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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (12 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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Yusuf al-Misri miró un momento de soslayo al director del Museo que se había sentado casi enfrente de él. Sabía que podía pedirle que se marchara sin darle ninguna explicación, pero decidió que sería mejor tratarle con algo más de consideración.

—Señor Galeel —pronunció almibaradamente—, tiene usted un lugar de trabajo realmente impresionante, le felicito.

El alto cargo del gobierno egipcio tenía la costumbre de lanzar extensos discursos a sus interlocutores sin que éstos se atreviesen a interrumpirle, ni siquiera con palabras que mostrasen asentimiento o acuerdo; más que dialogar dictaba, más que conversar legislaba. Retener la palabra hasta acaparar la conversación era un inequívoco signo de poder.

—Gracias… —empezó a decir Galeel, pero Yusuf continuó impertérrito.

—Como supongo que ya conoce, vamos a necesitar a su empleado, el señor Alí Khalil, para investigar un nuevo yacimiento. Actualmente no puedo proporcionarle más información, yo personalmente tampoco dispongo de muchos datos. Espero que esta circunstancia no le cause mucho trastorno en su dinámica de trabajo.

—Pero ¿dónde está situado? ¿Por qué tanta prisa? ¿Tan importante es el descubrimiento? —Galeel parecía una metralleta.

—Como ya le he dicho —ahora el tono de Yusuf al-Misri era más perentorio—, no puedo decirle nada. No se inquiete, cuando se haya concluido la misión usted tendrá acceso a toda la información disponible y podrá estudiar todas las piezas que se descubran. Por supuesto, el señor Khalil volverá a estar bajo su autoridad cuando termine su cometido.

El representante del gobierno creyó conveniente dar alguna información más, aunque falsa, para que el director del Museo no se alarmase.

—El yacimiento no es importante, si lo fuese hubiésemos escogido a un egiptólogo más ejercitado, lo único que pasa es que está en una zona sensible y no queremos que salte ninguna alarma. Evidentemente, todo este asunto es materia reservada, no lo comente a nadie, en el Ministerio de Cultura seguimos de cerca su estupenda labor como director del Museo de El Cairo, dentro de poco ocupará un cargo de más responsabilidad, yo personalmente me ocuparé de ello. Y ahora, si no le molesta, preferiría hablar con el señor Khalil a solas, gracias por prestarnos su magnífico despacho.

El poderoso delegado del gobierno pidió con un gesto una cartera de cuero que portaba el tío de Alí, éste se la alargó y procedió a sacar un fajo de papeles que ojeó durante unos segundos, justo el tiempo que necesitó el director Galeel para darse cuenta de que su persona no era grata en esa reunión, tragar saliva, levantarse y salir por la puerta con la cabeza gacha y el gesto abatido. La curiosidad, como en todo buen investigador, le podía más que cualquier zanahoria con sabor a cargo burocrático que pudieran ofrecerle. No dijo nada cuando cruzó el umbral.

Yusuf al-Misri miró de nuevo a los presentes y posó su mirada en Alí. Pareció calibrarle.

—Bien, señor Alí, voy a ir al grano —dijo mientras apartaba los legajos—. Ha sido seleccionado como codirector de una excavación de la máxima importancia para el Estado. Le voy a explicar los pormenores para que sepa muy bien el alcance y trascendencia de esta operación. Le digo lo mismo que a su director, todo lo que le voy a contar es alto secreto y no debe comentarlo ni siquiera con él.

De cada cuatro palabras que salían de la boca del marcial funcionario una era pronunciada como si la estuviese subrayando en el aire.

—Creo que ya sabe —continuó sin esperar que nadie interviniese— que su nombre fue contemplado como posible miembro de este equipo de exploración gracias a su tío, que parece le tiene en alta estima. Teníamos más opciones, pero parece que el destino le ha elegido a usted. Yo estoy seguro que dará la talla, está altamente cualificado para ello.

El tío Ayman, hermano del padre de Alí, como así delataba su apellido, siempre le había ayudado a progresar; sin embargo, esta vez Alí no estaba tan seguro de si lo que estaba pasando iba a ser beneficioso para él. Desde luego, Ayman Khalil, con su rotunda figura, repantigada en un asiento de madera a punto de venirse abajo, parecía feliz de que su sobrino se codeara con tan altas instancias, casi se veía sonreír a su espeso bigote.

El delegado Yusuf había llenado en un momento la alargada mesa de informes y documentos. Cogió un simple papel y se dispuso a leerlo.

—Los otros dos encargados de esta excavación son: Marie Mariette, arqueóloga francesa, y John Winters, egiptólogo inglés. Sus dos colegas llegarán hoy lunes al mediodía al aeropuerto de El Cairo y esta tarde se reunirá con ellos para ponerse de acuerdo en los últimos detalles logísticos antes de partir mañana por la mañana hacia el yacimiento. Nadie debe enterarse siquiera de esta reunión, si su director se pone pesado e intenta sonsacarle algo cuando nos vayamos mándele a paseo, bajo mi responsabilidad. La directora del sondeo será la doctora francesa, al menos hasta nueva orden. Solamente ella conoce la ubicación de la tumba, así que seremos condescendientes con sus deseos si el plan previsto se sigue normalmente.

Alí se permitió interrumpir el monólogo del funcionario, quería estar seguro de saber dónde se estaba metiendo. Empezó con una pregunta inocua.

—Esta Marie Mariette —dijo levantando un poco la mano para que al-Misri se diese por enterado—, ¿es pariente de Auguste Mariette, el egiptólogo enterrado en este museo?

—Sí, es descendiente directa, tataranieta por lo menos —dijo su tío que, sorprendentemente, había tomado la palabra por primera vez, adelantándose a Yusuf.

—¿Y por qué tanta urgencia? ¿La tumba corre peligro de desplome o algo parecido? —volvió a preguntar Alí, pero eran demasiadas preguntas para el representante del gobierno.

—Enseguida se enterará —cortó Yusuf—. Parece ser que la francesa encontró la entrada de una tumba el pasado verano, tomó unas fotos y la volvió a cubrir. Éstas son las imágenes.

De entre los papeles rescató tres fotografías que proporcionó a Alí bruscamente, sin darle tiempo a que las alcanzase con la mano. En una se contemplaba una gran lápida con tres diosas esculpidas, la más grande parecía Bastet, la diosa gata; en otra habían ampliado la inscripción jeroglífica de la parte superior de la losa; en la última se veía un relieve de unos soldados egipcios acarreando algo. Alí las estudió con detenimiento.

Yusuf, mientras tanto, lanzó una mirada rápida señalando la puerta a Osama Osman, que permanecía rígido en su asiento. Éste se levantó sin hacer ningún ruido, se dirigió a la entrada del despacho de Mohamed Galeel y giró el picaporte con un movimiento rápido. Miró fuera durante unos segundos, no había nadie. Cerró otra vez la puerta y volvió a su sitio. Cuando lo hubo hecho Yusuf al-Misri reanudó su alocución.

—Parece ser que es una sepultura intacta de un faraón del Tercer Periodo Intermedio, Sheshonk I. Hasta aquí nada extraordinario, pero este personaje es mencionado en la Biblia, el libro sagrado de cristianos y judíos, como el monarca que conquistó Jerusalén en el siglo X antes de cristo. Por la época y los indicios del grabado de la parte inferior de la piedra, puede ser que entre el tesoro de este faraón se encuentren algunos objetos insólitos, entre ellos el que en occidente se conoce como Arca de la Alianza, ya sabe, la caja donde se guardaron las leyes entregadas a Moisés por el mismísimo dios de los hebreos.

—¡Increíble! —se le escapó a Alí.

Aunque despojado de la carga místico-religiosa que suponía un objeto tal para cualquier occidental, Alí conocía la leyenda del Arca y sabía que cualquier arqueólogo que la encontrase pasaría a los anales de la profesión y al panteón mundial de personalidades con una rapidez que dejaría pequeña a la de la luz.

Alí miró a su tío, las puntas del bigote casi le tapaban los satisfechos ojos. Él nunca había tenido hijos y volcaba en su sobrino toda la magnanimidad y desprendimiento del que era capaz.

El dignatario, ajeno a este inteligente intercambio de miradas entre tío y sobrino, prosiguió.

—El caso es que tenemos un problema —Yusuf se permitió sonreír, más para sí mismo que para cualquiera de los presentes—. Si este dato se conociera se nos echarían encima todos los fanáticos religiosos que hollan la faz de la tierra en este preciso instante; e incluyo a judíos sionistas, sectas cristianas fundamentalistas y, por supuesto, nuestros primos hermanos: los radicales islámicos.

Esto último lo dijo con sorna. A Yusuf al-Misri le habían encargado la difícil papeleta de rescatar el Arca porque era uno de los miembros más enérgicos de los servicios secretos egipcios y porque, actualmente, estaba adscrito al Ministerio de Cultura.

Todos los departamentos del gobierno egipcio estaban infiltrados y fiscalizados por miembros de la inteligencia estatal, casi todos altos mandos militares como Yusuf, que se ocupaban de que las determinaciones de la administración civil fuesen conocidas y sopesadas por alguien con suficiente visión estratégica antes de que se llevasen a la práctica. Era una especie de segundo mecanismo de seguridad en lo que a toma de decisiones se trataba, no llegaba a ser un gobierno en la sombra, pero sí uno alejado de las fuentes de luz mediática. Y con el auge del islamismo más extremado habían ganado fuerza las tesis más proclives a establecer este tipo de permeabilidades pseudosecretas dentro del sistema. Casi todos los altos cargos civiles de los ministerios conocían esta circunstancia y aceptaban el status quo tácitamente.

Si de algo entendía Yusuf era de geopolítica, cuando se enteró por el embajador francés del asunto del Arca casi le da una sobrecarga neuronal. La combinación de complicaciones, peligros, e inconveniencias producidas por la posesión de un objeto tan sensible eran incalculables.

Por una parte estaban los siete millones de cristianos coptos que residían en Egipto y con los que el gobierno no había tenido más que encontronazos desde la década de los 80, época en que se llegó a desterrar a la cabeza visible de esta confesión, el Patriarca de Alejandría, a un monasterio en medio del desierto. Las relaciones se habían normalizado un poco desde entonces y se intentaba respetar la forma de vida de estos cristianos dentro del estado musulmán, pero no dejaba de ser una minoría lo bastante grande como para poner en peligro la estabilidad del país.

Si los coptos se enteraban del hallazgo exigirían el Arca para custodiarla en alguna de sus iglesias, recibirían riadas de visitas extranjeras y tendrían la oportunidad de afianzar múltiples contactos internacionales. Eso último era lo peor de todo, los pondría en el mapa cuando todos los esfuerzos del gobierno egipcio habían ido encaminados a silenciarlos y marginarlos de la vida pública.

No obstante, éste era el menos problemático de los escenarios que se le ocurrían a Yusuf, casi era insignificante comparado con las otras dos perspectivas.

Las personas que consiguen perpetrar el difícil ejercicio de ponerse en el lugar del otro, de sentir lo que siente el diferente, de pensar de la misma manera, de manejar las mismas variables que utilizaría el contrincante, los que son capaces de adivinar las resoluciones del enemigo incluso antes de que las madure por sí mismo, eran impagables para cualquier departamento de inteligencia. El coronel Yusuf era uno de esos individuos.

No se podía decir que Yusuf fuese muy religioso, pero entendía perfectamente el poder que la religión tenía entre las capas más pobres y desfavorecidas de la sociedad. Las tesis de los extremistas islámicos eran una opción muy atractiva para que, aquellos que no tenían nada que hacer en esta vida, asegurasen por lo menos su salvación en la otra. A nadie le gusta perder el tiempo. Además, había que tener en cuenta el fuerte y violento choque de culturas que se estaba produciendo en este momento entre el mundo occidental y el musulmán. Universos diferentes, con valores radicalmente opuestos, que pugnaban por, transformar uno y conservar otro, la forma de pensar, de juzgar y de ser de los egipcios. La convivencia entre las dos culturas era difícil siempre.

Los intransigentes chiítas y los simpatizantes del ahora ilegal partido proislamista Hermanos Musulmanes eran la amenaza más cercana para el Arca. Estos grupos no reconocían más poder que el de los imanes o líderes religiosos, no admitían ningún tipo de autoridad civil, solamente la teocrática, con lo cual el estado, su gobierno y sus leyes parlamentarias les dejaban totalmente indiferentes.

Si alguno de estos imanes era además considerado como descendiente de Alí, el yerno y primo del profeta Mahoma que casó con su hija Fátima, sus decretos eran considerados como sagrados e incuestionables.

Todos estos grupos querían imponer la
sharia
o ley islámica y, por supuesto, estaban en perpetua guerra con todo lo que oliese a occidental o hebreo, contra todo lo que significase una merma de su poder y contra cualquier intento de secularizar la sociedad. Su objetivo no declarado era mantener al pueblo en una Edad Media perpetua.

Si el Arca llegaba a ser exhibida en cualquier museo egipcio, inmediatamente se convertiría en objetivo terrorista de primer orden. A estos radicales no les importaba llevarse por delante la vida de sus compatriotas o destrozar las obras de arte que se encontrasen alrededor, considerarían un acto de esta clase como una victoria del dios del Islam sobre el dios occidental o el dios judío. Éstos eran los parámetros que manejaban y la lógica que seguirían. Yusuf era terriblemente consciente de ello y no podía permitirse otro atentado contra intereses turísticos egipcios, la economía del país era totalmente dependiente de esta industria.

La última posibilidad todavía era más aterradora. Israel también tenía sus radicales político-religiosos, los sionistas, más terribles si cabe ya que estaban lo suficientemente cerca de los mecanismos de poder del estado hebreo como para imponer sus tesis en cualquier momento a los miembros más moderados de su gobierno.

Yusuf sabía que los judíos siempre han sido un pueblo muy sufrido, estuvieron dispersos por el mundo durante siglos sin hacer nada por reunirse, sin inmiscuirse en ningún tipo de poder político, esperando pacientemente la ayuda de su dios, que los volvería a conducir a su tierra prometida, Jerusalén. No obstante, esta ideología totalmente pasiva cambió a raíz del holocausto del que fueron objeto en la Alemania nazi, el sionismo tomó fuerza y se presentó como una ideología activa y nacionalista que, básicamente, propugnaba que los hebreos tenían que hacerse su propia suerte.

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