La Romana (31 page)

Read La Romana Online

Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

BOOK: La Romana
2.5Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ya he dicho que el orden y la limpieza me gustan mucho y me parecen cualidades correspondientes del alma. Pero el orden y la limpieza de Sonzogno aquella noche despertaron en mí sentimientos completamente diversos, entre el horror y el miedo. No pude por menos que pensar que de aquella manera se preparan en los hospitales los cirujanos cuando se disponen a efectuar una operación peligrosa. O peor aún, los matarifes, ante los mismos ojos del cordero que van a degollar. Me sentía, tendida así en el lecho, indefensa e impotente como un cuerpo exánime que va a sufrir algún experimento. Y su silencio y su despreocupación me hacían dudar acerca de lo que se proponía hacer conmigo cuando hubiera acabado de desnudarse. Así pues, cuando se acercó totalmente desnudo a la cabecera y me cogió de una manera extraña por los hombros con las dos manos como si quisiera mantenerme quieta, no pude evitar un estremecimiento de espanto. El lo notó y me preguntó entre dientes:

—¿Qué te pasa?

—Nada. Tienes las manos heladas —contesté.

—No te gusto, ¿eh? —repuso manteniéndome aún por los hombros, erguido junto a la cabecera—. Prefieres a los hombres que te pagan, ¿verdad?

Y al hablar me miraba fijamente, con una mirada realmente insoportable.

—¿Por qué? —dije—. Eres un hombre como los demás y tú mismo has dicho que vas a pagar el doble.

—Yo sé lo que digo. Tú y las que son como tú no amáis más que a los ricos, a la gente fina... Yo, en cambio, soy uno como tú... Y vosotras, desvergonzadas, no queréis más que a los señores.

Reconocí en el tono de su voz la misma inflexible inclinación a buscar pelea que poco antes le había inducido a insultar a Gino con un ligero pretexto. Creí entonces que sentiría algún rencor especial por Gino. Pero ahora comprendía que su sombría e imprevisible susceptibilidad estaba siempre dispuesta a excitarse y que cuando aquella especie de furor lo dominaba, uno se equivocaba siempre de cualquier manera que actuase con él. Un poco resentida, le pregunté:

—¿Por qué me ofendes? Ya te he dicho que para mí todos los hombres sois iguales.

—Si fuera así, no pondrías esa cara... No te gusto, ¿eh? Conque no te gusto, ¿eh?

—Pero si acabo de decirte...

—No te gusto, ¿eh? Pues lo siento porque he de gustarte a la fuerza.

—Déjame en paz —exclamé con repentina irritación.

—Cuando te he servido para librarte de tu chulo, me querías... Después hubieras preferido alejarme, pero ya lo ves, aquí estoy... Conque no te gusto, ¿eh?

Yo ahora tenía realmente miedo. Sus palabras apresuradas, su voz tranquila y despiadada, la mirada fija de sus ojos que de azules parecían haberse puesto rojos, todo parecía guiarlo hacia no sé qué meta espantosa. Y me daba cuenta, ya demasiado tarde, de que detenerlo en aquel camino sería una empresa tan desesperada como detener una roca cuando se precipita por una ladera hacia el abismo. Me limité a mover con violencia los hombros. Él siguió:

—No te gusto, ¿eh? Pones cara de asco cuando te toco, pero ahora mismo te voy a cambiar la cara, simpática.

Alzó la mano para abofetearme. Yo esperaba un gesto así y procuré evitarlo protegiéndome con el brazo, pero Sonzogno consiguió golpearme con dureza ultrajante, primero en una mejilla y después en la otra. Era la primera vez en mi vida que me sucedía una cosa semejante y, a pesar del dolor de los golpes, durante un momento quedé más sorprendida que dolorida. Retiré mi brazo de la cara y le grité:

—¿Sabes lo que eres? ¡Un desgraciado, eso es lo que eres!

Pareció sorprendido por esta frase. Se sentó en el borde de la cama y cogiendo el colchón con ambas manos se balanceó un momento. Después, sin mirarme, dijo:

—Todos somos unos desgraciados.

—Realmente se necesita valor para pegar a una mujer —añadí.

De pronto no pude seguir y los ojos se me llenaron de lágrimas, no tanto por los golpes como por el agotamiento de toda aquella noche en la que habían ocurrido tantos acontecimientos desagradables. Recordé a Gino arrojado al barro y pensé que me había desentendido de él yéndome alegremente con Sonzogno, deseosa solamente de tocar aquellos músculos extraordinarios, y sentí piedad y remordimiento por Gino y disgusto por mí misma y comprendí que se me castigaba por mi insensibilidad y mi estupidez y que el castigo venía de la misma mano que había tirado al suelo a Gino. Me había complacido en la violencia y ahora esa misma violencia se volvía contra mí. Entre lágrimas, miré a Sonzogno. Estaba sentado al borde de la cama, completamente desnudo, blanco y sin vello, un poco encorvado de espaldas; los brazos le colgaban y no dejaban ver en modo alguno su fuerza. Experimenté un deseo repentino de anular la distancia que nos separaba y dije con esfuerzo:

—¿Pero se puede saber por lo menos por qué me has pegado?

—Estabas poniendo una cara...

La piel le saltaba en la mandíbula. Parecía estar reflexionando.

Comprendí que si quería acercarme a él tenía que decirle todo lo que pensaba, no ocultarle nada, y respondí:

—Creíste que no me gustabas... y te engañaste.

—Será así...

—Te engañaste... En realidad, no sé por qué me das miedo, y por eso puse esa cara que dices.

Al oír estas palabras se volvió bruscamente hacia mí, con una expresión de recelo, pero se calmó en seguida y preguntó, no sin cierta vanidad:

—¿Te daba miedo?

—Sí.

—¿Y ahora sigo dándote miedo?

—No. Ahora puedes matarme si quieres... Ya no me importa nada.

Y decía verdad; más aún, en aquel momento casi deseaba que me matara porque, de pronto, me sentía sin ganas de vivir. Pero él se irritó y dijo:

—¿Quién habla de matarte...? Y dime, ¿por qué te daba miedo?

—¡Qué sé yo! Me dabas miedo... Hay cosas que no pueden explicarse.

—¿Te daba miedo Gino?

—¿Por qué tenía que dármelo?

—Y entonces, ¿por qué te lo doy yo?

Ahora había perdido su tono de vanidad y volvía a haber en su voz un oscuro furor.

—Bueno —dije para aplacarlo—, me dabas miedo porque se nota que tú eres un hombre capaz de cualquier cosa.

No dijo nada y permaneció meditabundo un instante. Después, volviéndose, preguntó con un tono amenazador:

—¿Quiere decir esto que debo vestirme y marcharme?

Lo miré y comprendí que estaba otra vez furioso y que cualquier negativa mía lo hubiera impulsado a una nueva y peor violencia. Había que aceptarlo. Pero recordé sus ojos claros y sentí cierta repugnancia al pensar que los tendría clavados en los míos. Dije blandamente:

—No... Si quieres, quédate... pero antes apaga la luz.

Se levantó, blanco, pequeño, pero muy bien proporcionado, excepto el cuello, un poco corto, y anduvo de puntillas hasta el interruptor, junto a la puerta. Pero inmediatamente comprendí que no había sido una buena idea hacerle apagar la luz. Porque, cuando la estancia quedó a oscuras, me asaltó de nuevo, inevitablemente, aquel miedo del que creía haberme liberado. Era verdaderamente como si en la habitación tuviera conmigo no un hombre, sino un leopardo u otro animal feroz que lo mismo podía estar acurrucado en un rincón que lanzarse sobre mí y destrozarme.

Quizá tardó más al volver a la cama buscando el camino a tientas entre las sillas y los otros muebles o quizás el miedo me hizo mucho más largo aquel tiempo. Me pareció una eternidad hasta que llegó al lecho y cuando sentí sus manos en mi cuerpo no pude evitar un fuerte estremecimiento. Esperaba que no lo hubiera notado, pero, como los animales, tenía un finísimo instinto y oí su voz, muy próxima, que me preguntaba:

—¿Todavía tienes miedo?

Seguramente mi ángel de la guarda debía de estar presente en aquella oscuridad. No sé qué matiz de su voz me hizo intuir que había levantado el brazo y que, según fuera mi respuesta, se disponía a golpearme. Comprendí que Sonzogno sabía el miedo que producía y que deseaba no causar miedo, sino ser amado como los demás hombres. Pero para lograrlo no encontraba otro medio que causar más miedo. Alcé una mano y fingiendo acariciarle el cuello y el hombro derecho reconocí que, como me había imaginado, tenía el brazo levantado, dispuesto a golpearme. Intentando dar a mi voz su habitual entonación suave y tranquila, dije:

—No... esta vez es realmente el frío. Podemos meternos debajo de las mantas.

—Así va bien —dijo.

Y este «va bien» en el que aún quedaba un eco de amenaza, confirmó mis temores si es que necesitaba confirmarlos. Entonces, mientras bajo las mantas me abrazaba y estrechaba y en torno a nosotros todo era sombra, pasé un momento de angustia aguda, uno de los peores de mi vida. El miedo me dejaba rígidos los miembros, que muy a pesar mío parecían retirarse y temblar al contacto con su cuerpo singularmente liso, huidizo y serpeante, pero al mismo tiempo me decía a mí misma que era absurdo que yo experimentara miedo de él en tal momento, y con toda la fuerza de mi alma trataba de dominar el espanto y de abandonarme a él, sin temor, como a un amante querido. Sentía el miedo, no tanto en mis miembros, que todavía me obedecían, aunque llenos de repugnancia, como en lo profundo de mi regazo, que parecía cerrarse y rechazar con horror el acto amoroso.

Por último, me tomó y experimenté un placer que el espanto hacía negro y atroz, y no pude por menos que proferir un grito agudo, largo, como un lamento en aquella oscuridad, como si el abrazo final no hubiera sido el del amor sino el de la muerte y aquel grito hubiera sido el de mi vida que se me iba sin dejar tras de sí más que un cuerpo inánime y destrozado.

Después permanecimos en la oscuridad sin hablar. Yo estaba extenuada y me dormí casi inmediatamente. Inmediatamente sentí una sensación de peso sobre el pecho, como si Sonzogno se hubiera acurrucado sobre él, recogido en sí mismo, tal como estaba, desnudo, con las rodillas entre los brazos y el rostro sobre las rodillas. Se había sentado sobre mi pecho, con las nalgas desnudas y duras apretadas contra mi cuello y los pies sobre el estómago. A medida que me dormía, el peso de él iba en aumento y aun dormida procuraba moverme a un lado y a otro, como intentando liberarme de él, o por lo menos hacer que se moviera. Por último creí que me ahogaba y quise gritar. Mi voz quedó en el pecho sin poder salir durante un tiempo que me pareció una eternidad. Por fin conseguí emitirla y con un fuerte lamento me desperté.

La lámpara de la mesita estaba encendida y Sonzogno, con la cabeza apoyada en el codo, me miraba.

—¿He dormido mucho? —pregunté.

—Una media hora —dijo entre dientes.

Le dirigí una mirada breve en la que debía de reflejarse aún el terror de la pesadilla porque me preguntó, con un curioso acento, como para iniciar una conversación:

—¿Y ahora sigues teniendo miedo?

—No lo sé.

—Si supieras quién soy —dijo—, tendrías aún más miedo que antes.

Después de haber hecho el amor todos los hombres se sienten inclinados a hablar de sí mismos y a hacer confidencias. Sonzogno no parecía ser una excepción de la regla. El tono de su voz, contra lo que era habitual en él, era casual, lánguido, casi afectuoso, con una punta de vanidad y complacencia. Pero me asusté de nuevo, terriblemente, al oír sus palabras, y el corazón empezó a saltarme en el pecho con tanta fuerza como si quisiera destrozarlo.

—¿Por qué lo dices? —pregunté—. ¿Quién eres?

Me miró, no tanto vacilando como saboreando el visible efecto de sus palabras.

—Yo soy el de la calle Palestro —dijo por fin lentamente—. Ya sabes quién soy.

El pensaba que no tenía necesidad de explicar lo que había ocurrido en la calle Palestro, y esta vez su vanidad no se equivocaba. En una casa de aquella calle había sido cometido, precisamente aquellos días, un horrible delito del que habían hablado todos los periódicos y que había sido comentado por la gente sencilla que se apasiona por este género de cosas. Más aún, mi madre, que se pasaba las horas muertas llevando la cuenta de los sucesos, había sido la primera en contarme lo ocurrido. Un joven platero había sido asesinado en su propia casa, en la que vivía solo. Al parecer, el arma de la que se había servido Sonzogno, puesto que ahora sabía quién era el asesino, había sido un pesado pisapapeles de bronce. La Policía no había encontrado ningún indicio útil. Al parecer, el platero recibía también objetos robados y se suponía, justamente, como se verá, que había sido asesinado durante alguna transacción ilícita.

He notado a menudo que cuando una noticia nos llena de estupor o de horror, nuestra cabeza se vacía y nuestra atención se fija en un objeto cualquiera, el primero que se pone ante sus ojos, de un modo particular, como si quisiera atravesar su superficie y alcanzar no sé qué secreto que se oculta en él. Así me ocurrió aquella noche cuando Sonzogno hizo su declaración. Tenía los ojos muy abiertos y mi mente se había vaciado de golpe, como un recipiente con un líquido o con polvo fino, que de pronto es agujereado; sólo que, aun estando vacía, me daba cuenta de que mi mente estaba dispuesta a contener otra materia y esta sensación era dolorosa porque hubiera querido llenar el vacío y no lo conseguía. Entre tanto, yo fijaba mi mirada en el pulso de Sonzogno que, echado junto a mí, apoyaba el codo en la cama. Tenía un brazo blanco, liso, redondo y sin vello, sin ninguna señal de aquellos músculos suyos extraordinarios. También la muñeca era redonda y blanca, y en la muñeca, única cosa que Sonzogno conservaba en su desnudez total, había una correa de cuero, semejante a la de un reloj, pero sin el reloj.

El color negro y brillante de la correa parecía dar un significado, no sólo al brazo, sino a todo el cuerpo blanco y desnudo, y yo me distraía con aquel significado, aunque sin lograr explicármelo. Era un significado de color sombrío que sugería el eslabón de una cadena de prisionero. Pero también había algo de gracioso y de cruel en aquella simple correa negra, como de un adorno que confirmara el carácter repentino y felino de la ferocidad de Sonzogno. Esta distracción duró un instante. Después, de repente, mi mente se llenó de un enjambre de pensamientos tumultuosos que se agitaban en ella como pájaros en una jaula estrecha. Recordé que había tenido miedo de Sonzogno desde el primer instante, pensé que había hecho el amor con él y comprendí que en aquella oscuridad, al ceder a su abrazo, había sabido lo que él me ocultaba, con mi cuerpo horrorizado antes que con mi mente ignorante, y por esto había gritado de aquella manera.

Por último le dije lo primero que se me ocurrió:

Other books

The Pearl Harbor Murders by Max Allan Collins
A Cunningham Christmas by Ember Casey
The Disenchanted Widow by Christina McKenna
Winners and Losers by Linda Sole
Flowers on Main by Sherryl Woods
The Things You Kiss Goodbye by Connor, Leslie
Now Is Our Time by Jo Kessel
The Cinnamon Peeler by Michael Ondaatje