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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

La Rosa de Asturias (11 page)

BOOK: La Rosa de Asturias
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—Entonces, ¿también he de aprender a hablar en franco? —dijo Ermengilda, alzando los hombros.

—Quizá sería buena idea —contestó su madre—. Solo has de decidir si eliges aprender la lengua de Neustria o el tosco idioma del norte que se asemeja al visigodo.

El conde Rodrigo era de los escasos habitantes de Asturias que aún dominaba la lengua visigoda. La propia Ermengilda solo había aprendido unas palabras que a veces utilizaba para divertirse y confundir a la servidumbre, pero le sonaban duras y poco refinadas. No le apetecía en lo más mínimo aprender una lengua similar.

—Creo que optaré por la lengua de Neustria. Al fin y al cabo, esas tierras están más cerca que la remota Germania. —La muchacha rio y dirigió una mirada pícara a su madre.

Doña Urraca asintió, satisfecha.

—Es una buena decisión. El idioma de Neustria está tan emparentado con el astur como el occitano de allende los Pirineos. Tal como en cierta ocasión me explicó un monje erudito, las tres proceden de la santa lengua latina, mientras que el germano se generó en los oscuros bosques del norte, cosa que, a juzgar por cómo suena, ha de ser verdad.

La risa de Ermengilda era tan contagiosa que su madre y Alma también se echaron a reír. Cuando doña Urraca volvió a tranquilizarse y se disponía a enumerar las ventajas de una boda con el franco, la puerta se abrió.

Ebla, la doncella de Ermengilda, entró en la estancia con expresión atemorizada, se arrodilló junto a su ama y la cogió del vestido.

—El rey acaba de regresar de un paseo con vuestro padre y quiere acostarse. ¡He de acompañarlo a su habitación, pero no quiero! Nunca he yacido con un hombre.

Ermengilda se inclinó hacia ella con expresión compasiva, pero Alma le pegó un coscorrón y bufó:

—Para ti es un gran honor que el rey te haya elegido para pasar la noche, así que deja de lloriquear.

—Alma tiene razón. —Doña Urraca cogió a la doncella del brazo y la obligó a ponerse de pie—. Mi hermano ha de estar satisfecho, es muy importante para nosotros. Vete a tu habitación, Ermengilda, y cierra la puerta por dentro. Hay demasiados hombres dando vueltas por la casa y no quiero que uno de ellos se acerque a ti. Alma te acompañará y pasará la noche contigo. ¡Tú vendrás conmigo, Ebla!

La doncella comprendió que la azotarían si continuaba resistiéndose, así que siguió a la esposa de Rodrigo con la cabeza gacha hasta la habitación dispuesta para el huésped de honor. Puesto que el rey había viajado con escaso equipaje, los mozos habían llevado un arcón con ropas del dueño de la casa entre las que Silo podía elegir un atuendo limpio. Una gran vela de cera de abeja que ardía en un alto candelabro de hierro forjado se encargaba de que la luz fuera tenue y el aroma, agradable.

En el centro de la habitación había una gran cama de madera de almendro. Siguiendo las órdenes de Alma, las criadas habían dispuesto pequeños saquitos llenos de hierbas aromáticas bajo las esterillas que hacían las veces de colchón. Sobre una pequeña mesa en un rincón reposaban una jarra de vino y dos copas, y también una tabla con tarta y unos pedazos de jamón.

Doña Urraca recorrió la habitación con la mirada, pero no puso reparos: todo estaba perfecto. «Realmente puedo confiar en Alma», pensó mientras empujaba a Ebla dentro de la habitación.

—¿Te has lavado? —preguntó.

La muchacha apretó los labios y negó con la cabeza. Su ama le pegó una bofetada y llamó a su doncella, que apareció tan presta como si estuviera esperando la orden. Alma le pisaba los talones. Había encerrado a Ermengilda en su habitación y quería comprobar si doña Urraca aún la necesitaba.

—¡Esta inútil está sucia y huele a sudor, y el rey está a punto de llegar! —gritó la dueña, indignada.

Aunque Alma y la doncella personal de doña Urraca solían competir por ganarse las simpatías de su ama, en este caso opinaban lo mismo e intercambiaron una rápida mirada. Mientras la mayordoma abandonaba la habitación, la otra se acercó a Ebla y le quitó la túnica y la camisa.

—No necesitas ropa para lo que el rey se propone hacer contigo —dijo en tono burlón.

Le tocó los pechos y le pellizcó el trasero para comprobar si eran lo bastante firmes.

—Si se queda quieta, el rey se dará por conforme, pero también podría resistirse un poco para encenderle la sangre.

Alma, que acababa de regresar, soltó una carcajada mientras doña Urraca —a quien disgustó la cháchara lasciva— abandonaba la estancia. Dos criadas a las que la mayordoma les había encargado que trajeran una tina, aparecieron con esta, un trozo de jabón y un trapo áspero. Cogieron a Ebla y la lavaron de pies a cabeza.

Por último, Alma derramó unas gotas de una esencia perfumada perteneciente a doña Urraca entre los pechos y los muslos de la doncella. Después indicó la cama con un gesto de la cabeza.

—Tiéndete y espera al rey. ¡Y obedécele, da igual lo que te pida!

Atemorizada, la doncella asintió y se dijo que quizá los momentos que pasaría con el monarca resultarían menos humillantes que el trato al que acababan de someterla.

8

El rey Silo entró en la habitación poco después de que las mujeres la abandonaran. Había bebido un par de copas más del vino que se guardaba en grandes barricas en los sótanos del castillo y estaba de buen humor. Al ver a Ebla, cubierta hasta la barbilla con el cobertor de hilo, sonrió. La muchacha suponía una conclusión adecuada para una velada agradable. Se sirvió vino de la jarra que reposaba sobre la mesilla y le tendió una copa a Ebla.

—¡Bebe! Te sentará bien.

La muchacha se incorporó sin soltar el cobertor en el que se había envuelto. Con la mano libre cogió la copa y bebió vino, que era dulce y con cuerpo. No acostumbraba a beber, y el licor se derramó por su garganta como fuego líquido, abriéndose paso a través de sus venas. Al principio se asustó, pero luego notó que el miedo se desvanecía en parte.

Silo volvió a llenarle la copa.

—¡Brinda por mí!

—¡A vuestra salud, majestad! —Ebla alzó la copa y se la llevó a los labios, al tiempo que el rey apartaba el cobertor de un tirón. La tela se deslizó revelando los maravillosos pechos de la muchacha, que quiso volver a cubrirse de inmediato. Silo se lo impidió y la abrazó.

—El águila ha cogido a su presa y ya no la soltará. ¡Bebe! Tu copa aún no está vacía.

Antes de que la muchacha atinara a obedecerle, él llenó la copa hasta el borde, quitó el cobertor de la cama y contempló su desnudez con expresión satisfecha. Luego se despojó de la ropa y atrajo a la muchacha hacia sí con un gemido lascivo. Le agarró con fuerza los glúteos y mientras Ebla aún se preguntaba qué ocurriría a continuación, la tendió de espaldas, se echó encima de ella y le separó los muslos con las rodillas.

Ebla notó que algo presionaba contra sus partes más sensibles y se abría paso hacia dentro con una fuerza irresistible; luego un dolor breve pero agudo le arrancó un grito de terror.

—Así que todavía eras virgen. ¡Eso me agrada! —exclamó Silo en tono alegre, aunque no por ello la trató con mayor delicadeza.

Tras alcanzar el clímax soltando gruñidos que a Ebla le recordaron a un macho cabrío durante el apareamiento, Silo sirvió una copa de vino para cada uno y brindó.

—Tienes suerte, muchacha. No todas las hembras pueden decir que un rey las liberó de ese incómodo obstáculo que se interpone al auténtico placer.

Mientras disfrutaba del vino, Ebla clavó la mirada en la cama manchada de sangre y se dijo que Alma la regañaría por ello.

9

Al cabo de tres días, Silo y su séquito desaparecieron como si fueran fantasmas que se hubieran burlado de los habitantes del castillo de Rodrigo. Tanto las gentes sencillas como el señor del castillo y su esposa se persignaron tres veces. Aunque era honroso quedar como un fiel aliado del rey, la invasión —como la denominó Alma— había causado grandes mermas en sus provisiones que en ese momento, en primavera, no podían ser subsanadas.

Silo había dejado a Gospert y a sus hombres en el castillo, con el fin de que los francos instruyeran a Ermengilda en las costumbres de su patria y para que aprendiera la lengua de los francos. De hecho, el rey no quería llevarla bajo ningún concepto hasta su próximo destino, que en ese caso se trataba de una pequeña ciudad situada entre la frontera de su reino y los territorios del valí de Zaragoza. En tiempos de su suegro Alfonso esa zona perteneció a Asturias, pero luego fue ocupada por los sarracenos. Hasta entonces Silo no había intentado modificar dicha circunstancia y en esa ocasión tampoco quería iniciar una disputa territorial, sino hablar con varios dignatarios sarracenos.

Entre tanto, en el castillo de Rodrigo, Ermengilda se veía obligada a escuchar los discursos de Gospert, en los que ensalzaba desmesuradamente al rey Carlos y al conde Eward, aunque sin duda lo que despertaba su mayor interés era lo que podía contarle Ebla. Por eso detuvo a la doncella en el patio y la arrastró detrás de la vieja cabreriza de la que años atrás había huido la pequeña vascona.

—Cuéntame cómo fue tu encuentro con el rey. Como sabes, pronto me casaré y quiero saber exactamente qué ocurre entre un hombre y una mujer.

Ebla recordó lo que le había dicho una criada: que si al cabo de nueve meses paría a un bastardo del rey, este la recompensaría ricamente, y entonces su ama ya no podría obligarla a meterse en la cama con un desagradable y desconocido señor solo porque doña Urraca quisiera sacar provecho de ello. El recuerdo del trato recibido hizo que reaccionara con mayor violencia de la deseada.

—Me separó las piernas, me metió su cosa, que era como un hierro candente, y me hizo muchísimo daño. ¡Tú misma descubrirás lo desagradable que resulta! —dijo, y echó a correr.

Ermengilda la siguió con la mirada y suspiró. Su esperanza de que Ebla no solo fuera su doncella, sino también su amiga, no se había cumplido y ello la apenaba doblemente, porque la perspectiva de su viaje al extranjero para ser entregada en propiedad a un hombre desconocido le causaba mucho temor. «¡Cuánto me habría gustado tener a alguien a mi lado a quien confiarle mis pensamientos!», pensó.

Decepcionada y temerosa por lo que le deparara el futuro, regresó al edificio principal, donde se encontró con su padre.

Rodrigo le indicó que se acercara.

—Acabo de hablar con el señor Gospert. Al igual que yo, opina que tu boda debe celebrarse lo antes posible, así que pasado mañana emprenderás el viaje. Habría preferido acompañarte yo mismo, pero mi presencia es necesaria aquí. Creo que diez hombres valientes bastarán para acompañarte sana y salva allende los Pirineos.

—¿Tan pronto he de marcharme, padre? —Ermengilda palideció, porque tras oír lo que le había dicho Ebla, su alegría anticipada ante el futuro enlace se había esfumado.

Rodrigo atribuyó el temor de su hija a la inminente pérdida de su hogar y su familia, y la abrazó.

—¡Es necesario, pequeña! Tu madre vuelve a estar embarazada y, si Dios quiere, esta vez dará luz a un hijo que, a diferencia de tu primer hermano, no morirá. Sin embargo, vendrá al mundo en tiempos difíciles. El poder de Silo se ha debilitado y al estar emparentado con él, tampoco disfruto de la simpatía de sus enemigos. Si el rey cae, existe el peligro de que también nos arrastre a mí, a tu madre y a tu hermana pequeña a la perdición. Un yerno poderoso en Franconia podría impedirlo. Tu matrimonio con ese noble también es muy importante para nosotros. Si tu madre no diera a luz a un hijo, tú serías mi primera heredera y, en ese caso, en el futuro uno de tus hijos será el prefecto de la marca.

Ermengilda tomó aire: su padre tenía razón. Sacrificarse por su familia era su deber.

—¡Todo irá bien, ya lo verás! —Rodrigo sonrió y se restregó la frente como si quisiera olvidar el breve instante de debilidad—. Si quieres partir pasado mañana, solo dispones de dos días para preparar el equipaje, así que ponte manos a la obra deprisa, hija mía. Querrás hacernos honor, ¿verdad?

—¡Claro que sí, padre! —Ermengilda hizo una reverencia y se marchó.

Solo después de que se fuera, Rodrigo cayó en la cuenta de que era la primera vez que lo saludaba de ese modo y se entristeció al comprender que el estrecho vínculo que lo unía a su hija empezaba a desvanecerse.

10

En el mismo momento en que Ermengilda preparaba su viaje al reino de los francos, a unas cien millas al este, en la pequeña aldea de Alasua, se celebraba una reunión entre los líderes vascones y los guerreros más importantes de las tribus. Eneko Aritza había elegido ese lugar pese a que hacía poco que se había hecho con Iruñea, antes ocupada por los sarracenos, y aunque los otros jefes podían considerar una invitación a dicha aldea como una exigencia de someterse a él. Y, en efecto, la mayoría de ellos opinaba que Eneko ya ejercía una influencia demasiado grande, pese a lo cual todos habían acudido.

Los líderes, que asistían acompañados de la mitad de sus clanes y de los mejores guerreros, habían tomado la decisión de dejar hablar a Eneko Aritza sin tenderle la mano. También Okin de Askaiz había emprendido el camino y estaba sentado junto a Amets de Guizora y los demás cabecillas de la tribu. Su anfitrión habló mucho de Asturias y de su pretensión de hacerse con el poder, algo que las tribus libres de los vascones debían rechazar conjuntamente; después habló de los francos.

Eneko también había invitado a algunos cabecillas de los gascones del norte emparentados con la tribu. Aunque hacía varias generaciones que estos mantenían cierta dependencia respecto del reino franco, hasta ese momento habían hecho oídos sordos a la exigencia de los monarcas de ese territorio de cumplir con la leva y solo habían pagado los tributos cuando no les quedó más remedio. Pero desde hacía unos diez años, las cosas habían cambiado mucho en Gascuña. El rey Pipino había derrotado al último duque de Aquitania y sometido la región, pero todavía había quien soñaba con la libertad y la independencia. Se rumoreaba que incluso Lupus se encontraba entre ellos, aunque este había entregado su pariente Hunold a los francos y en recompensa había recibido el título de duque de Aquitania. A causa de todo ello, Eneko de Iruñea veía a Lupus como un competidor que pretendía disputarle la jefatura de las tribus vasco-gasconas. Por eso se alegró de que el lobo gascón, tal como los francos llamaban a Lupus, hubiese rechazado su invitación.

Los gascones presentes eran de su misma opinión. Según los informes, el rey Carlos pisoteaba sus derechos ancestrales sobre todo porque se arrogaba la potestad de adjudicar tierras y castillos gascones a los francos.

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