La Romana (49 page)

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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

BOOK: La Romana
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Pero cuando me acerqué a él y me incliné sobre la cama para tenderme a su lado, sentí de pronto que me rodeaba las rodillas con los brazos y me mordía con fuerza en el costado izquierdo. Sentí un dolor agudo y al mismo tiempo la sensación precisa de no sé qué desesperación expresada en aquel mordisco, como si no fuéramos dos amantes dispuestos a amarse, sino dos condenados a los que el odio, la furia y la tristeza empujaban al fondo de un infierno de nuevo género, a morderse recíprocamente. El mordisco me pareció larguísimo, como si realmente quisiera arrancarme con los dientes un pedazo de carne. Finalmente, aunque casi me gustaba que me mordiera y, a pesar del poco amor que sentía, deseaba que siguiera haciéndolo, no pude soportar más el dolor y lo rechacé con voz quebrada y baja:

—¿Qué estás haciendo? Me haces daño.

Así, casi de repente, concluyó aquel ilusorio sentimiento mío de victoria. Y durante todo el tiempo que nos amamos no volvimos a decir una palabra, pero por su actitud adiviné vagamente el verdadero sentido de su abandono, que más tarde él mismo me aclararía con todo detalle. Comprendí que hasta entonces no le había interesado tanto yo como una parte de su propio ser inclinada a desearme y que ahora, en cambio, por algún motivo personal, dejaba que aquella parte, hasta entonces combatida, se desahogara plenamente, esto era todo. Yo no tenía nada que ver en ello, y del mismo modo que no me había amado antes, tampoco me amaba ahora. Yo o cualquier otra, era lo mismo para él, y, como antes, yo no era más que un medio del que se servía para castigarse o para premiarse. No pensaba tanto estas cosas, mientras yacíamos juntos en la oscuridad, como las sentía en mi sangre y en mi carne, de la misma manera que tiempo atrás había sentido que Sonzogno era un monstruo, aunque todavía no supiera nada de su delito. Pero lo amaba, y mi amor era más fuerte que esta conciencia.

Con todo, me sorprendió la violencia y la insaciabilidad que ponía en su deseo en otro tiempo tan avaro. Yo había pensado siempre que se moderaba, entre otras razones, por motivos de salud, ya que era de naturaleza delicada. Por eso, cuando vi que comenzaba por tercera vez inmediatamente después de haber recibido el placer de mí, no pude por menos de susurrarle:

—Por mí, puedes seguir cuanto quieras, pero ten cuidado que no te haga daño.

Me pareció oírle reír y su voz murmuró a mi oído:

—Ahora ya nada puede hacerme daño.

Aquel «ahora» me produjo una sensación fúnebre y el placer que sentía entre sus brazos quedó casi destruido y esperé con impaciencia el momento en que podría hablar con él y sabría, por fin, qué había ocurrido. Después del amor, pareció amodorrarse, pero tal vez no dormía. Esperé un tiempo razonable y después, con un esfuerzo que me hizo latir aceleradamente el corazón, le pregunté en voz baja:

—Y ahora me dirás qué ha pasado.

—No ha pasado nada.

—Sin embargo, algo tiene que haber ocurrido.

Calló un momento, y después, como hablando consigo mismo, dijo:

—Al fin y al cabo, creo que también tú debes saberlo... Pues bien, ha sucedido esto: desde las once de la noche del día de ayer yo soy exactamente un traidor.

Experimenté al oír estas palabras una horrible sensación de frío, no tanto por las palabras en sí mismas como por la voz con que las había pronunciado. Balbucí:

—¿Un traidor? ¿Por qué?

Con aquel tono suyo, frío y lúgubremente burlón, contestó:

—El señor Mino era conocido entre sus compañeros de fe política por la intransigencia de sus opiniones y la violencia de sus resentimientos... Al señor Mino lo consideraban incluso como un futuro jefe, y el señor Mino estaba tan seguro de que en cualquier circunstancia habría sabido hacer honor a su propia fama que deseaba ser arrestado y puesto a prueba... Sí, porque el señor Mino pensaba que el arresto, la cárcel y los otros sufrimientos son necesarios en la vida de un hombre político, como en la de un hombre de mar lo son los largos viajes, los huracanes y los naufragios... Pero al primer golpe de mar el marino se ha mareado como la última de las mujercitas, y el señor Mino, apenas se ha visto ante un policía cualquiera, sin esperar a que se le amenazara o se le torturara, ha desembuchado todo lo que sabía... En fin, ha traicionado. El señor Mino ha dejado desde ayer la carrera política y ha entrado en otra que podríamos llamar delatoria...

—Has tenido miedo —exclamé.

Contestó inmediatamente, con calma:

—No, quizá ni siquiera he tenido miedo... Sólo que me ha sucedido lo que me sucedió aquella noche contigo, cuando querías que te explicara mis ideas... De pronto, no me ha importado nada, y el policía que me interrogaba casi se me ha hecho simpático... A él le urgía saber ciertas cosas, y a mí, en aquel momento, no me interesaba ocultárselas y se las he dicho así, simplemente... O mejor dicho, no tan simplemente, sino con solicitud, con prisa, casi diría con celo... Un poco más y casi era él quien tenía que moderar mi entusiasmo.

Pensé en Astarita y me pareció extraño que hubiera sido simpático a Mino:

—Pero ¿quién te ha interrogado?

—No lo conozco... Un hombre joven, de cara amarilla, calvo, con los ojos negros, muy bien vestido... debía de ser un funcionario superior.

—¡Y te ha resultado simpático! —exclamé al reconocer por esta descripción a Astarita.

Se echó a reír en la oscuridad, junto a mi oído.

—Poco a poco... No él personalmente, sino su función...

Cuando se renuncia y no se sabe ser lo que se debiera ser, aparece lo que uno es... ¿Acaso no soy el hijo de un rico propietario?

Y aquel hombre, en su función, ¿no estaba defendiendo mis propios intereses? Hemos reconocido que somos de la misma raza, solidarios en la misma causa... ¿Qué crees? ¿Que iba a experimentar simpatía por él, personalmente? No, sentía simpatía por su función... Me he dado cuenta de que era yo quien le pagaba, yo a quien él defendía, yo quien estaba tras él como amo, aunque estaba ante él como acusado.

Reía o, mejor dicho, tosía una risa que me arañaba horriblemente el oído. Yo no entendía nada, sino que había sucedido algo muy triste y que toda mi vida estaba otra vez en tela de juicio. Al cabo de un rato, añadió:

—Pero tal vez estoy calumniándome y simplemente he hablado porque no me importaba no hablar, porque de pronto todo me ha parecido absurdo y sin importancia y ya no he comprendido nada de las cosas en las cuales hubiera debido creer.

—¿No has comprendido nada? —repetí maquinalmente.

—Sí, o mejor dicho, he comprendido solamente, como comprendería aún, las palabras, pero no los hechos que esas palabras indicaban... Ahora bien, ¿cómo es posible sufrir por unas palabras? Las palabras son sonidos y hubiera sido como si me dejara encarcelar por el rebuzno de un asno o el chirrido de una rueda... Las palabras ya no tenían ningún valor para mí. Me parecían todas absurdas e iguales. Él quería palabras y yo le he dado todas las que ha querido.

—Entonces —objeté —, si no eran más que palabras, ¿qué te importa?

—Sí, pero por desgracia, apenas fueron pronunciadas, estas palabras dejaron de ser únicamente palabras y se han convertido en hechos.

—¿Por qué?

—Porque he empezado a sufrir, porque me he arrepentido de haberlas dicho, porque he comprendido, he sentido que al decir tales palabras me había convertido en eso que suele llamarse traidor...

—Pero ¿por qué las has dicho, entonces?

—¿Por qué se habla en sueños? —repuso lentamente—. Quizá dormía, pero ahora me he despertado.

Así, dando vueltas y más vueltas, volvíamos siempre al mismo punto. Sentí un dolor terrible en el corazón y dije con esfuerzo:

—Tal vez te equivocas... Crees haber dicho quién sabe qué cosas y después resultará que no has dicho nada.

—No, no me equivoco —replicó brevemente.

Callé un rato. Después pregunté:

—¿Y tus amigos?

—¿Qué amigos?

—Tullio y Tommaso.

—No sé nada —contestó con una especie de ostentosa indiferencia—. Los detendrán.

—No, no los detendrán —exclamé.

Pensaba que Astarita no habría aprovechado el momento de debilidad de Mino. Pero por primera vez, con la idea del arresto de los dos amigos, comencé a ver clara la gravedad de todo aquel asunto.

—¿Por qué no van a detenerlos? —dijo Mino—. Di sus nombres... No hay motivo para que no los detengan.

—¡Oh, Mino! —exclamé angustiada, sin poder evitarlo—. ¿Por qué has hecho esto?

—Es lo que también me pregunto yo.

—Pero si no los detienen —insistí al cabo de un rato cogiéndome a la única esperanza que me quedaba—, nada es irreparable.... Ellos nunca sabrán que tú...

Me interrumpió:

—Sí, pero lo sabré yo, lo sabré siempre... Sabré siempre que ya no soy el de antes, sino otra persona a la que, en el mismo momento en que hablé, di vida como la madre que da vida a su hijo trayéndolo a la luz... Y esa persona no me gusta, esto es lo malo... Hay maridos que asesinan a su esposa porque no soportan ya el vivir con ella... Pues piensa lo que es vivir dos en un mismo cuerpo, uno de los cuales odia al otro... En cuanto a mis amigos, los arrestarán, seguro. No pude contenerme y dije:

—Aunque no hubieras hablado, estarías igualmente en libertad, y has de saber que tus amigos no corren ningún peligro.

Apresuradamente le conté la historia de mis relaciones con Astarita, mi intervención a su favor y la promesa que Astarita me había hecho. Mino me escuchó sin decir palabra y después dijo:

—De mal en peor... Así debo la libertad no sólo a mi celo de espía, sino también a tus relaciones amorosas con un policía.

—No hables así, Mino.

—Por lo demás —añadió después de un momento—, estoy contento de que mis amigos salgan de ésta... Por lo menos no tendré también ese otro remordimiento sobre mi conciencia.

—Ya lo ves —dije con vivacidad—. ¿Qué diferencia hay ahora entre tú y tus amigos? También ellos me deben la libertad a mí y al hecho de que Astarita esté enamorado de mí.

—Perdón, hay una diferencia. Ellos no han hablado.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Lo espero por ellos mismos... De todas maneras, en estos casos no puede decirse que mal de muchos consuelo de tontos.

—Pero tú puedes hacer como si nada hubiera ocurrido —insistí—. Vuelve con ellos, sin decir nada... ¿Qué te importa? Todos pueden tener un momento de debilidad.

—Sí —respondió—, pero no a todos les sucede morir y seguir vivos a pesar de ello... ¿Sabes qué me pasó cuando hablé? Morí, y estoy muerto, muerto para siempre.

No soporté más la angustia que me oprimía el corazón y estallé en lágrimas.

—¿Por qué lloras? —preguntó.

—Por lo que dices —respondí redoblando los sollozos—, que estás muerto. Tengo mucho miedo.

—¿No te gusta estar con un muerto? —preguntó bromeando—. Sin embargo, no es tan terrible como parece, no es en absoluto terrible... Yo estoy muerto de un modo particular, pues por lo que se refiere al cuerpo, estoy bien vivo... Tócame y verás si estoy vivo.

Me cogió la mano y me hizo tocarlo.

—Ya lo ves, estoy vivo.

Me tiraba de la mano, obligándome a tocarlo, y finalmente la llevó a la ingle y la estrechó contra el sexo.

—Estoy vivo en todas partes, y por lo que se refiere a ti, estoy más vivo que nunca, como puedes apreciar... No temas, si hemos hecho poco el amor mientras estaba vivo, en compensación lo haremos mucho ahora que estoy muerto.

Con una especie de rabioso desprecio rechazó mi mano inerte. Yo me la llevé a la cara, junto con la otra, y desahogué ruidosamente mi miserable dolor. Hubiera querido llorar siempre, seguir llorando sin fin, porque temía el momento en que acabara de llorar, cuando uno queda vacío y torpe frente a las mismas cosas, idénticas, que han provocado el llanto. Pero este momento llegó y me sequé el rostro humedecido por las lágrimas y fijé en la oscuridad mis ojos abiertos. Entonces le oí preguntar con una voz dulce y afectuosa:

—Veamos, según tú, ¿qué debería hacer?

Me volví con violencia, me apreté a él fuertemente y le dije, hablándole sobre la boca:

—No pienses más, no te ocupes más de esto, pues lo que ha sido, ha sido... Esto es lo que debes hacer.

—¿Y después?

—Después, vuelve a estudiar... Saca el título y con el título, vuelve a tu ciudad. No me importa no volver a verte, con tal de saber que eres feliz... Ponte a trabajar y cuando llegue el momento cásate con una muchacha de tu tierra, de tu condición, que te quiera realmente bien... ¿Qué te importa la política? No estás hecho para la política e hiciste mal en ocuparte de ella. Fue un error, pero todos pueden cometer errores. Un día te parecerá extraño haberte metido en política... Yo te quiero de veras, Mino. Otra mujer no querría separarse de ti, pero si es necesario, vete mañana mismo. Si es necesario, no volvamos a vernos con tal de que seas feliz.

—Pero yo —dijo con voz clara y muy baja— no volveré a ser feliz... Soy un delator.

—No es verdad —repliqué exasperada—. No eres un delator, y aunque lo fueras, podrías ser igualmente feliz... Hay gente que ha cometido hasta delitos y es muy feliz. Mírame a mí. Cuando se habla de una mujer de la calle, uno se imagina cualquier cosa... Pues ya ves, soy una mujer como las demás y a menudo hasta soy feliz... Estos últimos días era tan feliz...

—¿Eras feliz?

—Sí, mucho, pero ya sabía que no podía durar y efectivamente...

A estas palabras me volvió el deseo de llorar, pero me contuve y añadí:

—Te habías imaginado completamente distinto de lo que eres y ha ocurrido lo que ha ocurrido... Ahora acepta lo que eres en realidad y verás cómo todo se resuelve de pronto... En el fondo, sufres por lo ocurrido, porque te avergüenzas y temes el juicio de los demás, de tus amigos. Pues deja de verlos; ya te encontrarás con otras gentes porque el mundo es muy grande... Si ellos no te quieren lo bastante como para comprender que ha sido un momento de debilidad, quédate conmigo, que te quiero y te comprendo y no te juzgo...

Y exclamé con fuerza:

—Aunque hubieras cometido una acción mil veces peor, para mí serías siempre mi amado Mino.

Él no dijo nada y yo continué:

—Soy una pobre muchacha ignorante, lo sé, pero ciertas cosas las comprendo mejor que tus amigos y aun mejor que tú. Yo también he experimentado el sentimiento que ahora experimentas. La primera vez que nos vimos y tú no me tocaste se me metió en la cabeza que lo habías hecho porque me despreciabas y hasta llegué a perder el gusto de vivir... Me sentía muy desgraciada y hubiera querido ser otra, y al mismo tiempo comprendía que era imposible y que seguiría siendo la que era... Sentía una vergüenza pegajosa, viscosa, ardiente, un fastidio, una desesperación... Estaba como encogida, helada, atada y a veces pensaba que quería morir... Después, un buen día salí con mi madre y por casualidad entré en una iglesia y allí, rezando, me pareció entender que en el fondo no tenía de qué avergonzarme, que si había sido hecha así era señal de que Dios lo había querido, que no debía rebelarme contra mi suerte, sino que tenía que aceptarla con docilidad y confianza, y que si tú sentías desprecio por mí, la culpa era tuya, no mía. En fin, pensé muchas cosas y por último había pasado toda la mortificación y me sentí de nuevo alegre y ligera.

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