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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (58 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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Con paso decidido volvió a meterse en la tumba, ahora que sabía a qué atenerse estaba mucho más despejado; la adrenalina, gota a gota, empezaba a llenar sus venas y a curarle de cualquier incertidumbre; casi podía notar su ácido sabor. Dentro de poco pasaría otra vez a la acción, por eso le encantaba servir en el ejército.

Osama llegó hasta el área donde estaban Marie y John, que seguían acarreando cestos llenos de pesada arena.

—¿Qué? ¿Cómo va la cosa? —preguntó a ambos en cuanto les distinguió en la oscuridad del agujero.

—Pues, bien, debemos estar a punto de llegar si el plano de John es correcto, llevamos horadados unos 30 metros de túnel —dijo Marie mientras se secaba el sudor de la frente con la manga de su polvorienta camisa de algodón, ya de todo menos blanca.

Fue decirlo cuando la taladradora de Ahmed hizo un sonido inconfundible, había tocado en algo duro.

Fueron hasta donde estaba el egipcio y enfocaron sus linternas hasta casi deslumbrarle. Había llegado a la piedra, sin duda, del otro lado de la pared del depósito de tierra, debían estar ahora justo debajo de la entrada de la trampa de Tatenen.

—Bueno Osama —propuso Marie satisfecha—, di a los trabajadores que salgan, la jornada ha acabado por hoy para ellos, aunque nosotros seguiremos un poco más.

En cuanto los
fellah
desalojaron el corredor, limpiaron mejor la desnuda pared, trabajada y cortada tan bastamente como su paralela hermana.

—Se supone que por aquí debería haber otra puerta, ¿no es así? —preguntó Marie al ingles mientras con un pequeño pico agrandaba la superficie limpia de la base del farallón.

—Tal vez nos hemos vuelto a desviar —planteó John tratando de llenar un cesto con la multitud de partículas que desprendía su enérgica compañera.

A los diez minutos John tenía ya el pelo atestado de tierra por la acción del anárquico martilleo de Marie; pero, de pronto, dejó de caerle arena en la cabeza, la francesa había parado de golpear y ahora se dedicaba a limpiar con la mano la superficie de la roca.

—Aquí hay algo —dijo triunfante.

—¿Una puerta? —preguntó Osama desde detrás.

—Un marco de piedra —contestó la francesa—. Dejadme la taladradora.

Marie, ya sabiendo fehacientemente dónde estaba la siguiente entrada, un poco escorada a la derecha de donde terminaba forzosamente el túnel que habían escarbado, no tardó ni 15 minutos en despejar toda la tierra que tapaba el nuevo acceso de la tumba de Sheshonk y Nefiris.

John y Osama la ayudaron sacando la menuda grava que producía la francesa, pero no se molestaron en transportarla al exterior, únicamente se limitaron a desparramarla uniformemente a lo largo del suelo del nuevo corredor recién practicado.

Marie no se acercó mucho con el taladro a la puerta para no dañarla, así que luego le tocó lustrarla con un cepillo de duras cerdas. A medida que lo hacía pudo ver el inquietante bajorrelieve con el que estaba decorada la entrada al nuevo aposento del palacio subterráneo. Era una formidable silueta de Shu, el dios etéreo.

—Os presento a nuestro cuarto y último amigo —reveló Marie apartándose de la lápida y dejando hueco para que echasen un vistazo John y Osama, que esperaban expectantes a que la francesa acabase con sus tareas de limpieza.

En un bloque de granito esperaba eternamente una figura sedente, de perfil, enteramente semejante en su fábrica y hechuras a la de los otros tres dioses que habían entorpecido hasta ahora el camino: Ra, Hapi y Tatenen.

La divinidad que había levantado el cielo, y cuyos huesos y carnes eran tenidos por la niebla y las nubes del mundo, ostentaba una fiera cabeza de león con los ojos saltones, las fauces abiertas y los colmillos exageradamente prolongados, si quisiera cerrar la boca se vería impedido de hacerlo. Las melenas del carnicero ondeaban al viento, puntiagudas, electrificadas, casi como si el dios animal reflejase en su rostro el sobresalto que producía en los que lo veían por primera vez. Era una figura que transmitía pavor.

A su alrededor, esquemáticos y simétricos remolinos tallados en la piedra simulaban el aire que salía de sus fauces y que alborotaban, en extraña circulación aérea, sus desparramados cabellos.

No había un solo jeroglífico esculpido en la losa.

Marie habló sólo después de dejar que sus colegas absorbieran la turbulenta aura que expelía la efigie.

—Vamos a abrirla, algo me dice que tras esta losa está lo que buscamos —espetó Marie presa de la excitación que produce verse tan cerca de la meta.

—Antes tendremos que ponernos las caretas antigás —opinó John de acuerdo con su antigua profesora—. Subiré a por ellas.

—No —resolvió Osama con un tono que difícilmente admitía cualquier atisbo de réplica.

Marie se quedó quieta, intentando esquivar la oscuridad para fijar la linterna y su mirada en los ojos del teniente, esperando una explicación. Era la primera vez que alguien le cuestionaba una decisión durante los diez intensos días que ya duraba la expedición.

John también se mostraba extrañado, el silencio tiraba de su piel, tensándola.

Osama trató de ser inteligente e inventarse alguna excusa, no quería descubrir sus cartas tan pronto, todavía necesitaba a los investigadores, su saber, sus premoniciones e intuiciones. Nadie sabía lo que ocultaba esa estela con el dios Shu esculpido, quizá la tumba continuaba en más pasadizos y habitaciones.

—Es mejor que lo hagamos mañana —dijo el teniente señalando su reloj—. Hoy es muy tarde y estamos cansados, podríamos incurrir en algún descuido o error.

Tras unos segundos de vacilación Marie aceptó, no quería discutir y enemistarse con Osama, no le convenía tener en contra a todos los integrantes egipcios del equipo.

Fueron saliendo ordenadamente, sin decir una palabra más.

Los trabajadores habían aprovechado para cenar antes de irse a su aldea, todavía remoloneaban por el recinto del campamento charlando con sus mayores, los vigilantes Ismail y Omar, que acababan de llegar y también aprovechaban para comer algo antes de ponerse a dar vueltas o sentarse en algún rincón.

No era tan tarde como para parar de trabajar, aunque sí para emprender una nueva ocupación. Quizá tuviese razón Osama, mañana contarían con los cinco sentidos, hoy ya carecían de alguno, había sido una larga jornada.

Los dos europeos se sentaron un rato a la entrada de la tumba, observando la muerte del día, aunque los revueltos toldos que flanqueaban el recinto les impedían ver el sanguíneo ocaso en toda su magnificencia. Estaban tan fatigados que ni se les pasó por la cabeza franquear la barrera de lonas para gozar del espectáculo, todos los atardeceres son iguales, se decían mintiéndose.

Osama, desde la distancia, no les quitaba ojo.

—Quizá deberíamos comunicarnos hoy con nuestros contactos, allí en la lejana Europa, ¿no crees? —intervino John mientras trataba de sacudirse toda la arena que se le había metido entre los cabellos.

—¿Tú crees que se acordarán de nosotros? —preguntó Marie al tiempo que empapaba un pañuelo usando una botella de agua para limpiarse los chorretones de seco y renegrido sudor que le teñían el rostro y el cuello.

—De ti no sé, pero de mí seguro. Probablemente me degradarán en cuanto me echen la vista encima, me dijeron que me pusiese en contacto con ellos todos los días y sólo lo hago cada tres o cuatro.

—¿Tienes mucho interés por conservar un trabajo tan… ?

Marie se paró, trataba de buscar un adjetivo que no hiriese la susceptibilidad de su compañero. John la ayudó.

—¿Tan poco estimulante? —preguntó el inglés.

—Tan alejado de tu formación de egiptólogo, iba a decir.

—Bueno, raramente piso una oficina, no trabajo mucho y a veces me divierto — John trataba de enumerar alguna ventaja más, pero no pudo.

—Es una lástima, eres todo un experto en traducir jeroglíficos.

—Sí, pero leo muchos libros de magia como para que me tomen en serio — bromeó el inglés.

—Bueno, tengo que confesar que últimamente yo te tomo bastante en serio, aunque intente disimularlo.

La voz de Marie había salido dulce, casi líquida, de sus labios. John no supo por qué, pero fue ahora cuando contestó la anterior y casi olvidada pregunta de Marie.

—La verdad es que tampoco me supondría ningún trauma cambiar de trabajo.

—¿En serio? —preguntó Marie fingiendo pura inocencia.

—Sí, en serio —aseguró John mientras contemplaba cómo se lavaba su ex­profesora—. Tal vez puedas conseguirme un puesto de profesor ayudante en tu universidad, allá en París.

No sabía por qué había dicho eso, ni siquiera lo había pensado anteriormente, pero las palabras no pudieron hacer un efecto más patente en la francesa: se le escurrió la botella de agua derramándose el líquido hasta empaparle completamente la espalda y parte del pantalón, al final, pugnando por dominarla, no pudo evitar que se le cayese al suelo.

—¿Lo dices en serio? —preguntó estremecida agachándose para salvar algo de líquido.

—¿Por qué no? —dijo John tratando de imaginarse en la ciudad del Sena con Marie como única conocida, amiga y, además, compañera de trabajo, la idea de pronto le resultaba sumamente atractiva.

—Pues, sí tú quieres, yo podría ayudarte a encontrar trabajo, no tendrías ningún problema.

Marie dejaba traslucir un espontáneo entusiasmo a través de la alegría y sinceridad de sus palabras. Ver a John en otras circunstancias que no fuesen las de aquella incómoda y extenuante misión era un escenario que no podía por menos de satisfacerla enormemente.

—Bueno, ya hablaremos entonces, vamos a avisar de nuestros progresos a nuestros respectivos contactos —zanjó John levantándose del incómodo pedrusco donde estaba sentado.

—¿Qué les diremos? —preguntó Marie imitándole.

—No mucho, que vamos por el buen camino y que mañana posiblemente tengamos el Arca, a ver si nos dicen qué es exactamente lo que tenemos que hacer con ella —contestó el inglés.

Se dirigieron al camión arrastrando los pies, rumiando un razonamiento común, cada vez les importaba menos rescatar de la memoria la legendaria pieza arqueológica que habían venido a buscar y más acabar con su trabajo de una vez por todas. El cansancio no ve más allá de unos cerrados párpados.

Antes de llegar a su objetivo, Osama les cortó el paso. Tenía un porte diferente, las manos a la espalda, la barbilla alta, el bigote afilado, la mirada penetrante, parecía un guardia de tráfico observando un coche mal aparcado.

—¿Qué vais a hacer? —les paró el militar.

—Vamos a enviar un par de mensajes a nuestros superiores para informarles que mañana quizá tengamos el Arca —declaró John cándidamente.

—No, no podéis —decretó el egipcio sin apartarse de la portezuela que llevaba al centro de comunicaciones del camión.

—¿Qué? ¿Qué no podemos? —se rebeló Marie.

—¿Por qué? —preguntó John mucho más moderado que su compañera.

—Es peligroso —dijo Osama categórico.

—¿Cómo que es peligroso? ¿Es peligroso ahora y no lo era antes? Venga Osama, déjanos entrar, tenemos que contactar con nuestros países.

Marie hacía verdaderos esfuerzos por controlar sus nervios, estaba realmente enojada.

—No, hoy no —dijo el teniente sin mostrar la más mínima duda—. Mañana, cuando tengamos el Arca, podréis mandar todos los mensajes que queráis.

—¿Desde cuándo eres tú el que dice lo que hay que hacer? —bufó Marie que no aguantaba más.

—Yo soy el responsable de velar por la seguridad de la expedición —aseveró Osama tremendamente tranquilo—. Hoy no es posible la comunicación con el exterior, mañana sí. ¿De acuerdo?

—Está bien, está bien, tú mandas —se rindió John mientras sujetaba por un brazo a una enfurecida Marie en clara actitud de fulminar al egipcio con sus ojos azul eléctrico y su rubio pelo encrespado por el agua que había usado para lavarse.

—Vamos no os enfadéis conmigo, yo también tengo mis obligaciones, mañana podréis incluso hablar por teléfono —proclamó amigablemente Osama para quitar importancia a su inflexible postura mientras el inglés arrastraba a la fuerza a su compañera hasta la tienda cocina.

Aunque Osama mentía. Sabía de sobra que los europeos tampoco mañana podrían comunicarse con nadie.

Los miró hasta que los perdió de vista y después cerró con llave el portón trasero del camión, no se fiaba de ellos. El militar era absolutamente consciente que la confianza compartida que hasta entonces habían mantenido los cuatro miembros de la aventura se había roto inexorablemente, pero no podía actuar de otra manera. Él también lo lamentaba, en el fondo los europeos siempre le habían caído bien y nunca había ocultado la admiración que sentía por su pericia profesional. Era una lástima decepcionarlos, pero prefería defraudarlos a ellos que a su coronel, no era nada personal.

Osama no intentó entrar a cenar con los occidentales, no estaban las cosas como para tensar más la cuerda. Se limitó a dar vueltas por el campamento, comprobándolo todo para distraer la mente, con un ojo vigilando el camión, con el otro la entrada de la tumba. Hoy no dormiría, vigilaría toda la noche.

Por su parte, Alí, seguía empeñado en no dar señales de vida. En su tienda estaba cerrada la cremallera, así que lo más seguro es que el egipcio no saliese de su cubil hasta mañana por la mañana.

John trataba de calmar la indignación de Marie mientras cenaban dentro de los dominios de Gamal, aunque el cocinero acababa de marcharse a su casa junto con sus parientes.

La directora de la expedición creía haber sido pisoteada y maltratada en su dignidad por el oficial del ejército egipcio.

—Nunca tenía que haber aceptado la presencia de un militar en la expedición, al final siempre sacan a relucir sus malditos galones y sus órdenes incuestionables.

Hoy tenían pescado para cenar, aunque la especiada salsa con la que estaba cocinada la receta y los mínimos trozos en los que estaba desmenuzada la pieza no permitía distinguir la clase de pez que estaban saboreando. A John le parecía que debía ser de río por la delicadeza de su sabor.

Marie comía mecánicamente, sin prestar atención a lo que tenía encima del plato.

—Malditos funcionarios que sólo se preocupan de sus propios intereses, sin ver más allá de su nariz. No tenía que haberles dado ninguna noticia de la tumba, tenía que haber venido yo sola y haberla excavado sin ayuda de nadie —prorrumpía Marie con indignación monótona, sin acordarse que su acompañante era también un policía al servicio del gobierno del Reino Unido.

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