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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (8 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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Legentil tardó en contestar, parecía pensar si era conveniente o no responder a la pregunta. Al final optó por la prudencia, como era norma habitual en su persona.

—No lo sé —dijo, y se calló como esperando la siguiente pregunta u objeción de Marie.

Ésta no se produjo porque el invitado que faltaba acababa de entrar por la puerta.

—Hola, buenas tardes —se presentó con acento levemente italiano mientras se descubría con una mano la prenda que le tapaba la cabeza.

El gorro forraba la ostensible calva de un hombre de unos 50 años, muy alto, casi dos metros que parecían más debido a la extrema delgadez de su persona y al brillo que desprendía su cráneo, reluciente, sin arrugas, perfecto en su redondez. La luz se reflejaba en la superficie de su pelada y preclara azotea para pasar a ser absorbida por los dos agujeros negros emplazados en las cuencas de sus ojos. El contraste apabullaba, pero sólo en un primer momento, hasta que se descubría por los gestos y la actitud el aparente carácter afable y abierto del benévolo gigante.

—Buenos días —saludó el funcionario—. Soy Henri Legentil, he hablado con usted por teléfono.

—Sí, desde luego —dijo el italiano mientras estrechaba su mano y le hacía un enigmático e incomprensible guiño con un ojo.

—Señor Manfredi, le presento a la doctora Mariette.

Legentil había cambiado el tratamiento para referirse a Marie y había hecho bien porque Marie no hubiese aguantado otro "señorita". No delante del recién llegado.

—Encantado de conocerla en persona —dijo el recién llegado mientras apretaba la mano de Marie—. Pueden llamarme Carlo, o Carlo María, como prefieran.

—Bien Carlo, puede llamarme Marie —correspondió la arqueóloga.

Legentil no pidió que le llamasen por su nombre de pila, se limitó a seguir haciendo de mero intermediario.

—Pueden pasar por aquí —dijo señalando el pasillo—, al despacho del fondo, la puerta de la derecha.

Marie ya conocía la habitación, era una sala de reuniones bastante amplia con grandes ventanas que daban a la calle. Las paredes estaban revestidas de muebles de baja calidad que hacían las veces de librerías, construidos a base de ensamblar delgadas láminas de madera que se combaban con el peso de los gruesos y pesados volúmenes de los servicios editoriales de la Universidad de París, publicaciones tan voluminosas como inútiles, por eso estaban allí, no interesaban a nadie.

—Puede dejarnos solos —dijo Carlo dirigiéndose a Legentil de la forma más natural del mundo—, seguramente le aburriremos con nuestras teorías y especulaciones.

—Desde luego —respondió servicial Legentil mientras se marchaba cerrando la puerta.

Marie pensó que para no conocerle, como había aseverado antes, Legentil se mostraba bastante complaciente y solícito con su invitado. Ella no sería tan comedida.

—Bueno Carlo —principió Marie una vez acomodados—, últimamente estoy teniendo bastantes reuniones con gente de lo más variada. ¿A qué estamento o grupo de presión representa usted?

—Pues no sabría decirle —contestó—, creo que me represento a mí mismo, aunque pertenezco a la Iglesia Católica. Normalmente trabajo en Roma, en el Vaticano, en los servicios diplomáticos de la Santa Sede. En cuanto me enteré de su descubrimiento llamé a todos los contactos que tenía hasta conseguir una entrevista con usted.

Marie estaba perpleja, lo que faltaba, el Vaticano también lo sabía, vaya un secreto a voces. Carlo pareció darse cuenta de lo que pensaba y se propuso tranquilizarla.

—No se preocupe, nadie en la Santa Sede, salvo un círculo muy reducido conoce la noticia —dijo Carlo mientras movía, cruzaba y descruzaba sus huesudas manos—. Y parece que nadie se ha tomado el mayor interés, no dan demasiado crédito a que el Arca pueda estar en esa tumba egipcia. Por supuesto, estamos de acuerdo con que se explore el yacimiento con la mayor discreción y, si se encuentra algo, se traslade a un país neutral para que pueda ser estudiado con toda tranquilidad y libertad.

Así que Roma estaba al tanto de toda la operación, pensó la arqueóloga. Seguro que habían visto las fotografías. Marie se preguntaba divertida si se habría consultado también a los israelíes, a ellos también les incumbía el hallazgo. Se imaginaba hablando con un rabino en una próxima entrevista.

La investigadora empezaba a recelar, no se creía, para nada, lo de que nadie se había tomado el mayor interés en Roma ante la posibilidad de encontrar el vestigio más importante de su libro sagrado. A pesar de su franca simpatía el señor Carlo María parecía poseer un doble fondo.

—Y, dígame, si en Roma no se muestran interesados ¿qué hace usted aquí? — Marie trató de ser simpática para no parecer ofensiva.

—La verdad es que casi vengo por mi cuenta y riesgo —contestó Carlo sin perder un ápice de su compostura—. No es que en Roma no se interesen por la cuestión, es que dan poco crédito a la misma. Ya sabe, la versión más aceptada y más corroborada históricamente es que el Arca de la Alianza o del Testimonio fue despedazada y despojada de su oro por las tropas de Nabucodonosor en su asalto a Jerusalén en el año 597 antes de Cristo. Incluso se hace referencia exhaustiva en la Biblia a todos los tesoros del Templo de Salomón que fueron trasladados a Babilonia como botín de guerra.

—Ya, pero el Arca no aparece en esa lista —objetó Marie segura de sí misma.

En los últimos días la investigadora se había puesto al día en todo lo que se refería al Arca, ya fuese en la Biblia o en las múltiples leyendas, cuentos y supersticiones que habían recorrido Europa Occidental a lo largo de toda su historia.

—Sí, también es cierto —dijo Carlo—, pero la Biblia también menciona que el Arca aún permanecía en Jerusalén en una época muy posterior al faraón Sisaq, en tiempos del rey Yosías, en el año 640 antes de Nuestro Señor.

—Los sacerdotes pudieron fabricar un segundo Arca y exponerlo en el Templo en sustitución del que se había llevado Sisaq ¿No cree que es razonable? —Marie estaba segura de que ahora le había pillado.

Esta vez Carlo tardo unos segundos en contestar.

—Eso puede ser factible. Aunque a mis colegas es muy difícil apartarles del dogma, yo soy un poco más abierto en la interpretación de las Sagradas Escrituras — aceptó Carlo con palabras muy reposadas, como el que admite una falta—. Supongo que pasar unos años en la universidad te hace ser irremediablemente más crítico.

—¿Qué estudió? —preguntó Marie curiosa.

—Historia, soy especialista en arqueología bíblica —afirmó Carlo volviendo a mirar a Marie, ya que en el último minuto había mantenido la vista fija en las ventanas—. La verdad es que llevo toda la vida estudiando el Arca, por eso quería a toda costa cambiar impresiones con usted, no todos los días se está enfrente de un descubrimiento de tal magnitud.

—Entonces ¿usted cree que el Arca puede estar enterrada en ese emplazamiento? —se interesó Marie.

—Hay una probabilidad, por tanto puede estar allí, aún en contra de lo que afirman las Escrituras —contestó Carlo con gravedad—, es bien cierto que a partir de la invasión del faraón Sisaq el Arca casi desaparece de la tradición bíblica y es nombrada solamente en un par de ocasiones en un lapso de casi quinientos años.

Carlo se quedó pensativo durante unos segundos, como si reflexionase en lo que acababa de decir.

—Sí, puede estar allí —sentenció—. La verdad es que la envidio.

—Dígame, no quiero ser indiscreta pero, ¿es usted cura? —preguntó Marie tímidamente.

Llevaba un rato intrigada, a pesar de que podía inferirse por la conversación el que Carlo era eclesiástico iba vestido de seglar, con un traje negro de corte moderno, camisa rojo claro y corbata negra con menudas estampaciones amarillas.

—Sí, sí, tenía que habérselo dicho, soy cardenal, consejero del Papa y miembro de la Curia Romana —dijo de un tirón—. Pero a veces juego a ser simplemente una persona normal, sobre todo con los que no me conocen. No me agradan los títulos tan pomposos, no me gustan los hábitos y odio llamar la atención. Siempre me resisto a presentarme como cardenal y en cuanto tengo ocasión me visto de civil. Tendrá que saber disculparme, he aprovechado que esta reunión no era oficial para dejar el disfraz por un rato.

—La verdad es que tiene nombre de cardenal —opinó Marie con una sonrisa.

—Bueno, usted tiene apellido de egiptóloga —devolvió el eclesiástico.

Ambos rieron.

Habían superado la fase, cuando hablamos con desconocidos, de mutua desconfianza y cautela. A veces no se supera nunca esta invisible frontera; otras, bastan unas cuantas frases acertadas para que los interlocutores se traten como si llevasen toda una vida de amistad. Marie y Carlo se sentían a gusto, aunque Marie optó, por prudencia, seguir manteniendo una cierta reserva.

Alguien llamó a la puerta. Era Legentil que traía agua y un par de vasos.

—Disculpen —dijo—, pero pensé que tendrían sed, les he traído un poco de agua. Si quieren alguna otra cosa no duden en pedírmelo, hay una máquina de café y refrescos en la planta de abajo.

Legentil estaba todavía más solícito de lo que en él era habitual, meditó la arqueóloga; seguro que sabía el alto cargo del religioso, por eso había aceptado dócilmente el no asistir a la reunión, hasta ahora había estado presente en todas las que Marie había celebrado por el asunto de la tumba.

—Sí, muchas gracias —dijo Carlo que, aunque intentaba disimularlo, tenía los dejes de las personas acostumbradas a mandar.

Legentil salió diciendo:

—Cualquier cosa que necesiten… , estoy aquí al lado.

El cardenal llenó los vasos y le pasó uno a Marie, después se bebió el suyo de un trago y lo volvió a llenar.

—¿Y qué opina el Papa del hallazgo? —dijo Marie, sorprendida incluso ella de sus propias palabras.

—La verdad, no sé si realmente se ha enterado bien del alcance de la noticia, no he hablado con él, aunque es un hombre atareado y tiene otras preocupaciones que le urgen más —contestó Carlo para quitarse la pregunta de encima—. Como le he dicho ésta es una visita personal, ni siquiera está al tanto de que yo estoy aquí.

—Sin embargo, la iglesia lleva mucho tiempo procurando recuperar objetos sagrados —observó Marie.

—Sí, eso es muy cierto —confirmó Carlo—. Las catedrales católicas están llenas de reliquias de santos, retales de vestidos, huesos, objetos personales, cuadros y demás huellas de nuestra historia. Dos mil años dan para atesorar muchos recuerdos.

—Pero no todos son verdaderos —aseveró Marie que estaba un poco en plan abogado del diablo—. ¿Sabía que hay tantos trozos de Lignum Crucis, los pedazos de la cruz donde fue clavado Jesús, que podría plantarse un bosque con ellos?

—Sí, y reuniendo los clavos de Cristo que almacenan todas las iglesias montar una fundición.

El cardenal y Marie rieron de buena gana.

—Hubo tiempos en los que era más importante mantener viva la fe de la gente que aspirar a una estricta investigación histórica —aclaró el eclesiástico—. Qué le vamos a hacer, hay que vivir con ello.

El cardenal Manfredi se puso un poco más serio, pero no demasiado.

—He visto las fotos —dijo prudente—, parece que ha dado con la entrada de una tumba sin violar, estará deseando volver y ponerse a trabajar, ¿cuándo se va?

—Mañana lunes —anunció Marie.

—¡Vaya, mañana! —exclamó Carlo—. Espero que esta entrevista no le resulte inoportuna, seguro que tiene millones de cosas que hacer.

—No se preocupe —le tranquilizó—, me apetecía hablar con alguien del Arca. He tenido muchas reuniones estos días, pero ninguna con un historiador, me vendrá bien cambiar impresiones.

—¿Dónde tomó las fotos? —preguntó con cautela el cardenal.

—Hasta ahora no se lo he dicho a nadie —Marie trazó un amplio arco con las manos—, ya sabe cómo es este mundo académico, si lo hubiese divulgado seguramente otro con más contactos que yo hubiese practicado la excavación en mi lugar.

—Ya, ¿y dirigirá usted sola la investigación? —dijo Carlo mientras distraía otra vez la vista en la ventana.

Marie receló, parecía que el cardenal Manfredi no estaba al tanto de todos los detalles del asunto, no sabía que le habían impuesto dos codirectores, ni que partía mañana. Estaba claro que buscaba información; pero, si había conseguido reunirse con ella, además con la aquiescencia de Legentil, ¿cómo es que no estaba al corriente de la operación? Su reserva inicial se acentuó, mejor sería que fuese ella quien intentase sonsacarle algo de interés.

—No parece saber mucho, ¿cómo ha conseguido ver las fotos si no sabe nada del plan de acción? —replicó la egiptóloga.

Carlo se dio perfecta cuenta de la desconfianza de su interlocutora, había insistido demasiado con sus preguntas sobre la expedición. Pensó que sería mejor dejar a la arqueóloga tomar la iniciativa en la conversación. A veces se gana una carrera dejando adelantar al rival.

—Perdóneme, no quería ser tan inquisitivo, era simple curiosidad —dijo sin perder la sonrisa y suspirando—. Lo que pasa es que daría 10 años de mi vida por ir con usted, aunque ya sé que es imposible.

—Si no quiere pasar calor y penurias mejor que se quede aquí, créame —concilió Marie y, acto seguido, trató de tomar el timón del diálogo—. Supongo que para Roma sería todo un acontecimiento si se confirmase que el Arca se ha encontrado, ¿no es cierto?

—Para Roma, para los judíos, para los ortodoxos, para los anglicanos, para los protestantes…, creo que para cualquiera mínimamente interesado en los orígenes de su religión o su cultura.

—Se lo digo porque tengo entendido que la iglesia católica ya la buscó activamente en otro tiempo —Marie disparaba con bala.

—¿Cómo dice? —dijo Carlo mirando a la doctora con las cejas de sus dos ojos negros apuntando en arco estupefacto hacía su reluciente calva.

—Digo que la iglesia de Roma, cuando promovió y financió la I Cruzada, debía tener en mente recuperar el Arca de los cimientos que quedaban del Templo de Salomón.

El cardenal se quedó en suspenso durante unos segundos y, por primera vez a lo largo del encuentro, perdió la sonrisa momentáneamente.

—¿Se está refiriendo a los templarios? —dijo con el acento extrañado del que no puede creerse lo que está oyendo.

—Por supuesto, la historia del Arca está ligada a ellos —dijo Marie lo más inocentemente que pudo.

—La historia fantástica, querrá decir —repuso Carlo.

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