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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (19 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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Marie continuó, casi gateando, hasta recorrer íntegramente el pasadizo, Alí y John la seguían en silencio. La francesa penetró en la siguiente sección de la cripta, una estancia ostensiblemente más espaciosa donde pudo erguirse sin dificultad.

La luz de la linterna de Marie apenas lograba alumbrar el sombrío vacío de la sala; lo único que podía alcanzar a ver eran cuatro columnas, muy gruesas, dispuestas simétricamente en el centro de la superficie de la pieza. Los cuadrados pilares estaban pintados con la imagen repetida del faraón con el torso desnudo, ya sin las coronas y los cetros, recibiendo los consejos y amonestaciones de cuatro dioses diferentes, uno por cada columna.

Alí y John se unieron a Marie, que estaba ya en el medio de la habitación. Tácitamente, sin pronunciar una palabra, unieron el poder de sus reflectores apuntándolos todos al mismo punto.

La luz derrotó a la oscuridad. De repente, contemplaran estupefactos la enorme riqueza que se mostraba ante sus atónitos ojos, los esplendores de otros tiempos. Agitaron las linternas nerviosamente queriendo abarcar todo el espacio, mientras más veían más querían ver.

—¡Madre mía! —acertó a decir John—. ¡Esto es grandioso!

—¡Pura maravilla! —corroboró Alí. Marie seguía atenazada por la emoción.

Ahora la terna de ávidas miradas seguía casi exclusivamente el destello de la lámpara de Alí, mucho más potente. Los dos europeos se limitaban a apoyarla con toda la fuerza de sus bombillas.

Lo que veían era una sala hipóstila de planta cuadrada y cuatro pilastras que sujetaban el techo. La gran cámara debía medir unos diez metros de largo por cada lado y seguro que había más de tres metros y medio de alto en una estancia que, además, estaba profusamente decorada.

El suelo estaba repleto de los más variados objetos, vasijas y utensilios, descolocados y desparramados, como si hubiesen sido incapaces de aguantar la prueba de la inmovilidad después de tanto tiempo. Alcanzaban a divisar taburetes, mesas, vasos, cuencos y cántaros que, seguramente, habían contenido las comidas y bebidas favoritas del muerto; vislumbraban estatuillas, que simulaban sirvientes, fabricadas en todo tipo de materiales, desde barro cocido a blanco alabastro; y también podían presenciar, a lo largo del lado derecho, un conjunto de más de treinta guerreros de madera pintada, clavados en una plancha de tablas que todavía les obligaba a formar perfectamente alineados, como marchando a combatir.

Todo el desbarajuste de menaje, mobiliario y herramientas había formado indudablemente parte del ajuar utilizado por Sheshonk en su vida cotidiana. Su familia lo había debido introducir en su última morada para que el faraón pudiese valerse de los variados enseres también en su existencia de ultratumba. Las estatuas de lacayos, camareros y criados le servirían en la otra vida, los guerreros le guardarían de sus enemigos.

En cada esquina de la enorme sala había encajada una gran estatua entronizada. Las esculturas eran de grandes dimensiones y poco les faltaba para dar en la techumbre, todas estaban talladas en piedra negra y presentaban el mismo cuerpo entumecido y rígido; los brazos, en cambio, parecían más relajados apoyados en las piernas. Las ciclópeas figuras conservaban el mismo cuerpo pero ostentaban distintos rostros, representaban a tres dioses diferentes y al propio faraón, tal y como aparecía en las columnas, humilde ante el tránsito que le aguardaba, sin cetros, sin coronas, preparado para su viaje al más allá. Una cabeza de halcón, otra de toro, y una última de chacal presentaban, al que supiera ver, a Horus, dios celeste protector de la realeza; a Apis, encarnación sagrada símbolo de resurrección; y a Anubis, custodio de los muertos y dios del embalsamamiento.

Por fin Marie salió de su embelesamiento.

—Las pertenencias de Sheshonk —balbuceó.

—Esto está lleno de
Shabtis
—dijo Alí señalando las numerosas y variadas figurillas de sirvientes.

—Bueno, los primeros faraones enterraban a sus asistentes vivos, directamente — elucidó John siempre fijándose en los detalles más morbosos—. Por lo que parece Sheshonk ya era un poco más civilizado y se conformaba con personificarlos en estatuas, y debía tener bastantes.

Marie se había vuelto a la pared derecha para examinar la maqueta del ejército, impresionantes tallas de medio metro todavía bellamente coloreadas; aunque algunas de ellas revelaban extensos desconchones en la capa de pintura. Los soldados tenían el torso desnudo y todos lucían el característico tocado egipcio de cabello liso, peinado hacia abajo y flequillo cortado rectilíneamente. Portaban lanzas como armas y no tenían más defensa que un gran escudo cuadrado, ni armaduras ni cascos, incluso iban con los pies descalzos.

—Los soldados tienen caras distintas, están todos individualizados —se fijó la francesa.

—Quizá eran los miembros de la guardia personal del faraón —aventuró Alí.

—A todos nos gusta jugar con soldaditos de plomo —declaró John, aunque nadie hacía mucho caso de sus comentarios jocosos, fruto del puro nerviosismo, Marie y Alí estaban más pendientes de lo que tenían alrededor.

—Vamos a acercarnos a las paredes —sugirió la doctora a sus dos camaradas, tenía prisa por absorber por entero la colosal sobredosis de hallazgos.

Los tres fueron directos a la pared que tenían enfrente, ahora la podían admirar perfectamente con la luz sumada de las linternas. El tabique estaba totalmente cubierto por un lienzo pintado al fresco. Los antiguos artífices, en vez de ejecutar la decoración en relieve directamente sobre la quebradiza piedra caliza, habían recubierto la pared con una capa de yeso y sobre ella habían esculpido la escena; posteriormente, una vez seco el yeso, la habían pintado con vivos colores. Con esta técnica estaban adornadas todas las paredes de la gran sala hipóstila, a diferencia del pasillo que habían traspasado hacía un momento, que solamente había sido dibujado sin cincelar ningún tipo de grabado en la escayola.

El mural que estudiaban ahora los tres admirados egiptólogos todavía conservaba todo su lustre, aunque los vivos tonos de pintura se habían desvaído un poco con el paso de los siglos. Veían al faraón de pie, en el centro del cuadro, vestido con una túnica blanca casi transparente que dejaba traslucir sus brazos, elevados en acción de plegaria, por debajo de la tela. El regente estaba mirando a la derecha, adorando a una divinidad entronizada en un sitial con baldaquino. La deidad, plácidamente sentada en su solio, lucía una mitra blanca, larga barba ceremonial y presentaba el cuerpo totalmente vendado. Sin duda, era Osiris, el dios del corazón detenido.

Osiris, en los tiempos primigenios, había sido asesinado por Set, su hermano, personificación del mal y del desorden para los antiguos habitantes del Nilo. Set había despedazado a su hermano y había desperdigado sus restos por todo el mundo. Horus, el dios halcón hijo de Osiris, había matado a Set en venganza por el asesinato de su padre e Isis, hermana y esposa de Osiris, había emprendido una incansable búsqueda por todo el universo para encontrar todos los fragmentos de su marido, para recomponerlo, embalsamarlo y así resucitarlo a una nueva vida. Éste era el origen del mito de resurrección egipcio, aunque no resucitaba cualquiera.

Detrás de Osiris, se podía ver a la diosa Maat, protectora de las leyes, garante de la verdad y de la justicia. Tenía una pluma en la mano, la misma pluma que usaba Osiris como medida para calcular el peso del alma o corazón de cada difunto.

En la parte izquierda estaban ya comprobando el alma de Sheshonk en una gran balanza de platillos. Se encargaba de hacerlo Anubis, el dios con testuz de chacal que había ayudado a Isis a momificar a su esposo-hermano Osiris. Thot, el de puntiaguda cabeza de ibis, medidor del tiempo y señor de la magia, actuaba de testigo y de escriba, en una tablilla apuntaba todos los pecados que el muerto había cometido en esta vida.

Si el corazón no pasaba la prueba, el fallecido estaba condenado a vagar por el reino del no-ser eternamente; en cambio, si el alma se demostraba pura y carecía de pecados que la lastrasen, su dueño se convertiría en un espíritu santificado inmortal, resucitando a una nueva existencia, con libertad de movimiento para ir o hacer lo que quisiera en el Cielo, en la Tierra o en el Mundo Inferior. Asimismo, se ganaba el justo derecho de disfrutar con todos los objetos y enseres que se había llevado consigo para ser utilizados en la otra vida.

Alrededor de la escena, rellenando todos los huecos libres que no ocupaban los personajes, estaban grabados y pintados en varios tintes y colores bellos y armoniosos jeroglíficos.

Marie se dispuso a decir algo, ahora le tocaba a ella romper el recogimiento.

—Bueno, estamos ante la típica composición del juicio del alma de Sheshonk. Está muy bien conservada para haber pasado 3.000 años bajo tierra.

—Las tumbas egipcias son neveras donde el tiempo se congela —manifestó John lapidario.

—Estás muy inspirado John —exclamó Marie volviéndose hacia el inglés—. Te recordaba bastante más callado.

—El tiempo ha despegado mis labios sellados —pronunció John con tono solemne.

Marie le iluminó la cara con la linterna.

—No imaginaba que te gustaran tanto las sentencias.

—Yo tampoco lo sabía. Debe ser el ambiente —se excusó.

—Los jeroglíficos formarán parte del
Libro de los Muertos
—pronunció un tembloroso Alí cambiando totalmente de tema e interrumpiendo el absurdo y extemporáneo duelo dialéctico de los dos europeos.

Al egipcio cada vez le agradaba menos la actitud poco respetuosa de sus socios y colegas.

—Sí, sin duda —resolvió Marie volviéndose otra vez a mirar el panel—. John, luego coge la cámara y fotografía todas las inscripciones. ¿Crees que podrás traducirlas esta noche?

—Sí, lo intentaré.

El
Libro de los Muertos
era una recopilación de los textos funerarios y fórmulas sagradas que los antiguos egipcios habían grabado o pintado en las paredes de sus monumentos mortuorios a lo largo de toda la historia de su civilización. Casi se podía decir que era la única literatura egipcia que se había conservado y abrazaba un intervalo de más 3.000 años de enterramientos repitiendo invariablemente los mismos procedimientos y temas.

Estas oraciones guiaban y protegían el alma del difunto, el
Ka,
durante su peregrinaje por el mundo inferior, por la región de los muertos. En el peligroso viaje los demonios de los caídos intentaban obstaculizar la navegación del espíritu del muerto por este mar incierto e infernal, impidiendo así su llegada al lugar donde debía concurrir al juicio de Osiris.

La colección de invocaciones de
El Libro de los Muertos
era muy variada y referían desde simples preocupaciones materiales por la comida y bebida que se va a encontrar en la otra vida, hasta auténticas elucubraciones metafísicas sobre la felicidad que aguarda en el Más Allá a los que habían logrado llevar una vida piadosa.

A John siempre le había fastidiado considerablemente que algunos libreros y bibliotecarios ignorantes tendiesen a catalogar y ubicar
El Libro de los Muertos
en la sección de esoterismo. La gran cantidad de sortilegios mágicos, hechizos y nigromancias que contenía la recopilación eran, sin duda, los causantes del error de signatura; sin embargo, el libro era realmente un texto histórico y religioso de primer orden que nos permitía penetrar en las ancestrales creencias místicas de los antiguos habitantes del Nilo, en su esperanza de resurrección y en su anhelo de permanecer por toda la eternidad en los Campos Celestiales, que así llamaban a su paraíso.

John casi había empezado a leer las primeras frases de unos textos que conocía casi de memoria cuando la linterna guía de Alí dirigió sus rayos hacía otro punto.

En medio de esa pared había una puerta que indicaba, a ciencia cierta, que la tumba no acababa en el suntuoso aposento que ahora contemplaban deslumbrados. Esta puerta era mucho más pequeña que las dos anteriores y parecía labrada en una piedra de menor calidad. No la examinaron detenidamente, las otras paredes les llamaban imperiosamente la atención. Dirigieron ahora los focos a la pared de la izquierda, donde estaban amontonados casi todos los artefactos que Sheshonk esperaba usar en su morada eterna y donde también yacían la mayoría de las estatuas
Shabti
de sus servidores, diseminadas por el suelo como si fuesen unas simples pertenencias más del soberano.

Habían vislumbrado antes en esa pared una especie de huecos con urnas, pero ahora distinguían perfectamente el contenido de los nichos. No eran vasijas, eran momias, momias de gatos. A lo largo de toda la pared izquierda y a media altura había alineadas unas quince hornacinas con atroces gatos momificados en su interior. La tétrica visión impresionaba, muchos de los vendajes de lino no habían resistido el paso del tiempo y dejaban ver parte del negro cuerpo de los terribles felinos, sin vísceras, con los colmillos afilados, cubiertos de mil ungüentos y sustancias químicas que habían conseguido, unas veces mejor otras peor, que la materia orgánica atravesase incorrupta el gran lapso de tiempo.

Los fosforescentes cristales de vidrio con los que los embalsamadores habían sustituido los ojos de los animales parecían otorgarles el sobrecogedor efecto de que aún estaban vigilando atentos los movimientos de los intrusos.

Alí retrocedió un paso, había examinado muchas momias en su trabajo, pero no era lo mismo observarlas en una mesa de laboratorio que advertirlas en toda su pavorosa realidad, en la oscuridad tenebrosa de una tumba recién violada. Los otros dos arqueólogos se volvieron a mirarle extrañados, tuvo que volver a acercarse y seguir alumbrando.

—Vaya, parece que el animal totémico de Sheshonk tiene su rinconcito en la tumba, será por los ratones —insinuó John, que trataba de disimular su desasosiego con inconvenientes muestras de cinismo.

—Más bien por las serpientes —dijo Marie mirando hacia arriba y observando los frescos con los que estaba decorado este lado izquierdo de la sala.

La diosa Bastet, con cabeza de gata, en compañía de Thot, con cara de pájaro ibis, el ave zancuda de largo y curvado pico, estaban haciendo frente a un ejército de serpientes. Se podía ver una especialmente gigantesca que dirigía a las demás, con las escamas erizadas hacía arriba, lo que daba a su piel un aspecto blindado. El colosal ofidio poseía una mirada espantosamente inteligente y una suelta lengua bífida con la que casi llegaba a alcanzar a una diosa Bastet que valientemente le hacía frente. Las otras serpientes, más pequeñas pero igual de amenazantes con sus mandíbulas abiertas supurando veneno, se mantenían también en actitud de atacar a las dos divinidades.

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