La reliquia de Yahveh (31 page)

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Authors: Alfredo del Barrio

BOOK: La reliquia de Yahveh
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—¿Algo más? —preguntó mientras todavía escribía.

—A mí no se me ocurre nada más ¿Y a ti? —John se dirigía a la por un momento olvidada Marie.

La francesa intentaba recuperar su perdida capacidad de decisión, y se le había ocurrido un procedimiento alternativo para sacar el líquido que inundaba la tumba.

—¿Y si bombeamos el agua?

—Podría ser otra solución —aseguró John después de reflexionar un poco.

—Yo creo que no —contradijo Alí que no había participado hasta ahora en la discusión.

—¿Por qué? —preguntó la francesa extrañada.

—Porque no sabemos cuánta agua puede haber allí; porque necesitaríamos una larga red de mangueras para conseguir llegar hasta el pozo desde el exterior, con lo que la bomba de agua perdería gran parte de su fuerza; y porque tendríamos que arrojar el agua extraída en otro lugar cerca del campamento, con el riesgo que conlleva que el agua se infiltre en otras galerías todavía sin descubrir de la tumba.

Estas eran las objeciones que exteriorizaba el conservador para oponerse a la idea del bombeo, pero la verdad era mucho más simple: Alí quería que, dado que John era el único que sabía bucear, llevase a partir de ahora el grueso de la exploración; no quería, para nada, tener que introducirse otra vez en las catacumbas de Sheshonk, por muy secas que quedasen. Su miedo empezaba a dominar a su razón.

—Tal vez se pueda bombear desde la cima de la montaña, si el tubo de la bomba cabe por uno de los orificios de la trampa de Sheshonk, donde estaban colocadas las lentes de aumento, necesitaremos menos longitud de mangueras y podemos expulsar el agua al otro lado de la montaña. Si hay poca agua puede ser una buena idea para drenar los pasadizos.

John había desbaratado en un momento todas las impugnaciones del egipcio.

—¿Podría conseguir una bomba para elevar el agua? —preguntó Marie al teniente.

—No lo sé, eso será más difícil, miraré a ver —contestó Osama.

Los cuatro dejaron la cómoda sombra que procuraban los toldos instalados en la entrada del yacimiento y se pusieron a caminar, sin proponérselo, hacia la tienda comedor, como atraídos por el olor de la comida que estaba preparando Gamal.

—Si no les importa, saldré después de comer —anunció Osama—. Me llevaré el camión y un par de hombres para que me ayuden, no sé si podré comprarlo todo esta tarde.

Nadie objetó nada.

Los dos europeos se retrasaron un poco, Marie había llamado la atención de John tocándole la mano levemente. El inglés entendió el mensaje y remoloneó antes de entrar a comer. Marie hizo lo mismo y consiguieron quedarse solos. Se trasladaron hacia otra lona cercana para cobijarse, el sol del mediodía no daba tregua. Allí podrían hablar sin que nadie les escuchase.

—¿Qué le ha pasado a Alí ahí dentro? —murmuró Marie al oído de John, ambos eran casi de la misma altura.

—No lo sé, se ha quedado como paralizado.

—Yo también me he asustado John —confesó—, pero he conseguido reaccionar. Alí ni siquiera se ha querido asomar a ver el pozo.

—Creo que tiene miedo a la oscuridad, o que tiene claustrofobia, o siente inseguridad en las situaciones límite, no estoy seguro. Siempre se queda el último y nunca se le ve relajado cuando estamos explorando. Ya se quedó también inmóvil durante el incidente de la trampa.

—Habrá que tener cuidado John, un ataque de pánico en algún lugar poco consistente podría trocarse en catástrofe.

—Bueno, no podemos hacer mucho, él mismo debe estar obligándose a vencer su angustia y continuar adelante. En eso resulta valiente.

—Por cierto —Marie se alejó un poco de John y subió algo el tono de voz—, te tengo que dar las gracias por salvarme de nuevo.

—Venga, no hace ninguna falta; además, de lo único que te he salvado es de un posible chapuzón en el agua —proclamó el inglés con firmeza, lo de los agradecimientos, loas y enhorabuenas siempre eran cuestiones bastante incómodas para él y su retraimiento congénito.

Permanecer tan cerca de la francesa intranquilizaba a John y, ahora que se había separado medio metro de él, recobró un tanto su maltrecha compostura. No pudo evitar, mientras se habían intercambiado las confidencias sobre Alí, el volver a tratar de oler su cuello, igual que había hecho durante el apurado instante de la trampa de Sheshonk. A pesar de que la francesa había sudado tan copiosamente como él en las agobiantes angosturas de la tumba desprendía un aroma natural que le hipnotizaba, que le turbaba a más no poder.

—¿Crees que el Arca estará intacta? —preguntó Marie cambiando de tema e imprimiendo una inflexión de desaliento en sus palabras.

—No creo, la estructura del Arca estaba fabricada en madera de acacia. Si esta aguada tiene solamente dos o tres años de antigüedad estará totalmente podrida y descompuesta, y eso es una nimiedad comparado con los tres mil años que puede haber pasado sumergida.

—Pero el revestimiento era de oro puro —rebatió Marie.

—Sí, las planchas de oro con las que estaba recubierta estarán muy sucias pero se podrán recuperar, igual que la tapa, las anillas por las que pasaban las barras, y el recubrimiento de las propias pértigas, porque éstas tampoco eran de oro macizo, tenían el corazón de madera.

—Así que se podrá restaurar —expresó Marie con alivio.

—El Arca sí, lo que no podrá recomponerse será la momia de nuestro amigo Sheshonk, me temo.

Marie rescató su pena.

—Si esa tumba está realmente inundada se habrán perdido multitud de objetos preciosos.

—Creo que todos los indicios nos llevan a esa triste conclusión —dictaminó el inglés—. Tendríamos que avisar a nuestros contactos del contratiempo que acabamos de encontrar, que no esperen un rescate fácil y rápido.

—Tienes razón —convino Marie—, pero antes vamos a comer algo. Lo que está cocinando Gamal huele bastante bien.

Se dirigieron al comedor. Osama y Alí no les habían esperado, el militar quería irse cuanto antes a realizar sus compras, así que ya habían empezado a deglutir.

El guiso de Gamal consistía en grandes trozos de carne picada que el cocinero había asado usando un pequeño fuego que había improvisado en un rincón del campamento. Todavía se veía salir el humo de los rescoldos de la fogata. El plato se llamaba
kofta
y, como era costumbre, se hallaba aderezado con fuertes especias no apropiadas para paladares sensibles. Como acompañamiento de la carne había dátiles, el típico pan plano egipcio y, a modo de postre, unos dulces que semejaban ser granadas energéticas que hacían implosión en el estómago liberando multitud de calorías. Era justo lo que necesitaban para reponer las maltrechas fuerzas.

Durante la comida, Marie y John informaron a Osama y Alí que habían acordado avisar a sus respectivos enlaces de la inundación de la tumba.

El teniente no se quedó a tomar un vaso de té con sus compañeros. Salió de la tienda comedor y se dirigió al grupo de trabajadores que esperaban indolentes a que les encargasen alguna tarea para efectuar esa tarde. Llevaban casi todo el día parados, trasladándose de una sombra a otra. Al final, los hechos habían demostrado que habían contratado a más gente de la que debían, pero qué importaba si el dinero no era suyo.

Osama les dijo que necesita a dos hombres para que le acompañasen a realizar unas compras en El Cairo, los otros dos podían irse a casa, habían terminado por hoy. Los dos voluntarios elegidos eran los más jóvenes, voluntarios en cierta manera, porque los dos tíos ni siquiera les preguntaron su opinión a los dos sobrinos. Había cosas que no hacía falta ni discutir.

El militar y sus dos jóvenes ayudantes subieron a la cabina del camión y salieron arrojando polvo, dejando un rotundo hueco en la muralla de lonas del campamento.

Antes, John le había pedido un ordenador portátil con la batería cargada a Osama, quería dedicar la tarde a traducir los textos del pasillo de subida, aunque dudaba que pudiese terminar en una tarde. Había mucho signo para tan poco tiempo.

El inglés, con el ordenador bajo el brazo, veía alejarse el camión y su polvorienta estela. De repente cayó en que ni Marie ni él habían mandado los prometidos mensajes a sus superiores. Sin el camión era imposible toda comunicación con el mundo exterior, tendrían que esperar al regreso del transmisor con ruedas.

La tarde pasaba pronto, John estaba metido en la trasera de un coche intentando desentrañar los viejos pictogramas, intentado revivir escenas del pasado; Marie y Alí compartían el otro todoterreno, ella en los asientos delanteros, él en los traseros, oyendo música árabe de un CD que había traído consigo el conservador del Museo de El Cairo.

Marie quería charlar y Alí era el único disponible para hacerlo. El egipcio no tenía excesivas ganas de entablar una conversación pero, incapaz de negar algo a alguien, prefería estar a disgusto para que los demás se sintieran a gusto. Además, en la situación en la que se encontraba, metido en un coche con otra persona, tenía difícil escapatoria sin riesgo de mostrarse descortés.

—¿Dónde estudiaste egiptología Alí? —pregunto Marie sabedora que los temas de común interés son los mejores para romper el hielo.

—En la Universidad de El Cairo. También fui profesor allí durante un par de años— contestó Alí guardando una demasiado prolongada pausa entre las dos frases.

—¿Ah, sí? Yo soy profesora en la Universidad de París. ¿Qué asignatura impartías?

—Historia del Período Predinástico.

—¡Vaya! ¡La etapa Arcaica! —exclamó Marie sorprendida—. Desde luego te gusta lo realmente antiguo, las primeras dinastías, hace más de 5.000 años.

—Sí, toda historia tiene un principio —dijo axiomático.

—Bueno, la verdadera historia empezó con los sumerios, no con los egipcios, pero sí, es realmente otro comienzo —dijo Marie después de meditarlo un poco.

—Bueno, siempre he pensado que antes de las pirámides tuvo que haber algo — se justificó el egiptólogo.

—Pero no pasó mucho tiempo desde la primera dinastía de reyes egipcios, en el 3100 antes de Cristo, hasta el levantamiento de las pirámides en el 2600, apenas 500 años.

—En 500 años ocurren muchas cosas —declaró Alí, un poco extrañado del torpe argumento de Marie.

—Ya, ya lo sé, lo que quiero decir es que la época de las Pirámides también es lo suficientemente remota… —Marie se estaba liando.

—No comprendo lo que quieres decir —la perplejidad de Alí también iba en aumento.

—Perdona, no me expreso correctamente, lo que me asombra es que fijases como objeto de estudio un período con menos vestigios arqueológicos y mucha menos espectacularidad que la siguiente etapa, el Imperio Antiguo, con pirámides, esfinges, tumbas, templos y visibles restos monumentales esparcidos por todo Egipto, el sueño de todo arqueólogo

—Ya te entiendo, te extraña que prefiera una etapa más oscura al aparato y esplendor de la edad de oro egipcia. Sí, la verdad es que hay pocos historiadores especializados en esa época, pero a mí me interesa más comprender los orígenes de la civilización egipcia que su posterior desarrollo —explicó Alí mientras miraba fijamente a su colega.

—Todos nacemos, crecemos y morimos, las culturas también —enunció Marie con una franca sonrisa.

—Las civilizaciones —confirmó Alí devolviendo el risueño gesto—, son como los árboles, como los seres humanos, quien entiende su principio comprende también toda su historia y adivina asimismo su final. Empezar a estudiar la historia de Egipto en las Pirámides es como abrir el libro por la mitad.

—¿Qué piensas del Arca? —preguntó Marie inesperadamente.

Alí dudaba, echó una ojeada por la ventana del todoterreno y divisó una menuda nube solitaria en actitud de cruzar el dilatado y desmedido cielo del desierto. Seguramente no sabía dónde se encontraba, ni dónde habían ido a parar sus compañeras. Súbitamente contestó la pregunta que le había lanzado la francesa sin dejar de seguir el blanco algodón con la mirada.

—El Arca es vuestro principio, el primer objeto místico de la civilización occidental. El encontrarla tiene que ser muy importante para vosotros.

—Sí, para ciertas personas puede ser bastante valiosa, supongo que lo considerarían una prueba de la existencia real del dios del Antiguo Testamento.

Cuando enunció esta última frase a Marie se le vino a la memoria la entrevista que había tenido, justo un día antes de partir, con el inquietante cardenal Carlo María Manfredi.

—Y también puede ser vuestro final —añadió Alí con expresión gutural al cabo de otro momento de silencio.

—¿A qué te refieres? —interpeló Marie un poco azorada.

—A que si encontráis indicios de que la historia no es como os la han contado, que lo recogido en la Biblia no expresa toda la verdad o que el Arca esconde alguna sorpresa que contradiga vuestra forma de entender el mundo, la cultura cristiana occidental podría entrar en una crisis irreversible.

—Bueno, no me preocupa demasiado —bufó Marie aliviada—. Hace mucho tiempo que occidente dejó de ser meramente cristiano. Si eso que describes hubiese ocurrido en la Edad Media no te digo que no se desmoronasen bastantes dogmas establecidos e indiscutibles; pero, hoy por hoy, no creo que pase gran cosa. Ahora mismo la mentalidad científica es bastante más poderosa que la religiosa como herramienta para entender el mundo para la inmensa mayoría de la gente.

—Quizá tengas razón, no he ido nunca a Europa, ni a Estados Unidos, y conocer una civilización por la televisión o por sus turistas creo que es poco riguroso. De todas formas —proclamó el egipcio volviendo a recuperar la voz recóndita y enigmática—, nunca se sabe lo que puedes encontrar al revelar un secreto que lleva 3.000 años enterrado.

La primera vez que Marie había visto a Alí llevaba la cara completamente rasurada, un metódico peinado que le hacía caer todo su liso pelo hacia el lado izquierdo de la cara y un traje impecable. Desde que había empezado la excavación, hacía ya cinco días, el arqueólogo no se había afeitado y, Marie juraría, que tampoco peinado con algo más que con los dedos. Parecía cada vez más desanimado o, quizá, preocupado. La rala barba negra con brotes blancos que le empezaba a cubrir el rostro y la túnica que se había puesto esa tarde para sustituir la camisa caqui y el pantalón blanco que, probablemente, se había manchado por la mañana, le daban aspecto de visionario, sobre todo cuando pronunciaba palabras tan cargadas de gravedad, palabras que parecían proferidas desde la profundidad de un abismo insondable. Parecía un profeta vaticinando o un estrambótico maniático articulando delirios herméticos.

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