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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (9 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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—Bueno, a falta de datos reales, hablemos de los ficticios, si no le molesta claro —rogó Marie.

—No, no me molesta, pero… Marie no dejó a Carlo terminar.

—El caso es que en el año 1119, cuando Balduino II gobierna una Jerusalén recién conquistada a los árabes por los cruzados, dos caballeros llamados Hugo de Payns y Godofredo de Saint-Omer, fundan la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo.

—Sí, eso es cierto —dijo Carlo, que dejaba continuar a Marie porque todavía no sabía a dónde quería ir a parar.

—También sabrá que Balduino II les dio permiso para asentarse en el monte del Templo de Salomón, más concretamente en la mezquita de Al-Aqsa, un edificio que se cree ocupaba el lugar exacto donde había estado ubicado el sancta sanctorum o tabernáculo del Templo de Salomón, el lugar donde se guardaba tradicionalmente el Arca de la Alianza a salvo de las miradas ajenas.

—Continúe —manifestó Carlo resignado.

—El caso es que, a partir de entonces, la Orden empieza a ser conocida con la denominación de Caballeros del Templo de Salomón.

—Sí, la Orden del Temple, los caballeros mitad monjes mitad soldados que tenían por misión la escolta de los peregrinos que querían visitar Jerusalén —complementó Carlo de un tirón, tratando de acelerar la conversación para zanjar cuanto antes lo que para él era un incómodo tema.

—Exacto, al principio la Orden fue constituida nada más que por 9 nobles soldados, alojados en la mezquita blanca de Al-Aqsa, un lugar que hubiese podido dar cabida a un ejército armado y que, sin embargo, fue ocupado por únicamente 9 hombres.

—Sí, sí, la sigo —asintió Carlo con la palabra y con la cabeza, aunque interiormente pensaba que la conversación no estaba saliendo como él había planeado.

—La mezquita está situada justo encima de una roca, la que tradicionalmente se considera que sirvió a Abraham para ofrecer el sacrificio de Isaac, su hijo, a Yahvéh. La misma roca donde los musulmanes creen que Mahoma ascendió al cielo para recibir los mandatos divinos del Islam —detalló Marie que traía la lección muy bien aprendida.

—Sí, ya lo sé —Carlo trató de mostrar impaciencia—. Esa mezquita es considerada como el segundo edificio más importante para los musulmanes, después de La Kaaba en La Meca.

—Bien, debajo de esa roca hay unas profundas cavidades realizadas en la época en que los templarios ocuparon el lugar.

Marie veía como la cara de Carlo había perdido definitivamente la sonrisa, aun así prosiguió adelante.

—Los nueve caballeros de armas que, en teoría, tenían por única tarea la de proteger de los musulmanes a los viajeros que se acercaban a los Santos Lugares, no salieron de la mezquita en los primeros nueve años desde la fundación del Temple, no admitieron a más miembros en su orden y no dejaron que nadie entrase en el edificio.

—No veo a dónde quiere usted llegar —dijo Carlo con resignación.

—Bueno, esta institución de caballería ha sido la única que ha dependido exclusivamente del Papa, estaban eximidos de obedecer incluso a los reyes. Si se pasaron nueve años cambiando la espada y el caballo por un pico y una pala seguramente sería por mandato de Roma, ¿no cree?

—Pues no lo sé, francamente —respondió Carlo.

—Dígame, ¿tiene usted acceso como cardenal a los archivos del Vaticano?

—Sí, lo tengo.

—¿Y tiene idea de qué es lo que esperaban encontrar los templarios en sus excavaciones? —preguntó Marie que había decidido poner a prueba la paciencia del cardenal.

—Pues no, no tengo ni idea, pero seguramente usted me lo va a decir en breve — afirmó Carlo mientras trataba de recuperar su perdida jovialidad.

—Pues buscaban el Arca —la voz de Marie sonó rotunda.

Hubo un momento de tenso silencio. Carlo cogió el vaso que tenía enfrente y bebió otro trago de agua, muy despacio. Quedaba claro que estaba acostumbrado a lidiar con este tipo de situaciones y que se hallaba lejos de perder los nervios.

Marie volvió a tomar la palabra.

—Esta clase de informaciones deberían ser conocidas por usted, creo que me sería de utilidad saber un poco más a fondo las vicisitudes que ha experimentado la iglesia católica en sus denodados y continuados intentos por recuperar el Arca, eso tal vez me ayudaría en mi próximo cometido —proclamó Marie mientras ponía cara de incomprendida.

Carlo la miró profundamente, Marie había demostrado ser una contrincante inteligente y poderosa. O reconocía su capacidad y actitudes, lo que significaba estar dispuesto a contestar sinceramente a sus preguntas, o podía dar por malograda la entrevista y por perdida esta visita a París; pero en el intercambio tendría que dar información, información sensible a la que no tenía acceso todo el mundo. Sopesó los pros y los contras rápidamente. La conclusión a la que llegó es que para recibir a veces es necesario dar.

—Bien, compartiré lo que sé con usted —se doblegó Carlo componiendo un gesto serio—, pero le pido encarecidamente que considere esta conversación como secreta, como si no hubiese tenido lugar. Quiero que, sobretodo, tenga éxito en su misión, no lo dude ni por un momento.

—No lo dudo —respondió Marie aguardando expectante las revelaciones del cardenal, no todos los días se podía hablar con alguien que seguramente conocía todos los secretos del Vaticano y sus archivos, los más grandes y mejor guardados de Europa.

—Los templarios buscaban el Arca por orden directa del Papa, tenía usted razón — confesó Carlo, optando así por no andarse con rodeos con la sagaz interlocutora.

—¿Para qué querían el Arca?

—El Arca es un objeto sagrado, el más santificado objeto que ha existido nunca. Supone la prueba definitiva de que todo lo que cuenta el Antiguo Testamento sucedió realmente —reveló el cardenal cuyos ojos negros atrapaban ahora la luz más que nunca—. Encontrar el Arca de la Alianza de Dios con los hombres hubiese sido un acontecimiento extraordinario para la Iglesia católica en una época en la que había una seria competencia entre musulmanes y cristianos. Hubiese multiplicado la fe de los segundos y debilitado a los primeros.

—Entonces las cruzadas…

—Las cruzadas —interrumpió Carlo— fueron también una cuestión de prestigio y de poder, de lucha ideológica entre las dos grandes corrientes de pensamiento que dominaron la Edad Media.

—¿Y por que la buscaban debajo de esa mezquita? —preguntó Marie.

—Bueno, existía una sólida tradición que aseguraba que los judíos habían horadado el subsuelo del lugar donde se construyó el Templo —Carlo parecía buscar las palabras lentamente—. En este sistema de cavernas enterraban el alimento de los sacrificios, los restos de comida de los animales sacrificados que habían tenido contacto con el altar, o los pergaminos desechados en los que se habían escrito artículos de la Torá o ley judía. Es también lógico pensar que durante las invasiones de egipcios, asirios y babilonios el Arca y otros objetos sagrados eran escondidos allí.

—Así que hay catacumbas por todo el monte del Templo —dedujo Marie.

—Maimónides, un sabio judío y una de las mentes más lúcidas del siglo XII, aseguraba en sus obras que, cuando Salomón mandó levantar su Templo, pronosticó al mismo tiempo su destrucción. Por eso mandó construir una profunda cavidad donde el Arca de Dios fuese ocultada en caso de necesidad.

—Pero desde estas invasiones primitivas hasta que se puso en marcha la Primera Cruzada pasaron más de 1.500 años. No puede ser que el Arca permaneciese allí durante todo ese tiempo sin ser encontrada por nadie —objetó Marie.

—Sí, era una presunción arriesgada, sin duda —parecía que Carlo había vuelto a relajarse y disfrutar de la charla—. Pero ese suelo, ya sea con los judíos o con los mahometanos, siempre ha sido considerado como sagrado, además las grutas están cegadas por toneladas de tierra y por piedras colosales. Estaba casi sin profanar en la época de los templarios y sigue estándolo, en parte, actualmente.

Marie cambió de postura en la silla, no sabía si el sacerdote le estaba diciendo todo lo que sabía o se guardaba algo para él, pero quizá no tuviera otra oportunidad para estar frente a frente con una fuente de información tan valiosa. Decidió lanzarse a fondo.

—Con todo, hay algo que sigue sin cuadrarme, desde el saqueo de Jerusalén por Nabucodonosor, en el 597 antes de Cristo, hasta los tiempos de la dominación árabe pasaron muchos siglos, es imposible que los propios judíos no recuperasen su propio patrimonio religioso, si es que lo habían enterrado en algún momento.

—Sí, se deslizaron muchos años —Carlo se había puesto a recitar como quien cuenta un cuento a un niño pequeño—, pero fueron tiempos muy difíciles para los que profesaban la ley hebrea. Nabucodonosor desterró a los judíos cuando conquistó la Ciudad Santa, empezó la Diáspora y, posiblemente, la memoria histórica y todo recuerdo de los objetos sagrados que fueron enterrados bajo el Templo se perdieron en la época de la esclavitud en Babilonia, donde los israelitas permanecieron más de 60 años.

Carlo proseguía con sus largas explicaciones con el tono monótono de cualquier profesor, de cualquiera que estuviese harto de repetir lo que sabe para que otros lo aprendan. No había emoción en su canturreo, aunque a Marie todo le sonaba a música deliciosa.

—Después los hebreos volvieron a una Jerusalén controlada por los persas. Reconstruyeron el Templo de Salomón tímidamente, aunque el Arca siguió oculta, no se sabe si por miedo a que se le arrebatasen o porque habían olvidado dónde la escondieron.

—Ya, y después vino la dominación griega y romana —Marie trató de demostrar que ella también conocía mínimamente la historia del pueblo judío.

—Exacto —Carlo siguió monocorde—. Cuando los israelitas trataron de sacudirse el yugo romano, en el siglo I después de Cristo, se encontraron con una nueva derrota, una Jerusalén conquistada, un Templo nuevamente derruido y una segunda Diáspora que les exilió esta vez por todo el extenso territorio del Imperio Romano.

—Un pueblo con mala suerte, aunque la Diáspora se ha invertido en este último siglo —apuntó Marie.

—Desde luego —aseveró Carlo.

—¿Y no mencionaron ni buscaron el Arca en todo este tiempo?

—Sí, claro, siempre la han tenido presente, igual que tienen en mente, aunque nunca lo mencionen explícitamente, construir por tercera vez el Templo de Jerusalén. Supongo que ahora, con tantos problemas como tienen con sus vecinos árabes, considerarán como algo inoportuno y desacertado la recuperación del monumento.

—No pueden hacerlo, todo el mundo islámico se les echaría encima —determinó Marie.

—Máxime cuando para levantar un tercer santuario tendrían que derruir las dos mezquitas que están situadas en la explanada del Templo —completó Carlo, que parecía saber de lo que hablaba—. Ahora mismo es imposible plantearse siquiera la cuestión.

—Bueno, pero si que podrían haber efectuado excavaciones por su cuenta, ¿no es cierto?

Marie quería agotar el tema por completo, tenía mucho interés en saber si tenía posibilidades reales de dar con el Arca en esa tumba de Egipto de la que solamente ella conocía el emplazamiento.

—Que se sepa, solamente algún aventurero europeo ha conseguido sobornar a los árabes para efectuar alguna somera exploración de las simas que hay bajo la gran roca que corona la cúpula de la mezquita de Al-Aqsa.

—¿Ah sí? —Marie hizo un gesto de sorpresa—. No lo sabía.

—Sí, pero estas tentativas no tuvieron ningún éxito. Además los musulmanes montaron en cólera cuando se enteraron y desde entonces han incrementado la vigilancia para evitar este tipo de investigaciones.

—¿Y los musulmanes? ¿No han intentado buscar el Arca por su cuenta? —inquirió de nuevo la doctora.

—Los islámicos designan a las cavidades que se abren bajo la roca de Al-Aqsa con la expresión "pozo de las almas". Creen que son pasajes que llevan a las entrañas de la tierra y que, a cierta profundidad, los demonios atraparán a cualquier insensato que se haya atrevido a bajar.

Carlo se puso un poco tétrico, parecía que al pronunciar la palabra "demonios" trasformó un tanto sus ademanes para conformarlos a tema tan sobrenatural. La luz que desprendía su calva desaparecía a medida que caía la tarde, el brillo parecía haberse transmitido a sus ojos que refulgían como sólo puede hacerlo el color negro. Aparentó darse cuenta de lo sombrío que se había mostrado, transformó su semblante para hacerlo más afable y continuó hablando en un tono más humano y tranquilo.

—Los seguidores del Islam nunca se han sentido atraídos por los objetos sagrados cristianos. Nosotros tampoco tenemos el mayor interés en sus tradiciones y creencias —Carlo miró hacia abajo—. Quizá si las dos religiones se conociesen mejor se evitarían muchos conflictos y perturbaciones de la paz.

Marie tendía a no fiarse de los que expresaban bondadosas palabras envueltas en mejores intenciones, esta vez tampoco hizo una excepción. Había algo en el cardenal que no acababa de cuadrarle. Aunque, en situaciones tan insólitas como las que estaba viviendo últimamente, el sentido de lo apropiado se desajustaba hasta hacer que lo raro pareciese normal, lo ilógico razonable y lo inadecuado conveniente. No dijo nada.

—De todas formas —dijo Carlo interrumpiendo los pensamientos de Marie—, no creo que el Arca esté enterrada bajo la explanada del Templo. Sé fehacientemente que los 9 caballeros templarios exploraron el lugar detalladamente en los nueve años que estuvieron ocupando la mezquita.

—Sí, pero ¿y luego? —preguntó Marie—. Todos sabemos que la Orden del Temple fue disuelta por el Papa Clemente V violentamente, ejecutando a los más destacados miembros de la congregación en el año 1314, ¿qué hicieron los templarios durante los siglos XII y XIII si habían comprobado ya que el Arca no estaba en Jerusalén?

—Los templarios tenían una misión, encontrar el Arca para el Santo Padre de Roma —empezó a revelar Carlo—. Como el Arca no estaba en Jerusalén se institucionalizó la orden de caballería, se les concedió a sus miembros unos estatutos muy ventajosos y se empezó a reclutar un ejército capaz de buscar el Arca por todo el Oriente.

Marie estaba encantada, jamás pensó que alguna vez podría hablar con alguien que le hiciese semejantes confidencias. Lástima que no pudiera contar a nadie lo que estaba oyendo, porque estaba segura que el cardenal decía la verdad, la rotundidad y seguridad de su voz no era propia de alguien que dudaba o que mentía.

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