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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (54 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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Era el sueño de todo arqueólogo, lástima que no pudiesen acariciar, catalogar o estudiar ninguna de las maravillas que deslumbraban sus embelesados ojos. Serían otros los que lo hicieran, pero esos otros no sentirían el éxtasis contemplativo, la emoción del descubrimiento, que ahora percibía John tocando estremecido la espléndida superficie de los dos estuches funerarios.

Pero Alí y Marie no estaban pensando ahora mismo en los ricos contenidos que seguramente guardaban los dos féretros, ni siquiera en las maravillas apiladas en las paredes y rincones del salón que ahora podían ver con toda nitidez a la luz de sus linternas. Su sentimiento distaba bastante del éxtasis pseudomístico que arrebolaba el corazón de John. Desde que entraron en la cámara no habían hecho sino buscar absortos un único objeto, el que más les interesaba de entre la gran cantidad de cajas, vasijas, cofres y joyeros que almacenaban las pertenencias más preciadas que Sheshonk y Nefiris habían disfrutado durante su corto lapso en el mundo de los humanos.

Ni los ricos pectorales de oro, lapislázuli y cornalina; ni los cuatro pares de vasos canopos, hechos en alabastro, que ocultaban los pulmones, intestinos, estómago e hígado de Nefiris y Sheshonk; ni las jarras cilíndricas de fayenza azul; ni los amuletos, gargantillas, pulseras y brazaletes de oro esmaltado; ni las numerosas estatuas de los más variados materiales, motivos y dimensiones; ni los espejos de bronce y turquesa que reflejaron caras de otros tiempos; ni las maquetas de plateados barcos; ni los escudos heridos de centelleantes gemas; ni las espadas hechas para el deleite y no para la muerte; ni los abanicos decorados con escenas que nunca se volverían a repetir; ni los numerosos escarabeos que tornasolaban la luz de las linternas; ni las diademas repujadas de amatistas; ni los ungüentarios de jaspes irisados y cristal de roca; ni las paletas de escriba de esquisto y calcita; ni los anillos de electro, ni los mil amuletos, ni los dorados brillos, ni los oscuros destellos del ébano sobre el marfil de las decenas de baúles y su rebosante contenido, consiguieron hacer olvidar a los arqueólogos la triste verdad.

En infinitas búsquedas viven inmersos los humanos, y nada de lo que encuentran puede mitigar el dolor de no hallar lo que desean, ni lo más soberbio ni lo más magnífico. Y lo que anhelaban con ansia los exploradores no estaba allí.

—¡No hay Arca entre tanto ajuar! —espetó Marie frustrada, una vez más estremeciendo las paredes de tan sagrado lugar y sacudiendo asimismo el frágil ánimo de Alí.

John paró de interpretar las inscripciones de los lechos rocosos por un momento. Se le había olvidado completamente el asunto del Arca. Miró alrededor.

Si bien los tres expedicionarios habían evitado tocar y mucho menos revolver en la basta magnificencia que se desplegaba a su alrededor, nadie debía descolocar nada hasta fotografiar y estudiar exhaustivamente la disposición de cada elemento, se veía a las claras que allí no estaba el arcón descrito en la Biblia.

La decepción era absoluta, una decepción absurda, ridícula, chocante ante tanta maravilla. Cualquier egiptólogo hubiese dado media vida por desenterrar uno solo de los centenares de adminículos que se mezclaban revueltos a lo largo de los muros de la magna cámara donde descansaban los cuerpos de los hermanos reyes.

A Marie le costaba sobreponerse a su amargor, si no había Arca significaba que no habían acabado el trabajo.

—Bueno, aquí no hay nada, así que dejaremos todo como estaba y sellaremos el lugar para que otros afortunados rescaten este tesoro de su sueño eterno.

Sus palabras sonaron raras, falsas, irreales.

—Hay jeroglíficos en los sepulcros —indicó John algo ofuscado—, deberíamos traducirlos antes de abandonar la cámara, quizá nos ofrezcan algún nuevo dato.

—Está bien, tradúcelos John —consintió la lastimera voz de Marie.

Alí no aguantaba más tiempo entre las cuatro paredes de la tumba, pero no quería salir antes que sus dos compañeros, así que distrajo la mente observando la pléyade de dioses que acechaban en el lugar y, sobre todo, la gran cantidad de piezas y objetos que protegían.

El ejercicio funcionó bastante bien, al egipcio ni le asaltaron miedos ni le embargó temor alguno, como un sordo incapaz de recordar que no puede oír mientras contempla un relajante paisaje primaveral.

Marie pensaba en su antecesor, el tatarabuelo Mariette, en cómo habría vivido él aquel momento. Seguro que habría demostrado más felicidad de la que ella era capaz de experimentar. Siempre había anhelado encontrarse ante un yacimiento así y… ¿para qué?, para sentirse decepcionada porque no había encontrado un solitario arcón por muy único que fuese, porque un fracaso puede hacer olvidar todos nuestros méritos, porque siempre queremos más, porque nuestra ambición es infatigable.

John terminó de improvisar una primera traducción de los versos que recorrían, en complicadas filas horizontales y verticales, los sarcófagos de Sheshonk y Nefiris, pero no estaba contento con lo que esa versión inicial reflejaba. Las palabras que había encontrado grabadas en la dura piedra eran más potentes y expresivas que el pobre remedo de traslación que había ejercitado apresuradamente. Se dio más tiempo para darles una forma más poética, más acorde con su verdadero poder de revelación y evocación. Dado que Alí y Marie parecían distraídos se sentó en el suelo y trató de dar un tono más apropiada a los mensajes de los dioses.

No pasó mucho tiempo hasta que por fin se sintió satisfecho.

Yo, Sheshonk, entono versos inmerso en un universo inmenso,

Es empresa de los humanos encerrar en palabras lo infinito.

Soy uno, soy múltiple, el más perfecto de los imperfectos,

Ahora traspaso las puertas de Otro Mundo, aquí quede escrito.

No miento, pensamiento; sé lo que soy, pero no lo que seré.

Se ha parado el tiempo por completo: ahora comienzo a vivir.

Recitó en voz alta consiguiendo atraer la atención de Alí y Marie. Era lo que había querido Sheshonk que quedase grabado en su postrer morada.

Sin esperar a que le interrumpiesen, siguió con la inscripción que también llenaba de afirmaciones y aseveraciones el sepulcro de Nefiris.

Yo soy Bastet,

Yo soy Hator,

Yo soy Sejmet.

Yo soy la arena que todo lo olvida,

El viento que arrastra todo tiempo,

El océano que se traga la memoria,

Matriz de Nut que todo lo encierra.

Yo soy Bastet,

Yo soy Hator,

Yo soy Sejmet.

Yo soy Nefiris, la de ojos de pantera.

Yo soy Nefiris, la de hojas de palmera.

Yo soy Nefiris, la mujer guerrera.

No debería estar aquí tu alma atrevida.

Piensa de mente y siente de cuerpo:

Oro, victorias, gloria, vana ilusión transitoria.

¿Quieres ser el dueño de toda la tierra?

Todos quedaron en suspenso. La última estrofa de la inscripción de la tumba de Nefiris parecía dirigida a ellos, visitantes intempestivos. Demasiado tétrico era ya el panorama como para que encima echasen más gravedad sobre sus encogidos omóplatos.

—Vaya con Nefiris —dijo Marie—, no se cansa de tratar bien a sus huéspedes.

—Creo que deberíamos irnos ya, aquí no hay ninguna maldita puerta más que abrir, esto es un callejón sin salida —propuso Alí recuperando sus ya característicos estados de inquietud infundada.

—Esperad, una cosa más me queda por hacer —intervino John—, voy a medir las paredes para completar el plano de lo que ya hemos explorado.

El inglés se puso a pasearse por la estancia, intentando establecer las medidas aproximadas de los muros para trasladarlas al mapa bidimensional que había trazado del yacimiento. La nueva cámara y su pasillo anexo eran bastante simples, así que no tardó más que unos segundos en añadirlos con un lápiz a lo que ya tenía dibujado.

Después de acompañar a John recorriendo de nuevo las cuatro paredes con su linterna, Marie aceptó la sugerencia de Alí y se dirigieron con pesados y cansados pies a la abertura de entrada.

Ya estaban a punto de salir cuando la francesa avistó una irregularidad que sobresalía del techo del corredor de acceso. Se paró en seco, mirando hacia arriba.

—Un momento —soltó nerviosa—, aquí hay algo.

Marie señalaba hacia una especie de curvatura que se formaba justo después de la puerta que habían desencajado del marco. Al entrar y dirigir su atención preferentemente a los imponentes dioses que decoraban el pasillo de acceso, no habían reparado en la anomalía.

Los tres rastrearon la cubierta de la galería con sus linternas, no había nada raro salvo la pequeña protuberancia que resaltaba justo encima del umbral, parecía llamear a la débil luz que proyectaban.

—No distingo bien lo qué es —notificó Marie bizqueando la mirada.

—Pues súbete encima de mis hombros —se le ocurrió a John.

—Está bien —consistió la francesa.

A Marie le pareció buena idea que su compañero metiese la cabeza entre sus piernas y la alzase a un estado más elevado. Allí podría escudriñar la turgencia a plena satisfacción.

—Es un cilindro —advirtió mientras con una mano manejaba la lámpara y con la otra se apoyaba en el techo para no balancearse demasiado.

—¿Un cilindro? —repitió John aferrando con fuerza las piernas de Marie aunque sin visibles esfuerzos, la doctora no pesaba demasiado, parecía incluso que había adelgazado bastante desde que habían empezado con los trabajos de la excavación.

—Sí, es una especie de rodillo bruñido, parece de oro —transmitió la científica desde las alturas.

—No toques nada —imploró suplicante un Alí que se mantenía a distancia, mucho más que prudencial, de sus dos entrometidos compañeros.

—Está encajado en una cavidad y unido a ambos lados por un eje, creo que se puede girar —declaró con algo de ansiedad la profesora.

—¡No lo gires! —chilló Alí casi cinco veces por el efecto de eco que causaban los muros.

Marie no le hizo caso, ya estaba casi acostumbrada a las salidas de tono del egipcio cada vez que tenían que explorar sitios sensibles. La pieza le recordaba a los sonajeros tibetanos que los budistas giraban sin parar mientras recitaban sus oraciones, aunque no recordaba haber visto nunca algo semejante en la religión egipcia, y mucho menos en tan excéntrica posición.

—¡Eh! Parece que tiene unos signos grabados —dijo la francesa mientras retorcía su cuerpo obligando forzosamente a John a girar su cuello al mismo tiempo que ella.

—¿Puedes leerlos? —consultó el inglés.

—No si no giro un poco el cilindro, están muy altos —respondió una Marie que estaba deseando tocar la dorada pieza.

—Bueno, inténtalo poco a poco, si encuentras alguna resistencia no sigas —sugirió John.

Ése era todo el permiso que esperaba Marie para ponerse a manipular el redondo tambor. No hizo ningún caso a las nuevas protestas del histérico egipcio. Metió los dedos y empezó a mover la curvada superficie despacio, muy despacio. El cilindro giraba sobre su eje sin ninguna dificultad.

Ahora podía ver los jeroglíficos que antes permanecían semiescondidos, empezó a leerlos mientras continuaba dando la vuelta al segmento lentamente, sin apreciar ningún obstáculo que impidiese la rotación del mismo.

Los únicos… dueños… de la tierra… son… los muertos.

Leyó la francesa en voz alta.

Recordar la parecida frase que acababan de leer en la inscripción del pétreo sarcófago de Nefiris y ver cómo el cilindro caía por su propio peso, casi machacando los pies del inglés que estaba debajo, fue como una sirena de emergencia doblemente amplificada: por una parte gritaba la mente que barruntaba la trampa; por otra, sus sentidos, accionados como tensos resortes, avisaban del evidente peligro.

Dos segundos de silencio y sintieron el estruendo.

El cilindro, al ser movido, había llegado a un punto donde el eje que lo sujetaba al techo había cedido, cayendo entonces al suelo y activando un nuevo mecanismo de defensa de la tumba. Algo pesado se había desplazado por encima del techo del pasillo. No sabían lo que era, pero enseguida comprobaron sus terribles efectos: todos los andamios que abovedaban la entrada del pasillo y que sujetaban la arena previniendo hundimientos se derrumbaron en un instante. La tierra cubría por entero la salida de la cámara mortuoria de Sheshonk y Nefiris. Estaban atrapados.

John a duras penas pudo sujetar a Marie, la tumba parecía haberse estremecido, terminaron rodando por el polvoriento suelo del corredor, hechos un ovillo, John tratando de sujetar a Marie para que no se hiciese daño en la caída, la francesa buscando desesperada agarrarse a algo mínimamente firme en momentos tan inciertos.

Las dos linternas que portaban cayeron al piso en la confusión y se apagaron por el fuerte golpe recibido. Solamente la de Alí alumbraba las honduras negruras del pánico, aunque muy débilmente porque su foco apuntaba, fijo, al empedrado suelo. El egipcio se había quedado paralizado.

Marie y John trataron de deshacer el nudo que los unía para incorporarse, asustados, sin perder la calma, tratando de palpar el pavimento para encontrar de nuevo sus linternas.

Fue entonces cuando vieron moverse la luz que llevaba Alí, iba hacia ellos muy deprisa, excitada, sacudida por la mano que la manejaba, dejando ver a trazos las desencajadas facciones del egipcio, más espantosas si cabe por la iluminación que recibían desde abajo.

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