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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (53 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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—…regresa al campamento y actúa como siempre, como si nada pasase. Yo necesito un día para realizar consultas, mañana te llamaré para darte instrucciones más concretas. Sigues teniendo operativo el centro de mando del camión ¿no es así?

—Sí —contestó escuetamente Osama.

—Entonces te llamaré allí dentro de 24 horas, más o menos a las doce del mediodía —afirmó Yusuf mientras echaba un vistazo rápido a su grueso reloj de oro blanco.

—De acuerdo.

—Sí los científicos encuentran el Arca antes de ese plazo, retenlos allí junto con el objeto.

—Entendido —Osama contestaba maquinalmente, no había lugar a la réplica.

—¿Vas armado? —interpeló Yusuf cuando ponía fin a su segundo café.

La pregunta era inesperada, aunque no debería haberlo sido tanto dada la condición militar de Osama.

—Sí, tengo una pistola —respondió el teniente colocándose todavía más rígido en su asiento.

—Bien, cuando tengas que tomar el mando, hazlo con decisión, aunque procura no causar ningún trauma al sobrino de Khalil, su tío no me lo perdonaría, la suerte de los dos europeos no me importa tanto —dijo Yusuf sonriendo abiertamente, aunque su cruda afirmación no parecía ser precisamente motivo de ninguna jocosidad.

—Buenos días —se despidió el coronel.

Antes que Osama se diese cuenta ya había salido por la puerta del hotel. Iba acompañado de otro hombre, un individuo fornido que caminaba dos pasos por detrás del funcionario. No entraron en ningún coche, cogieron la calle contigua y la empezaron a recorrer andando, sin prisas. El teniente imaginó que iban bastante cerca, quizá al Ministerio de Asuntos Exteriores que quedaba escasamente a unos metros de allí.

Osama soltó el aire y desentumeció los músculos. No tenía muy claro lo que se esperaba de él, aunque suponía que mañana le darían nuevas órdenes y saldría de dudas, sólo la pregunta de la pistola le dejo un tanto escamado pero, al fin y al cabo, era su herramienta de trabajo.

Se levantó de la mesa dispuesto a regresar al campamento. Menos mal que el todoterreno disponía de aire acondicionado porque el sol caía a plomo a esa fatídica hora medianera.

La misma hora en la que los investigadores consiguieron, por fin, descorrer completamente la cortina de piedra que taponaba la siguiente cámara. Al final tuvieron que desistir en su empeño en mover la losa ellos solos, pesaba demasiado. Cualquier resbalón o mal movimiento podía dar al traste con el delicado entramado de tubos y maderas que mantenía estable el pasadizo y el complejo recodo que habían tenido que cavar para llegar hasta la entrada de la nueva cámara. Ahmed y Amir les ayudaron.

Los recios nativos, a pesar de sus 50 años, parecían mucho más fuertes y capaces que sus jóvenes sobrinos, sus movimientos eran más lentos pero mucho más fiables.

Claro que, tanta gente en tan pequeño espacio, impedía desenvolverse con facilidad; finalmente tuvieron que atar la lápida con una cuerda y tirar desde arriba, mientras desde abajo trataban de desencajarla de su marco. Alí fue el que más sudó de todos, unas gotas por el esfuerzo, otros chorros por su creciente angustia. No obstante, distraída por el trabajo físico, ésta apenas se hizo visible.

Sólo se calmó cuando entró en el nuevo corredor siguiendo los pasos de John y Marie. Dentro de las macizas paredes, el temor del egipcio por un posible derrumbe se mitigó lo suficiente como para que una tensa calma ocupase su lugar.

Únicamente entraron los arqueólogos, los dos veteranos
fellah,
despedidos por Marie para no exponerles a peligros innecesarios, se encaminaron a la superficie para tomarse un descanso más que merecido.

Los tres expedicionarios se encontraron con un pasillo casi cuadrado, de más o menos dos metros y medio de altura por unos tres metros de ancho, con las paredes totalmente decoradas, desde el suelo hasta el techo. Grandes figuras hieráticas daban su acostumbrado perfil y se mantenían en acción de caminar hacia la profundidad de la galería. Eran los principales dioses del panteón egipcio, plasmados uno por uno, hasta agotar los diez metros que podía medir el majestuoso corredor. Los arqueólogos miraban más hacia los lados que hacia la oscuridad que se abría, como una sima, delante de ellos. Los grandes señores de Egipto les empequeñecían.

El artista había elegido un fondo azul celeste y blanco que, supuestamente, simulaba el cielo y sus nubes, aunque éstas no estaban realmente delimitadas con contornos definidos, sino que los colores se mezclaban heterogéneamente, dando una sobresaliente sensación de profundidad y cercanía al mismo tiempo. Verdaderamente parecía que el nutrido grupo de divinidades recorría auténticos y mullidos caminos celestiales.

Los investigadores pronto se dieron cuenta que los dioses que transitaban entre las nubes del profundo y tenebroso pasillo no eran los habituales de otros yacimientos, los que más frecuentemente eran encontrados en cualquier tumba o templo. Era realmente extraño contemplar la imponente figura que ostentaban unos espíritus menores que, normalmente, se tenían que conformar con ser reproducidos en escuetos jeroglíficos, o en aparecer pintados como meras comparsas de otros dioses más potentes del panteón egipcio, por supuesto en tamaños mucho menos grandiosos que el que ahora exhibían en ese pasadizo.

En la pared izquierda se hallaban representadas exclusivamente deidades masculinas que hacían cavilar, y mucho, a los investigadores antes de atreverse a ponerles nombre, algunos de ellos eran divinidades estrictamente regionales y otros tuvieron un culto limitado a periodos históricos muy determinados que no coincidían necesariamente con los años en los que se desarrollo el Tercer Periodo Intermedio.

Allí estaba Atum, con la doble corona del Alto y Bajo Egipto, el dios anciano, manifestación del sol poniente, venerado durante las primeras dinastías egipcias; la potencia de Min, con su miembro viril enhiesto a modo de inconfundible tarjeta de presentación, promotor de la fertilidad masculina; Jnum, con cabeza de carnero y cuernos alargados y paralelos al suelo, alfarero universal que modelaba a la humanidad sobre su torno; Ptah, creador primigenio, protector de los artesanos y orfebres; y los ya conocidos Hapi, personificación del río Nilo; Shu, dios del aire y del viento; y Tatenen, dueño de la esponjosa tierra.

En el otro lado, en el derecho, se deslizaban las omnipotencias femeninas, igualmente caprichosas: Seshat, bella mujer con una gran flor que nacía de su pelo y que la cubría a modo de paraguas, simbolizaba el destino, los años de vida que a cada uno nos toca vivir y que ya están escritos de antemano en los libros de la diosa; Tueris, de cabeza de hipopótamo, embarazada, con grandes ubres repletas de leche y vencidas por la fuerza de la gravedad, protectora del parto y de la maternidad, rara de ver si no era en forma de amuleto; Nut, diosa del universo, con un vestido negro tachonado de estrellas; Mut, con cabeza y cuello de buitre, madre de todas las cosas.

Había otras dos deidades más difíciles de identificar, una con un tocado del que parecían salir innumerables y cortas plumas, y otra con testuz humillada, parecida a la de una rana. Marie había oído su difícil nombre en una ocasión, pero lo había olvidado completamente.

Después de dos o tres minutos de contemplación prosiguieron hacia dentro, hacia donde les transportaba el pasadizo, hacia una cámara mucho más alta y ancha, con toda seguridad doblaba la longitud y anchura del pasadizo que acababan de recorrer.

La comitiva de dioses no acababa en el pasillo, sino que seguía, inmutable, por los muros de la gran habitación, sólo que los dioses eran ahora bastante más conocidos y más gigantescos, casi cuatro metros, justo el doble que sus hermanos pequeños dibujados en los frescos del pasillo.

Los arqueólogos enfocaban con sus linternas a las efigies de Horus, dios del cielo, halcón sublime que recorre las alturas; Anubis, amigo de los muertos e inventor del embalsamamiento, chacal de orejas puntiagudas; Osiris el momificado, con el cayado y el látigo en las manos, símbolos de su poder; Set, dios del caos y de lo aciago, personificación del desierto; Thot, de cabeza de pájaro ibis, dios de la luna y medidor del tiempo, escriba de los dioses, señor de la magia y la sabiduría; Sejmet, de cabeza de leona, furia de la guerra; Bastet la gata, protectora de los envenenamientos; Isis, diosa madre de Egipto, con un trono encima de la cabeza; Maat, diosa de las leyes, la verdad y la justicia, sujetando una pluma de avestruz en una de sus manos. Estaban casi todos.

El final de las dos comitivas, que quedaba justo en la pared de enfrente, presidiendo la sala, estaba dominado por Ra, dios sol, supremo hacedor de todo lo que pasa en el mundo; y Hator, diosa del cielo y la fertilidad. Uno y otro, Ra y Hator, un metro más altos que sus compañeros para destacar todavía más, quedaban cara a cara, casi hablándose, casi tocándose. Ambos estaban esculpidos en bajorrelieve desvelando el rostro de Sheshonk y el de Nefiris, regios modelos que prestaban su aspecto a los dioses con los que más se identificaban los soberanos.

—Titulares y suplentes —dijo John mientras seguía enfocando las paredes con su linterna.

—Vaya conjunto de dioses más raro —ratificó Marie.

—Quizá, como la Dinastía XXII estaba recién fundada y provenía del extranjero, tuvieron que hacerse un panteón propio en el que no atendieron a ningún prejuicio; eso o quisieron contentar a todas sus provincias —adelantó John a modo de explicación de tan heterogéneo y abigarrado conjunto de deidades.

—Para cada cosa, un dios, y un dios para cada cosa —sancionó Marie.

Aunque ni siquiera se oyó a sí misma. Ya por entonces, las ávidas miradas de los tres investigadores, alargadamente denunciadas en los haces de los focos que portaban, se posaron convulsas en dos grandes moles de piedra que descansaban al pie de las efigies de Ra y Hator.

Al principio pensaron que tan grandes volúmenes eran parte de la estructura de la habitación; pero, a medida que se acercaron a ellos, vieron, alegremente sobrecogidos, que se habían equivocado, que habían descubierto por fin la estancia más recóndita, la habitación más íntima proyectada para el descanso eterno de los titulares de la tumba.

—¡Son los sepulcros! —prorrumpió Marie logrando arrancar un tétrico eco que fue rebotando por las paredes como si de una funesta letanía se tratara.

—Dos sepulcros —especificó Alí tratando de bajar la voz porque la anterior exclamación de Marie le había traspasado los huesos y todavía la sentía instalada en su médula espinal.

—Así que las palabras finales de Sheshonk en la segunda parte de su historia no eran una mera declaración de intenciones, su hermana-esposa se hizo enterrar con él —mencionó John pensativo mientras comprobaba que los grandes cartuchos que encerraban los nombres de los allí inhumados, y que eran bastante visibles en el frontal de los pétreos ataúdes, eran efectivamente los de Sheshonk y Nefiris, pareja real hasta la muerte.

—O al revés, primero murió Nefiris y Sheshonk se suicidó para yacer junto a su amada —le contradijo Marie—. Los dioses deben estar juntos.

Pero John no hizo caso del comentario, había visto una serie de jeroglíficos esculpidos y pintados en los grandes y rectangulares bloques de piedra. Se había puesto a examinarlos inmediatamente para traducirlos, abstrayéndose por completo de las maravillas que encerraba el resto de la habitación.

El inglés sacó un manojo de papeles de sus bolsillos, tratando de encontrar a la luz de la linterna algún hueco limpio para anotar las nuevas líneas de inscripciones que se sucedían a lo largo y ancho de los féretros. Los signos formaban marcos de palabras que encerraban los diversos relieves tallados que simulaban el accidentado peregrinaje del faraón después de muerto hasta conseguir tocar el Más Allá: primero en la barca solar, conducida por el halcón Horus, con la que surcaba un mar de olas negras de las que surgían diversos monstruos imaginarios de cabeza humana, escamoso cuerpo de pez y garras de carnicera fiera; después la misma embarcación recorría el cielo entre nubes de tormenta, pilotada por Isis, que mantenía a raya una bandada de inquietantes pájaros con rostros humanos, seguramente los muertos que no habían podido entrar en el Otro Mundo y que ahora intentaban demorar, como los leviatanes acuáticos del cuadro anterior, la travesía del nuevo aspirante a la inmortalidad; por último, otra escena esculpida en el sarcófago mostraba el barco y al faraón Sheshonk, de pie en cubierta con semblante plácido, acompañado de un pájaro ibis que simbolizaba a Thot, el dios de la sabiduría, recorriendo en esta oportunidad un firmamento estrellado y aparentemente en calma.

Eso en el macizo bloque de diorita que encerraba la momia de Sheshonk, la piedra más dura y resistente que se podía obtener en el antiguo reino de Egipto.

En el sepulcro de Nefiris, fabricado en granito rojo, se podía ver, también rodeado de jeroglíficos exquisitamente grabados y coloreados, a un gran gato sedente, enteramente áureo, sin pelo, enseñando sus colmillos y con una larga y agónica serpiente bajo una de sus zarpas. Esto en el frontal, en uno de los laterales la escena mostraba a una vaca blanca con un disco solar pintado de refulgente amarillo entre los retorcidos cuernos y de cuyas ubres manaba leche que iba a caer en un recipiente del que estaban pendientes cuatro servidores, seguramente para recogerlo antes que rebosase y regar con él unos campos de cebada cercanos. Por último, en la segunda pared lateral, porque la parte trasera de los dos sólidos sarcófagos estaba pegada al fondo de la habitación, se podía admirar lo que parecía una pantera negra en aptitud rampante, sentada sobre sus patas traseras y con las delanteras amenazando a una decena de soldados que le daban la espalda huyendo atemorizados y dejando sus armas esparcidas por un suelo alfombrado de cadáveres.

Tan grandes eran los bloques de piedra que John no pudo evitar pensar, mientras trasladaba, frenético, los signos pictográficos a sus arrugados folios de papel, que casi los habían cortado para que pasasen justos por el pasillo de dos metros y medio de altura y tres metros de ancho que acababan de traspasar.

Ante tal tamaño, John sabía que dentro no se escondían los simples cuerpos momificados de Sheshonk y Nefiris, sino que la afortunada persona que abriese las tapas de los sarcófagos encontraría multitud de cajas mortuorias, unas dentro de otras, encajadas como muñecas rusas, elaboradas en las más delicadas y nobles maderas policromadas, esculpidas figurando la cara y el cuerpo de los dos príncipes, trabajadas con los más excelsos metales y rematadas con las más bellas piedras preciosas, porque de oro tenía que ser el material del que estaba hecho el cuerpo de los dioses.

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