La Romana (46 page)

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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

BOOK: La Romana
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—En Milán... ¿Pero no tienes miedo de que te busquen?

—Lo he dicho por decir algo... En realidad no saben ni siquiera que existo.

De pronto, la blandura que aflojaba mis miembros desapareció y creí sentirme mucho más fuerte y decidida. Me levanté, me quité el abrigo y lo puse en el colgador. Como de costumbre, di la vuelta a la llave en la cerradura y, con pasos lentos, fui a la ventana a cerrar los postigos. Después, erguida ante el espejo, empecé a desabrocharme el vestido de abajo arriba. Pero inmediatamente me interrumpí y me volví a Sonzogno. Estaba sentado en el borde de la cama y se inclinaba para quitarse los zapatos. Fingiendo un tono casual, le dije:

—Espera un momento... Tenía que venir alguien y es mejor que vaya a advertir a mi madre para que le diga que no estoy.

No contestó nada ni tuvo tiempo. Salí del cuarto, cerré la puerta tras de mí y pasé a la sala.

Mi madre cosía a máquina junto a la ventana. Desde hacía algún tiempo, para no aburrirse, había vuelto a hacer algún trabajo. Le dije apresuradamente y en voz baja:

—Telefonea a Gisella o a Zelinda... mañana por la mañana.

Zelinda alquilaba habitaciones y a veces yo iba a su casa con mis amantes. Mi madre la conocía.

—Pero, ¿por qué?

—Me voy —dije—. Cuando ese que está ahí dentro pregunte por mí, dile que no sabes nada.

Mi madre se quedó con la boca abierta, mirándome mientras yo descolgaba del perchero un chaquetón suyo de piel, todo despellejado, que años antes había sido mío.

—Y de ninguna manera le digas a dónde he ido —añadí—. Sería capaz de matarme.

—Pero...

—El dinero está donde siempre... Por favor, no digas nada y telefonea mañana por la mañana.

Salí de prisa, anduve de puntillas por el recibidor y empecé a bajar la escalera.

Cuando me encontré en la calle, eché a correr. Sabía que a aquella hora Mino estaba en casa y quería llegar antes de que saliera, después de cenar, con los amigos. Corrí hasta la plazoleta, subí a un taxi y di la dirección de Mino. Mientras el taxi corría, comprendí de pronto que no huía de aquel modo de Sonzogno, sino de mí misma, pues me sentía oscuramente atraída por su violencia y su furor. Recordé el grito desgarrador, entre el horror y el placer, que había lanzado la primera y única vez que Sonzogno me había poseído y me dije que aquel día me había dominado de una vez por todas, como ningún hombre, ni siquiera Mino, había sabido hacerlo hasta entonces. No pude por menos de convenir que era verdad que habíamos sido hechos el uno para el otro, pero como el cuerpo está hecho para el precipicio que le produce vértigo, le oscurece la vista y, por último, lo atrae hacia un abismo terrible.

Subí la escalera corriendo, llegué arriba jadeando, y a la vieja sirvienta que acudió a abrirme le pregunté inmediatamente por Mino.

Ella me miró, asustada. Después, sin decir nada, se adentró en el piso dejándome en la puerta.

Creí que había ido a avisar a Mino. Entré en el recibidor y cerré la puerta.

Entonces oí una especie de susurro detrás de la cortina que separaba el recibidor del pasillo. Después se levantó la cortina y apareció la viuda Medolaghi. Desde la primera y única vez que la había visto, me había olvidado de ella. Su maciza figura negra, su cara blanca, de muerta, cruzada por el negro antifaz de los ojos, al aparecer repentinamente ante mí, me inspiraron en aquel momento, no sé por qué, una sensación de miedo, como si me encontrara en presencia de una aparición terrorífica. Dijo en seguida, deteniéndose y hablándome desde lejos.

—¿Busca al señor Diodati?

—Sí.

—Lo han arrestado.

No comprendí bien. No sé por qué se me ocurrió que aquel arresto debía estar relacionado con el delito de Sonzogno y balbucí:

—Arrestado... Pero si él no tiene nada que ver.

—No sé nada —dijo—. Sólo sé que han venido, han hecho un registro y lo han arrestado.

Por su expresión de disgusto comprendí que no me diría más, pero no pude por menos de preguntarle:

—Pero, ¿por qué?

—Señorita, ya le he dicho que no sé nada.

—¿Pero dónde se lo han llevado?

—No sé nada.

—Pero dígame al menos si ha dejado dicho algo.

Esta vez ni siquiera me contestó, sino que, volviéndose con una majestad ofendida e inflexible, llamó:

—Diomira.

Reapareció la sirvienta anciana de cara asustada. La dueña le indicó la puerta y dijo levantando el cortinaje y haciendo un gesto de despedida:

—Acompaña a la señorita.

Y el cortinaje volvió a caer.

Hasta que hube bajado la escalera y me encontré de nuevo en la calle no comprendí que la detención de Mino y el delito de Sonzogno eran dos hechos distintos, independientes el uno del otro. En realidad, lo único que los unía era mi pánico. En aquel montón de desventuras reconocía la abundancia de un destino que me abrumaba con todos sus dones funestos de una sola vez, como el estío hace madurar juntos los frutos más diversos. Y es la pura verdad que, como dice el proverbio, las desgracias no vienen nunca solas. Más que pensarlo, lo sentía mientras caminaba por las calles inclinando la cabeza y los hombros bajo una especie de imaginaria granizada.

Naturalmente, la primera persona a la que pensé recurrir fue Astarita. Sabía de memoria el número de teléfono de su despacho y entré en el primer café que vi y marqué el número. El teléfono dio la señal, pero nadie acudió al aparato. Volví a marcar el número varias veces y por fin tuve que convencerme de que Astarita no estaba. Habría ido a cenar y volvería más tarde. Todo esto lo sabía bien, pero, como suele ocurrir, tenía la esperanza de que precisamente aquella vez, por excepción, lo encontraría en su despacho.

Miré el reloj. Eran las ocho de la tarde y antes de las diez Astarita no volvería a su despacho. Estaba en una esquina, erguida, y delante de mí se extendía la superficie convexa de un puente con los viandantes que aparecían ininterrumpidamente, solos o en grupos, y parecían volar a mi encuentro, negros y apresurados, como hojas impelidas por un incesante vendaval. Pero más allá del puente, las casas alineadas sugerían una sensación de tranquilidad, con todas sus ventanas iluminadas y la gente que se movía entre las mesas y los otros muebles. Recordé que no estaba lejos de la Jefatura Central de Policía, a donde suponía que habrían conducido a Mino, y aunque comprendí que era una empresa desesperada, decidí ir allí directamente para informarme. Sabía por adelantado que no me dirían nada, pero no me importaba. Sobre todo quería hacer algo por él.

Seguí por unas calles transversales, caminando con rapidez rozando las paredes y llegué a la Jefatura. Subí unos escalones y entré. Desde la garita de entrada, un guardia que leía el periódico, tumbado sobre una silla, con los pies en otra y la gorra encima de una mesa, me preguntó adónde iba.

—Comisariado para extranjeros —contesté. Era uno de tantos despachos de la Jefatura y una vez había oído a Astarita aludir a él, ya no recuerdo a propósito de qué.

No sabía por dónde iba y empecé a subir al azar por la escalera sucia y mal iluminada. Tropezaba continuamente con empleados o guardias de uniforme que subían o bajaban con las manos llenas de papeles, y me arrimaba a la pared, hacia la parte más sombría, bajando la cabeza. En cada rellano veía corredores bajos de techo, sucios y oscuros, gente que iba de un lado para otro, poca luz, puertas abiertas, habitaciones y más habitaciones.

La Jefatura era realmente como una colmena ocupadísima, pero las abejas que la habitaban no se posaban sobre flores, y su miel, que por primera vez yo saboreaba, tenía un olor fétido, acre y muy amargo. En el tercer piso, ya desesperada, avancé al azar por uno de los pasillos. Nadie me miraba ni se ocupaba de mí. A ambos lados del corredor se alineaban muchas puertas, casi todas abiertas, en cuyos umbrales guardias de uniforme estaban sentados en sillas de paja, fumando y conversando. Dentro de las habitaciones, siempre el mismo espectáculo: estanterías llenas de carpetas, una mesa y un guardia sentado tras ella, pluma en mano.

El pasillo no era recto, sino que seguía una línea oblicua, de manera que al cabo de poco tiempo ya no supe dónde me encontraba. De vez en cuando, el pasillo se engolfaba en un pasadizo más bajo y entonces había que subir o bajar tres o cuatro peldaños, o también se cruzaba con otros pasillos, parecidos en todo, con puertas abiertas, guardias sentados a las puertas, bombillas iguales. Me sentía perdida. Tuve la sensación de que volvía sobre mis propios pasos y atravesaba lugares por los que ya había pasado. Pasó un ujier y le pregunté al azar por el subcomisario y él me señaló, sin decir palabra, un pasillo oscuro que comenzaba allí cerca, entre dos puertas.

Fui hasta allí, bajé cuatro peldaños y me metí por un pasillo estrechísimo y bajo de techo. Al mismo tiempo, al fondo, donde aquella especie de callejón se doblaba en ángulo recto, se abrió una puerta y dos hombres aparecieron, de espaldas a mí y caminando hacia el ángulo. Uno de ellos llevaba a otro cogido por la muñeca y por un instante me pareció que el segundo era Mino.

—¡Mino! —grité apretando el paso.

Pero no pude alcanzarlos porque alguien me cogió por el brazo. Era un guardia muy joven, de rostro moreno y afilado, con la gorra de través sobre una masa de cabello negro y rizoso.

—¿Qué quiere usted? ¿A quién busca? —me preguntó.

Al oír mi grito, los otros dos se habían vuelto y pude comprobar mi error. Dije, jadeando:

—Han detenido a un amigo mío y querría saber si lo han traído aquí.

—¿Cómo se llama? —preguntó el guardia, sin soltarme, con aire de autoridad exigente.

—Giacomo Diodati.

—¿Y qué es?

—Estudiante.

—¿Y cuándo lo han arrestado?

Comprendí en seguida que me hacía todas estas preguntas para darse importancia y que no sabía nada. Irritada, dije:

—En vez de preguntarme tantas cosas, dígame dónde está. Nos hallábamos solos en el pasillo. Él miró a una parte y a otra, y después, ciñéndome contra su cuerpo, susurró con aire fatuo de confianza:

—Ya pensaremos después en el estudiante... pero ahora dame un beso.

—Déjeme en paz... No me haga perder tiempo —dije con rabia.

Le di un empellón, me alejé corriendo, entré por otro pasillo, vi una puerta abierta y, detrás, una pieza más amplia que las otras, con un escritorio al fondo, al que estaba sentado un hombre de mediana edad. Entré y pregunté sin respirar:

—Querría saber dónde han llevado al estudiante Diodati... Lo han detenido esta tarde.

El hombre levantó la cabeza apartándola del escritorio en el que tenía un periódico abierto, y me miró asombrado:

—Quiere saber...

—Sí, dónde se han llevado al estudiante Diodati, detenido esta tarde.

—¿Y usted quién es? ¿Cómo se permite entrar aquí?

—Eso no importa... Dígame sólo dónde está.

—¿Quién es usted? —insistió chillando y dando un puñetazo en la mesa—. ¿Cómo se permite...? ¿Sabe usted dónde ha entrado?

De pronto comprendí que no me informaría de nada y que, en cambio, yo corría el peligro de ser detenida. En este caso, no podría hablar con Astarita y Mino quedaría dentro.

—No importa —repuse retirándome—. Ha sido un error... Perdone.

Estas palabras de excusa lo enfurecieron más que las preguntas anteriores. Pero yo ya estaba en la puerta.

—Se entra y se sale haciendo el saludo fascista —chilló indicando un cartel colgado sobre su cabeza.

Hice un gesto como queriendo decir que tenía razón, que era verdad, que se debía entrar y salir haciendo el saludo fascista, y, andando de espaldas, salí de aquel despacho. Recorrí de nuevo todo el pasillo, di vueltas durante un buen rato y por fin encontré la escalera y bajé apresuradamente. Pasé otra vez ante la portería y me vi en la calle.

El único resultado de mi incursión por el edificio de la Policía había sido perder un poco de tiempo. Calculé que, si iba muy despacio hacia el despacho de Astarita, emplearía tres cuartos de hora o una hora. Después me sentaría en un café cerca del Ministerio y al cabo de unos veinte minutos llamaría por teléfono a Astarita con alguna probabilidad de encontrarlo.

Mientras caminaba se me ocurrió la idea de que la detención de Mino bien podría ser una venganza de Astarita. Éste tenía un cargo importante precisamente en aquella Policía política que había arrestado a Mino. Desde luego, vigilaban a Mino desde hacía tiempo y conocían mis relaciones con él; no era improbable que el asunto pasara por las manos de Astarita y que él, herido por los celos, hubiese ordenado la detención de Mino. Ante esta idea sentí una especie de furia contra Astarita. Sabía que seguía estando enamorado de mí y me sentí capaz de hacerle pagar caro y a un precio amargo su mala acción si llegaba a descubrir que mis sospechas eran fundadas. Pero al mismo tiempo entendía, con una sensación de desánimo, que las cosas tal vez no eran así y que con mis débiles armas me disponía a luchar contra un adversario oscuro que poseía la cualidad de una máquina bien dispuesta más que la de un hombre sensible y abierto a las pasiones.

Cuando llegué ante el Ministerio, renuncié a la idea de sentarme en un café y fui directamente al teléfono. Esta vez, a la primera señal, alguien cogió el aparato y la voz de Astarita me contestó.

—Soy Adriana —dije impetuosamente—. Quiero verte.

—¿Inmediatamente?

—Inmediatamente... Es una cosa urgente... Estoy aquí, delante del Ministerio.

Pareció reflexionar un instante y después me dijo que subiera. Era la segunda vez que subía la escalera del despacho de Astarita, pero con un ánimo bien diferente de la anterior. La primera vez temía el chantaje de Astarita, temía que echara por tierra mi matrimonio con Gino, temía la vaga amenaza que todos los pobres sienten suspendida sobre ellos en los ambientes policiales. Había ido con el corazón deshecho, con el ánimo turbado. Ahora, en cambio, iba con espíritu agresivo, con el propósito de hacer, a mi vez, el chantaje a Astarita, decidida a lo que fuera con tal de tener otra vez a Mino conmigo.

Pero mi agresividad no podía explicarse sólo por mi amor a Mino. En ella intervenía también mi odio a Astarita, a su Ministerio, a los asuntos políticos y, en la medida en que Mino se interesaba por la política, al mismo Mino. No entendía nada de política, pero, quizás a causa de mi misma ignorancia, la política me parecía, en comparación con el amor de Mino, una cosa ridícula y sin importancia. Recordé el tartamudeo que dificultaba la palabra de Astarita cada vez que me veía o que me oía y pensé complacida que el tartamudeo no le atacaba cuando estaba ante alguno de sus jefes, aunque fuera el mismo Mussolini.

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