplana. ¿Encontraréis la paz, estaréis orgulloso de vos entonces? ¿Seréis honrado?

Cabizbajo, se quedó otra vez callado. Y yo me contenté viéndole infeliz. Sabía que, por mucha retórica que desplegara, no lograría cambiar los principios de aquel estúpido cerril. Me di cuenta de que obtenía placer en su castigo. Me gustaba hurgar en él. Pero pensé que había llegado al límite; amargándolo lo alejaba más.

—Es mi obligación —musitó triste al rato.— No puedo hacer otra cosa; es mi honor, es mi promesa.

—El Rey nunca me tendrá —afirmé.

Hugo me miró en silencio.

—Me encerraré en un convento.

—Él os sacará de allí.

—Pues saltaré de la torre más alta. Me mataré, pero no me tendrá.

—Moriré con vos —dijo.

Sacó su daga y apuntó a su pecho.

—Juro por Dios que si algo os ocurre, hundiré su filo en mi corazón.

Supe que así lo haría. Decidí callar. Ninguna palabra, ninguna súplica, ningún argumento cambiaría su decisión y temí que cometiera una locura, de continuar presionándole. Sacudí mi cabeza incrédula. Aquello era tan absurdo como real.

Miré las montañas que iban creciendo conforme avanzábamos por el camino. Igual que mi tristeza.

110

«Aprissa cantan los gallos e quieren crebar albores.»

[(«Tan temprano cantan los gallos que quieren quebrar el alba.»)]

Poema de Mío Cid

Aquella noche fue aún más fría. La estación avanzaba y también la altura de los montes. Logramos encontrar un refugio contra una pared de roca que se curvaba formando un abrigo natural. Era el lugar perfecto para hacer un fuego y cocinar sin que se notara desde el camino. Agradecimos, después de duras jornadas a pan, queso, cecina y fruta, tomar algo más consistente. Habíamos provisto nuestras alforjas en el último pueblo y un buen cocido de tocino, alubias, verduras y salchichas, acompañado de un vino potente, mejoró los ánimos decaídos de los últimos días. Incluso bromeamos y reímos. A mí se me ensanchaba el corazón siendo feliz con él. Le miraba, él me miraba y sentía esas mariposas en el estómago que había notado la primera vez que le vi. Percibía en su mirada que a él le ocurría lo mismo. Deseaba besarle, abrazarle, pero él no me dio pie y yo me reprimí. No quería que, después de mis anteriores asaltos, él temiera que quería seducirle. Tomamos guitarra y vihuela para cantar bajito, sin llamar la atención a quien pudiera andar por el camino, ora alegres, después melancólicos, pero siempre a dúo.

Él se entregó rendido al sueño, pero yo, a pesar del cansancio, no pude hacerlo. No paraba de cavilar. ¡Teniendo la felicidad tan cercana, la perdíamos tan estúpidamente! Sentía frío, pero no podía abrazarle y empecé a jugar con el fuego quemando ramitas e intentando adivinar mi futuro en las llamas que danzaban.

Fue al alba cuando un cambio tenue en el viento hizo que el abrigo en el que nos refugiábamos se llenara de humo. Hugo tosió y se removió inquieto, pero enseguida volvió a dormirse. Unos momentos después, volvía a toser y al fin se agitó desazonado para incorporarse preguntando:

—¿Qué es ese olor tan horrible? ¿Qué se está quemando?

El fuego ardía aún vivo. La tarde anterior habíamos recogido leña en abundancia, pero se terminaba ya y yo estaba a punto de completar la tarea en la que me había afanado durante la noche. Tomé un pergamino y lo puse al fuego. Había aprendido que mientras los papiros queman bien los pergaminos lo hacen con dificultad.

—¡¿Qué hacéis?! —exclamó incorporándose de un salto.

—Buenos días, Hugo —le dije continuando con lo mío.

De un zarpazo me arrebató el pergamino chamuscado para comprobar que era uno de aquellos preciosos documentos que cargaba la séptima mula.

—¡Por Dios, Bruna! ¿Qué habéis hecho?

Se precipitó a los fardos abiertos y comprobó que no quedaban más que un par de hojas.

—¿Estáis loca? —dijo encarándoseme.

Su faz reflejaba su pasmo, su incredulidad, su desesperación.

—¡Decidme que es una broma, que habéis escondido los documentos en algún sitio!

—exclamó.

Y su vista buscaba en el fondo del abrigo, en las matas de alrededor.

—No lo es. Los he quemado todos —repuse serena.

—¡¿Pero por qué?! —su mirada echaba chispas y dio un paso hacia mí amenazándome.

Por primera vez vi en mi protector un peligro y consideré la posibilidad de que me agrediera. Me eché hacia atrás intimidada y él avanzó; tenía los puños cerrados y su mandíbula tensa denotaba crujir de dientes.

—¿Es que no sabéis todo lo que ha costado investigar, recopilar esos documentos, protegerlos? ¡Se han empleado vidas enteras! ¿Sabéis cuántos han muerto por su causa? ¿A cuántos se ha asesinado?

—¡Claro que lo sé! —repuse plantándole cara.— Miles y miles, incluida mi familia.

—¡¿Pero es que os habéis vuelto loca?! —me miraba fiero, con los ojos aún legañosos.— ¡Esos documentos eran la esperanza para muchos!

—Y la muerte para cientos de miles más —le contesté.— Esos pliegos eran la garantía de una nueva guerra, quizá aún más cruel.

—Por ellos han luchado y han muerto vuestro padre, vuestro padrino, vuestros amigos...

—Esos escritos son heréticos, un insulto para la religión católica.

—¿La religión católica? —me miró sin poder creer lo que oía.— ¿Pero qué importa la religión católica? Lo que importa es la verdad. Si el Papa está equivocado, tendrá que rectificar. Si no es digno de ser Papa, otro debe ocupar su puesto.

—A mí sí me importa. He sido educada en la doctrina de la Iglesia y mi padre nunca me dijo que estuviera equivocada.

Hugo sacudió la cabeza con desesperación. Miró al fuego y a las cenizas sin poder asimilar la realidad.

—¡Por Dios, Bruna! —estalló al rato.— El Papa y su legado Arnaldo son responsables del asesinato y la muerte por miseria e inanición de miles y miles de personas. La mayoría, buenos católicos como vos. ¡Son indignos de su magisterio! ¡Son inmorales, asesinos, corruptos! Hay que derrotarlos. ¿Cómo podéis apoyar aún esa religión?

—No son sus actos en lo que yo creo. A veces, un buen rebaño tiene un mal pastor.

El mensaje de Dios, de Cristo continúa siendo válido, aunque temporalmente lo secuestre el diablo. Al final, su palabra volverá a brillar igual que el oro cubierto de barro reluce cuando la lluvia se lleva la inmundicia. Yo no creo en la Iglesia del papa Inocencio, no creo en la cruzada de Arnaldo Amalric, no creo en Reginal de Montpeyroux, el obispo de mi ciudad, que abandonó a los suyos cuando decidieron resistir a los cruzados. Creo en la palabra de Dios que sale de la boca de Domingo de Guzmán, que quiere imitar en pobreza y ejemplo a nuestro Redentor. En los curas de Béziers que dieron sus vidas masacrados a las puertas de sus iglesias tratando de proteger a sus fieles. Creo en Aymeric, el templario que entregó sus bienes a su Orden para vivir pobre y después se ofreció entero al Señor.

Ésa es mi religión. Ésa es mi fe. Y la carga de la séptima mula era la obra del diablo, la herejía.

Su mirada se perdió hacia los árboles, hacia los riscos de los montes. Era una mirada extraviada; no veía nada fuera, miraba dentro, contemplaba su propia desesperación. No supe siquiera si me había escuchado, pero yo no estaba dispuesta a callar. Quería llegar al fondo de aquel asunto una vez por todas.

—Matadme si eso os complace, pero los documentos ya no existen —le espeté.— Asumidlo; habéis fracasado. Por mucho que os esforcéis, no hay nada que podáis hacer para paliarlo.

Él pareció regresar de sus pensamientos y repuso:

—No está todo perdido. Aún estáis vos, la Dama del Grial.

—Os equivocáis —le dije.— No soy ésa. La Dama Ruiseñor; la Dama del Santo Grial o como quisierais llamarla fue asesinada por los cruzados en Béziers. Mi nombre es Guillemma, Bruna era mi prima.

—No es verdad.

—¿Y qué importa? Todos los que me conocieron están muertos menos vos —repuse.— ¿A quién van a creer?

Su mirada volvió a perderse y me di cuenta de que aquel testarudo era incapaz de aceptar su derrota.

—Vos lo dijisteis —insistí— para que el Rey pueda llevar a cabo sus planes, si realmente cree en esa quimera, precisa primero la legitimidad de los documentos, después a la Dama Grial para contraer matrimonio y, al fin, la fuerza para imponer su derecho. Al Rey sólo le queda el poder de las armas. Sin los documentos y sin la dama, la fuerza, si la tiene, no le sirve para nada.

Entonces clavó sus ojos en mí y se me acercó. Pensé que iba a golpearme, pero cruzó por mi lado hasta la pared del fondo. Vi que lanzaba con rabia su puño contra la roca.

Pero en su camino, como si algo le detuviera, se frenó para terminar golpeando sólo con la palma. Y allí se quedó, apoyado contra el muro, silencioso.

Estuvo mucho tiempo allí. A veces, en un arranque desesperado crispaba sus puños y golpeaba su cabeza contra la piedra. Otras, permanecía pensativo.

Y yo, sentada al lado de un fuego que moría entre costosísimas cenizas, le miraba con angustia. Al fin de un tiempo que me pareció infinito, se giró y sus ojos se encontraron con los míos. Después, miró a su alrededor como intentando recordar dónde estaba y qué ocurría. Buscó otra vez mi mirada y al notarse en lágrimas la desvió para llorar desconsoladamente, como un niño. No tenía fuerzas para resistirse y le acuné en mis brazos. Me preguntaba por qué, por qué lo había hecho. Yo le respondía que por amor. Parecía incapaz de entenderlo.

111

«Huius longa si sit uita, mea erit, credas, ita; fínietur sed si cita moriar bac pro árnica.»

[(«Si larga fuera su vida, creo que la mía lo sería, pero si muriera mi amiga, yo con ella moriría.»)]

Carmina Rivipullensia

Había, apostado mi destino a una sola carta: el amor de Hugo. Había borrado mi pasado y el de mis antecesores. De reina pasé a ser plebeya, pero al fin tuve que rendirme a la evidencia; había perdido en mi envite. La desesperación del de Mataplana al destruir yo los legajos confirmaba lo que había querido ignorar. Me cortejaba por razones de Estado, para servir a su señor. El deber con el Rey era su Grial. El mío era su amor. Los dos fracasábamos en nuestras búsquedas.

Cuidé de él, de las heridas de su cabeza contra la pared de roca, descansando todo el día en el mismo lugar. Hugo estaba hundido, pensativo, silencioso y yo, abatida. Sus rasguños eran leves, pero mi corazón continuaba sangrando. Le miraba con disimulo cuando él no me veía, y me decía que le quería, que lo quise desde el primer momento y que sólo las dudas sobre su amor me hicieron considerar a Guillermo. Pero ahora las dudas se habían transformado en evidencia, en una realidad cruel. No me amaba.

Después de una noche en la que casi no dormí, Hugo dijo que estaba listo para continuar. Apenas habíamos hablado en más de un día y en silencio preparamos las monturas para partir.

Ya en ruta, me dije que seguía el camino por inercia ¿Adonde iba? El castillo de Mataplana ya no era una opción para mí. Tampoco tenía nada ni a nadie en Occitania.

¿Qué haría? ¿Qué sería de mí? ¿Para qué cruzar los Pirineos? Hugo al menos volvía a su casa; yo no tenía lugar adonde regresar. De haber tenido a dónde ir, me hubiera despedido de él en aquel instante, hubiera girado mi montura y me habría alejado. Pero allí estaba, acompañándole, sin encontrar el valor para decirle adiós.

Al día siguiente empezó a hablarme, sólo en ocasiones. Parecía que iba superando su abatimiento. Yo trataba de ampliar la conversación y charlaba sobre cosas del camino, del tiempo y del paisaje. Y justo pasado Foix, me dijo:

—Os doy las gracias, Bruna, por curar mis heridas, por cuidarme.

Eso me animó y al rato le hablé:

—Escuchadme, Hugo. Esos documentos decían que yo era quien no era. No tengo nada de divino; soy una dama joven locamente enamorada de su caballero. Él es lo único que a ella le importa. Tomadme en vuestros brazos o matadme, puesto que muerte para mí es estar lejos de ellos. Por favor, olvidad esa locura; es ya un imposible. Por mucho que hagáis, no podréis tener nunca esos manuscritos. Por mucho que busquéis, no vais a encontrar a la Dama Ruiseñor. Ya no existe. Pero me tenéis a mí. Vos sois mi Grial. Haced de mí el vuestro, pero que sea un Grial de amor, no de sangre.

No respondió y continuamos el camino. Aquella noche fue fría y yo me acurruqué contra él. Hugo se giró sobre las frazadas, me abrazó y al poco estaba palpando mi piel bajo las ropas. Me estremecía con su contacto, con sus mimos. Busqué su cuerpo. Nos encontramos y nuestras bocas también lo hicieron. Las caricias fueron dulces al principio, después ansiosas y al poco estábamos amándonos al límite del amor físico, de nuestros corazones. Al fin era suya. Me entregué con una pasión arrebatadora, desconocida, jamás imaginada. Y notaba cómo también él se daba sin reservas. Hugo fue dulce en la noche y también lo fue a la mañana siguiente.

Other books

The iCandidate by Mikael Carlson
Sharing Sam by Katherine Applegate
Ice Games by Jessica Clare
The Shut Eye by Belinda Bauer
Laugh Lines: Conversations With Comedians by Corey Andrew, Kathleen Madigan, Jimmy Valentine, Kevin Duncan, Joe Anders, Dave Kirk