La reliquia de Yahveh (11 page)

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Authors: Alfredo del Barrio

BOOK: La reliquia de Yahveh
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Marie también reía, había algo en el sacerdote que no le gustaba, tal vez sería su aspecto, tan vehemente. Pero Marie era confiada y abierta por naturaleza; además, los científicos tienen la común opinión de que la información hay que compartirla para que la ciencia progrese. La doctora no vio nada malo en hacer también partícipe al cardenal de esta universal transmisión del conocimiento.

Mientras seguían haciendo bromas a costa de una imaginaria contienda entre ateísmo y religiosidad, empezó a llover en el Marais. Al principio débilmente, después con una fuerza tal que parecía que las antiguas marismas iban a recuperar su perdida condición de propietarias del paisaje e iban a sumergir tantos siglos de civilizada humanidad bajo los cenagales de la más primitiva fuerza de la naturaleza. Bastarían unos minutos.

3

Era una fresca mañana en El Cairo. Un día de invierno con algo de viento del norte era una bendición para la ciudad y para sus habitantes, la brisa servía para empujar al desierto la sempiterna nube de contaminación que cubría la urbe y que la convertía todavía en más gris de lo que era.

El cielo gris, los edificios grises, hasta el Nilo parecía gris en El Cairo, ciudad gastada, donde si se soltaba una pluma caía a plomo, sucia y pesada; donde, si nacía algún color, el sol se encargaba de hacerlo desaparecer abrasándolo y consumiéndolo; donde, si se miraba fijamente la superficie del río, se penetraba en un inmenso estanque de aguas mansas y plomizas, casi como si fuese uno de esos cauces sagrados de la India donde acude todo el mundo a esparcir las cenizas de los muertos. Lo único que escapaba del melancólico y omnipresente matiz pardo y polvoriento eran las miríadas de coches que circulaban con lentitud por sus atiborradas calles mostrando sus reflejos metálicos de chillones tonos rojos, verdes y azules.

Alí Khalil se hallaba en la puerta del Museo Egipcio de El Cairo, como casi siempre a esa hora de la mañana. Le gustaba observar a los turistas en su trasiego de entrada y salida, echando fotos, unos a las esfinges y estatuas del exterior, otros a sí mismos para tener una prueba de que un día habían pasado por allí. A veces, en esos ratos en los que pasaba apoyado en la pared de la entrada del museo, los visitantes le solicitaban que les ayudase a tirar una fotografía, sobre todo parejas o a algún grupo que quería tener un recuerdo donde apareciese al completo.

Siempre se lo pedían a él, nunca a sus compañeros, que tenían la costumbre de fumar a la salida de la exposición. Debía ser porque tenía cara de buena persona, o porque poseía rasgos occidentales que ayudaban a confundirlo con un algún nómada trotamundos que se había enamorado de la nación y se había asentado allí, mimetizándose con los naturales del país. La verdad es que su pelo, aunque completamente negro, no era el típico cabello crespo y ensortijado de los egipcios. Era liso, fino y caía lacio hacia el sitio hacia donde acostumbraran a peinarlo, sin protestas y sin ningún atisbo de rebeldía, tan sumiso como Alí deambulaba por la vida. Sus ojos también ayudaban a otorgar a Alí un vago aspecto de otra tierra, eran castaños, bastante claros, o al menos eso parecía al contrastar con la tez oscura de su rostro.

Dos turistas, una pareja entrada en años, empezaron a mirarle mientras cuchicheaban entre ellos. Alí sabía lo que se estaban diciendo, pero esta vez el hombre hizo un inequívoco gesto con la cabeza, había gente que nunca conseguía fiarse de nadie y eso que hoy Alí llevaba su mejor traje.

Otro turista se le acercó, parecía solo, le preguntó por una calle y Alí le indicó la manera más rápida de llegar en perfecto inglés. Khalil nunca había salido de Egipto, no obstante su familia siempre había hablado el idioma de los antiguos colonizadores y su trato con la multitud de investigadores anglosajones que pasaban por el Museo le había hecho adquirir una buena dicción. Aprender un idioma que no es el tuyo siempre te modifica la manera de ver las cosas, siempre se te introduce algo de la cultura del otro, siempre te quedas entre dos mundos. Quizá por eso los visitantes le confundían con alguien de los suyos y le preguntaban direcciones y le hacían preguntas específicas que solamente él tenía la apariencia de conocer. Alí Khalil era oriente y occidente.

Hacía rato que había entrado a trabajar, a primera hora había visto unos cuantos fragmentos de recipientes de cerámica fechados en el Reino Medio. Estaban decorados con escenas de caza y uno de ellos portaba una inscripción en escritura hierática, la usada por los sacerdotes egipcios y que era una especie de simplificación estilizada de la jeroglífica. "El mensajero Nenit, acechador de flotantes aves" decía el epigrama. Las piezas eran de indudable valor, pese a ello no estaban a la altura de ser exhibidas en la colección permanente del Museo.

Egipto entero era una inmensa tumba protegida por las arenas del desierto, había decenas de equipos, propios, mixtos y extranjeros, trabajando en los múltiples yacimientos del país del Nilo. Absolutamente todos los descubrimientos tenían que ser evaluados por los conservadores del Museo de El Cairo, ellos decidían si la pieza era lo suficientemente importante como para ser expuesta allí mismo, en la joya de toda la red de museos estatales, o si se enviaba a otras colecciones o galerías nacionales. Algunos restos menores eran cedidos a otros museos internacionales como retribución en especie y recompensa a los egiptólogos foráneos que habían contribuido a sacarlos a la luz; otros eran regalados a instituciones para estimular las donaciones de dinero y personal que pudieran utilizarse en las tareas de conservación de lo mucho que ya se había descubierto. Porque ese era el gran peligro de la riqueza cultural egipcia: se habían realizado tantos progresos arqueológicos que la anémica administración se las veía y se las deseaba para mantener en buenas condiciones los monumentos y vestigios que ya estaban exhumados; de hecho, muchas tumbas volvían a taparse para evitar su deterioro.

El conservador Alí Khalil era uno de los arqueólogos que decidía qué o qué cosas valía la pena conservar, regalar o enterrar en los almacenes de cualquier museo regional.

Las piezas que había estudiado esa mañana serían entregadas a la universidad a la que pertenecían los científicos americanos que las habían descubierto. Este pequeño presente les dejaría satisfechos y les estimularía para seguir desenterrando más hallazgos.

Khalil había llegado a ese cómodo puesto de trabajo después de una larga trayectoria estudiantil en la Universidad de El Cairo. Siempre le había gustado la historia y esa carrera en concreto prometía un gran porvenir en un país repleto de vetas arqueológicas y minas turísticas.

Aunque fuese de mero guía de los millones de visitantes extranjeros que visitaban Egipto todos los años se hubiese podido ganar la vida, y más con su perfecto inglés; pero no se le había dado mal el aprendizaje de la arqueología, tal vez por su facilidad para leer las revistas y publicaciones especializadas extranjeras. Destacó y fue contratado en calidad de codirector nativo en varias expediciones inglesas y americanas, después dirigió alguna propia en las cercanías de Luxor, pasó un tiempo como profesor en la universidad que le había visto nacer profesionalmente y, por último, había acabado bien asentado en su placentero puesto de vigilante custodio en uno de los museos más grandiosos del mundo, viendo y admirando lo que desenterraban otros y decidiendo lo qué era valioso y lo que no, lo que se quedaba y lo que regalaba, con agrado y dedicación, porque Khalil sentía cada pieza del museo como propia, como parte de su patrimonio personal.

Claro que no había llegado hasta esta posición por sus méritos estrictamente intelectuales, en Egipto había que tener contactos en las altas esferas hasta para comprarse un buen traje. Toda clase de favores, concesiones, asistencias, protecciones, amparos, ayudas y recomendaciones circulaban alrededor del Nilo como circulaba el agua de su cauce: lentamente, evaporándose por el calor, subiendo en forma de calima y envolviendo con sus emanaciones a todos los habitantes de la rivera, a todas las transacciones, a todos los intercambios, a todos los procedimientos. Egipto era un país antiguo con maneras antiguas.

Khalil miró su costoso reloj de pulsera y entró en el gran atrio del museo, donde parecía que las estatuas de los faraones permanecían sentadas celebrando un conciliábulo que duraba milenios. Subió las escaleras y enfiló hasta su despacho, hoy tenía reunión con su tío, alto cargo del Ministerio de Cultura egipcio y padrino de sus progresos profesionales. Si había llegado hasta donde estaba se lo debía por entero a su tío y le estaba tremendamente agradecido por ello. También asistirían a la cita otras dos personas de las que todavía desconocía el nombre.

Mientras recorría los pasillos plagados de objetos de otros tiempos, pensaba en la conversación que había tenido con su tío Ayman dos días antes. Le había contado que por un misterioso azar del destino él era la persona designada para efectuar una excavación de urgencia en un lugar todavía sin especificar.

Ayman Khalil no le había contado a su sobrino nada de la lista con arqueólogos egipcios donde figuraba su nombre y que habían tenido que entregar a Marie Mariette. La verdad es que había sido idea del veterano secretario del Departamento de Estado para la Explotación y Conservación de Antigüedades el incluir a su protegido en esa lista, si todo acontecía como debía acontecer sería un buen trampolín para introducirle en el todopoderoso Ministerio de Cultura egipcio, incluso con vistas a ocupar su cargo cuando se acercase la fecha de su jubilación. Todo salió bien, su sobrino había resultado elegido.

Lo único que conocía Alí Khalil de la perentoria tarea que se traía entre manos su tío es que tomaría parte en una excavación de urgencia en calidad de codirector y que tendría dos colegas, una francesa y un inglés. También sabía que al día siguiente saldrían rumbo al lugar del yacimiento. Le extrañaba tanta prisa, normalmente en Egipto las cosas discurren tan despacio que casi parece que las lánguidas aguas del Nilo dictan la cadencia de todos los movimientos.

Solamente una vez había visto Alí tomar a la administración estatal decisiones tan rápidas y urgentes, fue en el atentado perpetrado por la organización islámica Gamaa Islamiya en 1997 en el complejo monumental de Luxor. Murieron 67 personas, 57 de ellos turistas. Tantas decenas de muertos fueron un duro golpe para la industria turística del país, los ingresos de divisas cayeron estrepitosamente, significaron millones de dólares en pérdidas y aún hoy no se había recuperado el nivel de visitas de años anteriores. Desde entonces la seguridad había aumentado ostensiblemente, el estado egipcio no podía permitirse otra catástrofe de tamaña magnitud. Si bien era cierto que desde esa fecha habían estallado más episodios terroristas, éstos habían sido menores y se tendía a controlar cada vez mejor a los radicales islámicos; de todas maneras, la espada de Damocles del terrorismo pendía colgada de un hilo extremadamente fino sobre la cabeza del gobierno estatal.

Alí abrió la puerta de su despacho, para su sorpresa el director del museo, Mohamed Galeel, le esperaba de pie, mirando por la única ventana de la habitación.

El grueso director se giró en cuanto oyó entrar a su subordinado.

—Buenos días Alí —saludó mientras se desabotonaba la ceñida chaqueta y se dirigía a la butaca más cercana.

—Buenos días señor Galeel —correspondió Alí—, hace una mañana agradable, ¿no le parece?

Sacar a relucir el tema del tiempo para llenar los silencios con temperaturas y pronósticos atmosféricos debía ser tan viejo como la humanidad; pero a Mohamed Galeel no le interesaba lo más mínimo si hacía frío, calor, viento o tempestad, fuera de los límites de su Museo; lo único que le importaba era saber por qué le despojaban de uno de sus subordinados avisando de un día para otro y, lo que es más grave, por qué le ocultaban el tipo y clase de trabajo que tenía que realizar su empleado con tanta celeridad.

Alí no sabía que el director del Museo ignoraba la naturaleza de su misión, y Galeel no sospechaba que el arqueólogo también desconocía cualquier detalle de su próximo trabajo. La conversación entre ambos se prometía estéril, pero no llego a tener lugar.

En ese momento asomaron por la puerta abierta del despacho tres individuos, todos de impecable traje negro abotonado y con multitud de complementos a juego que parecían recién adquiridos en alguna tienda del centro de Londres. Uno, el que abría el camino, que parecía saber de memoria, era el tío de Alí, él se ocupó de las presentaciones.

Los distinguidos acompañantes de Ayman Khalil eran Yusuf al-Misri, un alto cargo del gobierno egipcio, tan alto que Mohamed Galeel lo conocía de sobra, aunque nunca había tenido la oportunidad de encontrarse tan cerca de él, y Osama Osman. Este último, por lo fibroso y alto de su persona y, sobre todo, porque miraba a todos los sitios como memorizando los detalles, tenía todas las trazas de ser un guardaespaldas de Yusuf al-Misri, pero los simples satélites no solían vestir atavíos tan caros, ni tampoco se acostumbraba a presentarlos al resto de concurrentes.

Después de unas corteses y breves salutaciones, un resuelto al-Misri tomó el mando de la situación. Estaba en el centro del grupo y todos le miraban, no parecía muy contento con el mobiliario del diminuto despacho de Alí. Se quitó las gafas para limpiárselas con un pañuelo que sacudió luego ampliamente.

—Este sitio es muy pequeño —dijo mientras frotaba las gafas—, ¿no podemos reunirnos en algún lugar más amplio?

—Sí, desde luego, podemos hacerlo en mi despacho —ofreció solícito el director Galeel que no tardó ni una milésima de segundo en reaccionar.

Dicho esto el grupo salió ordenadamente de la pequeña habitación, recorrieron unos metros y entraron en la amplia pieza donde estaba instalado el gabinete de Mohamed Galeel. Era el único lugar, fuera de las salas públicas de exposición, decorado con antigüedades auténticas; profusamente decorado más bien, casi hasta caer en el barroquismo. En las paredes se apoyaban grandes trozos de piedra con grabados murales que abarcaban a casi todo el panteón de los dioses egipcios. Los tamaños de las representaciones habían sido escogidos para que las divinidades, casi todas con cabezas animales, tuviesen las mismas dimensiones aproximadas. Parecía una reunión de jueces en un tribunal extraño.

En las esquinas habían colocado columnas de piedra, todas iguales, que llegaban hasta el techo. Más que un despacho parecía el interior de un templo. Sólo el mobiliario y el gran armario archivador que ocupaba la pared del fondo rompían el hechizo. Todos los presentes miraron a su alrededor antes de tomar asiento en una gran mesa de reuniones provista de una artística tetera de datación más reciente.

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