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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (4 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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John miró a todos los presentes fugazmente, vio que seguían atentos y dio lectura al párrafo.

Yosías celebró en Jerusalén la pascua en honor de Yahvéh. Inmolaron el cordero pascual el día catorce del mes primero. Estableció a los sacerdotes en sus funciones, y los animó a que sirvieran en el templo de Yahvéh. Y dijo a los levitas encargados de instruir a todo Israel y que estaban consagrados a Yahvéh: Colocad el Arca santa en el templo que edificó Salomón, hijo de David, rey de Israel, pues ya no tenéis que llevarla sobre los hombros.(2Cró 35, 1-3)

—Este Yosías —explicó John—, es bastante posterior a la visita de nuestro faraón, por lo tanto el Arca tuvo que sobrevivir a los saqueos del siglo X antes de Cristo.

—Ya —lanzó un poco despectivamente el grueso Sir Arthur mientras lanzaba una mirada cómplice a Lord Stanley.

John no se dio por enterado del comentario y prosiguió con sus teorías.

—De hecho —dijo un poco más vehementemente de lo que acostumbra a parecer—, la tradición histórica cree que el Arca desapareció del Templo de Jerusalén con la conquista de la ciudad por Nabucodonosor II, rey de Babilonia, allá por el 597 antes de Cristo.

—El de los jardines colgantes, ¿no es cierto? —interrumpió Lord Stanley arrugando el ceño y marcando las cuatro finas estrías que recorrían su ancha frente.

John estaba cada vez más confundido por la aptitud de sus interlocutores, no adivinaba a dónde querían llegar ni para qué lo necesitaban. Parecían saber todo lo que él pudiera decirles.

—Sí, el mismo —dijo tras unos segundos—. Nabucodonosor saqueó el Templo y envió a todos los israelitas a Babilonia a que sirvieran como esclavos, para reconstruir la demolida Torre de Babel y para que trabajaran como jardineros en los parterres de Babilonia.

Era difícil superar la ironía de John.

—Está bien señor Winters —terció Sir Arthur—, vamos a dejar el tema del Arca por ahora. Díganos, sería capaz de traducir, aunque sea de forma aproximada, la inscripción jeroglífica de la segunda fotografía que le he mostrado.

Sir Arthur hizo una pausa y continuó.

—Verá, es que todos los expertos a los que hemos mostrado la imagen se empeñan en que se la dejemos un par de días para su estudio y, la verdad, tenemos algo de prisa.

John poseía un don con los jeroglíficos, eso nadie se lo podía cuestionar. Era capaz de leerlos como se lee la etiqueta de una botella de vino. Además, las pausas en la ya larga conversación las había aprovechado para empezar a descifrar los misteriosos signos por los que se sentía tan vivamente atraído.

John empezó a leer en el mismo momento en que el consejero del gobierno en materias culturales había acabado de cerrar la boca:

Aquí mora para la vida eterna

Sheshonk, hijo de Shiskag el libio.

Exterminador de los usurpadores,

Vencedor del dios oriental,

Faraón Rey de todas las arenas,

Dios vivo y hermano de los dioses.

El sello de esta tumba está cerrado

Y cerrado estará para la eternidad.

Por el poder de los cuatro principios,

El que entre en la muerte, muerto será.

El atajo está debajo, aunque

La muerte respirarán todos por igual.

—Ésta es una traducción bastante aproximada —dijo John mientras asentía con la cabeza, casi como si estuviese indicando con ese gesto que estaba de acuerdo con sus propias palabras.

Ahora todos miraban a John con extrañeza, incluso Jeremy Cohen. A pesar de los años que llevaban trabajando juntos y de la mutua confianza con la que se trataban, estaba estupefacto. Nunca sospechó que John pudiese manejar con tanta solvencia el severo interrogatorio al que estaba siendo sometido. Su subordinado había crecido a sus ojos.

Los demás también parecían sorprendidos y observaban a John como si estuviesen a punto de comprarlo y llevárselo a casa.

John no sabía, ni podía adivinar por los impasibles rostros y penetrantes miradas, si realmente sus anfitriones no conocían la traducción de la inscripción o, simplemente, le habían puesto a prueba de nuevo.

El detective continuaba estudiando la fotografía y ahora apuntaba la traducción que había aventurado en la hoja de una libreta que había sacado subrepticiamente del bolsillo de su chaqueta.

Cuando hubo terminado de anotar, John miró a los presentes y, sintiendo que dominaba completamente la situación, preguntó a cualquiera que quisiera contestarle.

—Es un descubrimiento fabuloso, díganme ¿quién ha encontrado la tumba? Insistió ante el silencio general

—¿Dónde está situada? ¿Está cerca de Bubastis?

Sir Arthur accedió a responderle, aunque no le sacó de ninguna duda.

—Dentro de poco se lo diremos, no se preocupe —dijo con semblante bastante serio.

Lord Stanley volvió a arrugar la frente para dirigirse a John.

—Dígame señor Winters —profirió mientras con un dedo ensortijado señalaba la foto de los jeroglíficos—, ¿puede decirnos algo sobre las líneas que acaba de traducir?

—¿Algo? —preguntó John extrañado.

—Sí —aclaró el Lord—, algo que explique cada expresión, si son giros lingüísticos normales, si hay alguna cosa que le llame la atención, o si hay algún punto del que pueda darnos una explicación más amplia. Nosotros no somos expertos en historia egipcia.

John hizo un par de muecas con los labios, los apretó, se tocó la nariz con el superior, se mordió el inferior y se dispuso a empezar otra larga perorata. Para odiar la enseñanza, en esta ocasión estaba impartiendo una clase magistral.

—Sí, bueno, trataré de hacerlo —dijo John al fin—. Veamos, por la estructura del epitafio lo mejor será que vayamos desgranándolo de dos en dos versos.

John dio lectura a las dos primeras frases.

Aquí mora para la vida eterna

Sheshonk, hijo de Shiskag el libio.

—El primer párrafo —analizó—, es el que nos da el nombre del faraón que yace en esta tumba. Como ya hemos dicho antes, se trata de Sheshonk I, fundador de la XXII Dinastía del Tercer Periodo Intermedio. Se puede fechar su reinado entre el año 1000 y el 900 antes de Cristo. Sin duda es el faraón mencionado en la Biblia como Sosaq o Sisaq, el que saqueó el Templo de Salomón mientras reinaba en Jerusalén el rey Roboam, hijo de Salomón y nieto del rey David.

John tomó un trago de la Coca-Cola que aún le quedaba en el vaso, estaba empezando a cansarse, no estaba acostumbrado a estas tertulias tan prolongadas. Hizo un esfuerzo por sobreponerse y reanudó su monólogo.

—La segunda frase de este primer párrafo contiene otro nombre propio —dijo mientras señalaba los signos encerrados en el segundo cartucho—. Shiskag. Es un nombre desconocido para mí, la verdad es que esta fase de la historia egipcia contiene muchas lagunas; pero podemos deducir que se trata del padre del faraón y que era de origen libio. Esto concuerda con lo que se sabe de Sheshonk I, que era originario de los desiertos de Libia. Seguramente invadió Egipto derrotando a los gobernantes de la Dinastía XXI de Tanis; aunque sus descendientes, ya muchas decenas de años después, tuvieron que sufrir otra insurrección en la misma ciudad, de la que surgió finalmente otra Dinastía, la XXIII.

John leyó los dos siguientes versos a su auditorio.

Exterminador de los usurpadores,

Vencedor del dios oriental,

—El segundo párrafo nos confirma lo que acabo de exponer anteriormente —manifestó John con un tono cada vez más académico—. Los "usurpadores" con toda seguridad serían los faraones de la Dinastía Tanita y no sabemos si también se refiere a los gobernantes de alguna otra región que intentase la independencia o algún reyezuelo que aspirase al trono de Egipto.

Levantó la vista de la fotografía y miró a los maduros contertulios uno por uno, nadie decía nada, así que John añadió algo para reforzar sus tesis.

—Era una época de gran inestabilidad, y cada Faraón tenía que luchar con todo el que osase usurpar el título de Dios Vivo del Alto y Bajo Egipto. Sólo podía existir un Faraón legítimo y los demás tenían que ser, por fuerza, unos impostores. Seguro que todos decían lo mismo unos de otros. La paz era pues una imposibilidad lógica.

John observó de nuevo, antes de continuar, a los cuatro hombres que seguían sentados en la mesa, no parecían muy cansados, incluso el inspector jefe Jeremy Cohen parecía ahora mucho más interesado de lo que se había mostrado anteriormente.

—El enunciado "vencedor del dios oriental" es más enigmático —opinó el detective frunciendo el ceño como si quisiese estrujar así su masa encefálica—. Yo me inclino a pensar que se refiere al dios de Jerusalén. Lo raro es que se exponga con esas palabras, Roboam, el rey de los judíos, no era ni mucho menos tenido por un dios. Quizá sea una metáfora del saqueo del Templo. A veces las expresiones se vuelven muy crípticas con el paso de los siglos.

De repente, a John le vino un pensamiento a la cabeza y trató de compartirlo con sus oyentes.

—Lo que no me explico —expresó con perplejidad— es que se le perdió a Sheshonk en Palestina con todos los enredos dinásticos que tenía en su propia tierra. En fin, no siempre se puede desenrollar completamente la liada madeja de la historia.

John leyó el siguiente párrafo, éste le pareció más fácil de glosar.

Faraón Rey de todas las arenas,

Dios vivo y hermano de los dioses.

—La siguiente fórmula es una cláusula ritual bastante frecuente en los regentes de ese tiempo —dijo rápidamente—. Sheshonk se autocalifica como único Faraón de todo el país, como dios viviente igual en poder y autoridad a los otros dioses nilóticos, sus hermanos.

Sir Arthur fue el primero en coger una pasta de la bandeja que había traído hacía rato Lord Stanley. Paulatinamente, todos los concurrentes, menos John que seguía inmerso en su tarea, fueron alargando la mano hacia la fuente sin hacer ruido y disimulando lo más posible, no se sabe si por no distraer a John o por ocultar tan mundano apetito en medio de tan elevada discusión. Lo cierto es que ya casi no entraba luz por el gran ventanal situado a la espalda de Lord Stanley y todos tenían algo de hambre.

John también notó la falta de iluminación, pidió permiso para encender la recargada lámpara del techo y aprovechó para estirar las piernas y ordenar sus ideas mientras caminaba hacia el interruptor que se encontraba junto a la puerta de la habitación.

Volvió despacio a su sitio, tratando de desanquilosar sus conocimientos y desentumecer sus músculos sin que nadie se apercibiera de ello.

Ninguno pareció darse cuenta de su maniobra, los oyentes estaban muy concentrados intentando buscar la mejor manera de escamotear otra pasta y devorarla de la forma más civilizada posible.

John volvió a sentarse y retornó a la lectura desglosada de la inscripción, aunque ahora pasó a leer cuatro líneas en lugar de dos, su sequedad mental iba en aumento y no lo arreglaba ni siquiera la Coca-Cola.

El sello de esta tumba está cerrado

Y cerrado estará para la eternidad.

Por el poder de los cuatro principios,

El que entre en la muerte, muerto será.

—Hemos llegado ante la típica maldición egipcia —explicó sobreponiéndose al cansancio—. Estas fórmulas ceremoniales buscaban alejar a los ladrones de tumbas y merodeadores de tesoros que promete cualquier enterramiento regio. La verdad es que se han descubierto muy pocas tumbas intactas, como ya sabrán todos ustedes. Parece, por la primera foto que me han mostrado, que ésta aún lo está.

—¿Qué significa eso de
los cuatro principios
señor Winters? —preguntó Lord Stanley.

Estaba visto que no iban a dejarle acabar rápidamente, pensó con fatiga el detective.

—Pues, exactamente no lo sé.

Ni lo sabía ni estaba en condiciones a estas alturas de conversación de ponerse a descifrar acertijos.

—Quizá sea una alusión a los cuatro puntos cardinales o a los cuatro palos de la baraja.

Miró de repente a Sir Arthur y le sorprendió en ridículo ademán engullendo una pasta que se desmigajaba por momentos. Qué pronto se pierde la gravedad cuando ataca el hambre.

—Excusen la broma —dijo John con recato—. A veces no puedo evitar decir inconveniencias.

A pesar de la disculpa creyó obligado justificarse de nuevo.

—No sé qué significa la expresión
los cuatro principios,
los paradigmas religiosos de esta época concreta no se han conservado para la posteridad. Más o menos la mitología y la ideología egipcia ha manejado ideas y preceptos muy parecidos a lo largo de los siglos, pero con tantos milenios de por medio siempre hay variaciones que no siempre nos son inteligibles dada la falta de datos. Estos
principios
pueden referirse a alguna doctrina espiritual vigente en este período específico o pueden hacer referencia a algún credo particular traído de Libia por este faraón.

Parece que todos se dieron por satisfechos con la explicación porque nadie puso reparo alguno.

John dejó pasar un tiempo prudencial y considerando que debía sacar fuerzas para continuar recitó las dos últimas líneas.

El atajo está debajo, aunque

La muerte respirarán todos por igual.

—Tampoco tengo idea de lo que puede significar esta especie de conclusión escatológica —indicó confuso—. Tal vez sea otra maldición que advierta que el camino más rápido para encontrar la muerte es traspasar el umbral del mausoleo. Siento no poder ser más explícito.

—Bien señor Winters, no se preocupe —lanzó Lord Stanley en su ayuda.

El aristócrata parecía mucho más comprensivo que Sir Arthur, cuyo canoso pelo ensortijado y su papada impolutamente rasurada le daban aspecto de gobernante de otros tiempos más inquisitivos.

Lord Stanley, aunque no podía vestir más clásico, con traje negro de corte antiguo y corbata marrón abombada, revelaba un espíritu joven y distendido en cada una de sus profundas expresiones faciales, quizá por eso era más compresivo que el adusto Sir con el cansancio de los demás.

Sir Arthur volvió a meter la mano en su carpeta negra, lo que aprovechó John para coger una de las pocas galletas que todavía sobrevivían en el plato.

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